Lo fugaz y lo eterno: Dossier sobre la obra de Horacio Castillo

Dossier Horacio Castillo: Artículos

En memoria de Horacio Castillo y de su poesía

Comentario sobre la obra de Horacio Castillo seguido de un extracto del artículo «El horizonte de la esfera» (que puede consultarse completo acá).

Por Pablo Anadón

Hoy se cumplen diez años, increíblemente, de la muerte de Horacio Castillo. Desde que leí por primera vez, en la temprana adolescencia, su libro Materia acre (1974), hasta ahora, su poesía me ha acompañado, admirado, enseñado y conmovido. También tuve la alegría de que fuéramos amigos (una amistad heredada de la que mantuvo, fraternalmente, con mi padre, Alejandro Nicotra), no obstante la diferencia de edad. Tuvimos la primera charla, una larga charla, en 1978 ó 1979, mientras compartíamos una lengua a la vinagreta en un bar de Villa Dolores, cuando yo tenía catorce o quince años: no recuerdo con precisión de qué hablamos, salvo que la conversación giraba en torno de la poesía; quien hablaba, sobre todo, era él, claro, y yo escuchaba, y supongo que debe haberle extrañado un poco, y un poco también divertido, que ese adolescente de un pueblo perdido en el valle de Traslasierra llevara en la memoria casi todo su libro. Luego siguieron muchas otras charlas y cartas, y años después tuve el honor y la felicidad de contarlo entre los más fieles colaboradores de la revista “Fénix”, y de publicar en la colección homónima sus tres últimos libros de poemas, Los gatos de la Acrópolis (Ediciones del Copista, Col. “Fénix”, 1998), Cendra (Ediciones del Copista, Col. “Fénix”, 2000) y Mandala (Ediciones del Copista, Col. “Fénix”, 2005), además de prologar, a pedido suyo, su primera obra poética reunida, La casa del ahorcado, 1974-1999 (Colihue, Buenos Aires, 1999). Una segunda edición de su obra poética completa fue realizada por mi hermano, Esteban Nicotra, con el título de Por un poco más de luz, 1974-2005 (Editorial Brujas, Córdoba, 2005).

He dedicado varios cursos a su poesía en la universidad, y debo decir que, aunque en un principio sus poemas les resultaran un tanto enigmáticos a los estudiantes, siempre terminaban por volverse tan devotos de su obra como su profesor. A principios de 1999, Jorge Boccanera, director de la colección en Colihue donde se publicaría su obra reunida, me transmitió la invitación de Horacio a escribir el prólogo del libro. Durante días, semanas y meses releí una y otra vez sus libros, tomé infinitas notas y esbozos del desarrollo del ensayo, pero postergaba la hora de sentarme finalmente a escribirlo, como si la misma admiración me paralizara. Ya faltaban sólo unos pocos días para el plazo de entrega del trabajo, cuando finalmente comencé a redactarlo, y no paré de hacerlo, escribiendo de día y de noche, hasta que, exhausto, lo terminé. Se lo envié inmediatamente, y me respondió con una carta conmovida y conmovedora. Lamentablemente, cuando remití el texto a la editorial, ya en el último día acordado, se me informó que era demasiado extenso, el doble de las páginas de las que podrían ser publicadas, de modo que tuve que abreviarlo veloz y drásticamente. Aquí reproduzco la versión completa, original, de aquel texto, que sólo ha aparecido así en mi libro de ensayos La poesía en el país de los monólogos paralelos (Editorial Brujas, Col. “Fénix”, Córdoba, 2015).


II. El ojo núbil de la noche

El título “Sphairon” (derivación del griego sphairos, esfera), del último poema del último libro publicado por Castillo, convendría también al conjunto de esta obra. En efecto, ésta se inicia, en Materia acre, con una alusión al principio materno (“extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz”, concluye el primer poema), y se cierra, en el texto antes citado de Los gatos de la Acrópolis, con el retorno del alma a los “enjambres de almas por nacer”: “Por donde la muerte entró en la vida la vida entrará en la muerte”, leemos en “Sphairon”, texto que evoca, con su fragmentarismo, los restos de la lírica griega arcaica (retorno, también, a los orígenes poéticos y culturales).

Si entre un extremo y el otro se extiende esta obra como una larga búsqueda, no ha de extrañarnos que uno de los motivos más recurrentes en ella sea el del viaje, presente en distintas manifestaciones. Imágenes de expediciones, de cacerías, de navegaciones, de migraciones, jalonan los distintos libros de Castillo. Podríamos incluso figurarnos el desarrollo de esta poesía como una sucesión de momentos de tránsito y momentos de reposo, pausas que a menudo se resuelven en desencanto o en esperanzada espera. Vinculando esta representación con la categoría formal que hemos llamado “visión”, podemos distinguir, en un sentido más amplio, entre visiones dinámicas y visiones estáticas a lo largo de la obra.

Las visiones dinámicas las encontramos en aquellos textos donde predomina una estructura narrativa, y que a menudo asimismo es posible relacionar con las fases expansivas que identificábamos precedentemente. También será útil tener en cuenta, cuando nos internemos en el significado de estas visiones, la distinción entre los desplazamientos que se realizan horizontalmente y aquellos que en cambio tienen un sentido vertical, ya sea hacia abajo o hacia lo alto.

Las visiones estáticas, por su parte, corresponden a los textos que tienen principalmente un carácter epigramático, y que a su vez podríamos emparentar con las fases de contracción del discurso. Se trata de inscripciones, instrucciones, epitafios, retratos, enumeraciones, ponderaciones y contraposiciones… Aquí, el peso estructural del poema recae más sobre los sustantivos, sobre los pocos pero significativos adjetivos y sobre los enunciados en forma de juicio, que sobre las acciones y transformaciones que designan los verbos.

Si bien Castillo podría ser incluido en la categoría biográfica de los poetas sedentarios (casi no se ha movido de su ciudad adoptiva, La Plata, salvo para visitar la amada Grecia), su imaginación es nómade. Lugares, épocas y personajes lejanos pueblan sus poemas. Sin embargo, no se podría decir que haya desoído el consejo que Seferis se da a sí mismo —y a todo artista, en fin— en los Tres poemas escondidos, parcialmente traducidos por nuestro autor: “El poema / no lo sumerjas en los hondos plátanos / nútrelo con la tierra y la roca que tienes. / Para mayores frutos / los hallarás cavando en el mismo lugar”. Se diría que la tierra y la roca con la que Castillo ha nutrido las más extrañas especies trasplantadas de remotos rincones del planeta, es la obsesiva avidez de absoluto, que se manifiesta ya en Descripción y no cede hasta el último libro. Esta es la clave que, a mi juicio, permite leer el conjunto de su obra.

Se pueden distinguir en su curso, más allá de las constantes y las variaciones que se van encontrando de libro en libro, dos etapas claramente perceptibles. La primera etapa comprende los dos primeros libros recogidos por Castillo: Materia acre (1974) y Tuerto rey (1982). Se trata de poemas breves en su mayoría, tajantes, nítidos, que entran en general dentro de las características de las “visiones estáticas”. Es posible identificar en ellos, desde el punto de vista temático, aquellos poemas donde aparece proyectada en un correlato imaginario esa voluntad de acceso, sin mediaciones, a una experiencia absoluta; luego, los poemas donde esa ansia de absoluto se mide con las diversas vivencias de lo relativo; y, por último (¿tal vez un puente que une y a la vez muestra la distancia entre una y otra orilla?), los poemas que presentan una visión de la poesía y de la condición del poeta en nuestro tiempo.

Metáforas gemelas de la ansiedad fracasada de absoluto son, a mi juicio, los poemas “Salto” y “Expedición al Everest”. En el primero, la narración de los distintos momentos de un salto en paracaídas, presentados con precisión incluso en sus detalles físicos (“Primero es un vacío en el estómago…”: un endecasílabo que no por melódico o heroico —decimos por su acentuación— hace olvidar el vértigo), y en su vaivén suspenso de plácida expansión contemplativa (“…el mundo se ordena a nuestros ojos: / el campo roturado, las casas y los árboles, / el humo de la ciudad dispersándose hacia el río…”), que termina al fin en una reminiscencia del mito de Ícaro (“Hasta que la gravedad nos atrapa en su red / y nulas nuestras alas artificiales / caemos vertiginosamente contra la superficie…”), todo, se diría, para llegar al último verso revelador: “ávidos todavía de un aire que no es nuestro”. Me parece obvio señalar que esa avidez no es de las que se satisfacen sólo con oxígeno, así como ese “aire que no es nuestro” es algo más que el que respiran los pulmones.

En el segundo texto, “Expedición al Everest”, no tenemos un descenso en paracaídas, sino un penoso ascenso hasta la cima del monte. Pero todo, asimismo, para arribar al verso final y descubrir que, aún allí donde el aire es más diáfano, “el cielo estaba tan lejano como de costumbre”. También en relación con este poema me parece claro que la acción de escalar posee un alcance significativo más próximo al que para Petrarca pudo tener el subir por la ladera del Monte Ventoso que el que pueda asignársele como “mera acción física” (Revol) o “mero deporte” (Herrera), así como ese cielo siempre lejano creo que preanuncia aquella suerte de estribillo que se leerá en Alaska: “Hacia el horizonte que siempre se aleja”, “Lo lejano, sólo lo más lejano perdura”… Vale decir: creo que estamos presenciando en estos textos “el silencio de los espacios y la visión de la no-visión” (O. Paz), cuyo origen, sin embargo, no remite al puro desencanto escéptico, sino a la necesidad de ver y oír lo que se oculta y calla.

Esta ambigüedad, propia del espíritu moderno que no niega el misterio, pero que se siente excluido de su ámbito y se aproxima a él con los ojos cerrados y las manos tendidas, se encuentra asimismo en otro poema de Materia acre, “Alabanza”, en el cual, a diferencia de los anteriores, tenemos un ejemplo cabal de la estructura estilística de la “visión estática”. La ambigüedad a que nos referimos consiste en lo siguiente: por un lado se “loa” aquellos animales que distintas religiones han considerado sagrados, como si se participara de su fe; por la otra, se afirma que el carácter sagrado no lo poseen por sí mismos, como no podría sino sostener quien de verdad creyera en su sacralidad, sino que ha sido el hombre quien les ha otorgado ese poder. Acaso la síntesis entre ambas tensiones, si así se puede decir, la vuelta de tuerca esté en ese “privilegio de incubar la eternidad” con que se cierra el poema: el privilegio, sí, lo otorga el hombre, pero la acción misma de “incubar la eternidad” pareciera acentuar la autonomía del ser sagrado. La imagen reaparecerá luego en “El hombre nuevo” (Tuerto rey), para el cual se añora “un canto de pájaro o Sirena que llegue hasta el cielo, / que incube en su follaje el frío huevo de la noche.”[1]

Otra metáfora de la búsqueda insaciada, que es lo que predomina en este momento de la obra de Castillo, está en el tercer poema de Tuerto rey: “Las aventuras de Marco Polo”. Esta vez la expedición no es hacia lo alto, sino a lo largo y lo ancho de desiertos, praderas, islas, ríos… —“qué no ha visto el ojo en la travesía”, aunque “sin otro heroísmo que mirar cada día lo que debe morir”—. El final, como en “Salto” y “Expedición al Everest”, resulta decepcionante para la voz que narra, pero en los dos últimos versos del poema se advierte una leve diferencia con respecto a aquellos textos, que luego tendrá derivaciones importantes en la segunda etapa de esta poesía: el poema no se cierra con el fracaso de la búsqueda, sino con la afirmación del sentido —el deber incluso— de seguir buscando: “sombras y luces que debemos renunciar / insaciable el ojo, incólume el corazón”.

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En la segunda zona o línea temática que indicamos, donde el “hambre de espacio” y la “sed de cielo” (Castillo: “inmortalidad del alma, perduración de la carne”) deben medirse con el “tormento de la historia”, con lo limitado y con lo efímero de la existencia, encontramos algunos de los mejores poemas de Materia acre y de Tuerto rey (éste último, a mi juicio, el libro en que llega a su plenitud estilística esta primera etapa). Si, como el autor se preguntaba en Descripción, hay “un día para el conocimiento y otro día para la felicidad”, en estos textos nos hallamos casi siempre en el día del conocimiento, y lo que el conocimiento enseña es más bien desolador. Se trata, por lo general, de visiones estáticas que a pesar de su aparente imperturbabilidad, están transidas de piedad humana (un rasgo que recorre toda su obra, con momentos de extrema intensidad, como los poemas “Tren de ganado”, en Alaska, y “El quejido”, en Los gatos de la Acrópolis).

Allí están, por ejemplo, en Materia acre, “Culto”, “Anquises sobre los hombros”, “Jean Beyar”, “Micenas”, “Generación”, “El viejo de la aldea”… En “Culto”, una escena común, una mujer que visita la tumba de un ser querido, es presentada con serena impasibilidad expositiva, que inscribe sus gestos reiterados (“cada vez que llega”, “va y viene”, “cambia el agua”, “besa de nuevo hasta mañana”) en un orden necesario, casi ritual. Se diría que el cuidado que la mujer pone, su atención amorosa a los pequeños pasos de ese culto privado, transportaran sus actos a un plano atemporal: tal sugestión de ‘instante fuera del tiempo’ (pero siempre atravesada por una luz de anticipada nostalgia, quizá la de ese “rayo de sol” del poema de Quasimodo) se acentúa en el último verso: “donde siempre canta uno de esos pájaros que cantan en los cementerios”. Llama la atención —y esto también es propio de la escritura toda de Castillo— que si bien la escena está sucintamente descripta a través de detalles ínfimos y cotidianos, con un lenguaje llano que no hesita en nombrar una “canilla cercana”, puede advertirse en ella una indeterminación absoluta: ¿quién es esa mujer? (¿es una mujer?); ¿quién ha muerto?: ¿su marido, su madre, su padre, su hijo…?; ¿dónde estamos, y cuándo?; ¿qué siente ella, mientras la vemos hacer todos esos gestos? Es como si el lector llegara a ver una película ya empezada, y asiste a esa secuencia sola, que transcurre lenta, silenciosamente, y con la cual la filmación termina. Tal indeterminación, al eliminar todo nexo, toda relación con una historia, extrae la escena de un plano relativo, relacional, y la proyecta a una dimensión absoluta, donde cada gesto pareciera ser hecho para siempre, aunque esté cargado de temporalidad. No hay patetismo (para eso, además, tendríamos que conocer lo sucedido y lo que pasa por la intimidad de la mujer): es un día soleado, los pájaros del cementerio cantan, todo está envuelto en un aire de serena melancolía, la que quizá se siente ante el destino humano como si se lo viera desde una distancia infinita (con esa nitidez de la mirada que ha aclarado el llanto), donde ya no se grita ni se ríe ni se llora.

Algo semejante ocurre con los demás textos mencionados. En “Anquises sobre los hombros”, la complejidad psicológica de la problemática (el vínculo padre-hijo) está captada en su núcleo esencial: no hay expresión de un contenido subjetivo, no hay confidencia; todo está proyectado en las acciones de ese mínimo mito personal. La alusión clásica acentúa el carácter ejemplar del poema: ese padre es todos los padres, ese hijo es todos los hijos. En “Jean Beyar” tenemos una suerte de epitafio, una forma que reencontraremos en otro de sus libros. El epitafio literario tiene la particularidad de presentar la vida desde la perspectiva de la muerte: la variedad y densidad de la existencia es reducida al hueso, a lo esencial. Sabemos por el autor que Jean Beyar fue un hombre que de verdad existió, que era hijo de un ingeniero francés que había trabajado en Suez, que atendía un quiosco de diarios en la esquina de la casa de Castillo y que un día murió en la más absoluta soledad. Pero el poema en sí poco nos dice de él: lo escaso que llegamos a saber de su existencia está relativizado por un “acaso”, por los hipotéticos “si”, lo cual ahonda la sensación de su total abandono y desamparo en el mundo (que lo hermanan, pensamos, con Moammed Sceab, el suicida del poema “In memoriam” de Ungaretti: “Y tal vez —escribía éste— sólo yo / aún sé / que vivió”). Lo único cierto es su muerte y esa desnudez “a orillas de la historia”, que se diría que es la que Castillo busca para su escritura.

La historia, sin embargo, no ha dejado de aparecer en su poesía. Así, por ejemplo, en “Micenas”, donde la contemplación del paisaje griego desde una terraza trae el recuerdo de un pasado heroico, sanguíneo, solar, que se contrapone con un presente crespuscular de “hombres / a quienes la inteligencia sosegó el corazón / y no saben ya tensar el arco de la vida”. En otro poema de Materia acre, sin embargo, podemos asomarnos al reverso de esta nostálgica máscara broncínea que vemos en “Micenas”: “Generación” nos muestra las consecuencias de cuando los hombres se deciden a “tensar el arco de la vida”. Un sujeto colectivo, tan indeterminado como la masa, más aún, como la especie humana (“Animales de carne y hueso, con un poco de luz irremediable en los ojos”), nos informa en este poema que “a veces nos creíamos criaturas heroicas / y corríamos a las plazas”; allí la seducción de la belleza verbal, manipulada como instrumento de persuasión por un innominado poder, ha inducido a estos hombres al “placer de la acción”. La acción, esa “fiesta del hombre” que decía Goethe, conduce sin embargo al desastre, a la desolación: “Pero luego, entre ruinas, comiendo el pan del sobreviviente, / comprendíamos…”. ¿Qué es lo que se comprende, qué es esa verdad esencial que la experiencia ha enseñado? El poeta no lo dice, calla, como aquellos ancianos que, en un poema de Los gatos de la Acrópolis, “oían el lamento / que viene del futuro y callaban, / miraban la bañera ensangrentada entre la maleza y callaban” (“Los ancianos callaban”). Esta reticencia de la sabiduría forma parte a su vez de la sabiduría estilística de la escritura de Castillo, que, observaba Revol, “indica exactamente el territorio del máximo misterio, sin violarlo jamás”. Pero si no se expresa el contenido de esa tardía comprensión, se manifiesta, sí, la compasión por la generación siguiente, en un llanto de conciencia, de clarividencia, que recuerda la ironía trágica griega: se llora por los que vendrán, quienes, sin saberlo, repetirán los mismos errores de sus predecesores. Tal visión de la historia, donde pasado, presente y futuro se hallan iluminados por un mismo fulgor de fatalidad, es la que permite leer a “Generación” tanto en clave atemporal (o diacrónica), concebido como una situación que se reitera a través de las épocas, cuanto en clave puntualmente histórica, relacionado con los años en que fue escrito el poema. La misma doble lectura permiten otros textos importantes en la obra de Castillo, como “Al pie de la letra”, en Tuerto rey, o el mencionado “Tren de ganado”, en Alaska.

Casi al final de Materia acre hay un brevísimo poema que anticipa una de las problemáticas más complejas que plantea Tuerto rey: la del mal. Leemos en “El viejo de la aldea”: “Miró los campos arrasados, pájaros que emigraban al oeste, / miró un árbol creciendo hacia el fondo de la tierra, / miró los ojos de un perro, / miró un niño, / orinó contra el sol.” Este viejo (es decir, el que conoce), que bien podría ser uno de los sobrevivientes de aquella generación que llora por la generación siguiente, no llora aquí: contempla y se rebela contra el principio del orden o el desorden (¡la ambigüedad de “un árbol creciendo hacia el fondo de la tierra”!) universal, encarnado en el sol contra el cual orina. Notemos, por una parte, cómo la piedad que produce la visión del mal está expresada sin el menor énfasis, sin un adjetivo: no se califican los ojos del perro, no se dice ninguna particularidad del niño; todo, así, se vuelve más terrible, por ser esencial, como es ontológico el sufrimiento a que están sujetos todos los seres vivos. Por otra parte, es notable también el exacto laconismo verbal de esta visión estática, cuyo eje anafórico —“miró”— se revierte al final, casi como una consecuencia lógica, aunque abrupta, de lo que se ha visto, con un acto —“orinó”— en que juegan casi las mismas letras de la palabra anterior. Finalmente, esta visión nos remite a otra, la del poema “Gnosis” en Tuerto rey: se diría que lo que ve el ojo sabio del viejo de la aldea no es distinto de lo que descubren los múltiples ojos que se abren en este último poema: “la solapada materia del mundo, / la perversidad de lo real”.

Muchas veces he sentido —es una sospecha común— que si tuviéramos una sensibilidad tan perceptiva como para recibir todo el dolor que nos rodea, enloqueceríamos, quedaríamos calcinados por dentro como esos árboles en los que ha caído un rayo. Creo que la afirmación de “Gnosis” tiene que ver con esta experiencia. Es como el padre que acusa de crueldad a la tierra y al cielo que le han quitado a su hijo. Y es así, para el dolor del padre es así, como para el viejo de la aldea que orina contra el sol porque ha mirado los ojos de un perro y ha mirado a un niño y ha visto en ellos lo que ellos no saben pero él sí: “Quejido animal de lo que tiene fin […] / quejido de lo que nació, quejido de lo que murió, / quejido mío, tuyo, quejido de todos, quejido de nadie. ¡Ay, ay!”. Es el lamento y el grito que nacen cuando se toca “el más alto grado de individuación del ser doliente”, la afirmación de Adorno que recordábamos precedentemente.

Ahora bien, la mirada del ojo del viejo de la aldea y cada una de las miradas de los ojos que nacen a lo largo del cuerpo en el poema “Gnosis”, aunque cada una encierre para sí una verdad total, no dejan de ser, vistas desde otra perspectiva, miradas parciales, miradas “humanas, demasiado humanas”. Es lo que finalmente afirma “El cinocéfalo”, en ese magnífico poema de la conciencia desgraciada de Occidente: que a pesar de todo, “no existe culpable”. De allí que leamos en “Siembra”: “Ojo lacerado por el llanto, / ojo cegado por la finitud, ojo cicatrizado por la esperanza, / aquí te siembro, en este yermo, / para que crezca al fin / la mirada limpia de los asesinos”.

No me parece que haya que tomar al pie de la letra la palabra asesino, como sinónimo de “irresponsabilidad moral”, según se ha observado. Pienso que a esta “siembra” podemos entenderla más cabalmente si la vinculamos con otro extraño cultivo, el de “Hice un hoyo”: “Hice un hoyo en la tierra / y lloré dentro de él; lloré de bruces / hasta que el llanto llegó al fondo, / hasta que todo se anegó, / hasta que brotó de la profundidad / un tallo que nadie hubo tocado”. La pureza intacta del tallo de este poema (que puede ser leído también como una suerte de arte poética: la gracia inviolable de la poesía naciendo de la transmutación extrema de la desgracia humana) es gemela, sin duda, de “la mirada limpia de los asesinos”, así como es hermana de esa “fuerza nueva” que nace de la tierra cuando se ha conocido a fondo la sombra cósmica, del poema “Instrucciones”.

Creo que la metáfora se comprende aún más si vemos “la mirada limpia de los asesinos” como la que podría brotar de las pupilas del “ladrón de ojos escarlata”, esa poderosa proyección mitopoiética de una especie de principio erótico universal, una voluntad dionisíaca que rige el mundo “más allá del bien y el mal”. Leemos en el prólogo a la traducción de María Nefeli: “A cada época su Helena […]. Es la gran fuerza renovadora del mundo, la pasión revolucionaria del Universo, la implacable destructora y —paradójicamente— la gran salvadora: la ‘gran madre’ de la prehistoria cretense y de otras culturas primitivas”.[2] Si tenemos en cuenta que el “Ladrón de ojos escarlata” se define esencialmente como devorador de luz (“boca arriba, contra las gargantas del cielo, / devoro los huevos de la luz”), podemos señalar una coincidencia fundamental entre esta visión y la “metafísica solar” elytisiana, cuya zona de contacto creo que está en la búsqueda de “ese punto del espíritu —que fue meta del surrealismo— en el cual la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, cesan de ser percibidos contradictoriamente”.


[1] Es conocida la simbología del huevo asociada a la génesis del mundo, presente en los celtas, los griegos, los egipcios, los fenicios, los hindúes, los chinos, etc. En la India, se dice que la oca Hamsa (el Espíritu, el Aliento divino) habría incubado en la superficie de las aguas primordiales el huevo cósmico, que al dividirse en dos mitades da origen al cielo y a la tierra. Mircea Eliade vincula la simbología del huevo más con la resurrección, con el renacimiento, que con el nacimiento originario.

[2] Castillo, Horacio y Anghelidis-Spinedi, Nina: “Introducción”, en Elytis, Odysseas: María la Nube, Losada, Buenos Aires, 1985, pág. 11. Esa figura primitiva de madre universal la encontraremos en “El pecho blanco, el pecho negro” de Los gatos de la Acrópolis.



Pablo Anadón (Villa Dolores, 1963). Poeta, traductor y docente. Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba. Reside en la ciudad de Córdoba. Ha fundado y dirige desde 1997 la revista de poesía, traducción y crítica Fénix y la colección de libros del mismo nombre para el sello editorial Ediciones del Copista (1997-2012) y en el presente para Editorial Brujas. Publicó, entre otras obras, Poemas (1979), Estaciones del árbol (1990), Cuaderno florentino y otros poemas italianos (1994), Lo que trae y lleva el mar (1994), La mesa de café y otros poemas (2004); El trabajo de las horas (2006), Estudios de la luz (2010) y Hostal Hispania (2017). Ha publicado también libros de ensayos sobre poesía y traducciones, principalmente del italiano.