Ariel Aguirre

Que el caos fuera uno, pero el origen dos

Fumé el humo y tragué el arroz con salmón apoyado en la baranda, mientras veía gracias a los reflectores, las mojarras paveando en la orilla. La música estaba fuerte pero dócil, estilo House, el casamiento arrancaba y todo parecía estar teñido de un contraste monótono: hasta se podía escuchar un chamamé del otro lado de la laguna, en Alto Verde. Escupí una especie de pelusa multiforme de salmón que había quedado alojada en una muela y me di vuelta antes de ver cómo las mojarras saboreaban un pariente de agua salada.
Caminé unos pasos y me topé con un amigo del casado, lo había visto una sola vez. Me preguntó: ¿vos sos…?, y antes que terminase el tercer punto suspensivo, grité: ¡Sí, el mismísimo! Se lo dije con tal volumen de voz porque justo sopló un viento sur fortísimo que anticipó drásticamente una tormenta. Mucha gente se agarró la cabeza con las manos abiertas. Una gota de agua cayó sobre el pucho y me lo apagó con una eficacia inusitada. Prendí otro y le ofrecí uno al sujeto, pero ya no estaba ahí, se había integrado a un grupo de amigos, que sin duda eran compañeros de secundaria del casado porque eran todos hombres; y si algo sabía del nuevo marido de mi prima era que había ido a un colegio privado de hombres.
¿Mi prima? ¡Mi prima nada que ver! Nació en un pueblito, mis tíos laburantes, nada que ver. Pero sí, cuando se juntó con el que ahora se estaba casando cambió varias cosas, digamos, idiosincráticas. Estaban contrayendo matrimonio civil cuando me acerqué a donde estaba el resto de la gente. Hacían una medialuna, las parejas se tomaban de la mano, y los que estaban solos se agarraban las manos a sí mismos y se la apoyaban bajo la pera. La casamentera pareció apurar el palabrerío, los casó enseguida y todos aplaudieron y se abrazaron. Acto seguido miraron hacia arriba a ver qué sucedía, yo los imité pero hice trampa: cerré los ojos al levantar la vista. Comentaron casi un silencio, un murmullo, nadie quería vaticinar si llovería o no y cuándo lo haría; estaba raro el cielo. Parecía que la única gota que había caído había sido la que me había apagado el pucho.
Eso hasta que un trueno hizo bajar la tensión del salón. Me acerqué para ver si estaba todo bien. Antes abracé a mi prima y le dije que estaba muy compungido. ¡Era un lujo!  Todo estaba tan bien decorado, tantas mesas, tanta comida y tanta bebida que aparentaba que nos iban a tener ahí adentro durante un año. Salí para tomar aire, de un momento a otro sentí que alguien me estaba chupando de la boca el aire que tenía adentro, fue una pesadilla fugaz, ya que apenas salí, esa boca se había alejado. Uno de los mozos, un guardia, o alguno de los invitados que se hacía pasar por un guardia, me dijo que no podía fumar adentro. Yo le respondí que ya estaba afuera, que me lo hubiera dicho antes, cuando estaba adentro. Mi respuesta lo ofuscó. Le dije que lo lamentaba, y él me hizo un gesto como si espantara un mosquito para que yo siguiera mi camino hacia el parque. Lo hice, pero para no darle el gusto de hacer lo que me pedía, caminé hacia atrás.
Casi increíblemente, todo el trayecto hasta volver al punto de inicio (yendo para atrás) a la baranda, lo hice esquivando perfectamente a todos los grupos y gente suelta que había. Pero cuando toqué la baranda me pareció que estaba helada (en realidad estaba mojada) y pegué un salto hacia delante y choqué a una mujer hermosa, que resultó ser la hermana del casado. Ella me reconoció al instante, me saludó con mi nombre. Yo le dije que no la había reconocido, que me parecía hermosa ahora. ¿Y no antes?, me preguntó. Para no ofenderla no respondí. Un mozo nos trajo un trago naranja. Me puse el borde de la copa en los labios y no tomé. Ella bebió apenas y me miró. Yo mantuve la tensión. Ella sonrió. Levanté las cejas. Ella hizo lo mismo. Tomó otro trago. Yo bajé la copa y dije no, no me gusta la naranja. Ella levantó aún más las cejas. Le dije que era un chiste y tomé apenas un poco, porque en realidad no me gusta la naranja. Le pregunté si había observado que se veían las mojarras en la orilla gracias a los reflectores que, además de alumbrarlas las inmovilizaba, las atontaba un poco, por eso pasaban tan despacito (esa explicación la improvisé en ese momento ya que no tenía tema de conversación más que admirar su vestido lila), y aproveché antes de dejarla responder para pedirle disculpas por haberla chocado. Ella se rió como si hubiera vaticinado que segundos después iba a venir un relámpago que nos iba a dejar a todos flasheando.
¿Las mojarras lo habrán visto?, me preguntó.
Cuando una mujer utiliza alguno de los elementos u objetos que utilizaste para reformular en un chiste quiere decir que, por lo menos, le parecés una persona interesante. Inmediatamente, cuando pensaba que la conversación se iba a poner más audaz, la noté de lo más incómoda. Miraba a los lados, saludó a una amiga y le sonrió aunque después puso cara de asustada nuevamente. Tuve dos hipótesis: o bien estaba desasosegada por la tormenta (cosa que no tenía sentido, ya que nadie iba a poder hacer nada contra la lluvia), o bien la intimidaba hablar conmigo. Me dio pena, puedo entender que a la gente le sea difícil mantener una charla con un escritor. Se piensan que manejamos otro registro, que conocemos más el léxico, creen que tienen que hablar con palabras difíciles o decir cosas que no parezcan pavas porque nuestro pensamiento contemple más aristas. Preferí dejarla un rato con el grupo que estaba, aparte todos me miraban mal e incluso alguien no dejaba de decirme que fuera un poco más al costado. Para romper su complejo de inferioridad (pensaba volver a hablarle más tarde), admití que por las noches, cuando no podía dormir, miraba dibujitos animados. Con eso creí que bastaría para que me considerara una persona normal, de carne y hueso. Después le pregunté su nombre: Eugenia.
Por primera vez en mi vida vi a mi prima feliz. Como si toda esa vida previa la hubiera sacrificado para aquel día. Besaba a todo el mundo, tomaba una cosa, después tomaba otra, abrazaba a todos y les agradecía por haber asistido. Me acerqué al casado y le pregunté si su hermana estaba disponible. No me escuchó porque hablaba con su padre. Le repetí la pregunta y los dos me miraron e hicieron silencio. Le aclaré al padre que preguntaba por la hermana del casado y no por la suya, que tenía como ochenta años. ¿Mi hija?, preguntó de lo más sorprendido y se rascó la barba, como si no supiese que había engendrado una joya. Me peinó la cabeza con una mano. Le agradecí e interpreté como un sí.
El Dj cambió la onda del lugar con una música brasilera, más precisamente pernambucana, y la gente fue sentándose apaciguadamente en las mesas que tanto tiempo les había llevado a los casados diagramar. Me senté dos segundos y al darme cuenta que no conocía a ninguno de los co-comensales me levanté. Un señor me preguntó si estaba bien. Le dije que no podía comer. Mientras esperaba la pregunta del porqué, activé mi poder imaginario para escudriñar una mentira que ocultase la verdadera razón (que me había llenado con ese bocadito de arroz y salmón), después de unos quince segundos de la pregunta del señor, obtuve una respuesta: soy celíaco. Él me insistió con que el menú parecía ser apto, o que podría preguntar por otra cosa, y yo lo peiné con la mano como me acababa de hacer el padre del casado y futuro suegro mío si todo salía bien como venía.
Durante buena parte de la cena llovió, aunque no alcanzó las expectativas de los refusilos y los truenos. Una lluvia de gotas gruesas pero dispersas. Apenas paró fui a fumar al parque. El agua estaba removida y no vi las mojarras. Se me ocurrió una metáfora y tuve una idea brillante. Me dirigí a la cocina y le pregunté si no tenían una caña de pescar. Me miraron jubilosos. Ipso facto me di cuenta que estaban muy ocupados. Cambié de idea, les pedí una pluma y un papel, me dieron una servilleta y una bic. Me ubiqué debajo de un farol y trasladé un sillón cúbico blanco hasta el lugar. Escribí un poema, en versos alejandrinos pero sin una estructura predeterminada, dejé que los versos fluyeran según su propia voluntad y tesón.
Con el tiempo aprendí muchísimas cosas de las mujeres, unas cuantas aparecen en mis libros, otras he callado y a otras las he aplicado en mi vida personal. Uno puede conceptualizar, analizar, reflexionar, profundizar en categorías y establecer marcos teóricos, entrelazarlos, también se pueden adoptar ciertas taxonomías en cuanto a las edades, geografías, clases sociales, etc. Pero hay cosas que son invariables, y que son mucho más simples a la hora de cortejar una mujer: una de ellas es alimentarla. Pero aún más, una mujer que sabe que su amante puede arreglárselas para capturar su propia comida, de eso no hay quien se resista. No iba a poder capturar un pescado, como había sido mi idea inicial, ellos no tenían cañas de pescar, y yo nunca había sacado un pez del agua. Ahora, bien podía usar la metáfora que dio origen a todo en el poema: un rayo devenido en anzuelo, un pez coleteando sin rumbo mareado por los faroles y una sirena vestida de fiesta que camina entre los bípedos de la forma más sensual jamás vista y que pareciera que en el sólo acto de moverse se detuviera la búsqueda por la esencia del cosmos. Lo escribí de un tirón y arrojé la lapicera al agua. Había cumplido su ciclo con una aptitud de sobra. Guardé el poema en el bolsillo de la camisa y di un sapucay (una vieja cábala cuando concluyo una obra). Miré alrededor y había mucha gente afuera. Miré arriba y llovía. Miré para abajo y tenía los zapatos embarrados. Miré el reloj y noté que habían pasado varias horas. Cómo cambia la percepción del tiempo con la inspiración pensé, y saqué el poema y agregué un último verso, cambiando la palabra inspiración por amor.
La gente bailaba muy contenta bajo la lluvia. Yo no soy de bailar, pero lo hice para disimular en el camino hacia el salón. Movía los brazos como hélices uno hacia delante y otro hacia atrás, no mucha gente puede hacerlo, y a las mujeres en general les gustan las excentricidades (sin excederse, claro), aunque no estaba cien por ciento seguro de cuál era mi propósito, si quería pasar desapercibido o si quería llamar la atención de Eugenia. Pero primero lo primero, escribir ese poema me había abierto el apetito desaforadamente. Como si un vacío inmenso se hubiera destapado al momento de gestar esos alejandrinos. Saqué el papel y agregué otro verso final: “que el caos fuera uno, pero el origen dos”.
Había unas cuantas mesas repletas de tortas, budines, helados, caramelos, que empalagaban hasta la vista. Quería algo salado. Me acerqué nuevamente a la cocina y pedí hablar con el chef. Lo saludé apretándole la mano hasta el punto de hacerle doler. Le pedí si no tenía algo salado apto para celíaco (tenía que llevar la mentira hasta el final). Él me dijo que el plato principal no tenía gluten, que lo debería haber comido al momento de la cena, no cuando ya estaban los dulces. Le pedí que por favor me sirviera porque me estaba bajando la presión. Simulé un desmayo. Se asustó y me dio un plato. ¿Está salado? le pregunté entre dientes. Asintió. Le puse más sal hasta dejarle una capa blanca, fina pero crocante por encima de las papas.
Cuando estaba terminando el plato, la gente empezó a entrar de vuelta al salón. Me dio gracia por un momento cómo todos salían en manada y después entraban en manada. Noté que yo había hecho lo opuesto, cuando ellos habían estado adentro yo estuve afuera, y ahora había comido solo y leído y releído el poema, evitando sin proponérmelo, entrar en contacto con el resto.
El tiempo que le llevó a todos ubicarse en sus sillas lo aproveché para reflexionar e incluso llegar a una conclusión: los odiaba. A mis parientes de sangre no, pero al resto sí. Y a Eugenia tampoco, ella me parecía diferente a los demás. Había sido criada en un entorno de lujos, banalidades, frivolidades, invadida por un consumismo aborrecible. Pero tenía algo interno que la hacía diferente, un potencial. El Dj presentó a la banda, eran unos amigos del casado que se pusieron a tocar temas que seguramente escuchaban cuando eran adolescentes. Así y todo la gente bailó.
Escuché en silencio lo que pude resistir y cuando terminaron el tercer o cuarto tema, subí al escenario, agradecí su participación en el evento y pedí un fuerte aplauso para los recién casados. La gente, más que estimularse, se extrañó. Me presenté, aunque no hiciera falta, por cordialidad y humildad (que en buena medida es necesario para las mujeres), y declaré que iba a recitar un poema escrito exclusivamente para esa ocasión, en homenaje a los enamorados, a los que acababan de unirse recién en el acto sagrado, como así también a todos los enamorados presentes, los que pudieran tener la suerte de estar con sus parejas y los que tuvieran amores no correspondidos; y también me lo dedicaba a mí mismo, que había encontrado una mujer hermosa con un vestido lila que anda por allá (señalé el sector).
Poder abastecer a una mujer es importante, pero el hecho de exponerse frente a una locura como tal, delante de un público ferviente, de cientos de personas que esperan una cosa distinta a que llames al silencio para declarar tu amor, de esa manera no hay mujer que aguante, no hay corazón tan sólido y hermético que no posibilite la apertura, la oquedad por la cual introducir el grácil amor, el éter pasional. No hay mujer que no se apiade de un hombre que está dando la vida por ella, sin temor a ser considerado un loco, un extravagante, un poeta maniático que confiesa que su vida se ha ido reduciendo en el transcurso de la noche, ha ido adoptando una forma fetal que implosiona, una pequeña esfera como una pelusa de salmón que pende de una tanza, como una carnada, en el agua marrón de la laguna, y que del otro lado, quien sujeta la caña, es ella, está ella: la amada.

En Brasil eu es yo, en Argentina genia
eres Eugenia amada, te dedico estos versos:

Abrí los ojos para ver la reacción del público. Estaban estupefactos. Seguí:

Somos mojarras que andan sin rumbo fijo, ciegas
Añoramos un tiempo primitivo e inmóvil
a la espera del pique el mundo (des)espera
y nosotros serenos, sin prisa al deseo.
Y vos sirena Eugenia, trozo de salmón, ninfa
te invito a compartir una vida terrestre
sin olvidar raíces, el frenesí mojado.

Había concluido la primera estrofa, si bien sentía la garganta seca por la sal en demasía que acababa de ingerir, recordé cada verso con ahínco y lo declamé en un tono austero pero arraigado. Noté que algunos de los invitados se reían. Otros parecía que se estaban atragantando con sus propias lenguas. Yo me sentía perfecto. A Eugenia no la veía, pero sabía que su mesa estaba lejos del escenario. Seguí dos versos más:

Y ese rayo que parte, el agua como un génesis
el mismo de Cortázar, el que siento en mi pecho.

Sentí que el murmullo se acrecentaba. Decidí abrir nuevamente los ojos e interrumpir la segunda estrofa. La gente se dio vuelta, Eugenia venía caminando. La contemplé extasiado, tenía un caminar tan sensual que hasta me daba celos que las demás personas contemplaran semejante belleza, quería beberla yo solo, ser su único hombre, lo dije sin pensarlo al micrófono, quiero ser el único hombre de tu vida, se lo dije mirando fijo a su padre. Ella venía, yo sentía que iba a subir, me iba a abrazar, nos íbamos a besar profundamente frente a todos, quitaríamos el protagonismo a los casados, pero sólo por un momento, porque después abandonaríamos el lugar y nos alejaríamos a libar los destilados esenciales que desprenden los cuerpos mundanos cuando se divinizan.
Si no la hubiera conocido, hubiera jurado que estaba enojada, se la veía seria, estoy casi seguro que la gente habrá pensado que estaba ofendida, pero no, era la seriedad, la seriedad con la que una verdadera dama enfrenta mirando a los ojos su destino. Pasó entre todas las mesas esquivando las personas con agilidad y sin esfuerzo, atravesó todo el salón. Yo abrí los brazos cuando estaba por subir los peldaños, esperando su abrazo, sonriente. Pero de repente, sucedió una tragedia. El Dj había dejado un cable flojo, cuando lo vi, traté de advertírselo, le grité: ¡Eugen…! Pero ya era demasiado tarde. Toda su belleza se fue consumiendo como una cerilla, toda la sensualidad se perdió de manera vertiginosa cuando Eugenia tropezó, cuando ese maldito cable la enlazó con una astucia luciferina y la levantó por el aire, y el vestido lila cedió dejándole ver sus partes; sus piernas que previamente simulaban ser el sostén de la Tierra y no al revés, ahora eran dos tallos en un bosque de pocas frondas.
Eugenia estaba lastimada, patas para arriba, y la oí llorar. Lancé el micrófono y fui a socorrerla, la tomé de los hombros y la senté en uno de los escalones. El casado vino hasta mí y me pegó un empujón. Yo me aparté, primero con mucha discordancia, pero al instante comprendí. Ese cable, esa caída, no habían sido productos de la mala fortuna, una casualidad contingente, por el contrario, debían ser interpretados como una señal de las apariencias; esa mujer no era la rosca que detenía el fluir de la pregunta por la esencia del cosmos: era una simple fémina del montón que por esa noche se había disfrazado de luna lila en un cuadro surrealista que un artista acababa de imprimir su firma, concluyendo su obra tornada en un grotesco sin precedentes. Interpreté todo en una fugacidad asemejable al rayo que detuvo el andar de las mojarras, y que sentí que me había cruzado al verla, al rayo de Cortázar que lo dejó estaqueado en una tradición: era hora de irme, esperaba que, al menos, las palabras que había dicho inundaran los corazones nobles de quienes habían presenciado la fiesta.


Ariel Aguirre (Santa Fe, 1991)

Poeta, narrador, Lic. en Letras por la Universidad Nacional del Litoral. Publicó en narrativa, Wekeend (Municipalidad de Santa Fe, 2017, Primer Premio del concurso organizado por laMunicipalidad de Santa Fe y la Sociedad de Escritores, 2016) y Dos y Tres (Santa Fe, 4 Ojos, 2015). Obtuvo el Primer Premio del Concurso de Cuentos Internacional St. Pauls (Barcelona, 2008), Segundo Premio Concurso de Poesía Vicentín (Provincia de Santa Fe, 2015) y una mención en Letras en la XXII Bienal de Arte Joven que organiza la UNL. Es integrante del grupo de poesía La Chochán.
Más datos bibliográficos en op.cit.: «Ariel Aguirre, las cuerdas que nos sostienen», «Chochán Fanzine, de Santa Fe»

  • Narración. «Champú», presentado por Patricia Suárez, en Outsider