Lo fugaz y lo eterno: Dossier sobre la obra de Horacio Castillo

Dossier Horacio Castillo: Artículos

Fulgor bajo las ruinas.
La poesía de Horacio Castillo

Por Jorge Boccanera

*Los títulos de los libros citados en la nota irán abreviados del modo que sigue: Materia Acre (MA); Tuerto Rey (TR), Alaska (A); Los gatos de la Acrópolis (LGA) y Cendra (C).

Merced a  una obra que no excede el centenar de textos, Horacio Castillo (1934-2010) se ubica entre las voces más altas de la poesía argentina por su fuerza y originalidad, su lenguaje justo, despojado, y una mirada horadante, repujada por cierto fatalismo que se mueve casi siempre entre premisas que construyen una encrucijada y empujan a una disyuntiva. Si su poética pudiera describirse con una sola imagen, diría que la de Castillo se me presenta como un hombre recorriendo el escenario de un teatro en ruinas tras el bombardeo del sinsentido humano, su brutalidad, sus torpezas mayúsculas. En su escritura, abandona lo accesorio para trazar el devenir accidentado del primer hombre; aquel que tantea su cuerpo desnudo montado en el desamparo, en su ardua tarea de encender con sus preguntas una pequeña hoguera para calentar su camino.

Lo cáustico, el lenguaje “concreto y riguroso” (al decir de Raúl Gustavo Aguirre sobre su obra), el dilema metafísico, las referencias a la mitología y a la historia, la repetición de frases, el tono de salmodia, el uso de la anáfora y la letanía sostenida en poemas corales, son algunas marcas del autor.

Sus textos, que se organizan alrededor de una imagen alrededor de la cual orbitan numerosas ideas, presentan un abanico de vecindades e influencias de Ricardo Molinari a Hölderlin, de Saint-John Perse a Constantino Cavafis, de Odysseas Elytis a Gottfried Benn.

Diario del sobreviviente

El conjunto de sus libros podrían resumirse en el diario de un navegante solitario o en la bitácora del sobreviviente (¿o el resucitado?), en razón de un hablante testigo que atraviesa distintas circunstancias: viajes, trabajos, castigos, rebeldías, aventuras, con estados de ánimo que van del escepticismo y la impotencia a la celebración de la luz y a aquilatar a la poesía como un vislumbre que ocurre de modo excepcional. Todo en un  tiempo flotante y fluctuante; o mejor: dentro de un oscurantismo con prolongaciones hasta el presente. Asimismo, la voz en esta obra forma parte de la turba y habla desde un “nosotros”, pero a la vez quien la emite se mantiene a distancia, es una especie de extranjero camusiano, a ratos ajeno, extrañado; un ser bifronte, sí, pero que encaja en esta poesía que tiene como centro a la lucha de contrarios y un constante planteo dilemático.

La turbamulta que arrastra al extranjero queda retratada en “Omphalos” (A) donde el testigo anota: “Toma una piedra —dijo el mensajero—  y marca el centro del mundo…lo primero que vi  fue un hombre que había hecho un agujero en una tumba… Después vi una multitud que excavaba el lugar” (el destacado es mío). El mismo relator describe lances que tienen que ver con los temas ya citados: los viajes, la pérdida del rumbo, lo incierto. En “Navegante solitario” (A) escribe: “Desde ahora, cada milla que navegue hacia el oeste / me alejará de todo. Han desaparecido las señales… sólo agua y cielo, el rolido del tiempo”.

Además, el hablante convoca la atención sobre tareas que asemejan trabajos forzados; así en “El Lavadero” (LGA), al que llegan “los carros del mundo / con las sábanas de la vida y de la muerte”,  y sobre castigos, revelados, entre otros textos, en ese “Tren de ganado” (A) que lleva al matadero a condenados que repiten a coro: “¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?”.

El poeta y crítico Esteban Nicotra, agrega en el prólogo a la antología Por un poco más de luz, el tema político, que en esta obra se hace presente, entre otros ejemplos, en “Los gatos de la Acrópolis” (de A). Alude Nicotra a “un tiempo gobernado por el Gran Roedor del Poder globalizador, neocapitalista y totalitario”, que según Castillo degrada la belleza y envilece el esplendor y los sueños como resultado tanto de los desajustes de la naturaleza como del destino, pero también como un deterioro provocado por la corrupción de los poderosos: “todo lo miserable… el poder que desgasta la materia del mundo”. Si hay un libros que resuma esa mirada crítica al mal gobierno es TR, en el que se corporiza “el tuerto coronado de oro” (del poema “Tuerto rey”), la impunidad, las víctimas, la sumisión del esclavo, el precio de vivir y morir, la convivencia con los asesinos e incluso el lugar del traidor. Decir TR implica, desde ya, un país de ciegos; esos que son visitados por los heraldos negros vallejianos con malas nuevas; aves de mal agüero junto “al árbol de la carroña” en un destino impuesto; “como blancos cuervos espantando nada, / soplando la trompeta de la descomposición” (del poema “Amanecer en el árbol de la carroña”, TR).  

La encrucijada

Como quedó dicho, a cada paso de esta obra se amplifican los círculos concéntricos del contrasentido y la paradoja: “sólo vemos lo que no vemos”, dice en “Epístola” (A); y también: “La vida necesita de la muerte, pero la muerte / necesita de la vida –la vida es la muerte de la muerte / y asciende a borbotones desde la raíz al fruto/ dichosa y a expensas del triunfo de los muertos” (“No temas al raptor”, C) .

“Excavaciones” de LGA resulta otro buen ejemplo para constatar en los enunciados de vida-muerte, memoria-olvido, silencio-canto, esta lucha de opuestos que coloca una estructura de premisas al servicio del dilema metafísico: “todavía puedes recordar, privilegio de los vivos, / todavía puedes olvidar, privilegio de los muertos… y ya no sabes si estás del lado de la sombra o del lado de la luz”. Lo dicho hasta aquí corona en uno de sus mejores textos: “El pecho blanco, el pecho negro” (LGA), donde escribe: “mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro… y yo bebía una leche blanca, espesa, dulcísima… y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria”.

En su recurrencia a la antinomia —Castillo maneja con destreza una figura de pensamiento como la paradoja— entrega otro de sus textos destacados: “La casa del ahorcado” (A), donde queda flotando la sospecha de que quien describe el lugar de la tragedia no es ni más ni menos que la víctima observando la escena donde agonizó, convertida al paso del tiempo en unas ruinas bañadas por el sol. Incluso, arriesgando una conjetura en el marco de las oposición vida-muerte que siembra a cada paso el poeta, podría decirse que el cordón umbilical que devana al centro de la habitación “una mujer vestida de rojo en la rueca”, forma parte de misma la soga “que había entibiado el cuello, el ojo al fin azul del prisionero”.

Aridez y nihilismo

El poeta se lleva la palma de la mano a la frente a modo de visera; intentando abarcar con su vista la planicie de lo impreciso, las coordenadas de lo azaroso, la selva de lo ambiguo, pero lo ciegan los resplandores de la oscuridad. De allí el signo de la desolación en la obra de Castillo; esa especie de cuaderno del sobreviviente que se desdobla en diario de a bordo abierto a los rumbos confusos de la aventura. Los ojos del viajero recorren escenarios extremos e inaccesibles. De las planicies gélidas de Alaska, a las alturas del Éverest en Nepal, desde el ocaso de Costantinopla al aire envenenado de los campos de exterminio nazis. La desazón es una brújula en blanco. Escribe Castillo: “Viajaban en la dirección de las grandes aves, / Habían perdido el sentido de orientación” (“Grandes migraciones” de LGA); “Este es un lugar que no está en ninguna parte: avanza en sentido contrario” (“Diario bizantino”, LGA). Una poesía, pues, signada por una búsqueda de sentido y cargada a ratos de nihilismo, con un personaje que transita los tembladerales de la perplejidad y lo incierto, en una oscilación entre tierra firme y abismo destinada a instalar una sola pregunta que calcina la boca de quien interroga: ¿quién soy? ¿adónde voy?

La nada acecha, está a la mano, mutila al deseo. Anota Castillo: “Entonces arrío. Duermo. Y la nada / mansamente, viene a comer de mi mano” (“Navegante solitario”, A). La amarga ironía que atraviesa esta obra se puede ejemplificar con dos destacados textos del poeta platense: “Alaska” (de A) y “Al pie de la letra” (TR). El primero pone en un primer plano la irracionalidad de los cazadores que persiguen “al oso blanco en el océano blanco” de la nieve, con la idea de que llegará el día en que “la vara mortal atravesará su cuerpo” y entonces, como depredadores satisfechos, “envueltos para siempre en la piel inmaculada, / seguiremos la marcha riendo clamorosamente / y dándonos los unos y los otros grandes palmadas en la espalda”. Va mucho más allá en “Al pie de la letra”, donde a modo de confesión pública el hablante declara haber llevado una vida de obediencia total —“podéis considerarme un hijo dilecto / uno más de los que cerraron su oído al motín, el corazón a la aventura” — dando fe de su vasallaje y asumiendo su ser sumiso para ahorrarles, confiesa: “a la ciudad un verdugo, al porvenir un héroe”. La mordacidad admite un ejemplo más: “Heráclito sabía nadar?”” (“Hechos”, de C).    

Vacuidad y descreimiento, entonces, de la mano en algunos tramos de esta poética. En el texto “En la gran llanura verde” (A), se remarca la inutilidad del esfuerzo, de la búsqueda, de la dedicación. Los hombres ocupados en diversas faenas —tallar la luz, levantar un muro, cavar un pozo, construir un palomar, etc. —, van repitiendo en una especie de salomar una misma línea —“nuestro canto se perdía en el vacío” — para indicar la futilidad de esas tareas. Ahondando más en el sinsentido, escribe: “¿Dónde estamos? Preguntó el niño que todavía no había nacido. / En ninguna aparte  –contestó el hombre que ya había muerto… y sentí por primera vez el olor de la nada” (“El foso”, A), y para borrar todo atisbo de esperanza en el porvenir, expresa: “Dormía en un sueño joven, objeto muerto del futuro” (“La Cabra”, C).

El espíritu de ese paisaje neblinoso y a ratos abatido, está apuntalado con imágenes de desgarro: “Así fornica el alma, vomitando en vano / ángeles y partículas de fuego” (“San Agustín, I, 3”, A); “tres veces prometí las vísceras a los hombres y los perros / tres veces ofrecí como cebo mi corazón” (“Alaska”, A); “Me cortaron la lengua, las orejas y la nariz, / hicieron con mi piel un gong y con los músculos un hato, / sembraron de vísceras las carreteras” (“Dice el escriba”, MA).

Ese pendular se expresa claramente en un excelente poema de MA, “Metamorfosis”, que reúne lo impuro y la dicha, lo divino y la podredumbre, la vida y sus despojos en un texto que remata con un oxímoron: “soy la hiena que estira su hocico hacia la noche/ y se acuesta jadeante junto a la celeste carroña (el destacado es mío), mientras en un texto de TR llamado precisamente “Amanecer junto al árbol de la carroña”, dice: “Toda la noche velamos junto al árbol de la carroña, / el ojo en vilo, la boca en llamas”. La carga de dramatismo de la palabra que elige Castillo se amplifica dado su radio de significación, ya que además de ser sinónimo de desperdicio, excremento y basura, el término “carroña” alude a cadáver disputado por buitres.

La escena espectral de muchos de estos textos subrayan el clima pestilente de las plagas que fueron un flagelo del pasado y son la pandemia de los tiempos que vivimos; de ahí la actualidad de sus textos, especialmente “Generación” (MA): “Animales de carne y hueso, con un poco de luz irremediable/ en los ojos, / a veces nos creíamos criaturas heroicas /  y corríamos a las plazas…  Pero luego, entre ruinas, comiendo el pan del sobreviviente, / comprendíamos… avivábamos el fuego para ahuyentar la peste / y llorábamos por la siguiente generación”.

Soltar la lengua

Otro de los ejes de la obra de Castillo tiene que ver con la poesía, las posibilidades del decir y sus tramos callados, o en todo caso los pliegues que van del canto y la mordaza como se observa en “La barca de Caronte” (TR), texto en el cual, apoyado en episodios de la mitología (el traslado de difuntos errantes a zonas tenebrosas; “más lejos de la luz), escribe: “Pero esta moneda de hierro entre los dientes, / este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje, / cierra la boca que desea cantar”. La palabra en esta obra es algo disputado y, como  lo dice en uno de sus primeros textos, “Un caballo canta sobre la tierra”, se vierte a cuentagotas de modo que el vislumbre poético sólo sucede de modo excepcional. Claro que hay que estar preparado para “inhalar el vapor que sube del abismo” y recibir “el canto en nuestra carne / que se desangra dócilmente hacia la oscuridad”. Lo  excepcional de la circunstancia, queda anotado en el remate del poema: “Una vez a cada hombre es dado este prodigio”.

Si consideramos a MA como su primer libro —sobre Descripción de 1971, aclaró que lo excluía de sus antologías porque carecía por ese entonces de una voz propia— se podría decir que el poema que abre el libro, “Arte poética”, es el que instala este núcleo —la metapoesía— en su producción. El texto, que toma la forma de instructivo con una guía para que se produzca “el producto” (¿el canto?, ¿el grito?), aconseja “Soltar la lengua”, de manera que un movimiento coordinado de órganos y músculos den paso a un estado de convulsión, espasmódico, que accione una “fuerza interior” capaz de “expulsar / un caballo o un cíclope… hasta quedar vacío, sólo reseca piel / odre para colgar del primer árbol, / extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz”. De este modo, quedan homologadas la luz y la poesía.

En otro poema del mismo libro, “Apenas por un poco más de luz”, vuelve desde el título a aquello que nos compele a la búsqueda del vislumbre poético, que como se ve tiene su razón de ser en una porfía, la de luchar “por un poco más de luz, / la dignidad de haberlo intentado”. No es casual que su Obra Poética publicada en 2005, lleve por título el nombre de aquel poema, Por un poco más de luz, lo que reenvía  a una claridad que es a la vez diafanidad, y que seguramente tiene puntos de contacto con esa “transparencia” que reclamaba para sí el llamado “poeta de la luz”, Odysseas Elytis, en alusión a una reverberación sensorial. “Es que para Elytis —nos dice Castillo en el prólogo de Seis poetas griegos—, la claridad, su ‘metafísica solar’, son una forma de luchar contra la muerte, de impedir que ella tenga la última palabra” –por cierto, las figuras del sol y de la luz se reiteran en varios títulos del poeta premio Nobel. Hay que señalar que en una poesía tensada entre opuestos, como la de Castillo, elementos como el fuego, la luminosidad y el resplandor, se reiteran como un contrapunto de la oscuridad.

Si las herramientas expresivas funcionan como un mecanismo de relojería que arman y desarman unas manos ciegas —lenguaje, cadencia, batería metafórica, premisas conceptuales y un conjunto de figuras retóricas y de pensamiento—, la peculiaridad de un poeta está dada, a mi parecer, por el poder de sus imágenes. Éstas, en la obra de Castillo son prodigiosas, nacen de la intuición, de una notable receptividad y sensibilidad, surgen de experiencias hondas vividas o sentidas. Así escribe sobre: “…aquella sonrisa/ que hubiera hecho feliz a un hombre envuelto en llamas” (“Con quanti denti questo amor ti morde”, C), o “El silencio del cuarto es el silencio del mundo” (“Visita al maestro”, A), y también: “ahora una bocanada como de tumba recién abierta / sale al encuentro del viajero” (“Micenas”, TR).

Nihilista esperanzado, Castillo alimentó a su obra con un pecho negro y un pecho blanco, y si entonó la canción de lo incierto, también supo celebrar: “…corto el sol de su tallo y me lo pongo en el ojal, / froto mi cuerpo con un ajo de oro” (“Entre sombras y lejos”, de C). Y nos dejó a modo de confidencia la certeza de queel fulgor y su aventura resisten bajo las ruinas, cuando, como anota en “Grandes Migraciones” (LGA), “De pronto una ráfaga voluptuosa envolvía la tierra / y arrojaba el azul de sus ojos al corazón de los bosques”.



Jorge Boccanera (Argentina, 1952). Poeta, crítico, periodista. Publicó, entre otros libros: ContraseñaLos ojos del pájaro quemadoPolvo para morder, Sordomuda, Bestias en un hotel de paso, Palma Real y Monólogo del necio. Entre sus antologías personales figuran: Marimba, Servicios de insomnio, Libro del errante, Animales borrosos y Ojos de la palabra. En 2020 salió Tráfico / Estiba, que reúne sus once libros de poesía publicados. Obtuvo entre otros galardones, el Premio Internacional “Camaiore” (Italia); “Casa de América” (España), Internacional “Ramón López Velarde” y “Poetas del Mundo Latino” (México) y “José Lezama Lima” (Cuba). Más textos y datos, en el siguiente enlace de op.cit.: Tráfico/Estiba.