A propósito de la publicación de El Flaco. Un retrato de Ricado Zelarayán (Entre Ríos Ediciones, 2021) conversamos con la poeta y narradora Inés Busquets, la autora que se atrevió a indagar en los resquicios del mito.
Desde la publicación, en la revista 18 Whiskys durante los primeros años noventa, de los poemas de Roña criolla, un libro que permanecía inédito y postergado, la figura poética de Ricardo Zelarayán no ha parado de crecer. A tal punto ha sido así, que podría decirse que se ha convertido en un poeta decisivo para cada oleada de nueva poesía argentina. ¿Cuáles serán las razones de esta vigencia? En gran parte pueden ser las mismas que impactaron en los poetas de aquellos años: su poesía transfiere de inmediato una sensibilidad libre e indisciplinadora. En ese mismo impacto, vuelca al lector/a en las posibilidades del lenguaje oído, vivido, recordado, con un toque montaraz de melancolía, dicha y vulgar misterio. A la reedición de sus libros y la reunión de su obra publicada y dispersa, se le suma el interés biográfico. Tratarlo personalmente y de manera ocasional siempre creaba un espacio inesperado para la poesía; o para la realidad como hecho musical, según podría haber dicho.
José Villa
Entrevista: Nicolás Guglielmetti
— Contame cuál era tu relación, previa al libro, con la literatura de Zelarayán y qué aspectos de su obra te llevaron a trabajar en la construcción de su biografía.
— Inés Busquets. Mi acercamiento a Zelarayán fue en los talleres de Fabián Casas, desde el primer día se encargó de difundir su obra y anécdotas de la época que compartió con él. Inclusive en Diarios de la edad del pavo [libro de Casas] cuenta situaciones y detalles de su formación junto a otros poetas, además de Zelarayán.
La idea de la biografía nació en una clase en la que Fabián mencionó que Zelarayán no tenía bio y era una figura interesante para conocer. Entonces ese día al final de la clase me acerqué y le comenté que me gustaba como proyecto, a lo cual él me respondió: te conviene hacer un perfil que es más liberador. A partir de ahí fui buscando personas allegadas y conocidas para poder completar la idea compleja que ya tenía del poeta entrerriano.
— Gran parte de la obra de Zelarayán se perdió en mudanzas o accidentes varios. Incluso creo que su mito es más reconocido y fácil de rastrear que su obra. Contame con qué dificultades te enfrentaste en el trabajo de investigación y qué cuestiones de su vida que desconocías te sorprendieron.
— Creo que en todos los procesos creativos nos encontramos con dificultades o de alguna manera contradicciones. Materializar las ideas es aceptar que el camino no va a ser el imaginado, ahí está el encanto. Hablando con Margarita, la hija, por ejemplo, entendí que el mito era algo que él mismo quería construir. De repente en una entrevista (que por cierto daba pocas) le gustaba decir que era tucumano y luego no lo aclaraba, entonces este ejemplo aplicado a distintas cosas o situaciones generaba una confusión que derivó en esta misma razón de la palabra mito, como todo aquello que al no tener una explicación certera o directa hay que inventarla. Creo que la cosa venía por ese lado, que era inclusive algo histriónico y divertido de algún modo para él. Con respecto a las pérdidas, me parece que tenía más que ver con que escribía mucho, publicaba poco y no tenía apego con cada manuscrito. Es más, me sigo encontrando con mucha gente que me dice: tengo un manuscrito que me dio él.
Algo que fui descubriendo, incluso después de terminar el libro, es que a cada amigo o amiga le daba algún escrito para conservar. Me parece un gesto de perdurabilidad, de circulación; quizá también en ese momento, que no existía la proliferación de editoriales independientes que felizmente tenemos hoy, sería engorroso editar cada cosa que terminaba, a lo que se suman las mudanzas y su “obsesión por el espacio”. Creo que había adquirido su propio método de difusión de sus obras.
— Una de las marcas de su escritura era que parecía estar empecinada en desafiar los géneros; de alguna forma esto lo emparenta con Macedonio Fernández, al que le dedicaste uno de los doce capítulos que componen el libro.
— Sí, él decía que admiraba a Macedonio y no mucho más, yo creo que lo emuló, capaz de manera inconsciente. En general todo texto es hijo de otro texto y eso inevitablemente nos hace encontrar huellas de un otro/a en todas las lecturas. En mi percepción, en Zelarayán lo encuentro a Macedonio, y mucho. No solo en la implosión de los géneros sino también en el origen, en la manera de decir, en el registro, en la voz, tal vez en la melancolía.
— Miraba la tapa que ilustró María Luque y pensaba en cómo puede ser leído en la época de las redes sociales este tipo que hizo de la experiencia real, de curtir la bohemia, casi un saber supremo…
— Sí, la hermosa tapa de María Luque muestra una época, un momento. Cada tiempo tiene su manera de divulgar, de transferir, los cambios propios del lenguaje y creo que esos nuevos usos y elementos van creando espacios de convivencia donde convergen distintas disciplinas. En los 70 eran los bares, hoy son los bares pero también las redes. Por ejemplo, es muy común hoy intercambiar lecturas por redes y conocerse entre lectores y escritores por medios no tradicionales. En un tiempo estaremos analizando si eso entra en la categoría de experiencia y saber real. Más allá del romanticismo que genera la bohemia de la que hablás, y a la que adhiero, no puedo desconocer estas nuevas herramientas o posibilidades de intercambio para el arte.
— Así como en sus textos adoptaba diferentes narradores, esta característica casi coral se ve también en el libro. ¿Cuántos Zelarayanes habitan esta especie de homenaje y cuál de ellos es tu preferido?
— Ay qué linda pregunta. Es cierto. Como también debe haber muchas Inés en cada pasaje. Sin duda mi preferido es el que se ríe y cuenta la anécdota macedoniana en el documental de Andrés Di Tella y Ricardo Piglia.
También es muy curioso porque él tenía tantos apodos como grupos de amigos, estaba El Zela, El Flaco, El Franchute, El Zorro y bueno supongo que cada cual tendrá su preferido.
— ¿Qué cosas pudiste indagar sobre esa condición de entrerriano, tucumano y salteño…?
Algo de esta condición está en su inspiración, su infancia, su adolescencia. La matriz de su poética está en esos paisajes que lo vieron crecer.
— Dialogaste con Darío Canton, uno de sus pares, con algunos poetas de los noventa que oficiaron de difusores de su obra y con sus compañeros de míticas revistas literarias. ¿Qué sensaciones te quedaron de dicho intercambio?
— Me quedó una sensación de inmensidad. De felicidad, podría decir también, porque creo que uno conoce una porción muy pequeña de nuestro mundo artístico/literario, de lo que nos precede y del contemporáneo. Cuando le llevé el libro a Luis Gusmán estábamos en plena pandemia y era de noche, por lo cual solo fue un intercambio de agradecimiento en la calle; sin embargo, cuando me fui irrumpí en un llanto incontenible. Me emocionó conocerlo, me emocionó sentirme intermediaria entre su amigo y él. No podría definir exactamente lo que sentí, pero creo que les debemos tanto a ellos culturalmente, y no sé si somos lo suficientemente conscientes de esto. El libro me dio y me da muchas satisfacciones porque haber escuchado a Fabián Casas, Daniel Durand, Rodolfo Edwards, Laura Estrin, Darío Canton…, para mí fueron como pequeños acontecimientos.
El mismo taller de Fabián para mí es como el río de Heráclito porque nunca salís igual de ahí, es una corriente que te lleva puesta, en el buen sentido, digo, te interpela y te renueva a la vez. Te ayuda a replantearte todo y creo que todo lo que moviliza y te deja en incertidumbre está bueno.
— ¿Qué capítulo querés compartirnos?
Comparto un fragmento del capítulo 1 porque subrepticiamente estoy invitando a leer el Posfacio con deudas que está en La obsesión del espacio. No solo me parece que es su manifiesto sino que me parece una obra maestra de la literatura argentina.
Fragmento de El Flaco
Posfacio con deudas podría ser su verdadero manifiesto, al estilo surrealista, dadaísta o futurista toda su obra, empezando por él, no fue inocente, el sabía lo que quería hacer con su arte, aunque podía negarlo con frecuencia; en el Posfacio se enuncia el sentido de todo su quehacer literario. La poesía, los géneros, la música, los lectores, la gente, la inspiración, en un breve relato resume en absoluto su forma y su fondo, su arte y su persona. Su performance artístico. Luego volvía a la normalidad. A la razón, al resentimiento, a la indiferencia. Pareciera ser la contracara del juego infantil que realiza en forma permanente cuando escribe. Juega, se apropia de la lengua, se ríe de sus dispositivos, esquiva las reglas, los modismos, las formalidades del habla. Escribe como se habla y no viceversa, desafía las leyes a la perfección y ahí deja ver cuánto las conoce. Sabe domar, pero coquetea con el relinche. Hace con el lenguaje una perfecta cabalgata, da rienda suelta, llega al límite y lo domina. Su obra empieza en él, y él es un río, un caballo. Es la representación de su infancia feliz, de su pueblo, de su entorno natural. Así como su obra es lo que sabemos de su vida.
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Otras reseñas y notas. En Tiempo Argentino / Agencia Paco Urondo