Laura Wittner, entrevista y poemas: “Cosas que me confirmen que existí”

Laura Wittnef_l_wittnerr (Buenos Aires, 1967) es poeta, traductora, escritora de libros infantiles y docente. En diciembre de 2017 la editorial Gog & Magog reunió en un solo volumen toda su obra poética, tres ensayos breves y una serie de traducciones. Lugares donde una no está vuelve a poner en circulación algunos poemarios inhallables como El pasillo del tren, publicado hace veinte años por la mítica editorial Trompa de Falopo. A la entrevista, sumamos tres poemas inéditos y otros mencionados a lo largo de la conversación.

Por Melisa Papillo y Damián Lamanna Guiñazú

Pasadas las diez de la mañana Laura nos recibe en su departamento de Colegiales. Faltan unos pocos días para navidad y esa extraña sensación de estar fuera del tiempo que viene con las fiestas se mezcla con el calor agobiante y la insistencia de los martillazos que llegan desde la obra en construcción de enfrente. La persiana que separa el living comedor del balcón está abierta y se puede ver el andar acelerado de una pequeña tortuga. Laura nos cuenta que hasta hace un momento estuvo viendo fascinada el modo en que el animalito mueve cada pata con independencia. Luego, nos invita a sentarnos en una mesa circular donde ya está dispuesto el equipo de mate, una fuente con galletitas dulces y una jarra de agua que transpira optimismo. Las líneas que siguen son el extracto de una charla que se extendió por casi dos horas. Para esta publicación elegimos centrarnos en dos tópicos: la poética de la autora (el trabajo con las imágenes, los objetos y los símbolos) y su experiencia maternal como motivación para la escritura.

—¿La edición de tu obra reunida te obligó a volver a leer todos tus libros de nuevo? ¿Te seguís identificando en esos poemas?
Sí a todo. Sí, me obligó a releer todo porque yo la junté. Los archivos los tenía yo. Ya había juntado algunos y corregido algunas cosas –grafías, rayas, esas cosas– cuando se los pasé a José María Cumbreño, editor español que dirige Ediciones Liliputienses (se puso una editorial de poesía básicamente para publicar poetas latinoamericanos). Él publicó una antología de poemas míos en 2012 y el año pasado la reeditó ampliada, entonces yo ya había mirado cosas viejas pero no con esta exhaustividad. Igual los recuerdo: quizás los primeros poemas que publicás te quedan un poco en la cabeza. En cambio con algunos me dije “¿Por qué habré escrito esto?”.

—¿Te acordás la sensación al escribirlos?
Me acuerdo de la sensación de todos porque me parece que escribo muy claramente desde lo que viene antes del poema. Nunca lo busco, nunca pienso “voy a escribir sobre esto”, es como una cosa que me sobreviene. Pero aún así hay algunos pocos de esos poemas, por ejemplo uno que tiene tres partes [“Noticias de esta tarde”] que habla de unos cuadros que vi hace muchos años en un museo en Berlín. Yo me acuerdo de la sensación de estar sola en ese museo y de todo lo que me produjeron las imágenes pero ahora no veo la necesidad de haberlo escrito. Igualmente, si yo quedé que iba a publicar todo, no voy a sacar poemas. Otro ejemplo, ese poema que se llama “Vlodzimiesz, 1914” habla de una historia que me contaba siempre mi abuelo (los abuelos tienen algunas anécdotas fijas). Él siempre contaba que su pueblo, Vlodzimiesz, era permanentemente saqueado y arrasado por distintos grupos. Me contaba que cuando venían los cosacos dejaban un desastre. Mi abuelo finalmente a los 16 se vino para acá solo. Pensó “todos vamos a morir” y efectivamente todos murieron. Se vino solo a los 16 con una valijita. Siempre me acuerdo de la sensación cuando vuelvo al poema.

—¿Escribís los poemas de una sola vez o anotás fragmentos y después ves con qué te quedás?
Muchos me salen enteros pero después los corrijo un montón. Igual, si veo la versión original, no es que los poemas son totalmente otra cosa. Yo llevo un diario, es decir miles de cuadernos y libreta de notas, desde el ’89, es un horror. Casi siempre en esos cuadernos era donde yo anotaba -no siempre- la primera imagen que me aparecía para después escribir el poema. A veces me encuentro con esa primera imagen que se me ocurrió y contrasta con el poema final que ya ahora está cristalizado en mi mente. A veces lo encuentro y es rarísimo porque es una versión que no recordaba. En el caso de “Epigrama” no: hace poco lo encontré en una libreta viejísima y vi que la primera vez que lo escribí ya era igual salvo por una palabra que estaba en otro verso.

—¿Y cuando releés las imágenes que dieron pie a los poemas en las libretas, encontrás una recurrencia en ellas?
Me llama la atención siempre lo mismo, creo que desde toda la vida. Y es un tema en el que últimamente pensé un montón. El domingo cumplí 50 y es rarísimo porque es una cantidad de años que una siempre imaginó como “bueno, soy mayor”. Entonces mucha gente me pregunta “¿Y qué, cómo?” o nos lo preguntamos con amigas de mi misma edad y mi sensación es que hay una línea en la que siempre sigo siendo la misma. Mis preocupaciones son las mismas. No sé si es bueno o malo, la verdad.

—En uno de sus ensayos Joseph Brodsky pensaba que, aunque el tiempo transcurra, el Yo, de algún modo, siempre es el mismo; lo que cambia es la responsabilidad del adulto en relación al niño. Concluye esta idea diciendo que quizá seamos menos que uno: el mismo que nunca llega a completarse.
Es re linda esa idea, porque, de hecho, en los últimos tiempos me vino una sensación de que muy muy lentamente se me van agregando elementos que me llevan hacia eso, a ser completa, pero no me alcanzarían cinco vidas para serlo.

—¿Siempre se escribe el mismo poema?
Como les decía, si bien yo no tengo una línea definida veo esos poemas y sé perfectamente por qué los escribí, los disparadores se corresponden con sensaciones que también tengo ahora. Por ejemplo, me paro a mirar algo por la calle y sé qué pienso cuando veo determinadas cosas. Me voy volviendo mi propio cliché. A esta altura yo ya sé qué cosas me pueden emocionar, pero me siguen emocionando y llamando la atención, entonces, bueno, es inevitable.

—Encontramos una recurrencia en tus poemas por la formulación de listas. Por ejemplo, en Las últimas mudanzas, el poema “La pantalla” dice: “La tensión mínima necesaria/ para la música de las esferas,/ los cúmulos, los cirros, la danza/ de las constelaciones, la droga ligera,/ el primer amor, el chico arrodillado/ junto a la butaca, siseándote al oído./ Se puede hacer/ una de estas listas/ durante la noche, mientras/ hora tras hora se agitan en el patio/ hojas de las plantas silvestres, del laurel/ y las agujas del pino brasilero, en la calle vibra el polen/ de los plátanos, el aire va bajando, se apoya,/ se prepara para la/ primera luz, y con la última palabra de la lista/ comienza un día de lluvia, uno duerme,/ o hace listas.” Llamativamente (o no tanto) el libro se titula Lugares donde una no está como si se enunciara el comienzo de una lista. ¿Cómo funciona este procedimiento de enlistar en tu poesía y qué atracción te lleva hacia ella?
Es un poco un listado de explicaciones o de justificaciones. Quizá porque tengo esa tendencia a autojustificarme todo el tiempo. Nombro más la situación de hacer listas de lo que listo. Hay algunos poemas “con listas”, por ejemplo uno de Mariano Blatt [«Acá en los barrios convivimos personas…»] y uno de Roberta Iannamico [“Las cosas”]. En esos casos, cada uno tiene un procedimiento, además, por el cual el poema cobra sentido. Por otra parte, la idea de las listas me parece que es atractiva para casi todos. Cuando converso con gente, o cuando leo entrevistas, noto que surge esa idea de tranquilidad o sensación ficticia de cierto orden que da hacerse una lista de cosas que uno tiene que hacer o que uno quiere. Cuando era chica la lista de chicos que me gustaban, personas con las que había estado. Vivía como en un constante estado de listas. Pienso también en mi hijo y en mi hija, que son los seres más cercanos, con quienes vivo, y por eso siempre los pongo de ejemplo. Ellos hacen listas todo el tiempo. Quizá es un orden que uno necesita. Pero por un lado están las listas y, por el otro, qué hace uno con las listas en un poema. Me pasa con muchos textos que leo: son poemas-lista que en un principio parece que me van a atraer pero quizá son sólo una lista linda y les falta algo que los justifique como poemas. Algunos se justifican de maneras extrañas, por sonido, por música, me parece. Y otros, quizás, tienen una estructura particular o un verso al final, como el de Roberta Iannamico que nombré antes. En ese caso, la idea de que el mundo propio se conforme con una breve lista a mí me parece muy emocionante, me gusta ese poema: “Siempre con las cosas/ la ropa/ los platos/ los huevos duros/ el agua de la canilla/ los juguetes tirados/ lo caliente/ lo frío/ lo suave/ lo pesado/ las cosas que entran/ en una mano/ eso es lo que tengo/ para armar un mundo”.

—Por un lado, pensamos –en continuidad con el título del libro– que en tus poemas hay una especie de mapeo sobre todos los lugares donde una no está y está, a la vez. Como si los poemas integraran un álbum de fotos muy grande que se necesita tener a la vista y no perder. Por el otro, nunca se sabe muy bien dónde está el/la sujeto en los poemas. No hay referencias de zonas, excepto en los últimos quizás.
Cuando estoy en lugares también pienso en cuando no esté más en ellos. Yo siento que me compenetro muchísimo con los lugares. Pueden ser ciudades o puede ser un lugar físico como una casa, determinado edificio. Sin embargo el lugar y el sujeto no se funden realmente. No somos la misma cosa: ese lugar, si no estoy yo, va a seguir existiendo. Se ve que la idea me fue acompañando siempre, incluso ahora que estoy hablando me voy acordando de distintos poemas que dicen prácticamente eso. El poema de donde sale el verso “lugares donde una no está” lo escribí en un departamento donde yo vivía, un 8º piso en Almagro.

Lugares donde una no está, de Laura Wittner, Buenos Aires, Gog y Magog, 2017

—¿Cómo fue la experiencia de vivir en Estados Unidos? ¿Tu afinidad con la poesía norteamericana empieza ahí?
Viví desde mitad del 97 hasta mitad del 98 en los Estados Unidos. Me dieron una beca, me fui a estudiar. Los poemas de Las últimas mudanzas hacen referencia a ese período. Igualmente, terminé más traduciendo que estudiando. Traduje un libro del inglés Charles Tomlinson, un libro que él escribió cuando estaba en Nueva York por una beca Fulbright muchísimos años antes. Pero antes de eso, en el ’91, yo había pasado tres meses en Maryland: una prima mía me había invitado. Yo tenía 21 años, estaba en medio de un momento un poco tormentoso de mi vida. Ella tenía dos hijos chiquitos. Me dijo que me pagaba el pasaje si yo la ayudaba a cuidar a los chicos, la casa y esas cosas. Dudé, pero finalmente dije: “bueno, yo voy para distraerme un poco.” En Bs.As. estaba estudiando, pero al principio durante la carrera de Letras dejaba y retomaba, no me divertía, no me hacía amigos. Yo me imaginaba que en la carrera iba a haber gente a la que le gustara la literatura como a mí, que íbamos a hablar de cosas que a mí me gustaran, pero no estaba pasando. Además, me costó encontrar la veta porque en esa época Letras era el reino de la teoría literaria y a mí eso nunca me divirtió mucho, muchísimo menos cuando era muy joven. Me daba miedo dar finales, se me vencían las materias. Salvo Literatura Norteamericana, ya que Costa Picazo [titular de la materia en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA] fue como mi ancla en esa carrera. De todos modos, cuando volví de ese viaje de golpe entendí cómo era la facultad y me recibí. Pero bueno, cuando llegué a Maryland me encontré con que mi prima vivía en un suburbio, en un barrio que se llama Bethesda. Ahí todas las casas tienen jardines y ardillas y conejos y todo es precioso. Pero en ese momento me vi encerrada en una sensación de suburbio, que ahora es algo que me haría muy feliz porque todo el tiempo anhelo soledad, lectura y naturaleza. La atmósfera de la casa era opresiva y los colectivos a Washington no pasaban muy seguido. Entonces yo lo que hice fue asociarme a  la biblioteca del barrio (igual iba a Washington bastante seguido, y un fin de semana fui a Nueva York. En ese momento descubrí que quería vivir en esa ciudad). La biblioteca del barrio tenía un montón de poesía estadounidense que yo recién estaba empezando a leer antes de irme. Entonces me volvía con las pilas de libros y me la pasaba leyendo en ese jardín hermoso. Ahí empecé a traducir de a poquito y a escribir más poesía. Incluso al traducir empecé a probar escribir en inglés, y pensaba “qué absurdo”, entonces lo pasaba al castellano. Si busco esos poemas en mis cuadernos, están

—¿Sentís la necesidad de guardar y volver a esas cosas?
Sí, es como lo que decían ustedes del álbum de fotos. Necesito tener una base física de cosas que me confirmen que yo existí, que todo eso que percibí y recuerdo es cierto. Aún ahora armo álbumes de fotos impresas. En la computadora armo carpetas anuales con las fotos familiares y personales. Paralelamente tengo álbumes de fotos que imprimo y pego y les escribo cosas. De cada uno de los chicos tengo un álbum grande desde que me embaracé hasta que cumplieron un año, con una o dos fotos por mes. Y ellos las miran muy seguido. En un momento aprendí a hacer videos e hice de varias vacaciones: videos que tienen un título y están musicalizados. Cuando aprendí a hacer videos no podía parar, todo lo que hacía en las vacaciones podía terminar en esas peliculitas. Ya miraba pensando en lo que podría ir o no en el video. Esto es lo mismo que la mirada del poema. Es ese filtro que una se pone. Cuando en otra entrevista traté de definir la poesía, dije “para mí es la manera con la que miro el mundo”.

—¿Tenés siempre puesto ese filtro? Porque hay también una distancia con la experiencia en el hecho de siempre estar con el poema en la cabeza.
Al revés, yo creo que escribo porque nací con ese filtro. Hay algo que a mí me cuesta aceptar acerca de la incertidumbre de nuestra existencia, del mundo y de todo su costado horrible (que es la mayor parte, y que en los últimos meses se viene manifestando especialmente, ¿no?).

—Entendemos que el poema “Mis padres bailan jazz en el Café Orión” al decir: “No es que leamos mal los signos./ Es que las cosas no son signos.” intenta frenar cierta tendencia de época a la catástrofe, a leer todo en clave de símbolo o metonimia sobre la degradación. En todo caso, ellos sólo están dejando de bailar porque quieren escuchar la última pieza. ¿Se puede ver la imagen y no buscar siempre lo metafórico/simbólico?
En realidad, en ese poema, que es viejísimo, me estoy hablando a mí misma porque es lo que yo hago y, a la vez, lo que trato de no hacer y contra lo que luché toda mi vida. Antes aún de escribir luché contra eso. Ahora parece que se puede relacionar con el objetivismo, pero yo no me veo del todo ahí. Justamente la idea de enfocar en el objeto y no darle una trascendencia para mí es lo contrario a lo que yo hice siempre. Por eso me desconciertan por completo las distintas maneras de las que se habla de objetivismo. En el único en el que yo puedo observar esa línea es en José Villa. Ese poema lo escribí hablándome a mí misma porque todo me resulta simbólico u oracular: que alguien me conteste con una palabra y no con otra, que mi hija en una conversación al pasar me conteste con determinada palabra me hace imaginar todas las catástrofes que pueden venir en el futuro para que luego yo retroceda y recuerde que ella me dijo esa palabra y no otra. Es enfermante. El momento que recreo en el poema es una noche en Mar del Plata, en el bar Orión. A mis padres les encantaba ir y me invitaron esa noche a escuchar jazz. Yo acababa de separarme de un novio y ellos me vieron triste y me invitaron a pasar año nuevo allá. Esa noche pasó que bailaron un poco y yo traté de encontrar dónde estaba la grieta en esa relación. Lo sigo tratando de hacer ahora. Quizá debo haber visto que había algo medio tibio en que bailaron y después se sentaron. Y yo pensé “justo toca la última canción la orquesta y ellos están sentados.” Evidentemente era una respuesta a mí misma: “y bueno, ¿y qué? ¿Hay que ir como en una especie de simbología hollywoodense? Ahora bailemos la última pieza si es que nos amamos realmente”. Ese poema lo escribí por eso, no era sobre un objeto sino sobre una situación. Después el objeto en sí a mí me llama la atención muchísimo, porque la percepción es constante. Justo recién twitteé “no puedo parar de percibir”, porque entré a Facebook y el espacio donde se hacen los comentarios ahora se redondeó. Dudo permanentemente de mi percepción, porque me encuentro que muy a menudo no condice con la de los otros. Me pasa que siempre soy la primera que detecta un olor, la primera que escucha un sonido, abro un libro y detecto una errata. Pero no porque yo tenga una capacidad especial, sino porque me atormentan los sentidos, entonces los objetos también. Es como que me voy metiendo adentro. Empecé a escribir poesía en una época en que yo vivía sola. Solía volver tarde de la facultad. Había muchas situaciones en las que yo estaba sola con los objetos y con mucho silencio. No había Internet, no había o yo no tenía cable, tenía un televisor chiquito que andaba cuando le ponía una aguja de tejer de antena. Yo cenaba en completo silencio, casi siempre con un libro, pero de pronto en ese silencio se escuchaba –vieron que los objetos hacen ruido, crujen los muebles-. Lo primero que yo escribí, que no lo tengo más, era eso, los objetos que me rodeaban, los sonidos que hacían. Y después de golpe quedé en la red de los objetivistas. Es verdad que todos mis amigos también quedaron en la misma red así que por algo será. Clara Muschietti lo dice también en un poema: “Un cajón que no se abre es un cajón que no se abre. El resto corre por mi cuenta”. Lo que pasa es que creo que pasarse de rosca con eso en la escritura puede llevar a cosas un poco… pero igual, la verdad es que en la escritura soy bastante instintiva. En lo que yo trato de no simbolizar es en mi vida cotidiana, porque si no estoy todo el tiempo viendo augurios. Malos, por lo general. Si los viera buenos, bueno. Por eso lo que dijo Fabián Casas en la presentación de la obra reunida a mí me encantó. Para mí definió cómo soy yo: vivir pensando que se está al borde de la catástrofe, pero que, por otro lado, la vida esté llena de sentido.

—¿Por qué será que hay una predisposición a ver eso? Finalmente podría no ser de esa manera. No parecés muy pesimista.
No. Creo que mi base es de cierto optimismo, en el sentido de que veo muy posible obtener placer y disfrute de cada día, y lo logro. Pero es ese mismo optimismo el que me hace temer la catástrofe. “Está bueno y no quiero que se termine”, es eso.

—En La tomadora de café está presente la etapa de los primeros meses de la maternidad. El poema 11: “Hay que haber dormido poco y mal/ para estar en condiciones/ de percibir este momento tal cual es” revela una forma particular de transitar el mundo. ¿Sentís que es posible replicar ese estado y esa mirada para poder escribir?
Yo diría que no se puede replicar. La recuerdo perfectamente, pero muchas veces agradezco haber escrito todo eso para acordarme de la sensación, porque para mí fui momentáneamente otra persona. Fui esta misma, pero las percepciones estaban muy condicionadas por el momento. Ese sentimiento de haber dormido poco y mal se puede replicar si sufrís insomnio, si fuiste a una fiesta, te quedaste esperando que voten la reforma previsional, qué sé yo. Pero en el caso de los primeros meses de maternidad eso viene mezclado con que son todos los días así y lo van a seguir siendo por mucho tiempo, y que lo que hace que no duermas es lo que más te importa en tu vida. Entonces, todo el resto es sólo eso: está distorsionado. Vos estás cansada y percibiendo raro, pero al lado tuyo hay un bebé que necesita todo de vos. Para mí fue un estado de drogadicción que duró un montón de tiempo y que ni siquiera se repitió cuando nació Amelia. Porque ahí yo ya tenía otro hijo más grande que diariamente tenía que ir y volver del jardín. Yo creí que no estaba escribiendo y que no iba a volver a escribir nunca más. Dije: “bueno, me dio un palazo en la cabeza, la maternidad”. Los poemas de La tomadora de café son notitas que yo tomaba en mi cuaderno, hasta que un día les vi sentido. Y en la mitad me di cuenta de que sí estaba escribiendo.

—¿Tenías la sensación de estar rodeada por una escenografía? Como si la calle no fuera en realidad tu lugar.
Exactamente me pasó eso. Y me duró unos años. Por eso el poema se llama “Dentro de casa”. Dentro de mi casa yo sentía que el mundo era real y que yo podía manejarme con los elementos que había. Cuando estaba en la calle, me daba la sensación de que ese mundo que pasaba por afuera de la ventanilla alguna vez me había pertenecido. Tengo el recuerdo de pasar por un lugar y decir con anhelo “ay, pusieron un cafecito re lindo. Pero ya no voy a poder ir. Si voy, va a ser media hora porque alguien está cuidando al bebé y yo voy a estar diciendo aprovechá, aprovechá, leé, leé”. Y también me empezó a parecer que yo estaba representando un personaje. Un personaje mamá que de pronto lo estaba haciendo y me salía con total naturalidad y me gustaba. Cuando en el poema dice: “Yo era ésta también en otros tiempos”, es porque yo traté de recuperar… Aún ahora a veces en el constante trino de “ma, ma, ma” de los dos, pienso “me dicen ma, y es que soy la madre, salieron de mi cuerpo, soy la que los cría, les da de comer”. Existe una persona en el mundo que antes no existía y lo primero que se  piensa es que depende de una para todo. Es bastante aterrador.

—¿Cómo entra la poesía, en general, y tu poesía, en particular, en el mundo que construyen con tus hijos?
Está muy presente porque están muy rodeados de ella, además les leo. A Amelia le interesa mucho más que a Dino. El otro día le dije a Dino: “este poema `Dentro de casa´ lo escribí cuando vos naciste.” Él nunca lo leyó y de vez en cuando le digo “¡cómo no vas a leer ese poema. Estoy hablando de vos y de mí, de cuando eras bebé!” y él dice “ay, qué bueno, sí, lo voy a leer”. Pero más allá de eso, mi intención no es que ellos abracen la poesía y mucho menos la que escribo yo. Pero está presente porque es un tema cotidiano para mí.

—¿Les consultás cosas?
Les leo. Creo que también cambió mucho la relación desde que me separé porque de pronto somos nosotros tres y estamos sentados a la mesa y es nuestro momento. Les leo más cuando escribo algo para chicos porque aparte les interesa y opinan cosas que me sirven un montón. También cuando escribo algo de ellos o para ellos, se lo muestro. Puede ser que Dino esté jugando a la Play y yo le diga “mirá, escribí este poema donde salís vos”. Entonces él para la Play, lo lee y dice “qué lindo”.

 

Poemas

Vlodzimiesz, 1914

Los cosacos dejaron el pueblo
a medianoche y a los gritos.
Así también lo habían tomado.
Sobre caballos musculosos,
bestias heridas y sucias
que relinchaban con
voluptuosidad
– tal vez en cada hazaña
a un par les reventaba el corazón – ,
y sólo conocían el galope.
El último cosaco
disparó al cielo tres o cuatro veces,
se volvió para una corta mirada al pueblo en llamas
antes de unirse al grupo.
Hubo una nube de tierra
al final del campo oscurecido.

 

Epigrama

Dijiste algo y entendí mal.
Los dos reímos:
yo de lo que entendí,
vos de que yo festejara
semejante cosa que habías dicho.
Como en la infancia,
fuimos felices por error.

 

Otra ciudad

Cuando levanto la vista veo nieve,
nieve refulgiendo desde el televisor.
Como siempre, titilan sobre el mapa
los lugares donde una no está.
Seguro extrañaría el mercado de flores
y  despertar en este piso octavo
que se abre desafiando al viento.
La verdad es que hubo un solo día de nieve
y que hay una posible segunda versión
para las cosas conocidas.
Las valijas están hechas desde siempre
y además están sobre el sofá
en posición de espera.
Ese momento dura, se sostiene,
es una manera de estar:
estar a punto de ser abandonado.
El pozo negro de las valijas hechas,
reverso del desembarco:
el deseo humano por lo incompleto
que se refleja, dicen,
en la predilección por lo pequeño,
lo breve, el fragmento.

 

Mis padres bailan jazz en el Café Orión

No es que leamos mal los signos.
Es que las cosas no son signos.
Andan solas, tan sueltas
que pueden deshacerse.
No bailar la última pieza
sino la anteúltima
y la última escucharla
llevando el ritmo con los dedos
en la mesa de vidrio
no es falso amor.
Erramos si alguna vez
creímos en esto.

 

A un dios desconocido

No sé si pasó el tiempo suficiente
pero creo que ya puedo idealizar
ese concierto de órgano en la iglesia
que nos mantuvo a los dos en silencio
descansando del calor y de la lluvia.
¿Vos qué pensabas?
¿Cerraste, como yo, los ojos?
¿Tenías, como yo, vibrante
en la lengua el gusto del café?
Yo saqué los pies de las sandalias
y los apoyé en un almohadón
fresco, forrado de cuerina.
A vos se te cayó una moneda liviana.
Hizo un minúsculo tintín y sonreímos.
El órgano nos encantó como a serpientes
y por un rato pareció desenvolver
toda una serie de impresiones religiosas
en el sentido de algo que podamos llamar
religión: algo que englobe
el amor y la bondad y conduzca
directamente a la experiencia, ese colchón
concreto que nos refugia y nos sacude.

 

Williams y yo

Que no haya ideas salvo en las cosas;
pero llené las cosas de ideas
hasta dejarlas tan tirantes
que se vuelven polvo
si las rozo con un dedo.

 

Qué es ese libro tan lindo

que tenés en la mano, preguntaste.
Y me sentí halagada
como si me estuvieras piropeando.
Knopf, tapa dura, 23 x 17;
lomo bordó, entelado;
sobrecubierta con detalle del retrato
de alguien francés por un pintor francés.
Te quedaste dormido en el sofá
me vino frío y fui a buscar
una manta para ponerte encima.
Había mucho silencio.
Sólo se oía un tac tac tac:
deseé que fuera la calefacción.
El frío se me hizo insoportable
aunque sabía muy bien
que era la noche de un domingo soleado
de mitad de septiembre
y que algo se escurría
por algún desfasaje sin identificar
y que por eso tenía frío.

 

Nota del E.
Los poemas pertenecen, por orden consecutivo, a Los Cosacos y otras observaciones (Ediciones del Diego, 1998), Las últimas mudanzas (Vox, 1991), La tomadora de café (Vox, 2005), El pasillo del tren (Trompa de Falopo, 1996), y los tres últimos permanecían inéditos.


Laura Wittner (Buenos Aires, 1967)

Poeta, traductora, narradora. Estudió literatura y escritura con Juan Carlos Martini Real. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, coordina talleres de poesía y traducción y trabaja como traductora para diversas editoriales. Poemas suyos han aparecido también en diversas publicaciones y antologías de Latinoamérica, España, Francia e Inglaterra. Ha sido traducida al inglés, al francés y al alemán. En 1997 recibió la Beca Fulbright / Fondo Nacional de las Artes gracias a la cual realizó un programa de investigación y perfeccionamiento de un año en la Universidad de Nueva York. En 2016 recibió la Beca del Bicentenario para la Creación, del Fondo Nacional de las Artes. Tradujo del inglés al castellano libros de Leonard Cohen, David Markson, Anne Tyler, James Schuyler, M. John Harrison, Harry Kressing, Michael Holroyd y Frank McCourt, entre muchos otros, así como diversos libros para niños y jóvenes.

Poesía
Lugares donde una no está, Buenos Aires, Gog y Magog, 2017
Jueves, noche, Leiden, Bokeh, 2016
La altura, Buenos Aires, Bajo la Luna, 2016
Por qué insistimos con los viajes, Torrequemada, 2012 – Ediciones Liliputienses, 2017
Balbuceos en una misma dirección, Buenos Aires, Gog y Magog, 2011
Noche con posibilidades (antología), Montevideo, Civiles iletrados, 2011
Lluvias, Buenos Aires, Bajo la Luna, 2009
La tomadora de café, Bahía Blanca, Vox, 2005
Las últimas mudanzas, Bahía Blanca, Vox, 2001
Los cosacos, Buenos Aires, Ediciones del Diego, 1998
El pasillo del tren, Buenos Aires, Trompa de Falopo, 1996

Literatura infantil
Veo Veo – Conjeturas de un conejo, Buenos Aires, Tres en Línea 2015
Eso no se hace, Buenos Aires, Limonero, 2015
Gato con guantes, Buenos Aires, Tres en Línea, 2009
La noche en tren, Buenos Aires, Tres en Línea, 2008
Cumpleañeros, Buenos Aires, Brujita de Papel, 2007
Cahier du temps, París, Actes Sud, 2006

Links
Página de la autora. Se lo dico non lo faccio, se lo faccio non lo dico
Poemas. En Luvina / Otra Iglesia es Imposible / Espacio Murena / La Infancia del Procedimiento
Entrevista. “La poesía es un filtro y un reordenamiento del mundo”, por Gustavo Yuste, en La Primera Piedra