Yo era un cuadro
Horacio Zabaljáuregui
Buenos Aires, Bajo La Luna, 2022
Selección: Mariana Huesca
[Tenía dieciocho…]
Tenía dieciocho:
era un zahorí de los rápidos
en los años de la insolación:
enero del 73, los socialistas cátaros,
primavera en mayo,
de la plaza a Villa Martelli en el 111.
Fábrica tomada.
El iluminismo revolucionario:
el agite, la hablada, el piquete, la toma:
sinestesia de la época,
imagen sin sonido.
Yo era un cuadro,
un zahorí del voluntarismo radiante,
del qué hacer
en el bazar de la revolución.
Cuarenta y seis años después,
el dorado viejo del sol
a orillas del Uruguay
trae
imagen sin sonido, cuerpo sin conciencia,
“mi pobreza e intransigencia,
mi canción de juventud.”
Una educación sentimental.
En el viejo Clínicas, Kovacci explica el signo:
de dos caras, como el villano,
arbitrario en su carcasa
como la flor,
y el relumbrón del concepto,
claro y distinto en la bóveda interior.
La sincronía es la comunidad organizada de los signos.
Como la telaraña del tiempo,
los anillos del tronco
se leen una vez talado el árbol.
Un pliegue, un surco, una muesca
un pliegue, un ala, un pliegue.
Lo supe antes de Shklovski:
en el principio está el extrañamiento.
Por eso el viento, desde el río, ahora.
El tiempo se fuga
en sonido sin imagen.
No hay fotos de entonces.
Por seguridad,
tal vez,
por escasez de recursos.
Yo era un cuadro,
todavía vivo.
En un baño de la época,
la lengua muerta:
Montoneri montoneri millites peronis sunt
La fascinación por las terrazas
nos trepábamos al tanque del edificio,
el punto más alto y aislado.
Allí frasear, frasear, rasguear,
ponerle letra al instante.
Allí es donde comienza la avenida
la lírica de uno:
se canta y se tararea
Cuando el tiempo era un estanque,
la poesía se me subía a la cabeza.
Todo aquel fulgor:
el velludo corsé de moscas deslumbrantes
de la a negra,
el licor melodioso de Rimbaud,
alambique de imágenes
barril de lluvia
tablatura rasa de la juventud
acordes en mi
menor melancolía.
Medio insolados en el primer Barock
Pappo rompe cuerdas.
Almendra se despide con Rutas Argentinas,
“No se mezclen con el azul” dice Spinetta.
La frase será una consigna entre amigos.
Allá arriba somos estilitas del rock:
cargamos un amplificador Robertone,
(la gran fitzcarraldo)
órgano y guitarra
como los Beatles en la azotea de Saville Road,
volumen a tope y vecinos indignados en la calle Quito.
La alfombra estrellada del cielo nocturno
era la línea directa al infinito.
Sí. Todo corre hacia ahora,
desagua en la vía regia de la memoria.
Trampas de vivir siempre,
eso también: el lastre, la corteza del día a día.
Acá no hay nada que ver,
raro, inexplicable, sin un porqué.
Faltó el camino,
el tren hacia el sur,
el grial beatnik.
Otra vía, el camino que no tomaste,
la música que nunca hiciste;
la otra sed,
el rock and roll de todos estos años.
El primer desconsuelo
También hay condiciones objetivas
para que mi queridísima me deje un sábado por la noche.
Corrientes abajo voy,
la lluvia me arruga la yema de los dedos.
Calado, termino viendo Derzu Uzala,
entre sobresaltos de sueño.
Quedará una sinusitis crónica;
es la primera muesca del desengaño;
viene con la culebrilla de los celos, su collar de ahorque.
La contradicción principal:
el fantasma del otro, la discordia del tercero,
y el desencuentro;
en su reclamo hay un retrato de mí,
en el que apenas me reconozco.
El desarrollo desigual y combinado de la pasión
y el desencanto.
Un manto de reproches:
estas cuitas siguen su propia línea.
No hay síntesis en el corazón de la desavenencia.
Es la primera pena y parece insondable.
Su dialéctica es oscura:
y lo único que recuerdo
es cómo me empeñé en mojarme,
en disolver en lluvia,
el primer desconsuelo.
Vivir para contarlo
Te subiste a un ómnibus de noche
y amaneciste en Villa Constitución.
Llegó el otoño. Las mañanas son más frías
pero no reparás en eso.
Estás en una pareja que se extingue
y llegaste, taciturno, al plenario clasista
en la cancha de Riberas del Paraná.
Acindar tomada.
Salís en grupo a pegatinar o a pintar,
y la policía pide documentos;
uno dice, “somos de la fábrica
y estamos con Alberto Piccinini”.
La policía saluda y se va.
Después el plenario, una multitud.
Tosco y Salamanca.
Jorge Fischer plantea la formación de la Coordinadora
Clasista.
Cantás por el poder obrero.
Te olvidaste de los nubarrones del corazón.
Tu vara de sauce de rabdomante
no detecta la sangre que llegará al río,
al Paraná de Belgrano, el de los poetas,
al mar dulce del Plata.
No lo sabés.
Vas bajando línea;
pero hay
la ominiscencia del tiempo,
el diario del lunes
el punto de vista de la memoria
que tantos años después, abruma.
Y en esa niebla te perdés como fantasma,
como agujeros de viento.
Es abril allí, en menos de un mes,
cumplirás diecinueve,
antes Perón echará de la plaza a la juventud imberbe,
se morirá en julio y el vórtice será de vértigo.
Pero no lo sabés.
En diciembre, las 3 A y los matones de la burocracia
matarán a balazos a Fisher y a Bufano,
delegados de Miluz.
Harás rondas por las inmediaciones de la fábrica
para asegurar la salida a los de la interna del turno noche,
pero no lo sabés.
“Pensamos que nada nos podía pasar.”
dice Viviana, la compañera de Fisher.
Divisa y conjuro de la época:
temeraria, omnipotente.
Miluz que te alumbra,
el mandato que te impulsa,
el cuadro que fuiste.
MILITAR CANSA
Es domingo
en un departamento vacío.
Hay que armar varias copias de un documento;
las pilas de hojas cubren la superficie del monoambiente.
“La importancia política de la tarea” no quita
que se parezca a un castigo.
Doblado.
Toda la noche.
Militar cansa.
Al otro día a cadetear al microcentro.
¿Hay alguien más con él?
Una línea de tiempo,
una sonda a un páramo
una secuencia de hojas numeradas que se abrochan.
Casas vacías, casas seguras.
En Aldo Bonzi, en San Telmo.
en Recoleta, en Floresta.
Militar cansa.
Vacía deseos.
Consume noches en vela.
Una radio vecina enciende el día
gris, frío, una borra triste.
Así queda en la memoria,
medio en penumbra,
medio en sordina.
La memoria emperrada en el aire de la época
La memoria emperrada:
en falsa escuadra
en el ángulo más recóndito del altillo,
erizo crispado, tímido y sectario
ahí estoy
y ahora me sonrío:
los obreros compraban el periódico
porque estaba Perón en la tapa.
“Las ilusiones del proletariado”, decían
el destino de la clase
la marca, la muesca
la historia resiente
te quita el aire
memoria emperrada
ya empalidece
añares luz de esa estrella vieja
yo, el cuadro
bajo línea al pozo
un cable a tierra.
Relatos blindados, sobre todo.
El mismo color en las caras del cubo.
¿Hay leyes de la Historia, ciclos, traslaciones?
¿Hay fallas, temblores, desplazamientos, pura gravedad?
No remontamos el curso de las aguas
para desovar y morir,
no aramos en el mar del contra fáctico.
Al fin de cuentas queda
la memoria emperrada,
el altillo allá.
La historia resiente,
te quita el aire.
Los sobresaltos de la memoria
Pues creo que estábamos todos un poco locos
y que un inmenso delirio ensangrentaba las caras de mis compañeros de viaje.
BLAISE CENDRARS
Los sobresaltos de la memoria,
de lo que estamos hechos.
Los reflectores barren la noche,
rastrean la materia flagrante
etérea, velada.
He ahí una encrucijada de inquietudes.
Son los rápidos y la estrechez del cauce,
y las rocas del lecho.
De vida o muerte,
el sino de la época, su espíritu performativo,
las palabras son el gatillo de la acción.
Y una vez desfondado el telón de la historia,
el estruendo de la caída inminente.
Algunos pasan al lado oscuro del espejo:
los que migran,
los que se embriagan en las madrigueras
a otros, muchos
se los llevará la corriente,
la muda desaparición.
Antes,
8509 hechos armados, 8400 conflictos fabriles,
1543 asesinatos políticos,
900 desapariciones en tres años
cifran la época:
“Creo que estábamos todos un poco locos.”
Veinte años, la edad de la volición temeraria
del desengaño, del deterioro progresivo
del activismo hiperquinético.
Perseguía el punto en el que se tocan
las paralelas del arte y la revolución,
pero en esos años,
no escribí ni un solo verso.
*
Reseñas [Fragmentos]
Horacio Mez. En El Diletante
Yo era un cuadro, de Horacio Zabaljáuregui, es ante todo un tramado que se sumerge en la historia personal y política de la Argentina. Una postal de época –el título lo anuncia–, evocada desde el presente. Un desandar, un conjunto de recuerdos, una sucesión de preguntas, un profundo e incierto recorrido guiado por la memoria. Se trata del sexto libro de poesía de Zabaljáuregui, quien viene publicando sin prisa desde 1980, año en el que apareció Fragmentos Órficos.
Yo era un cuadro está constituido por un poema inicial y tres partes. Salvo en la segunda, en la que elige breves prosas para darnos una postal del viejo Hospital de Clínicas, demolido en 1975, donde se sucedían la efervescencia política y la vida de barrio; salvo en esa parte, la fluidez de los versos combinada con descripciones precisas otorga equilibrio a la arquitectura de los poemas. Una arquitectura que tiende a lo circular, dado que el primer y el último poema son, a la vez, afluente y brazo del río.
Daniel Gigena. En La Nación
No abundan en la literatura argentina libros de poemas de exmilitantes que se detengan en los años previos a la dictadura, en la década de 1970, temporada alta de violencia política, donde puedan “contar el cuento”. Yo era un cuadro, de Horacio Zabaljáuregui (Buenos Aires, 1955) es uno de ellos. La mayor parte de las escenas a las que vuelve el autor y protagonista, décadas después y a la orilla del río Uruguay, transcurre entre los días previos al regreso de Juan D. Perón a la Argentina, en 1973, y 1976. “Yo era un cuadro, / un zahorí del voluntarismo radiante, / del qué hacer / en el bazar de la revolución”, se lee en el primer poema. Para ese entonces, el autor tenía dieciocho años y era un “cuadro” de Política Obrera, “maximalista crédulo y tenaz, / ajeno a la angustia de los padres”.
Carlos Surghi. En Otra Parte
En Yo era un cuadro, Zabaljáuregui lleva hasta el extremo melancolía y confesión, memoria y lirismo; la profundidad misma de lo metafórico y lo elidido: el cuadro político de los setenta a la luz del artificio retrospectivo de aquello que, con distancia y cercanía, hoy se contempla, ya que “como la telaraña del tiempo, / los anillos del tronco / se leen una vez talado el árbol”. Sin embargo, una vez talado el árbol los anillos extrañan el pasado alrededor del cual, como una piedra al caer en el agua, se expandieron sin más razón que la del puro impulso. ¿Qué ha quedado hoy de ese impulso? ¿Qué se escucha en la voz de un bosque acaso ya talado? Son las preguntas que nos hacemos en los saltos del verso. Así, de la memoria pasamos a la confesión, de las imágenes de una intimidad en el tiempo a las diapositivas de un museo revisitado en cada uno de sus instantes. Y he aquí algo a destacar: las proporciones de tal vaivén discursivo son exactas. Si el poema se vuelve música de una época, una sinfonía de la nostalgia, la distorsión confesional se empeña en hacer de ella apenas la canción del barrio. Y la torsión de ese equilibrio es tal vez la línea divisoria entre acción y contemplación, entre el curso de la historia y el retroceso de la poesía.