La vida en el lenguaje. Dossier dedicado a Mirta Rosenberg

La obra de Mirta Rosenberg (Rosario, 1951 – Buenos Aires, 2019 ) estuvo regida por dos actividades a las que les dio la misma importancia: la poesía y la traducción. En cualquiera de ambos aspectos de la escritura, se ocupó de traslucir las correspondencias entre estas prácticas. Su poesía muchas veces llega a una especie de lírica en la que el nombre y la gramática son el rasgo ascendente de la fábula del poema y su concepto. En la poesía argentina contemporánea, compartió con Hugo Padeletti un gusto, a la vez que un modo, bastante similar por las resonancias, rimas y entonaciones, con una postura de depuración formal y de drama que se desarrolla en la escena del lenguaje. Desde el inicio, asumió la poesía como un ejercicio de la experiencia del yo, del yo de los pliegues pasionales, ceñido a la huella autobiográfica. En su trabajo como traductora, hizo valer las reglas de la composición poética, aunque siempre, según lo ha dicho, intentando que la voz de la lengua extraña llegue a ser leída. En esto supo ver una total confluencia entre poesía y traducción. Su docencia y colaboraciones en el arte de traducir dejaron una herencia de poetas traductores que la literatura argentina le agradece desde hace muchos años. En el presente dossier, hemos querido ocuparnos de sus temas y empeños, así que dispusimos una antología de textos poéticos a los que agregamos algunas de sus traducciones; críticas de sus libros y poemas (hechas para la ocasión, y otras ya publicadas); una pequeña colección de declaraciones acerca de su trabajo de escritora; algún archivo que la registra leyendo un poema; y una serie de enlaces sobre su obra, además de los datos bibliográficos que corresponden. Por último, el agradecimiento a todos los participantes de este trabajo, que en tiempos de aislamiento, crisis y dificultad laboral le arrebataron horas a la banalidad y al rédito para sumar lo que es realmente necesario.

José Villa


Índice
Selección de poemas. Por Laura Crespi – Eduardo Ainbinder
Notas
Cuaderno de conversaciones. Tres apuntes mentales sobre El árbol de palabras de Mirta Rosenberg. Por Marcelo D. Díaz
Entrevista en torno a la publicación de El paisaje interior (2012). Por Osvaldo Aguirre
Ritual y emancipación. Sobre Madam (1988) de Mirta Rosenberg. Por Diego Sampo
“Una hiena en mi vereda”, un poema ligero de Mirta Rosenberg. Por Diego Colomba
Mirta Rosenberg y la traducción. Semblanza y comentario de la versión del poema «Pangur Ban». Por Marina Kohon
Historial
Una apertura del sentido. Sobre Cuaderno de oficio. Por Calos Battilana
La modificación, a propósito del último libro de Mirta Rosenberg. Por Martín Prieto
Emily Dickinson, por Mirta Rosenberg
Marianne Moore, por Mirta Rosenberg y Hugo Padeletti
Audio: «Retrato terminado»
Fragmentos de entrevistas
Datos y enlaces


Selección de poemas

Por Laura Crespi – Eduardo Ainbinder

Textos extraídos de El árbol de palabras. Obra reunida 1984/2018, Buenos Aires, Bajo la luna, 2018

De Pasajes (1984)

Llano

Tema, al canto de lo plano
pertenece, al llano de los días,
a la palma de la mano,
a la menoscabada rutina de las noches

que se van haciendo día a día,
y cada vez más largas:
se cocina se cree, se es,
a veces se diría que se empieza

a comprender, más que la idea,
el propio tema. “Lo único
que hace posible la vida”, pongamos
por ejemplo, “es la permanente,

intolerable incertidumbre de no saber
qué vendrá después”, antes de irme
de algún lugar in mente,
al que tal vez nunca

habré llegado. Se duda,
mientras tanto, de tan poca
carnadura, de la exposición,
de la entrevista aridez del final

que se augura en cada significado,
en cada toque de atención que no se ha
elegido. ¿Por qué había de pasarme esto
a mí? Crío palabras, así

que las mantengo, sueltas y partidas;
una mitad de mí que se ve, palpable
desde aquí, hecha visible, presa de sí
y de no, del fin y del principio,

de la grafía caprichosa
de esta mano.


Toda pasión concluida

Caprichos de la luz
por el desquicio superior
de los postigos
                             y el calor,
el frío como cal y el sol,
que no es estar
                               y es
entre otros brazos
que den lo mismo.

                            Está
la luz que llena el jarro,
el rojo interior que se ha colmado
de vacío. ¿Es eso?
                             Es
el estilo, más bien,
de hueco que acata la continencia,
la sentencia que da un adentro donde
                                                                        –si se quiere–
por un momento el mundo entra
y cree en maneras
de hacerse inconmovible.

                              Así
que tiembla. Con la luz que
cambia. Y con las hojas
que se enrejan en el viento.
                               ¿Fuera de él
no habrá nada? ¿Ni abrazo
que lo sujete?

                            Dura
lo que se muere.
                              Quedan familiares
cajones con la ropa que se ha vuelto
ajena, satenes personales y tizones
                                                                   de dolores
que ya no duelen.
                              En rincones
de la carne, desusada,
la saciedad del poder
                                         detenerse.

Es la pasión o el paso
entre dos vacíos, la atrocidad
que deja intacto el corazón
                                                      tras el carozo
de un personaje inventado
para el mundo.
                              Y nadie ama
lo que no conoce: este sitio
ha dejado de ser
                                iluminado
                                                     porque ahora
los lugares sombríos son el centro.
                                Toda
pasión concluida
                                 es emoción
aclarada. Correr
la silla al sol para rehacer
el ayer
             y ver cómo maduran,
bellamente,
los duraznos este año.


En camino

1

No es que no tenga pasado. Es
que no es lo que es
ni lo que se creía.
                                 Hay
hechos concluidos

                                 y hay hechos
donde he perdido la ilación
de ser yo misma.
                                O así


imagino. Miro atrás
desde esta hora que figura
difíciles sentidos.
                                 De aquí
se reconstruye aquello
que en verdad no estaba
                                      construido
sino
        en proyecto.

                               Aquí es lugar
donde se empieza
                                 y donde vivo.

2

A tientas, el ritmo es todo.
Si se cae
                la sombra
se lo traga. Si se acopla
al corazón 
                hace mañana

y hace el amor quien se rehace
cribado
               por lo oscuro.


No es que no tenga futuro. Tengo
urgencia
                 y la lejía


dejada en la hornacina. Tengo
esta sombra
                   que aja el clima,


sin tajarse.


De Madam  (1988)

EXCLUSIVAMENTE calla, verdadera dama,
anunciando una exigencia, un drama,
ante la urgencia del destino. Exclusiva llora
y en su llanto aflora el reto serpentino
y la curiosidad que mató al gato. Está tentada
de hace rato, porque en los secretos cajones
del dressoir no guarda nada final, definitivo.
El peso del mundo lo lleva puesto; la carta
de triunfo ha ido a dar al cesto
de los papeles, con otros oropeles
de descarte. No tiene arte
de fuerte voluntad pero sí tiene atisbos
de su ejercicio: el vicio de la solterona
que acabará por dar a luz una personalidad
excéntrica, obsesiva, minuciosa: en los cajones
nada, pero un lugar para cada cosa. Si llora,
como yo, es por su historia: nadie la cuida
y nadie a quién cuidar. Queda la vida.
El espíritu se atrasa con las vueltas
de la noria de este pobre corazón de muselina
fina, exclusiva, bella, y ella
recibe en casa.


EN EL MOMENTO de nacer, poco más tarde,

no hubo sentidos revelados. Lo auspicioso
de ese día fue una luz de neón, perecedera,
incandescente, enrarecida, dibujando el signo
de la palindromía –Madam, I’m Adam– más perfecta
en otro idioma y más sombría
que dominar los sentidos. El reflejo
intermitente tornó inútil el espejo; demorado, ¡ay!
el círculo callado, sorprendido,
de los cuerpos que buscándose se evitan
en el calor de lo íntimo. ¡Haber nacido
bajo ese signo! Haber nacido. A diario
el tedio vuelve del revés el derecho natural,
y el asedio es del sitio de lo mismo:
Al no desear, me muero. Quiero a ese pájaro
de mal agüero, el que amenaza Mad am I
con énfasis final y tanto élan… Madam, ¡ay!,
perdamos tiempo si todo está perdido, hablemos
trivialmente del paso, del abismo.


ME SOMETERÍA tal vez ahora,
que ha sonado la hora repentina, convincente,
despedida, al poder suasorio, a la caricia.
El oogonio, con el tiempo de la planta afina
el órgano en la flor, y el perfume
no varía: sutiliza la función y encanta.
Me sometería tal vez ahora, no diría
para siempre: la felicidad mata
suavemente, no de males, de verdades
clandestinas. ¿Es esa la cosa, el desengaño
indecente de la rosa, la cautelosa
que se pensaba ardiente? Desanima. ¡Oh esa bruma
de belleza, esa morosa dilación de la espuma
en la rompiente!


MI CASA era diferente. Mi tía no me crió
Mi abuela prefería a mi hermano. Más sano
hubiera sido preferirme a mí, o más osado.
Sin embargo, todo era perfecto así,
en un sentido errado. Erré perfectamente
el camino, y fue acertado el sino del fracaso
en la presencia. La música fue el caso,
y la poesía, para perderse en los sentidos,
la enfermedad, la experiencia. Parecía
saberlo todo y no hacer nada para impedirlo.
¿Quién podría decirlo, salvo un secreto?


De Teoría sentimental (1994)

LA IMAGINACIÓN, decía, plantea más problemas que la memoria,
que podría ir desde Sófocles a Auschwitz, sobrevivir a su historia
y no decir palabra. Pero la imaginación no tiene tema sino la varia
materia de la noria personal: no se memoriza una araña,
se la sueña o se la ve en la hebra. Yo trabajo con sobras
y con saña. Por ejemplo, ahora te recuerdo y cobro valor,
pero es la imaginación quien hace que te ame, porque obras, dicen
es amor, o porque siempre me trajo lo que atormenta. Atormentar,
en cambio, debe ser terrible exigencia a la atención, si se pretende
ser buen atormentador. En esencia, hay que decir lo inasible:
hasta dónde se puede sufrir, y detenerse antes. En el ojo de la aguja
el camello no se enhebra, pero si uno lo concibe con el ojo de la mente,
el camello lo atraviesa, cose, borda, incluso vuela y luego vuelve a su sitio
de realidad: ante el pesebre, en el circo, el zoológico o Arabia,
siempre rodeado de arena. Arena es lo que sobra, la verdad,
de constante en este juego que no deja ir y volver si la tensión se hace corta
o agobiante o cuando apena. La tensión, yo me creo, es totalmente arterial
si nos importa: cuando nos hierve una idea una imagen se dibuja
donde el cuerpo bulle y gorgotea: lo veo en la sangre y acción de toda
la voluntad: riñones, corazón y otras vísceras, tendones, uñas, secreciones
y narices que aletean. Falta el aire, se desea lo que no hay; la imaginación,
complicada en el proceso, se caldea. Va a arrancar –como gata ronronea–,
y de cuajo, la raíz de este problema: su lema es crear otro, otra
dificultad y embeleso. Lento, el recurso de la lógica empieza su goteo,
su imbécil filtración en el deseo, pero el cuerpo frágil se resiste,
es más fuerte. Quiero tenerte, y me exige. ¡Bravo por el ojo de la mente,
que detrás de la emoción está presente, y expreso!


LA ESPERA es un encantamiento. Recibí la orden de no moverme,
y lo siento: estoy inerme tras el cristal blindado del ojo
que me ha mirado sin verme. Haría falta un diamante de punta contra
[el vidrio
para cortar el embrujo, una incisión por facetas, la dureza
del iridio. Te tengo, decía, donde no estás y yo me he ido
porque todo lo ha volado un vendaval
que roba el sitio: el sentimiento. Raro lugar
de soledad en pedazos que este dolor atesora y es roja, y es tanto,
que me corre del encanto. Caigo hacia lo real y sé que si estuvieras
caería más hacia el centro. Caigo hacia adentro. Espero porque es extraño
estar donde nadie queda mientras la hora suena y su textura se cumple
en la promesa de la seda: voy a sentir por retazos. Aunque sea
de una pieza, sin suturas… Tu piel era pálida y era esa cosa peculiar
de la nube pasajera que sin lluvia la presagia en otro lado,
y lo mismo nos refresca: esta noche mi espera dura hasta que amanezca.
Va a escampar, está cantado en la voz espaciosa del presente
que ya ha pasado y… sí, hechos lazos allí. Era cálida, decía, con el calor
como esposa aliada contra tu flanco, mal avenida al espacio
que cabía a los demás. Al irte, me quedo en blanco sin el muro
de tus brazos y sin el gesto reacio, más duro, del corazón reticente.
No hay razón para odiarte que no sea la verdad: para el amor no hay [resquicio
que incluya a dos, y en el vicio de la voz, a esta hora,
sólo urde lo perdido. Soy el presente, fatal,
que demora la ocurrencia y que anticipa
el sentido.


De Lo seco y lo mojado (en Teoría sentimental)

Aquí te espero y estoy en ningún lado, el sitio exacto
donde te amo. Si el teléfono sonara sería luz
con sombra de mi madre y agua que vuelve desde lejos
como un sueño de retazos, inalámbrico. Estoy
soñando que te amo. No hay significado.

*

Te recibo como a un huésped llegado del océano,
como a un pez atrapado por dedos de las algas,
como a algo que ha venido a despertarme. Nada de esto
tiene nombre sino sombra o ruido de revelación. De pie
sobre una ola de arena seca, bajo la luna, te veo y veo un mar
que ondula como viento. Te amo. Erguida,
es mi privilegio no nombrarte.


De El arte de perder (1998)

La consecuencia

Esto es un árbol. La raíz dice raíz,
rama cada rama, y en la copa
está la sala de recibo
de un mirlo que habla.
La mesa donde escribo
–una fiesta de solteras–
está hecha de madera de ese árbol
convertida por el uso y por el tiempo
en la palabra mesa.
Es porque da frutos que caen
y por el gremio perenne de sus hojas
que se renueva el árbol
y que existe la palabra árbol:
aunque a veces el bosque
lo oculte a la vista, lo contiene
el árbol en la palabra árbol.
Y no es que éste sea un poema abstracto.
Es que las palabras se repiten entre sí
por el sentido: son solteras y sociables
y de sus raíces crece un árbol.


Una carta convertida en cosa

Cada vez, amiga, soporto menos
las emociones y sé que a veces tengo una expresión
capaz de entristecer el mediodía.
Con razón creo recordar otros días
cuya única sombra era
la que proyectaban los árboles,
y también recuerdo otras cosas.

Pero en fin, los recuerdos son pavadas.

Son como vendas, la momifican
a una, y soy como una momia
privada: últimamente tomo
la vida como es, como el carozo
que se sabe, entorpece la aceituna
y le da un alma
laboriosamente amarga.

Últimamente murió mi madre
cuando ya era vieja.
He empezado a pensar en la vejez
como quien vaga en su catacumba privada
donde se aloja su propia momia privada
y ve pasar cada cosa como es.

Últimamente no soy del todo yo misma, claro,
y veo pasar las cosas
hasta terminar con ellas
como un reflejo de mí
estacionado en los espejos.

Casi todas las cosas.

Estás tan lejos que pensé
hacer un movimiento de fondo
y escribir una carta a mi amiga.
Pero en esta oscuridad del yo
no puedo pegar un ojo
por miedo de no ver el cambio
en la forma de las cosas

y me he ido convirtiendo en una
de ellas, de esas cosas.

Pensé escribir una carta a mi amiga
que fuera materia sólida entre otras cosas
más inasibles o más gaseosas, sombras
más serias que lo perdido.

Menos una carta que una cosa.
Y en vez de enviarla recordarla
como un cambio de la cosa,
y que se hiciera entre las dos,
mi amiga y yo,
materia de metáfora.


Una elegía

En la época de mi madre
las mujeres eran probables.
Mi madre se sentaba junto a mi abuela
y las dos eran completamente de carne y hueso.

Yo soy apenas una secuela estable
de aquel exceso de realidad.

Y en la ansiedad del pasado indefinido,
en el aspecto durativo de elegir,
escribo ahora: una elegía.

En la época de mi madre
las mujeres eran perdurables,
completamente hueso y carne.
Mi madre se ponía el collar
de plata y de turquesas
que mi padre le había traído de Suecia
y se sentaba a la mesa como una especia exótica,
para que todo se volviera más grande que la vida,
y cualquier ficción fuera posible.

En la época de mi madre, las mujeres
eran un quid: mi madre nos contó
a mi hermano y a mí: “cuando salía de la escuela,
iba a buscar a mi padre al trabajo,
en Santa Fe, y los compañeros le decían es un biscuit,
tu hija es un biscuit , y nunca supe qué querían decir,
qué era un biscuit”, un bizcocho estando muy enferma,
una porcelana exquisita todavía para nosotros,
y mi hermano apurándola: “¿Y?”

No sé qué es un biscuit, ¿una especia exótica,
algo de todos modos, especial? Igual
andaba delicadamente por la casa, rozando los ochenta
como se roza una herida
con una gasa.

En la época de mi madre
las mujeres eran muy visibles.
Mi madre se miraba en los espejos
y yo no llegaba a abarcar
su imagen con mis ojos. Me excedía,
la intuía a lo lejos como algo que se añora.

Como ahora,
una elegía.

A la criatura adorable
fijada en lo remoto de la foto,
que ya a los ocho años parecía
más grande que la vida: te extraño,
aunque no te conocía. Eso fue antes
que a mí me dieras vida
en un tamaño apenas natural.

Igual,
una elegía.

Y a la otra de la foto que espero
conservar, la mujer bella que sostiene
el libro ante la hija de un año
en el engaño de la lectura:
te quiero por lo que dura, y es suficiente
leer en el presente, aunque se haya apagado
tu estrella.

Por ella,
una elegía.

Ahora soy la fotografía
y vos el líquido revelador. Tu muerte
me convierte en yo: como una ciencia aplicada
soy la causa y el efecto,
el ensayo y el error, este vacío
de la nada que golpea el corazón
como cáscara vacía.

Una elegía,
cada vez con más razón.


Retrato terminado

Es una manera de decir
quiero quedarme sin palabras,
perder sin comentarios.

Hasta cuándo voy a hablar
de lo que ya no está.

De la que ya no está
viéndome escribir de ella.
¡Y con esos ojos!

También yo de noche los abro
y miro el silencio
en la oscuridad
donde el retrato termina
sin que lo alcance a ver

y pienso
y pienso
y pienso

en temas como vos
que no parecen tener
vencimiento,

en tu deseo de llegar a casa:
con la llave preparada,
aferrada a la puerta del taxi,
te dejabas caer en tu puerta
casi con la voluntad incierta
de una hoja en otoño,

esa clase de vencimiento,

y esos ojos más bien dorados
de los que decías en las descripciones
ojos verdes. Para mirar
cada ocasión con buenos ojos
que no me miran más,
aunque los recuerde.

Y ahora
quiero quedarme
sin palabras. Saber perder
lo que se pierde.

O eso parece.

Parece que las dos
nos hemos quedado sin madre:
yo sin vos
vos sin ella,

y sucesivamente,
como eslabones perdidos
y encontrados por un rato
con los padres,

pero ésa es otra historia
que está mejor contada
en la foto de casamiento
para la que palabras
nunca tuve,

como si fuera anticipo
de mi propio vencimiento.

De los padres decías que el tuyo
tenía ojos verdes,
como vos, tu nieto Juan,
y nadie los tenía del todo
aunque merecían tenerlos:
tu manera
de embellecer el retrato
era tu manera de verlo.

De ella decías en cambio
Desde su muerte no fui la misma,
y ésa sería tal vez tu manera
de no terminar el retrato.

La palabra no.
Lo mismo digo yo.

Aunque también se diría una ocasión
más bien vulgar: en general,
todos nos quedamos sin ella,
y esa ausencia de luz parece
descansar los ojos
sin vaciarlos. Los anima,

o los vuelve hacia la oscuridad,
que es donde el retrato termina.

Dijo mi padre de la suya:
nací con ella y ahora
voy a tener que morirme
solo. Y después
lo hizo.

Dijo mi maestro de la suya:
me pasé toda la vida para tener
la letra de mamá. Y después
la tuvo.

Era un dolor perfecto:
hablando de ella,
hablaban de sí mismos.

O eso parece.

Parece que perder
no es un arte difícil:
los muertos de verdad de uno
son víctimas amadas de los vivos.

De lo que cada uno dijo.


Poca paciencia

Mi primer amante
me doblaba la edad.

Era de pequeña estatura,
hablaba con diminutivos
y prefería los verbos en potencial,
las inminencias demoradas.

Decía hoy a la nochecita
podríamos, y no vamos
ni esta noche,

y me obligó a ser paciente
y a esperar del futuro
otras cosas pequeñas y tardías

en vez de entonar letanías
por lo que nunca
llegaríamos a ser.


Etérea materia

Los hijos son por lejos mi mayor revolución.

Dos veces orbité completa
como grávido planeta
alrededor del sol. Escribí nombres nuevos
en un renglón celeste, con inquietud,
alboroto, sedición.

Brindé por ellos con otras mujeres,
con whisky y con cerveza,
en el planeta donde brindamos las mujeres
por las cosas que crecen, y a pesar de ellas.

Feliz y desdichada, hice de mi revolución
una conquista, y un herida abierta
de aquellas veces que orbité completa.

La mantengo fresca para que entre en mí
cierto irreconocible aire familiar
que ahora mis hijos exhalan
con la mayor naturalidad.

                                                             (2001-2002)


De El paisaje interior (2012)

LA CASA se convirtió en mi madre,
un caparazón
que me cuida y me encarcela.

La palabra mamá
centellea, deslumbra y ciega.

Y yo acá
chocándome con las cosas
por ir de acá para allá.
Palabras es lo que no eran.

Mamá. Mamá.
La hija que ya es abuela.
Unas pocas sílabas rielan
como el mar. Sentarse y a nadar.


SABER dominarse.
Sentada con la cabeza
en las nubes, contemplar
cómo pasan, altas, feas,
disciplinar las ideas,
las palabras un ejército
que va de acá para allá
bajo órdenes del yo
da pelea. Le va mal.

Sentarse y capitular.


LA CABEZA arriba
abajo brazos
manos y pies, mi trabajo,
el tronco con su cintura
una cultura del sur,
las rodillas, las caderas
dedos, pelo, uñas, vísceras, encías.

Sentarse y en una lista
ultimar la biografía.


UN TEMBLOR
que la escala de Richter
no registra: no fui
al funeral de mi hermano,
nunca volveré a hacerlo.
Seguro recordaba
tanto a su madre
como un caballo de ocho años,
dice Shakespeare de alguien,
creo que en Coriolano.
Si no, tal vez
no hubiera hecho mutis
dejándome hija única tardíamente
aquí sentada y con Mamá
por todos lados.


Gato en retrato

Si se pierde el momento
de empezar
                se empieza
en cualquier lado: aunque
se pierda
                 el gato
está ganado. Y no se espera.

Ni siquiera
                el gato espera al gato.

El gato es solo
y eso le permite
                inventarse
sus pasiones. Su riesgo
es saber
                y de antemano
que nadie lo querrá
como querría.
                  Y ésta:
“Gato en el mundo,
poco profundo”,
                  su sentencia.

Siendo leve,
el gato es. Se sueña
con gatos
       cuando uno
se sale de sí mismo. El gato
rara vez
cabe en el gato.

Está
autorizado al equilibrio
y condenado
                por lo mismo
a sitios relativos:
    sube
y no asciende, baja
y no se hunde.

El único lugar del gato
es donde
el gato estuvo.

               Según
mi amiga,
              en Roma
hay siempre el mismo
              gato.
Se renuevan
               sin embargo
los gatos de París. Y hay
más de uno siempre a un tris
de ser feliz
                aquí.

El aquí
es el conflicto del gato.
De donde mira
             ve
que el mundo gira
y se marea. Gato mareado,
gato agotado. Lo pierde
lo relativo
      y ni lo salva
saber que está ganado
aunque perdido.


Si alguien querría ser una tortuga

                 sería yo:
hacer de una sección cónica           
mi propia sede prehistórica
alojada en la espina dorsal.

Ser tortuga
              tiene algo de ideal:
desde joven luce arrugas
y en sentido literal
se hace mayor con los años
                –a más edad
más tamaño.
                  Post-matrimonial,
sin lazos familiares
después de desovar,
igual a todas y cada una.
naturalmente hija de la luna,
                   sin embargo      
no hay cisma
entre ella misma y sus lares.

Entre tantos avatares,
                                           para mí
que estoy en mí
–puro apremio sin molicie–,
poco cuenta que sea lenta
su marcha en la superficie:
                 eso
me haría durar

y capaz de entrar al mar,
–que cubre dos tercios del mundo–
sabiendo que si me hundo

gano velocidad.


De Cuaderno de oficio  (2016)

Mi oficio

Siempre me imaginé la poesía como un territorio. Mejor aún, una isla. Es como si fuera una reserva, adonde todo podríamos recurrir cuando haya escasez de sentimientos en el mundo, e incluso de pensamientos. El mar circundante sería el pensamiento, la historia, la pintura o el paisaje.

Lo que importa son las palabras, el lenguaje. Un barco, una canoa, alguna embarcación que sirva para rodear esa isla reservada, patrullarla, desembarcar. Las palabras usadas para enfrentar los hechos de una vida: dolor, placer, horror, amor, sus sucedáneos, hasta morirse. El secreto es que también hay belleza. También hay belleza. También hay belleza. La poesía no sirve para quejarse.

Nos rodea un paisaje. ¿Lo vemos? La poesía nos ayuda: ver para afuera, pero también ver para adentro. Gracias a ella muchas cosas que vi quedaron dentro de mí. Escenas, caras, una sequoia de Berkeley cuya copa, hasta hoy, me acerca al cielo. En los peores momentos. Una escalera.

La poesía crece cuando la historia es adversa a la humanidad. Masacres, campos de concentración, regímenes totalitarios le dan más sentido. Ahí se ve que es una reserva, palabras que estaban allí, a mano, para consolar de lo inconsolable.

La poesía no sirve para nada. Ese es su mayor valor. Si tiene alguna razón oculta, algún designio, el propósito de convencer, se transforma en un panfleto.

El protagonista es el lenguaje, eso que nos une y nos separa. Animales parlantes, pensantes. La poesía también es pensamiento.

Hay un poeta. Robert Haas, que dice que la poesía es una historia familiar. Se advierte en todas las tragedias griegas, en Homero, incluso en la Biblia misma. Siempre hay eso que nos vuelve humanos, la historia de familia. Y el lenguaje. Una cría de elefanta, si es hembra, vive al menos cincuenta años con su madre, la matriarca. Pero no lo puede contar, no puede dejarlo escrito.

Por eso me gustan tanto los poemas de animales: es como prestarles voz, tratando siempre, pese a Platón (el poeta es un fingidor, Pessoa), de decir la verdad. Me gusta creer que tienen seres humanos en su interior, con sus duras almitas, su disciplina, su perverso rigor.

La poesía constante a lo largo de una vida convierte la apariencia en realidad, desenmascara. O eso o el abandono, la honestidad de dejar de escribir, dejar de repetir, repetir, repetir.


Utilidad de la poesía a las tres de la mañana

Oscuridad. Un poco de silencio.
No hay viento. Ni llueve.
No ayuda la naturaleza
a hacer la hora
menos callada.

Con los ojos abiertos en la oscuridad
pienso rimas: de silencio
todo lo que reverencio;
de naturaleza su delicadeza
o su fortaleza, aunque nada
me da. La hora está vacía.

El ahora está vacío.
Si no viene la poesía,
no habrá nada.
El miedo vendrá.


De Día a día (en Cuaderno de oficio)

Algo del pez

y algo de agua
con su propia corriente
una forma de poesía
escondida
que se va haciendo
fría

*

¡Vamos palabras adelante!

El cuerpo las va a seguir
Aunque me haya abandonado
a mí


Traducciones de Seamus Heaney

Textos publicados en Diario de Poesía. Verano 1987/88

La muerte de un naturalista

Todo el año el lino hizo un embalse supurante en el corazón
De la tierra; el lino verde y cabezón
Se pudría allí aplastado por los enormes terrones.
Sudaba y sudaba bajo el castigo del sol.
Las burbujas hacían gárgaras delicadas, los moscardones
Tejían una espesa bruma de sonido en torno del olor.
Había libélulas, mariposas moteadas,
Pero lo mejor era la densa baba cálida
De las crías que crecían como coágulos de agua
A la sombra de las riberas. Aquí, cada primavera
Yo solía llenar frascos de dulce con esas motas
Gelatinosas y alinearlos en los alféizares de mi casa,
En los anaqueles de la escuela, para esperar y observar
Hasta que los puntos ya engordados estallaban en flexibles
Renacuajos nadadores. La señorita Walls nos contaba
Que papá rana se llamaba rana macho
Y que croaba y que mamá rana
Ponía cientos de huevos pequeñitos y que eso
Era la cría. Por las ranas, además, se podía
Pronosticar el tiempo, pues con el sol eran amarillas y con lluvia,
pardas.

Así, un día de calor en que los campos hedían
Por la bosta entre la hierba, las ranas furibundas
Invadieron el embalse; me escurrí entre los setos
Hacia un bronco croar que nunca antes
Había oído. Un coro de bajos espesaba el aire.
Bajo el embalse las ranas panzonas se apiñaban
En los terrones: sus cuellos laxos tremolaban como velas.
Algunas saltaban: plaf y plop, amenazas obscenas. Otras, quietas,
Acechaban como granadas de lodo, con truncas cabezas que eructaban.
Sentí asco, me volví, escapé. Los grandes reyes del cieno
Se habían reunido ahí para vengarse y supe
Que si sumergía una mano los críos la aferrarían.


Día de esponsales

Tengo miedo.
El día ha quedado sin sonido
Y las imágenes ruedan
Y ruedan. ¿Por qué esas lágrimas,

El loco dolor en su rostro
Allí fuera del taxi? La savia
Del duelo asciende
En el saludo de nuestros invitados.
Tú cantas tras la enorme torta
Como una novia abandonada
Que persiste, demente,
En seguir con el ritual.

Cuando pasé entre los hombres
Hubo un corazón traspasado
Y una leyenda de amor. Déjame
Dormir sobre tu pecho camino al aeropuerto.


La forja

Todo lo que conozco es una puerta a la oscuridad.
Afuera, los viejos ejes y flejes de hierro oxidándose.
Adentro, el repique breve y alto del yunque martillado;
El impredecible abanico de las chispas
O el siseo de una herradura templándose en el agua.
El yunque debe estar de algún modo al centro,
Astado como un unicornio, cuadrado en un extremo,
Y allí inamovible: un altar
Donde él se gusta a sí mismo en forma y música.
A veces, con delantal de cuero y pelos en la nariz,
Se asoma por el vano, evoca un retumbar
De cascos donde ahora el tráfico centellea en filas;
Después gruñe y entra con un portazo y un revuelo
A moldear el hierro verdadero, a hacer andar los fuelles.


Exposición

Es diciembre en Wicklow:
Alisos que gotean, abetos
Que heredan la última luz,
El fresno frío de mirar.

Un cometa perdido
Debería ser visible al atardecer,
Esos millones de toneladas de luz
Como un centelleo de bayas y botones de rosa,

Y a veces veo una estrella fugaz.
¡Si pudiera llegar en meteorito!
En cambio camino entre hojas húmedas,
Cáscaras, las gastadas ocasiones del otoño,

Imaginando un héroe
De algún sucio compuesto,
Su don como una honda
Que defiende a los desesperados.

¿Cómo terminé así?
A menudo pienso en mis amigos,
En sus bellos prismáticos consejos
Y en los férreos cerebros de los que me odian

Y me siento a sopesar y sopesar
Mi responsable tristia.
¿Para qué? ¿Para el oído? ¿Para la gente?
¿Para lo que se dice tras la espalda?

La lluvia atraviesa los alisos,
Sus graves voces conducentes
Mascullan caídas y erosiones
Y cada gota recuerda, sin embargo,

Absolutos de diamante.
No soy un internado ni tampoco informador;
Soy un emigrado interior, que se ha dejado el pelo largo
Y se ha tornado irreflexivo; un nudo de la madera

Que ha escapado a la masacre,
Tomando coloración protectora
Del tronco y la corteza, sintiendo
Todo viento que sopla;

Y que, azuzando estas chispas
En procura de su magro calor, ha perdido
El portento único en la vida,
La pulsante rosa del cometa.


Notas

Cuaderno de conversaciones. Tres apuntes mentales sobre El árbol de palabras de Mirta Rosenberg

Por Marcelo D. Díaz

Una traducción
Escuchar. Interpretar. Trasladar

La escritura de un poema implica una recuperación de la experiencia, la cuestión de la lengua está sujeta a nuestras vivencias como a un espacio de la interpretación sensible y todo poema es consecuencia de una mirada en la que sensibilidad y sentido se encabalgan. No hay horizonte que no esté compuesto por fragmentos de sentidos así como fragmentos de conversaciones con una voz que resuena dentro de nosotros.

Es una idea que cada tanto retomo, si no se puede regresar al país originario, por más que la poesía intente recuperar esas primeras experiencias en el pasado remoto, en otras palabras tocar las notas singulares de la lengua en su primera forma, sólo nos resta, entonces escribir desde el presente efímero. De ahí la referencia a Elizabeth Bishop, One art, como un mapa difuso para una escritura que se eleva sobre capas de otras escrituras de manera espiralada con la esperanza de encontrar el tono que resuelva la composición completa de nuestra canción.

«El arte de perder» puede ser leído, y releído, no como un método sentimental, lírico, un modo de decir y de reproducir, hablamos de experiencias que en la pérdida adquieren su resplandor, si Bishop lo anunció antes, Rosenberg llevó la idea y la expandió hasta casi la descomposición con el fin de alcanzar  un nuevo territorio; lo que se pierde también son los sentidos, significados, como hojas y ramas que olvidan la memoria del árbol del que forman parte.

Una casa
Estamos acostumbrados a decir que un verso es lírico cuando es intimista, cuando la forma del “yo” interfiere en el escritura y produce un ruido en la lectura. Rosenberg convierte una forma del yo remanida por los lectores contemporáneos de poesía en reflexión y en una teoría de los sentimientos que complejiza la realidad y las emociones. La poesía es un hogar en el que la memoria teje sus hijos en un tono polifónico, las conversaciones son habituales con diferentes invitadas, Bishop, Safo, Marianne Moore, Anne Carson, y así.

¿Qué hay en una conversación? Capas y capas de lecturas  y de poemas que resuenan en nuestro presente. No hay una ambición de formar parte de una tradición, más bien es un movimiento de acercamiento hacia un punto ciego en el que la palabra comienza a disolver sentidos. Qué mejor que un cuaderno como parte de un oficio para rescatar frases propias, frases de otras, y de otros, y de trasladarlas y reunirlas en un mismo texto, no como un pastiche, menos de modo desprolijo, hablamos de formas primarias que en su inquietud tejen un mismo poema y dibujan una misma realidad.

LA CASA se convirtió en mi madre
un caparazón
que me cuida y me encarcela.
La palabra mamá
Centellea, deslumbra y ciega.
Y yo acá
chocándome con las cosas
por ir de acá para allá.
Palabras es lo que no eran.
Mamá. Mamá.
La hija que ya es abuela.
Unas pocas sílabas rielan
como el mar.
Sentarse y a nadar.

Una voz
Cualquier autobiografía requiere un estilo, una gramática personal, atravesada por los aprendizajes familiares. Lo que arde es equivalente a lo que perdimos, una voz que aprende mientras traduce a otros y a otras. Pregunto, ¿la poesía no implica también un estado de atención donde haya que demorarse en cada pieza de la lengua? ¿Cómo escuchamos a los otros? ¿Qué de los otros y de las otras resuena y descansa en nuestras voces? Denise Levertov [en un artículo disponible aquí] ya enuncia la relación y el correlato entre el paisaje interior y el paisaje exterior, hay un punto en el que el “yo” como lo conocemos abre su interior, un gesto de apertura, y sensibilidad, al universo, es el fondo donde la materia de todo poema y de toda manera de decir emerge, un movimiento alrededor del mundo y a la vez una instancia en el que la realidad acontece dentro nuestro: el resultado es una voz compleja y caprichosa.

Lo poesía no es un punto de llegada, es búsqueda, tampoco es un registro nemotécnico de las cosas a nuestro alrededor, es una síntesis entre pensamiento y sentimiento, no desde una mirada zen, quién mejor que Padeletti nos hubiese enseñado esto último que digo, sino más bien desde una mirada en la que el universo acontece de manera liviana y en plena lentitud hace casa en nosotros.

Vuelvo: traducir, habitar un hogar, y decir, tres ideas para leer por fuera de la representación del poema como consecuencia de un programa de escritura. La contingencia es una cuerda entre el ensayo y el error, ese sería un estilo, lo que se busca y no se encuentra, y que en su ausencia, y dispersión adquiere intensidad. ¿Qué elegimos para leer? ¿Poemas programados, formas cerradas, o gestos que tensionen la escritura, que nos interpele, que resuenen como un zumbido persistente? La claridad en las emociones es una ilusión, un espejismo, ese aprendizaje nos vuelve más íntegros, con la escritura ocurre quizá algo similar, la dificultad de encontrar un estilo, de forzar una lectura, hace que los poemas adquieran resplandor, Mirta Rosenberg -supongo yo- nos habló del cuidado de las formas, sí, y del cuidado de una voz sensible, inclasificable, que cuando creíamos clausurada siempre encontró un punto de fuga, y que sólo puede ser leída en su singularidad. En fin, algunos conversan con sus contemporáneos y otros casi sin darse cuenta ya han prefigurado a los lectores del futuro y la prueba de ello es que ya estamos escribiendo sobre sus versos.

Minúsculo diccionario personal

La poesía es tener la convicción
de que transformando el lenguaje
es posible transformar la realidad.
La poesía es decir una cosa por otra
y que sea verdad.
La palabra jamás me hace morir.
La palabra ojalá me colma de angustia
de ansiedad, y es mi agonía.


Entrevista en torno a la publicación de El paisaje interior (2012)

Por Osvaldo Aguirre

“Me alegra que les guste, pero no me aplaudan que me cortan el mambo”, dijo Mirta Rosenberg al público reunido en el Teatro Príncipe de Asturias. Fue en 2011, en su lectura de cierre del Festival Internacional de Poesía de Rosario, cuando adelantó algunos textos de El paisaje interior. Empezó con “¿Será la autobiografía…?”, un poema de inusual carga emotiva, y siguió con “Veinte años de mi vida”, como introducción a una lectura que perdurará como una de las más intensas en la historia del encuentro.
El paisaje interior está compuesto por cuatro partes: la primera, “Cosas que se vuelven nombres”, reúne poemas que son a la vez  envíos a otros escritores, desde Iris Murdoch a James Fenton; la que da título al libro, textos breves que pueden leerse como un solo poema; la tercera, “Bestiario íntimo”, presenta poemas de una serie entonces en proceso de escritura y en la última, “Conversos”, una selección de traducciones de poesía “que, según considero, ejercieron influencia sobre mi propia escritura”. El título, explica en esta entrevista realizada en enero de 2012, proviene de un término acuñado por Gerard Manley Hopkins (1844-1889). “Suele traducirse erróneamente por esencia, una palabra de lo más desagradable, que se parece al extracto de vainilla; entonces yo opté por traducirla literalmente, y eso es el paisaje interior”, según dijo Rosenberg en su lectura en el Festival.

 -¿Cómo se ubica El paisaje interior en relación a tus libros anteriores?

-El paisaje interior está absolutamente vinculado con mi escritura anterior. Pero hay en el libro, diría, un redondeo, mayor precisión formal, cierta preocupación o mayor gusto por el uso de formas establecidas, como la sextina por ejemplo (incluso en la parte de traducciones), pero siempre introduciendo algún elemento de distorsión que las vuelve imperfectas, deliberadamente. Hablo de la primera parte del libro,  “Cosas que se vuelven nombres”, donde la rima también desempeña un papel muy evidente en la construcción del sentido, un papel que en la segunda parte, “el paisaje interior”, se vuelve más etéreo y menos perceptible. Allí la rima queda, me parece, subsumida en el fluir de los versos, sin enfatizar ni “marcar el paso” del sentido.

-¿Cómo fue el proceso de armado del libro?

-Se fue dando naturalmente. La primera parte se fue construyendo gradualmente, sobre la base de la capacidad de mímesis de las palabras, su capacidad de “ser la cosa” que nombra en el acto mismo de darle un nombre. Es decir, aquello por lo que Platón expulsó a los poetas de su República, acusándolos de mentirosos e inexactos. Pero me tomé la libertad de pretender para la lengua la capacidad extraordinaria de ser eso que nombra y de usar todos mis recursos (incluso la aparente extrema transparencia, y el alto voltaje emocional) para reforzar la idea. La segunda parte, en cambio, fue escrita de corrido en un período de un par de meses, de manera más espontánea e “inspirada”. Y el “Bestiario” es algo que vengo escribiendo desde hace más de dos décadas. De tanto en tanto escribo un poema sobre un animal, que sirve como recordatorio de algún hecho importante de mi vida, una suerte de calendario privado que pienso seguir incluyendo en lo que publique, en la medida que aparezcan nuevos poemas. Y en las tres partes quedaron poemas afuera, bastantes en realidad, porque me parecían malos, meras repeticiones o añadidos que sólo servían para enredar y oscurecer el hilo casi imperceptible que conforma El paisaje interior como libro, y que sirve para encastrar las diferentes partes.

-En 2006 reuniste tu obra en El árbol de palabras. ¿Significó un cierre en algún sentido? ¿Y qué pasó después, con la escritura?

-En cierto sentido fue un cierre, un balance, una revalorización. Es curioso, porque en El árbol de palabras incluí algunos inéditos históricos y otros que parecían apuntar a un futuro libro, que finalmente no existió. Un par de esos inéditos sirven de principio a las “Cosas que se vuelven nombres”, la primera parte, que más tarde adquirió nueva dirección, ese deseo de “ser la cosa” nombrada, del que ya hablé. Y después los hechos de mi vida  me instaron a escribir, casi me dictaron, diría, la sarta de poemas de la segunda parte que, como dije, era mucho más larga y pedía a gritos una buena poda.

-En la introducción a la cuarta parte del libro decís que el título “es mi versión del término inscape” acuñado por Hopkins. ¿Cómo fue el hallazgo de esa palabra?

-El término “inscape” es acuñado por Manley Hopkins en sus diarios, y con  él alude a las características que hacen que cada cosa sea única y diferente a todas las demás. Se lo ha traducido, a mi entender imperfectamente, como “esencia”, y se lo podría comparar, por ejemplo, con las “epifanías” de James Joyce. Yo lo llamo “el paisaje interior”, esos rasgos de la realidad que sólo se perciben, por así decirlo, volviendo los ojos hacia adentro, más allá de la percepción de lo evidente, lo que diríamos una mirada de profundidad. Leí los diarios de Hopkins hace muchos años, en inglés (por lo que sé, no hay versión castellana) pero sólo cuando estaba escribiendo los poemas que forman esa parte del libro recurrí al término para designarlos, y acabó por designar todo el libro.

-En abstracto, uno puede referir la expresión “el paisaje interior” a un estado de relativa tranquilidad. Pero aquí “sangra por la herida”. ¿Qué sentido le das al título del libro, que a la vez une como un solo poema a los textos de la segunda parte?

-El paisaje interior, que el yo divisa al volver los ojos hacia adentro y quedar “suturado”, “sangra por la herida” porque esa herida es para mí la escritura misma, la exposición de mi vida más allá de lo que se ve, de mi vida, diría, en la tensión de la realidad de la lengua, que pretende algo así como “la pura verdad”, aunque de hecho no lo logre.

-En una entrevista de hace unos años hablabas de la poesía como una esponja que absorbe distintas influencias. En este caso aparecen Gertrude Stein, Iris Murdoch, Olvido García Valdés, James Fenton. Se ve que las influencias no te producen angustia. ¿Serían más bien textos con los cuales tramás un diálogo, que te permiten comenzar a escribir o situar determinadas cuestiones?

-Al igual que las traducciones, las lecturas adquieren para mí valor inspirador, me facilitan la construcción del poema, me dan pie para ampliar el recinto de la lengua, más allá de la intertextualidad. Esas, mis lecturas “aplicadas”, acaban por ser para mí una suerte de “paisaje interior” de la lengua, que identifica rasgos únicos, diferentes, a los que quiero hacer lugar en mis propios versos, eliminando en lo posible (gracias al trabajo de desarticulación que implica tanto la lectura como la traducción, que me brindan parámetros y modelos más “objetivos”) todo sobrante o desecho que siempre es producto de mi propia falibilidad poética, del exceso de insistencia y del deseo de figuración del yo.

-¿Qué es eso “que se pierde” en “La rama de cerezo ornamental”? En otro poema se habla del terror a perder el amor y la escritura. Y en “Veinte años de mi vida” evocás “los años de arder y de perder algo cada día”. ¿Esas pérdidas son las de la vida cotidiana? ¿La poesía, en tanto “raíz de los afectos, casa compartida”, es lo que subsiste?

-Vivir, he descubierto a los 60 años, es más bien una cuestión de resta y no de suma, algo que relaciono con la des-ilusión, usando el término de manera positiva. Las pérdidas son del orden de lo cotidiano, la energía vital, la inocencia. Y sí, mi apuesta es que subsista la poesía, en este caso encarnada en la rama de cerezo ornamental, también un testimonio de belleza impar y de energía. Jaime es el nombre de un amigo muy querido, y en hebreo quiere decir “vida”.

-En “¿Será la autobiografía…?” se lee que “el egoísmo como equivocación… es el motor, de mí y de la poesía”. ¿El poema es un “ensayo de arrepentimiento”? ¿De qué?

-De todo lo que hice mal, de esa “equivocación”, ese deseo de imponer el propio yo, de cerrar en vez de abrir, con generosidad, el sitio de la vida y la escritura.

-Pasaste tu infancia y buena parte de tu vida en Rosario. ¿Cómo es tu relación con la ciudad?

-Sigue siendo para mí el lugar del mundo más cómodo y familiar. Pero creo que prefiero escribir desde lugares más incómodos, que me exijan mayor esfuerzo y me induzcan a una autocrítica más severa.


Ritual y Emancipación

Sobre Madam (1988) de Mirta Rosenberg

Por Diego Sampo

… -¡Lo ves! -prosiguió Madame von Bartmann-, no sabes nada. Tienes que saberlo todo, y entonces empezar. Tienes que tener una gran capacidad de comprensión, o derrumbarte.
-Entonces piensa -dijo Madame von Bartmann en voz alta, volviéndose a la chiquilla-. ¡Piénsalo todo, lo bueno, lo malo, lo indiferente; todo, y hazlo todo, todo! Intenta saber lo que eres antes de morir. Y -dijo, echando la cabeza hacia atrás y tragando con los ojos cerrados- vuelve a mí hecha una mujer buena…

Djuna Barnes, El Vertedero

La década del ochenta tuvo grandes libros de poesía. Bellessi publica Eroica (1988), Daniel Freidemberg Diario en la Crisis (1986)  y la trayectoria de Juan Gelman hace lo propio con Anunciaciones (1988), Interrupciones I (1988), Interrupciones II (1988) y Carta a mi madre (1989). También se trazarían caminos alternativos e imprescindibles: Néstor Perlongher edita Alambres y Edgardo Russo haría lo mismo con Reconstrucción del hecho (1989), un libro injustamente olvidado. El panorama amplía su registro. La lista podría seguir y es, como toda lista, aleatoria y singular. Si existe una característica potente en la poesía de cada uno de estos libros es, entre otras cosas, la capacidad de poner en situación de poder al lenguaje, y que ese lenguaje dé cuenta de una experiencia propia.

En esta década aparece el lugar donde, como anota Alicia Genovese, “los libros de poesía con firma de mujer dejan de ser una rareza”. Lo femenino, diría también Martín Prieto, deja de ser parte de una fotografía masculina para comenzar a tener un espacio propio de enunciación.  Uno de esos libros es Madam de Mirta Rosenberg, editado hacia 1988 y releído hoy a la luz de su Obra Reunida y después de muchos años en donde la escritura sobre lo femenino ha sido auscultada desde las más diversas perspectivas.

En principio, como todo libro, es una percepción de la existencia, pero en este caso el vacío interior de una mujer y su relación con su origen y los objetos es lo que cobra la forma de una pulsión. Una caja en la que resuena una serie de interrogantes de una complejidad determinada por la misma escritura: ¿cómo pienso este silencio, estos objetos sobre un estante, este universo de mujer?

La soledad de la narradora de estos poemas se percibe dentro de un universo donde escribir es avanzar a contrarreloj. En efecto, subvertir la historia es escribir a contrapelo del mandato de una madre o desde la presencia bíblica de un padre. Esa percepción se advierte en el libro desde el nacimiento del cuerpo. Si el origen de todo relato tiene raíz en La Caída adánica, escribir a contratiempo en Madam es remar en contra del señalamiento del mandato de la mujer, la soltería, la soledad, y la incorporación de la culpa.

 Hay un poema que podría ser el eje medular del libro. Una voz que dibuja el signo de un palíndromo, Madam I Adam. Hay una queja acerca del signo zodiacal bajo el que nace. Escucha a un pájaro que la mira mientras juega con su canto: Mad am I, canta la voz del ave desde un lugar indeterminado. El signo, la marca de nacimiento, forjan el destino de una voz masculina que yace desde un tiempo antes. Este palíndromo es un juego con el primer Adán y es, a su vez, una perplejidad y una ironía sobre la ausencia de la figura paterna que no sea la del relato bíblico. Si el canto del ave es de mal agüero no es porque pronuncie el juego confuso de un primer Adam sino porque no canta sobre Eva; “Quiero a ese pájaro / de mal agüero, al que amenaza Mad am I / con énfasis vital y tanto élan… Madam, ¡ay! / perdamos tiempo si todo está perdido, hablemos / trivialmente del paso, del abismo”. El juego invierte los conceptos: Adán y la locura. Por un lado, la imagen mítica del inicio, por otro el cristal opaco del lenguaje que impide la claridad y provoca el temor a la soledad y su consecuente confusión.

La voz que traza el libro recorre la escritura con belleza pero también con el desgarro que impone ese pasado adánico que habla con voz propia. Hay un instante fugaz en el que escribir vislumbra una cercanía irrepetible. En ese rapto avanza dejando tras de sí, trazos bajo los cuales coexisten objetos dudosos, que se intuyen y adivinan más que se los observa. El mundo perceptible es una casa y esa casa es un lenguaje propio que rara vez rompe el cristal. Hay un hogar, habitaciones, pasillos, recorridos diversos por los que la lengua pulsa por descubrir una y otra vez lo que percibe. Pero el pasado es una herida que distancia a Rosenberg del presente. Lo único que lo dilata es la poesía: tomando cuerpo, haciéndose presente, acercando la realidad: “la cosa en sí / no se revela, remoza / lo actual de la pura ausente.][Demora allí, dilata lo pasado por el pulso /de la mano….”

Esa demora en el poema es el único instante en que la belleza se transforma en experiencia, cuando trae aparejado el envés, su contracara: [“…la felicidad mata suavemente; no de males, de verdades / clandestinas. ¿Es esa la cosa, el desengaño / indecente de la rosa…”]. La posible referencia a Borges no es casual; en “El Golem” la Rosa funciona como un Arquetipo cuyo acceso pende de un velo, esconde la certidumbre que a Rosenberg se le aparece como la revelación de un precepto oscuro.

 Ese velo es el lenguaje que deforma un cuerpo y por lo tanto una sexualidad, pone en práctica la escisión que es producto de un Yo tantas veces como sea necesario. Lo herido no pudre el presente. El aquí y ahora es un rapto para la escritura, un instante en que la mano del escribidor dilata lo pasado para rozar lo cercano. En esa separación un Yo proclama un tiempo que pasó y que por lo tanto experimentó. La escritura en el presente abre el abismo en un continuum, “El lugar para llegar, en ella, sola, sería / el sitio mismo donde estaba. Si vive separada / de la vida por la espera, persigue otra salida / (“Vuelve a mi cuando quieras”. Mme. Von Bartmann / lo decía, “pero hecha una buena mujer”), / otra celada”. En el poema el juego con lo femenino también vincula la novela de Djuna Barnes con el mismo propósito, develar el misterio del encierro femenino que es a la vez una coraza y un mandato.

La figura de Adán es un refugio que el arte utiliza porque sigue siendo un lugar de fractura y un origen para el diseño. La estética después del modernismo reclama esa visión divina, la de desocultar la superficie para ver la naturaleza de las cosas. A propósito, Groys se preguntaba: ¿Una vez descubierta, resuelve nuestra inconformidad? Probablemente nunca. Lo inconforme del sujeto es la preservación de que una revolución se produce desde la práctica artística y su circulación. Hay en su historia una repetición de su fraseo que, sin embargo, mantiene parte de su aura intacta: la potencia misma de su identidad. Rosenberg reconstruye el juego, encuentra en ese precepto la alquimia necesaria para diseminarla en el poema. Si Madam entra en la historia de la literatura argentina es porque mantiene intacta el aura del tiempo en que vio la luz.

Walter Benjamin decía que “Con la emancipación de las diferentes prácticas artísticas del refugio en el ritual, aumentan las ocasiones para la exposición de sus productos”. Esa exposición es sólo una apariencia en libros como los que se mencionaban en el encabezamiento, la misma circulación de la poesía presta ayuda a su condición de culto por más reducida que parezca. Después de varias décadas el concepto de obra escapa parcialmente a la exposición de aquella productividad. Lo más importante es su Ritual, el ocultamiento de su experiencia. Un libro como Madam editado en los ochenta y reeditado en sus textos reunidos da cuenta de la lectura de esas prácticas. “Vuelve a mi cuando quieras” decía Mme. Von Bartmannen El Vertedero de Djuna Barnes, y agrega, “pero hecha una buena mujer”. Rosenberg nos recuerda que al menos una escritura se adelantó a un lugar de lo femenino bajo la forma de un mandato y su denuncia. De ahí que su imagen Ritual exista y acerque la experiencia al presente. Si hay un Yo que se debate entre un pasado que no fue y un lugar de espera emerge con toda su potencialidad en Madam, en su espacio de enunciación, y en la emancipación de ese abismo para siempre.

En el momento de nacer, poco más tarde,
no hubo sentidos revelados. Lo auspicioso
de ese día fue una luz de neón, perecedera,
incandescente, enrarecida, dibujando el signo
de la palindromía –Madam, I´m Adam- más perfecta
en otro idioma y más sombría
que dominar los sentidos. El reflejo
intermitente tornó inútil el espejo; demorado, ¡Ay!
el círculo callado, sorprendido,
de los cuerpos que buscándose se evitan
en el calor de lo íntimo. ¡Haber nacido
bajo ese signo! Haber nacido. A diario
el tedio vuelve del revés el derecho natural,
y el asedio es del sitio de lo mismo:
Al no desear, me muero. Quiero a ese pájaro
de mal agüero, al que amenaza Mad am I
con énfasis vital y tanto élan… Madam ¡ay!,
perdamos tiempo si todo está perdido, hablemos
trivialmente del paso, del abismo   


LA MEDIDA de los átomos dura en la voluntad,
y es figura de la acción en movimiento
de una lucida estrella fugaz, la pasión que cae.
Lo que trae no es paz ni el cumplimiento
de los tres deseos en el firmamento, sólo un haz
de oscuridad ardida en la constelación perdida
por esa mira del telescopio. El tiempo
expira, y parece que el acopio que resiste
es de oscuración y gira sin ser de sentimiento
precisable: el mal y el bien en el recuento
son de la ficción de lo admirable, de la prez
de lo ejemplar y de lo impar que cada vez demora
el cálculo del hoy en el ahora, y lo agrega
a lo ocurrido. Caído sobre sí, el fruto desprendido
de la rama, amarillento, ha cumplido con la hora
que lo entrega y se ha soltado a tiempo: lento,
lento, aunque un simple sexto de segundo le ha llevado
colmar la decisión. Toda acción es un pretexto: rotundo,
madura para eso. Quien observa especula con el peso y,
cuando puede, se reserva el sentido que bascula
entre el tener y el ayer, enaltecido: ayer tenía.
Es el ayer que ha cedido; yo, no puedo.
En lugar idéntico, el mismo cuenco de porcelana, blanco
con el borde azul, concéntrico, abre en vana concentración
un centro estanco, de luz que no fulgura ni sujeta
ni está triste en su prisión segura. La ruptura
en cada acción es simiente de alguna decepción
de lo deseado que al caer, fugaz, oscuro, lento,
se hace resplandeciente.


“Una hiena en mi vereda”, un poema ligero de Mirta Rosenberg

Por Diego Colomba

Un bestiario
“Bestiario íntimo” es una de las cuatro partes en que se divide El paisaje interior, el sexto libro de Mirta Rosenberg. Reúne poemas de una serie que la poeta llevaba escribiendo durante más de dos décadas y que esperaba, según declaró durante su lectura en el Festival Internacional de Poesía de Rosario del año 2008, verla convertida en libro. No fue así, finalmente. Su publicación parcial logró dar cuenta de una de sus líneas más persistentes de trabajo, junto con “Conversos”, la cuarta parte, en la que se incluyen algunas de sus traducciones de poesía en inglés.

Pero lejos de resultar un agregado discordante con el contenido general del libro, “Bestiario íntimo” prosigue la indagación poética sobre lo corpóreo, sus posibilidades, los puntos de vista que habilita y su relación con las palabras que se plantea desde el inicio de la obra, aunque evidenciando un tono lúdico y humorístico más marcado, a través de los recursos sonoros, una aguda nominación y la figuración característica de los bestiarios.
La misma Rosenberg se refirió en una entrevista a la clase de poemas reunidos en su bestiario y que incluía, por el interés que le despertaba, en su tarea docente. Los llamaba “light verses”, o versos ligeros, denominación que aludía a su sentido del humor y al modo de componerlos, y en los que reconocía una tradición anglosajona (“los limericks de Edward Lear, Dorothy Parker, Ogden Nash traducido por Charlie Feiling”), que emparentaba con algunos ejemplos en poesía castellana (“Nicanor Parra, el Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian”). También hizo mención al carácter irónico del “Bestiario íntimo”, advertido por el adjetivo del título, una manera de transfigurar sus experiencias personales.

Un poema
Creemos que sonoridad e ironía son dos fuerzas que animan “Una hiena en mi vereda”, el poema que cierra “Bestiario íntimo”, y lo vuelven un texto lúcido y de un humor corrosivo, que se destaca del conjunto.
Aunque el bestiario se escribiera, según su autora, a partir de acontecimientos vividos, los animales no funcionan analógicamente como correlatos de los sujetos humanos que intervienen en ellos. Aluden, más bien, a su “paisaje interior”, a una distancia y proximidad reconocida en lo más cercano, en lo más “íntimo”. De ahí las referencias de un sujeto que se reconoce corporalmente declinante (“vivo sentada, en franco diminuendo”), aun en sentido musical ─de tono, de énfasis del propio ego, podríamos pensar─: “que quiero convertirme en nada”. Pero en el interior del viviente, la división de la vida en animal y humana no deja de ser una frontera móvil, una íntima cesura sin la cual sería imposible decidir sobre qué es humano y qué no lo es. En lugar de investigar el misterio metafísico de la conjunción de un cuerpo y un alma, de un viviente y un logos, este poema, como los que lo preceden, husmea en el misterio práctico y político de la separación. Ese límite difuso, ese más allá del pensamiento se vuelve al mismo tiempo un más allá de la subjetividad: la poesía, entonces, se ocupa menos de un yo que de una forma de vida. Nos da, en definitiva, menos que un retrato, un paisaje (interior).

En sus primeros versos, el poema alude al saber de la etología: “Antipático animal,/ amable sin embargo/ al decir de los etólogos”. Si el poema propone dar cuenta de los resultados de una observación ─adviértase que dicha disciplina puede ser, ambiguamente, rama de la psicología o parte de la biología─, lo que registra sin embargo son los oscuros e impredecibles comportamientos de los seres vivientes. En ese sentido, la tensión entre generalidad y singularidad se expresa desde el título: del indefinido “una hiena” se pasa luego al demostrativo “esa hiena”. Pero más tarde el grado de indeterminación crece, y el animal muta en “esa mujer”, para que el sujeto dude finalmente sobre su identidad: “¿es mujer o hace la escena?”. Esa deliberada indeterminación se propaga a la hora de interpretar su comportamiento y carácter (“¿Por qué me siguió / esa hiena, le habré dado pena?”/ Antipático animal, / amable sin embargo / al decir de los etólogos, / la grandísima epicena / fue para mí un trago amargo.”) que, lejos de dar certezas, provocan ambiguas (y paradójicas) respuestas en el sujeto poético, abriendo de esta manera nuevos interrogantes: ¿hasta dónde un cuerpo conserva sus atributos en el juego social?; ¿qué es lo que mueve el deseo de los otros?; ¿es posible la piedad?

La ironía que impregna las descripciones corporales y de comportamiento en todo el libro, pero en “Bestiario íntimo” en particular (“¿De qué se ríe? ¿Es mujer / o hace la escena? ¿La famosa / risa histérica? Si ni siquiera / es de América, ¿estará / desorientada? Vive roja / casi al lado”), nos hace pensar que las mismas no resultan recursos eficaces para intentar comprender o definir a los seres  través de sus rasgos característicos, justamente porque esas series de elementos carecen de un principio taxonómico que los haga coherentes. De ahí que los poemas se propongan apostar al conocimiento y al reconocimiento de sí y de los otros de un modo musical.
Lejos de cumplir un rol ornamental, la sonoridad resulta la forma de evitar que la búsqueda de verdad sobre sí y los otros adquiera formas concluyentes, reductivas. La aliteración (“animal,/ amable”), la anáfora (“¿De qué se ríe?”) y una argumentación sinuosa (“esa mujer,/ esa hiena?”/ “¿De qué se ríe? ¿Es mujer/ o hace la escena?”) minan, de algún modo, la posibilidad de sacar rotundas conclusiones. La sonoridad parece rebelarse contra el totalitarismo del referente, de la materia vivida o vivible, tema de los poemas.

Hablábamos anteriormente de fuerzas. Que atraen, podríamos agregar ahora, como la sonoridad (la rima es solo uno de sus recursos más visibles); que repelen, como la ironía. A menudo se visualizan en los mismos versos, cuando ciertas rimas (sobre todo las consonantes) unen dos términos enfatizando su desencuentro semántico o lo irrisorio que resulta dicha unión. En el caso de las rimas consonantes (“Mi vecina carroñera / tiene paciencia y espera.”), asonantes (“Aunque a veces me da pánico, / algo me atrae de este cánido”) y las rimas internas (“esa hiena, le habré dado pena?”) no solo unen elementos, dando profundidad e insistencia a la relación entre los enunciados ─como buscaba la misma Rosenberg─, sino que “insisten”, precisamente, en la desestabilización del parecido, recordando la alusión irónica a la rima que se hacía en el apartado “El paisaje interior”: “¿Será que el mundo rima / demasiado? ¿Tendré / que irme por las ramas?”. Esto se percibe en los contrastes, en los elementos fuera de contexto (“Una hiena en mi vereda”), en lo absurdo (“¿Es mujer / o hace la escena? ¿La famosa / risa histérica? Si ni siquiera / es de América, ¿estará / desorientada?”), y de ahí su fuerte efecto humorístico.

En ese sentido, creemos que el mérito del poema, su potencia, no se debe al encuentro de la verdad (el ser hiena) de una vecina extranjera, sino, felizmente para nosotros, sus lectores, a haberse dejado seducir por la sombra de verdad que la misma reflejaba. 

Una hiena en mi vereda

¿Por qué me siguió
esa hiena, le habré dado pena?
Antipático animal,
amable sin embargo
al decir de los etólogos,
la grandísima epicena
fue para mí un trago amargo.

¿De qué se ríe esa mujer,
esa hiena?
¿De qué se ríe? ¿Es mujer
o hace la escena? ¿La famosa
risa histérica? Si ni siquiera
es de América, ¿estará
desorientada? Vive roja
casi al lado y yo,
que quiero convertirme en nada,
tengo que oír sus consejos
y necias admoniciones:
“en tus condiciones”,
dijo en varias ocasiones,
“no podés exigir demasiado.
Pero estoy acá para eso, para que puedas necesitar”,
y amagó con darme un beso.

Mi vecina carroñera
tiene paciencia y espera.

Aunque a veces me da pánico,
algo me atrae de este cánido:
pese a que vivo sentada, en franco diminuendo,
parece seguir creyendo,
—indulgente hiena obscena—
que mi carne vale la pena.


Mirta Rosenberg y la traducción

Semblanza y comentario de la versión del poema «Pangur Ban»

Por Marina Kohon

La labor de Mirta Rosenberg como traductora es extensa: tradujo poemas de Katherine Mansfield, William Blake, Walt Whitman, Emily Dickinson y Marianne Moore. Muchos de esos trabajos se publicaron en la colección Los Grandes Poetas, del Centro Editor de América Latina. Sus versiones son consideradas grandes obras en el arte poco valorado o hasta a veces invisibilizado de la traducción. Otros poetas a los que tradujo son: James Laughlin, Seamus Heaney, Elisabeth Bishop, Louise Glück, Anne Carson, Robert Hass, Anne Sexton, Joseph Brodsky y Ted Hughes.
En 2004 recibió el premio Konex Diploma al mérito por su trayectoria  en la traducción literaria. Hizo traducciones para La Nación junto con Jaime Arrambide. Fue asesora de la Casa de la Poesía “Evaristo Carriego” de Buenos Aires donde coordinó el ciclo Los traidores, una clínica sobre la traducción de poesía, entre el 2001 y el 2004.
Acerca del trabajo de la traducción, señaló en una entrevista: “Tenía veinte años cuando empecé a traducir poesía. Traducir es un gran placer, tiene que ver con escribir. Para mí no hay una enorme diferencia entre escribir y traducir. Yo veo al buen traductor de poesía como un autor. Lo que he traducido forma parte de mi obra”. La ideología de Rosenberg sobre el oficio del traductor se refleja en esta versión del poema «Pangur Ban». No calca el idioma, la versión en inglés y la versión en castellano no encajan perfectamente una arriba de otra, pero ese leve corrimiento es el que le permite rimar los versos.  Sus traducciones llevan a algo nuevo, pero evitando dejar un sello. En este caso  repite la estructura de rimas del poema en inglés,  pero creando una música, distinta.
Aquí la maravillosa versión del poema «Pangur Ban», escrito alrededor del siglo VIII por un monje irlandés en la abadía de Reichenau. Mientras que el gato oscila entre su aspecto más doméstico y los rasgos más salvajes, el monje compara  su actividad con la del gato, la dedicación que ambos ponen en sus tareas y la significación de la recompensa al final del día.

 Pangur Ban*

Yo y Pangur nos abocamos
al trabajo, concentrados:
él persigue sus roedores,
yo conceptos sin errores.

Más que el aplauso del mundo
amo el silencio profundo.
Y Pangur no desespera:
acecha su ratonera.

Aquí estamos muy contentos,
los dos solos, más que atentos,
al deleite y ejercicio
de este sigiloso oficio.

Muchas veces con fruición
Pangur Ban caza un ratón,
otras yo hallo buen uso
a más de un pasaje abstruso.

Su penetrante visión
no se aparta del rincón;
mi ojo pugna por ver
en cada letra el saber.

Cuando aparece una rata
con gusto Pangur la mata.
Y yo soy pura alegría
si sé lo que no sabía.

Vivimos en este plan
yo y mi gato Pangur Ban:
diligentes, siempre al punto,
cada uno en sus asuntos.

Por practicar con tesón
Pangur se ha vuelto un campeón;
y yo con perseverancia
pongo luz en mi ignorancia.

* Publicado en El libro de los gatos. Antología, comp. y pról.: L. García Carril, Bs. As., Bajo la Luna, 2008.


The Scholar and the Cat*

I and Pangur Bán, my cat
‘Tis a like task we are at;
Hunting mice is his delight
Hunting words I sit all night.

Better far than praise of men
‘Tis to sit with book and pen;
Pangur bears me no ill will,
He too plies his simple skill.

‘Tis a merry thing to see
At our tasks how glad are we,
When at home we sit and find
Entertainment to our mind.

Oftentimes a mouse will stray
In the hero Pangur’s way:
Oftentimes my keen thought set
Takes a meaning in its net.

‘Gainst the wall he sets his eye
Full and fierce and sharp and sly;
‘Gainst the wall of knowledge I
All my little wisdom try.

When a mouse darts from its den,
O how glad is Pangur then!
O what gladness do I prove
When I solve the doubts I love!

So in peace our tasks we ply,
Pangur Bán, my cat, and I;
In our arts we find our bliss,
I have mine and he has his.

Practice every day has made
Pangur perfect in his trade;
I get wisdom day and night
Turning darkness into light.

* Versión del gaélico irlandés al inglés por Robin Flower (1881-1946).


Historial

Una apertura del sentido

Sobre Cuaderno de oficio (Buenos Aires, Bajo la luna, 2016).
Publicado en Hablar de Poesía Nº 36, 2017

Por Carlos Battilana

Mirta Rosenberg incluye dos vocablos significativos en el título de este libro. Son  términos que acuerdan con una concepción de escritura. El término “cuaderno”, por un lado, refiere aquel espacio donde se escribe de manera provisoria, un lugar tentativo sometido a tachaduras y correcciones, un borrador que aún no es la “versión definitiva”. El término “oficio”, por otro lado, alude a una tarea que más que estar sometida a los raptos espasmódicos de lo ocasional y las oscilaciones de una eventual inspiración, supone la constancia del artesanado. ¿Qué “oficio” refiere Mirta Rosenberg en el título? Describe dos: la escritura de poesía y la tarea de traducción. Ambas actividades, en este caso, se retroalimentan. “Conversos” es una sección que contiene fragmentos poéticos de Safo en las versiones de la canadiense Anne Carson, que a su vez son traducidas por la propia Mirta Rosenberg.

Cuaderno de oficio parece formar parte de esa clase de libros que narran, luego de transitar un largo camino de avatares y tensiones, un sabio regreso a las tierras sosegadas del desengaño. No obstante, es exactamente al revés. Lo que se reivindica, como un tesoro inestimable, es la aventura de lo vital. Articulado en distintos registros (diario, relato, comentario, especulación, discurso lírico), el poemario orbita entre una aflicción silenciosa y un anhelo fervoroso por aprender. Los primeros textos reniegan de falsos idealismos y dan cuenta de un punto límite en el que la enunciación sólo es posible si es impulsada por una imperiosa necesidad. Sin redundancias, entonces, la voz poética insiste en testimoniar la huella de una experiencia cotidiana, como se manifiesta en la bellísima sección “Día a día”. La poesía, que ha acompañado largamente al yo lírico, permanece aún como un anhelo y como una oportunidad, un pequeño porvenir asociado a lo más íntimo de la vida.

La poesía como quehacer de escritura es uno de los objetos de reflexión cruciales del libro. A manera de un arte poética, el primer texto postula que no sirve para dar cuenta de la queja. El dolor, el placer, la soledad, y aun el horror pueden ser indicios del poema, pero la queja parece ser impermeable a la experiencia estética; inocua en sus efectos y hasta molesta para el auditorio: “belleza / sólo admite / vida / no queja”. Como siguiendo las sugerencias de Safo en la versión de este libro, la poeta promueve cierta elegancia y dignidad “porque no corresponde en una casa de Musas / que haya lamentos / eso no nos sienta bien”. El poemario plantea que la poesía tiene la virtud de explorar la opacidad de las cosas, un aspecto de lo real reacio al discurso meramente instrumental. Las cosas del entorno no sólo son objeto de nuestra percepción, sino que siguen aconteciendo en nuestra imaginación y en nuestra memoria: “Escenas, caras, una sequoia de Berkeley cuya copa, hasta hoy, me acerca al cielo”. Observar las cosas del mundo es un acto de naturaleza óptica, pero también un acto estético cuando se transforma en un hecho de escritura. Las cosas y el paisaje, si nos han afectado, no sólo forman parte de nuestra percepción (un fenómeno ocular), sino que pueden transfigurarse en un fenómeno durativo: una experiencia que no termina de suceder. Si bien la poesía puede proponer una significación a aquello que resulta hermético o misterioso, e incluso vislumbra los huecos de sentido que el lenguaje ordinario no puede aferrar, su fuerza o su valor radican, justamente, en que hace “uso” de un lenguaje completamente extraño a su función pragmática.

“La poesía no sirve para nada” anota Mirta Rosenberg en su cuaderno. ¿Cómo comprender esta polaridad entre la “utilidad” y los “usos” de la poesía (términos que insisten en el libro) y el hecho de que no sirva para nada? Por un lado, la lengua poética forma parte de la experiencia frecuente de la poeta e, incluso, de sus incertidumbres y de sus vacilaciones. Provee cierto consuelo frente a lo incomprensible y lo inenarrable. Por otro lado, el abandono de la dimensión pragmática del lenguaje, involuntariamente, es un beneficio. Olvidar los usos habituales de la lengua en función de una disposición de escucha promueve una apertura del sentido. Escribe Rosenberg: “lo que se pierde acaba por ser / pura ganancia”. Si bien la poesía no es reacia a la referencia cotidiana ni al uso de los vocablos de acuerdo a la acepción del diccionario, siempre sus palabras dicen algo más, siempre están hablando de otra cosa. El poema construye un universo lingüístico que trasciende el aspecto meramente denotativo de los vocablos. Esta operación se realiza a través del ritmo, los efectos armónicos y acústicos, las figuras retóricas, y también a través de la disposición de aquello que cuenta el texto: lo que muestra y lo que recorta.
El otro objeto de reflexión del libro es la tarea de traducción de poesía. Mirta Rosenberg ejerció esa labor durante una gran parte de su vida. Aún la ejerce. Fue desarrollada con constancia, pasión y extremo cuidado. Esa tarea de pasaje se concibe como “imprescindible”, e interviene directamente en las mutaciones de su escritura. La traducción traslada la voz extranjera y, al mismo tiempo, escucha de manera sigilosa los movimientos de la lengua propia: “Saber que traducir es trasladar o traer / al propio terreno”. Una tarea donde el yo atenúa su exposición, pero cuya presencia nunca se diluye del todo. La traductora centra su labor en desmadejar el hilo de sentido y en percibir una acústica. Es una tarea que sintetiza, sin arrogancias, una dialéctica: ni una tarea de obsesiva literalidad ni de libérrima recreación. Una labor de donación y un repliegue del yo para dar paso a una voz otra. Repliegue no es equivalente a desaparición o ausencia. Traducir consiste en proponer una mirada; también, en los modos de hacerlo se decide un estilo y una poética: “Menguar el yo, no diluirlo” .

¿Qué ocurre cuando leemos la poesía de Mirta Rosenberg? Su seducción está lejos de la persuasión retórica y de las imágenes desbordantes. Este libro es un pequeño tratado de poética escrito en versos. Ingresar en estos poemas es hacerlo a algo inexorable, que no formula largas argumentaciones y que incluye enunciados a menudo axiomáticos. Sin embargo, es una poesía amiga del pensamiento. No apela a ninguna conmiseración ni autoindulgencia en la descripción de los hechos (“Hay lo que hay, y es todo”) y, por eso mismo, de modo paradójico, destila una muda, objetiva piedad frente a lo irreductible del mundo. Estos poemas recorren el curso de una vida, uno de cuyos aprendizajes más reveladores es el uso preciso del lenguaje. Desviarse de una entonación y un habla particulares, ceder a una retórica alejada de la propia dicción impediría designar ese instante singular que se puede llamar, sin énfasis, un acto de enunciación poética. Es necesario en el campo de la escritura explorar un tono personal. Atender la respiración a la hora de escribir aquí es entendido como una ética. Ése es el mayor aprendizaje del que habla Cuaderno de oficio. Enunciar poéticamente es estar atento al universo de una fonética y de una sintaxis particular, como si cada individuo no fuera más que portador de una cadencia que lo define y, por eso mismo, lo diferencia.


La modificación, a propósito del último libro de Mirta Rosenberg

Sobre El paisaje interior (Buenos Aires, Bajo la Luna, 2012)
Publicada en Revista PoesíaArgentina N° 2, marzo 2013

Por Martín Prieto

Menos que en sus novelas o en sus ensayos —que sin embargo concitan la atención y el interés de jóvenes lectores, sobre todo universitarios y sobre todo de Buenos Aires— entiendo que es en sus tareas como editor donde emerge el verdadero carácter visionario de Luis Chitarroni. Recuerdo ahora mismo cuando hace dos años, atraído por los diseños de tapa de sus libros —firmados por Juan Pablo Cambariere— le pregunté a Natalio Rangone, de la librería Oliva, por esa nueva editorial, que se llamaba La Bestia Equilátera, de la que no sabía nada y desconocía por lo menos a dos de los cuatro autores de los volúmenes que se exponían para la venta, bajo su sello, en el anaquel de la calle Entre Ríos. Natalio, que es un gran librero porque conoce la información específica que le interesa a cada cliente, me dijo algo que tal vez habría dejado indiferente a otro lector: «detrás de todo esto está Luis Chitarroni». Así, conocí y disfruté a Muriel Spark, a Julian Maclaren-Ross, a Alfred Hayes.

En uno de los dos libros publicados de Maclaren-Ross, Noches en Fitzrovia, hay, en el altísimo apartado «Inglaterra: bohemia y vida profesional», además de un muy perdurable cuadro de Graham Greene, uno no menos vivificante de Dylan Thomas, titulado «El vecino estrella polar», donde el autor cuenta su amistad con Thomas y su trabajo conjunto como guionistas de documentales en una productora contratada por un Ministerio, durante la Segunda Guerra. Lo que los ocupa es el guión de un largometraje sobre el Batallón de Defensa Civil, aunque lo que les interesa verdaderamente es la invención de un género, que fuera un «guión completo listo para el rodaje» pero que, a su vez, le diera «al lector común una impresión visual absoluta de la película en palabras» y que pudiera publicarse «como una nueva forma de literatura». En el epílogo de este relato autobiográfico, biográfico, social y sentimental, Maclaren-Ross cuenta que paulatinamente, una vez terminada la época de los guiones y la guerra, dejó de verse con Thomas quien, para esos años, se reunía con gente de la BBC o con poetas norteamericanos, «que lo consideraban el mejor de todos y a uno de los cuales, cuando le dijo eso, Dylan le respondió la poesía no es un torneo«.

Recordé, leyendo estas líneas finales, a un simpatiquísimo charlatán de feria que vendía libros en el Estrella del Norte, en el trayecto que aquellos trenes del Ferrocarril Mitre hacían, mal que bien, entre Rosario y Buenos Aires y que ofertaba, en cada viaje, un libro diferente, voceado, sin embargo, con el mismo eslogan cada vez: «el mejor novelista argentino después de Roberto Arlt». Ya entonces, rechazando cada uno de los libros que nos trataba de vender el feriante, y sin saberlo, compartía esa idea de Thomas, que finalmente me llegó a través de Maclaren-Ross, a partir de un visionario impulso editorial de Luis Chitarroni.

Como es fácil comprobar leyendo el cierre de mi columna anterior en este mismo sitio, había quedado en compartir una lectura de El paisaje interior, de Mirta Rosenberg, al que calificamos, luego de analizar la encuesta de la revista Ñ sobre los libros del 2012 —análisis que nos valió unos apresurados, injustos e impertinentes adjetivos de uno de los autores de la encuesta— como «el libro del año». Esperamos —y este es el objeto de esta larga introducción— que se haya comprendido el carácter irónico que tenía dicha aseveración. Irónico, en tanto provocaba un cruce entre forma y verdad. No, naturalmente, porque el libro de Rosenberg no pueda aspirar al mayor consenso entre sus pares en todas las especies que estos quisieran valorar —sintaxis, versificación, diccionario, creatividad, expresión, sinceridad, retórica — sino, simplemente, porque hay categorías como, justamente, «libro del año», que no pueden ser leídas sino como una distorsión de su sentido literal en tanto hay una ley que sufre de muy pocas excepciones y es la que señala que no hay libro que pueda ser el libro del futuro —y esa es la única condición de perdurabilidad de un libro: su proyección en el tiempo— y, a su vez, ser valorado de manera masiva o consensuada por los lectores del presente.

El poema que abre el libro de Rosenberg se llama «Yo». Pienso que todos los libros de poemas del mundo deberían abrir con un poema llamado Yo, donde se jugara, como acá, de manera explícita, no sólo el carácter del sujeto de los poemas siguientes, sino también su forma. Por si no quedara claro, Rosenberg insiste en esa configuración en algunos de los poemas siguientes: «Trato de Usted a Yo», «¿Será la autobiografía», «Veinte años de mi vida». Lo primero: no hay «novedad», formalmente hablando, en estos nuevos poemas de Rosenberg o, en todo caso, la novedad es la virtuosa consolidación de una forma presentada en público en Madam (1988), libro que tomaba su título de un famoso palíndromo en inglés, «Madam I´m Adam» (hay otra versión, más extensa «Madam in Eden, I´m Adam») que remite a la escena del origen bíblico de la Humanidad en la que Adán se le presenta a Eva de esa manera, en el supuesto caso de que hablaran en inglés. A Rosenberg, esa suerte de broma lingüística le gusta porque, dice, «esto se lee de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda, exactamente igual. Son dos mitades de una misma cosa», como una representación o un correlato de esas dos mitades de la misma cosa que son los protagonistas del idilio paradisíaco. Forma y verdad están, en los poemas de Rosenberg, muy vistosamente relacionadas debido a una combinación de transparencia —nada más alejado de sus poemas que el subterfugio o el velo— y color, dada por sus elecciones léxicas, las combinaciones métricas y, sobre todo, como una marca de agua, las rimas internas y las aliteraciones que le dan a sus versos una musicalidad restallante, como de latigazos. En un poema, dedicado a Gertrude Stein, verso seis: «que Usted, Stein, donde esté».


Hay un poema de la tercera parte de las cuatro en las que se divide el libro que se llama «Si alguien querría ser una tortuga» —como el título del poema es a su vez su primer verso, conviene avisar cómo es el segundo verso, donde se completa el sentido: «seria yo». Es decir, «Si alguien querría ser una tortuga / sería yo». Escuché por primera vez ese poema en Rosario, en el Salón de Actos de la Facultad de Humanidades y Artes, hace unos años, en el cierre de un Congreso de Literatura. Abarrotaban la sala estudiantes, profesores e investigadores universitarios. Un mundo especialmente refractario a la poesía, como puede verse en los programas de estudio de las carreras de Letras, en los proyectos de investigación en curso y en los programas de esos mismos congresos. La poesía como alguien de la familia, muy querido, pero medio complicado, al que finalmente se deja de frecuentar. Debo decir que tenía enormes expectativas en ver cómo podía funcionar ese encuentro entre los poemas de Rosenberg —que no han sido, como los de otros compañeros suyos de generación, dóciles al estudio de los universitarios— y ese público históricamente escéptico y maldito. Rosenberg, que hace de la abstracción de gestualidad y de palabras previas un sorprendente recurso de captatio benevolentiae, leyó algunos poemas —no los recuerdo ahora— y cerró con el que desde entonces, en mi memoria y en la de muchos que estuvieron allí, todavía queda registrado como «el de la tortuga». Autobiografía futura, tiempo condicional, la lengua como un puching-ball rendido a los antojos expresivos de la poeta. El Salón de Actos bramaba como, creo yo, había bramado sólo una vez, muchos años antes, en 1992, después de una conferencia de César Aira sobre Roberto Arlt, y como no volvió a bramar desde entonces. Aira, recuerdo, soportaba la ovación medio colorado, tapándose la cara con la mano. Rosenberg miraba al público un poco risueña, como diciendo, «déjense de joder». Aquel poema era, de algún modo, el cierre de la obra conocida de Rosenberg. Una suerte de muy sutil non plus ultra, de culminación. Al retirarse de aquel Salón de Actos, Rosenberg podría haberse retirado de la literatura. Hubiera sido un glorioso final. Y pensé que este libro giraría en torno a aquel poema. Que su punto de apoyo sería, justamente, aquella tortuga que querría ser la poeta, para quien «poco cuenta que sea lenta / su marcha en la superficie: / eso / me haría durar / y capaz de entrar al mar, / —que cubre dos tercios del mundo — / sabiendo que si me hundo / gano velocidad».

Pero ya en el primer poema, «Yo», hay una modificación. Hay algo que pasó, en tanto el yo de los poemas, de todos los poemas anteriores de Rosenberg —un yo móvil, dinámico, amoroso y áspero, generoso y resentido, pero siempre único— parecía haber cambiado en estos nuevos poemas. Literalmente, cambiado de posición. «Estoy donde mi cabeza estuvo». Y no parece ser un verso metafísico. En la segunda parte del libro, que le da titulo al conjunto, segundo poema: «Ahora, más cerca de la tierra, / veo las mismas cosas / pero veo más. Sentarse…»; en el tercero «Y yo acá / chocándome con las cosas / por ir de acá para allá». Sentada. Más cerca de la tierra. Viendo las mismas cosas, pero viendo más. Chocándose con las cosas. Con la cabeza, al estar sentada, a la misma altura a la que la tenía cuando era chica, y estaba de pie. Con la cabeza donde estuvo. No es difícil deducirlo: el sujeto implícito en estos nuevos poemas anda en silla de ruedas: el descenso figurado del punto de vista modifica el ángulo y el alcance de la visión y desestabiliza el discurso.

Edward Said, en Sobre el estilo tardío anota: «En un principio la relación entre la condición física y el estilo estético parece un tema tan irrelevante y, tal vez, incluso trivial en comparación con la trascendencia de la vida, la mortalidad, la ciencia médica y la salud, que enseguida se desecha». El libro de Said es una inconclusa pieza ensayística en la que se propone afirmar y darle relevancia a esa relación, tomando como punto de partida un estudio de Adorno sobre Beethoven, sobre el estilo tardío de un Beethoven «aislado, sordo y anciano» que en ese nuevo estado compone una serie de piezas en las que «a pesar de ser dueño absoluto de su medio, abandona la comunicación con el orden social establecido del que forma parte y alcanza una relación contradictoria y alienada con él». Vamos a abandonar de inmediato las comparaciones, sólo para quedarnos con esta idea: en aquella, para mí, memorable tarde en la que Mirta Rosenberg leyó el poema «de la tortuga» se terminó una obra que había comenzado en 1988 con la publicación de Madam, que había tenido su manifiesto cierre en 2006, con la publicación de El árbol de palabras. Poesía reunida y que encontraba en el poema leído en el Salón de Actos de la Facultad, una suerte de apenas retrasada concentración ejemplar de todas sus notas y virtudes. Tal vez por eso el poema pudo ser comprendido y valorado «de inmediato» por un público nuevo. Porque se trataba de la expresión final de una novedad que venía presentándose, a la intemperie de casi toda recepción, desde hacía por lo menos 20 años. Pero El paisaje interior debido, precisamente a esa nueva relación entre condición física y estilo, pega un volantazo y genera una tensión. La forma no puede cambiar porque el modo de Rosenberg no ha sido el eclecticismo sino la persistencia. Pero al cambiar el sujeto poético —«Caer de culo / irse al traste / y terminar sentada / sobre la palabra culo, / chocarse con la realidad. / Con dos sílabas basta: / sea culo, dolor, estar. // Sentarse y que te vengan / a levantar»— la forma, tan pertinente para la norma anterior, se desestabiliza. La obra anterior de Rosenberg, como vimos en el palíndromo del que toma nombre su primer libro importante, apuntaba hacia y descansaba en la armonía entre forma y sujeto. Y si la forma era alegre, era porque también lo era el sujeto, aun en las adversidades del amor y de las pérdidas, que de eso también había en aquellos libros. Ahora, como vimos, la forma no cambió —o mejoró, pero en un mismo sentido — y el sujeto, en cambio, sigue siendo sarcástico, pero es también dramático. Y sigue siendo irónico, pero tiene miedo. Entiendo que esa es la modificación por la que cabe entrar a estos nuevos poemas de Mirta Rosenberg.

AHORA, más cerca de la tierra,
veo las mismas cosas
pero veo más. Sentarse
para evitar la distracción,
y la ilusión retrocede.
Puedo menos y sé más
aunque no sepa nada nuevo:
¿seguramente no habrá?
propone el yo
que no alcanzó el desapego.

Sentarse y desconfiar.


LA CASA se convirtió en mi madre,
un caparazón
que me cuida y me encarcela.

La palabra mamá
centellea, deslumbra y ciega.

Y yo acá
chocándome con las cosas
por ir de acá para allá.
Palabras es lo que eran.

Mamá. Mamá.
La hija que ya es abuela.
Unas pocas sílabas rielan
como el mar.

Sentarse y a nadar.


CAER de culo
irse al traste
y terminar sentada
sobre la palabra culo,
chocarse con la realidad.
Con dos sílabas basta:
sea culo, dolor, estar.

Sentarse y que te vengan
a levantar.


Emily Dickinson, por Mirta Rosenberg

Versiones publicadas en Los grandes poetas 31 (Buenos Aires, CEAL, 1988)

135

El agua se aprende por la sed;
por la angustia, el arrebato;
la paz por sus batallas, su relato,
el amor por el molde en la memoria;
por la nieve, los pájaros.

1755

Hacer una pradera necesita un trébol y una
…….abeja,
un trébol, una abeja,
y la ensoñación.
La ensoñación bastará por sí sola
si las abejas son pocas.

1775

Muchas claves tiene la tierra.
Donde no hay melodía
está la península desconocida.
De la naturaleza el hecho es la belleza.

Pero tras haber visto su tierra
y haber visto su mar,
el grillo es su suprema
elegía para mí.


Marianne Moore, por Mirta Rosenberg y Hugo Padeletti

Versión publicada en Los Grandes Poetas 36 (Buenos Aires, CEAL, 1988). Más versiones, en el volumen Moore (op.cit., 2015, ebook) disponible aquí

Sin embargo

 has visto una frutilla
que ha tenido una lucha, aunque
era, donde los fragmentos se juntaban,

un erizo o una estrella
de mar por la multitud
de semillas, ¿Qué alimento mejor

que las semillas de manzana –el fruto
dentro del fruto-, encerrado
en similares, gemelas, pardas

pepitas contracurvas? La helada que mata
a las pequeñas hojas de
gomero de los tallos de kok-saghyz no

daña a las raíces; crecen todavía
en la tierra congelada. Donde una vez
había una hoja

de tuna aferrada al alambre de púas,
una raíz saltó dos pies
para crecer en la tierra de abajo;

como las zanahorias forman mandrágoras
o a veces raíces de cuerno de
carnero. La victoria no vendrá

a mí si yo no voy
a ella; un zarcillo de uva
ata nudo sobre nudo

hasta anudarse treinta veces -así
el vástago apresado que ha ido demasiado
arriba o demasiado abajo, está inmovilizado.

Lo débil supera su
amenaza, lo fuerte a sí mismo
se supera. ¡Nada hay

como la fortaleza! ¡Qué savia
corrió por esa fibra tan pequeña
para hacer roja a la cereza!


Nevertheless
 
you’ve seen a strawberry
that’s had a struggle; yet,
was, where the fragments met,
 
a hedgehog or a starfish
for the multitude
of seeds. What better food
 
than apple seeds-the fruit
within the fruit-locked in
like counter-curved twin
 
hazelnuts? Frost that kills
the little rubber-plantleaves
of Iwk-saghyz-stalks, can’t
 
harm the roots; they still grow
in frozen ground. Once where
there was a prickly-pearleaf
 
clinging to barbed wire,
a root shot down to grow
in earth two feet below;
 
as carrots form mandrakes
or a ram’s-horn root sometimes.
Victory won’t come
 
to me unless I go
to it; a grape tendril
ties a knot in knots till
 
knotted thirty times-so
the bound twig that’s undergone
and over-gone, can’t stir.
 
The weak overcomes its
menace, the strong overcomes
itself. What is there
 
like fortitude! What sap
went through that little thread
to make the cherry red!
 


Audio: «Retrato terminado»










Fragmentos de entrevistas

* Entrevista, por Roxana Artal (Evaristo Cultural, 02-06-2017)
«Por parte de padre yo soy primera generación acá. Porque mi papá vino cuando tenía cinco años de Europa Central. Mi abuelo fue médico en la Primera Guerra Mundial, fue Teniente Médico para el Imperio austrohúngaro, es decir para los que perdieron. Cuando viene la constitución de Polonia a mi abuelo lo meten preso. Él era de una ciudad que se llamaba en ese momento Lemberg, que ahora se llama Lvov, en Ucrania, una ciudad universitaria. Mi abuela estaba en una ciudad que luego fue Polonia. Pero todo era el Imperio austrohúngaro, que es donde el Emperador en mil setecientos y pico reconoció a los judíos como pobladores del mismo nivel que todos los demás y les permitió tomar apellidos alemanes, por eso me llamo Rosenberg, andá a saber cómo se llamaban…
Mi abuela vivía en un pueblo del que su padre era alcalde, un notable; era una familia rica pero vivían en el campo. La familia de mi abuelo no, era pobre, pero vivía en la ciudad y todos los hijos estudiaban. Eran nueve. Yo me imagino que ahí hay algo de la ortodoxia judía porque para tener nueve hijos… Son iguales que los católicos.
Mi abuelo era el segundo o el tercero, tenía un hermano que ya era arquitecto, él estudiaba medicina. En cambio lo de mi abuela era más acomodado pero no era de estudio, salvo de estudios judíos. La medicina es una tradición muy larga entre los judíos. En españa también los sefarditas; estos no, yo vengo de familia askenazi que así se llaman los de Europa Central. Y después estaban lo sefarditas que estaban en España, que eran muy cultos. Pero la medicina es muy tradicional entre los judíos, creo que hasta el día de hoy, incluso la psiquiatría, todo lo que sea salud.
Entonces a mi abuelo lo incorporaron al ejército, lo mandaron, cayó en el pueblo de mi abuela con una brigada y lo alojaron en la casa de los padres de mi abuela porque era oficial, y ahí se enamoraron. Es toda una historia que te la encargo. Y como era oficial la podía llevar a ella, entonces la llevó en la campaña. Mi tía Malvina, que es mayor que mi papá, nació en una capital en Rusia, donde mi abuelo estaba enfermo de fiebre tifoidea.
Imaginate: Primera Guerra Mundial, trincheras, barro, infecciones. La cuestión es que lo metieron preso. Europa era un tema del que él no quería hablar… Cuando se vino para acá tenía una hermanita de ocho años, y no vio nunca más a nadie. Pero yo le pregunté: “¿por qué te metieron preso a vos?” Y él me contestó, me dijo que estaba en contra de los polacos porque los polacos eran antisemitas. Yo le dije: “Ah, ¿y el káiser era bueno?”. Me dijo que sí, que el káiser dio igualdad para los judíos, esto que te cuento de los apellidos, y todo lo demás.»


* Entrevista, por Daniel Gigena (La Nación, 28-10-2015)
«Hugo Padeletti desempeñó una función importante en mi vida. No es lo que él me enseñó, sino, como yo digo, lo que aprendí, que es completamente diferente. Aprendí en contacto con él; con él tenía una amistad personal intensa, íntima, y él también me pasó lecturas, cosas que sola no hubiera leído nunca, como Simone Weil o René Guénon, cosas complicadas a las que yo no hubiera llegado, porque nadie llega a eso si no tenés una persona a la que le interesa esa zona de la mística o de la espiritualidad.»


* Entrevista, por Mauro Libertella (clarin.com, 11-06-2016)
«–¿Qué le aporta la traducción a una poeta como usted?
–Traducir te abre la cabeza. Te saca de la idea de que hay que escribir una sola cosa. Además, yo soy de la opinión que puede haber más de una buena traducción de algo. Lo que sí: yo no me pondría a traducir los cuatro cuartetos de T. S. Eliot porque no le voy a ganar a Juan Rodolfo Wilcock. Ya lo sé. Y no le voy a aportar nada a esa traducción.
–Siempre se dice que Borges llevaba las traducciones a su propio estilo, ¿usted qué opina?
–Está bien. Yo no lo hago, pero Borges lo hacía a propósito. Por ejemplo, en Las palmeras salvajes (de William Faulkner) hay, sobre un alambrado, un carancho. Y en Estados Unidos no hay caranchos. El lo hacía ex profeso. Son operaciones culturales. Yo no me hubiera animado –en ese caso– a poner un carancho. O quizás a mí no me hubiera parecido necesario hacer eso; a él sí, era otra época. A mí lo que me interesa que se note es que es una traducción. Borges además tenía esa idea de que como nosotros somos un país periférico, disponemos de toda la literatura universal para hacer lo que queremos con ella.»


* Entrevista, por Osvaldo Aguirre (Revista Ñ, 09-11-2018)
«Escribir te hace temblar y al mismo tiempo es tu escudo contra el miedo. La palabra poética es comprensión del mundo. Algo que te da tranquilidad. Percibir el mundo con cierto tipo de mirada, lo más aguda posible, amplía tu capacidad de entender, y eso lo encuentro en la poesía. No lo encuentro en la filosofía o en otros discursos, no porque no haya leído sino porque a mí la poesía me sirve para entender. No solamente mi poesía, sino no traduciría, no sería tan curiosa.»
[…]
«–Si se escribiera una historia de la poesía de mujeres en la Argentina, uno de sus capítulos podría situarse en 1988, cuando en un ruidoso bar de Buenos Aires Mirta Rosenberg y Diana Bellessi entrevistaron a Susana Thénon para Diario de Poesía. Una nueva generación tomaba el relevo de la anterior.
– Ahora es más natural que una mujer escriba y también diría que se lee más a las mujeres. En ese momento Susana Thénon era muy poco conocida. La entrevista fue muy dolorosa. ‘Me olvido de las cosas, no sé qué contestarles’, nos decía, y luego nos enteramos que estaba enferma. Hasta el día de hoy Ova completa sigue siendo un libro notable.»
[…]
«Traducir es dar lugar al otro, entender lo que dice y tratar de reproducirlo. Ver cómo rima en el caso de la poesía, cuándo rima, por qué rima así. Pero nunca puedo estar segura. Voy aproximándome lo más posible, siguiendo pistas que aparecen en el poema ajeno. Por eso leí y leo tantas biografías y leí tantas biografías, por la relación poesía-vida. No creo que sea casual lo que la gente escribe. Siempre hay una motivación que aparece en su propia vida.»


* Entrevista, por Ezequiel Alemian (Clarín, 21-01-2013)
«Las lecturas son elementos que, junto con la traducción, se han vuelto para mí cada vez más inseparables de la escritura (y a veces equiparables a ella), en un matrimonio más apasionado que la intertextualidad y más productivo, espero que la mera acumulación de conocimiento literario. Funcionan como el tamiz necesario para «limpiar» la propia experiencia y dar nueva intensidad a la lengua que expresa.»


Datos y enlaces

Mirta Rosenberg (Rosario, 1951 – Buenos Aires, 2019)

Poeta, traductora, editora. Fue integrante fundadora de Diario de Poesía, que se publicó entre 1986 y 2012. En 1991 fundó la editorial Bajo la Luna (activa actualmente). En 2016 dirigió la revista Extra. Lecturas para Poetas. En 2003 recibió la beca Guggenheim en poesía. En 2004 recibió el premio Konex al mérito por la traducción literaria. Entre 2001 y 2004 coordinó el ciclo de traducción poética Los Traidores en la Casa de la Poesía Evaristo Carriego, de Buenos Aires. En 2013 recibió en Santa Fe el Premio Provincial de Poesía José Pedroni. 

Poesía
Bichos. Sonetos & comentarios (en colaboración con Ezequiel Zaidenwerg) (dibujos de Valentina Rebasa y Miguel Balaguer), Buenos Aires, Bajo la Luna, 2017
El árbol de palabras. Obra reunida (incluye El paisaje interior y Cuaderno de oficio), Buenos Aires, Bajo la Luna, 2018
Cuaderno de oficio, Buenos Aires, Bajo la Luna, 2016
El arte de perder y otros poemas, Valencia, Pre-Textos, 2015
El paisaje interior, Buenos Aires, Bajo la Luna, 2012
El árbol de palabras. Obra reunida 1984/2006, Buenos Aires, Bajo la Luna, 2006
El arte de perder, Rosario, Bajo la Luna, 1998
Teoría sentimental, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1994
Madam, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1988
Pasajes, Buenos Aires, Trocadero,1984

Algunas traducciones
Anne Carson
Eros, el dulce amargo, Buenos Aires, Fiordo, 2015
Louise Glück
Las siete edades, Valencia, España, Pre-Textos, 2011
Cynthia Ozick

Virilidad, Buenos Aires, Bajo la luna, 2008
Anne Talvaz
Confesiones de una gioconda y otros poemas, Buenos Aires, Bajo la luna, 2008
AA.VV.
Mujeres peligrosas / Dangerous Women, Grupo Ilhsa, 2006
William Shakespere
Enrique IV, Bogotá, Norma, 2000 (en coautoría con D. Samoilovich)
Katherine Mansfield
Textos privados. Cartas, diarios, poemas, Buenos Aires, Perfil Libros, 2000
Devera Dasimayya
Cantos a Siva, Barcelona, Need, 1999
Marianne Moore
El reparador de agujas de campanario y otros poemas, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1988

Links
Sobre la autora. «La poesía más allá de las palabras», por A. Ferrero / 
Poemas. Ministerio de Cultura / Otra Iglesia es Imposible / Tuerto Rey / La Infancia del Procedimiento
Versiones. Katherine Mansfield
Entrevistas.  «También hay belleza», por R. Artal / «Creo en la voz propia…», por D. Gigena / «La poesía como última reserva de los sentimientos», por M. Libertella / «La poesía como pura experiencia», por O. Aguirre / «Lo autobiográfico ha sido mi apuesta…», por E. Alemian
Reseñas. «Enlaces, desplazamientos, transformaciones», por A. Méndez / «En el filo de la intuición», por Mario Nosotti / «Cuaderno de ofcio», por A. Crotto
Video. Entrevista y lectura, en Audiovideoteca de Escritores
Audios. Lectura de poemas, en LirikLine


Créditos

Compilación de poemas: Laura Crespi – Eduardo Ainbinder
Notas: Marcelo D. Díaz / Osvaldo Aguirre / Diego Colomba / Diego Sampo
Colaboraciones de archivo: Carlos Battilana / Martín Prieto
Coordinación y edición: José Villa


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