María Negroni / El arte del error

Un recorrido por los pormenores teóricos y fundamentos sobre poesía y poéticas de la ensayista y docente María Negroni, a partir de sus artículos del volumen El arte del error (Barcelona, Vaso Roto, 2016).

El arte del error: 16 versiones de lo inexplicable

Por Andrés Manrique

no basta con ver
la mirada ha hecho caer de mí
todo lo visible
la lengua lanza en vano un puente
para arreglarlo
cada sílaba es el eco
disfrazado de un adiós

Bernard Noël

El lenguaje, único paisaje

“El único paisaje que interesa es el lenguaje, sea ensayo, poesía, novela o pertenezca al género que sea” (2016: 9), deja por escrito María Negroni en el prólogo a los ensayos de El arte del error. Dieciséis piezas breves que dan cuenta de su programa artístico mediante una serie de variaciones, tal como cuando dice: «Bonnefoy se alínea junto a esos poetas-críticos que escriben sobre otros, no para hablar de ellos con sus lectores sino para hablar con ellos sobre el objeto y métodos de la poesía, para asediar con ellos al arte, a fin de forzarlo a dar cuenta del gran ruido sin fondo (86-87)«.

Desde aproximaciones y sondeos de voces poéticas tan disímiles como las de Arthur Rimbaud, Emily Dickinson, Bustriazo Ortiz, Juan Gelman o Robert Walser hasta el texto inspirado por El afinador de terremotos (película de 2005), la autora aborda en todos los casos el modo en que cada artista se vincula con el lenguaje. Y atiende, más que nada, a las tensiones que le provoca. Sin excepción, señala la relación problemática y sensual, marginal y oblicua que establece cada artista con la lengua; una lengua interceptada por las sombras de la aventura que alcance observar quien escriba, dibuje, pinte, fotografíe y/o filme. Aventura y lengua jamás transparentes, asumidas en absoluta indecibilidad: “descubrir que la vida no es más que una rebelión contra esa unidad de la que brota” (2016: 40).

Nunca representación

Negroni observa la articulación, el juego de falsas correspondencias entre lo que se dice y el mundo. Juego en el doble sentido del desfasaje que concierne a todo intento de correspondencia y en cuanto a zona otra en que el lenguaje actúa sobre el sujeto y sobre el mundo repartiendo máscaras, vestuario, escenografía, sonido, iluminación y fraude.

El lenguaje es lo único que puede hacer entrar al mundo en la cabeza de un alfiler. No porque sea empírica o teóricamente posible, que no es inquietud del lenguaje ni de la autora, sino porque lo manifiesta. Y puede hacerlo porque no calza, porque en esa resignación de plenitud en la que abreva, brilla la fragorosa carencia del lenguaje.

Mirar como un desencadenar la nada 

La presencia de cineastas, pintores y otros artistas plásticos, entre los que se cuentan Edward Gorey, Robertson, Xul Solar, Margaret Cameron, ponen la acción del mirar en el centro de la escena: “Una suerte de enciclopedia personal de visiones” (2016: 86), escribe sobre Ibn Arabi, místico andaluz nacido en la segunda mitad del siglo XII, que bien puede aplicarse a la obra de la autora. Baste el repaso de algunos títulos de Negroni: Objeto Satie, Pequeño mundo Ilustrado, Galería fantástica, Film Noir. Una mirada en cuanto al modo en que los ojos –sobre todo los de la imaginación– observan la huella, una estela, algo que pasó y ya no está. Destinados, ojos y mirada, a una suerte de invisibilidad de la cual el lenguaje extraerá visiones, con los señuelos propios de la invención. Tal como en los retratos de Margaret Cameron, que rodean un tiempo sin retorno; aquello que quedó, que se dejó, que ya no será y quizá no haya sido. O incluso en esa fidelidad a la sumisión que los niños de la novela de Walser detentan, fanáticos a la obediencia, en la adaptación que hacen los hermanos Quay para el cine.

En palabras de esta época, ávidas de patologías, donde todo lo que no hace bien enferma o mata, la autora de El corazón del daño pareciera susurrarnos que el arte viene a detonar la ilusión viral de correspondencia entre cosa y palabra, no para defenderse de la inestabilidad ni de lo inasible, ni mucho menos para dominarlo, sino para convertirlo en materia plástica de sus ensoñaciones. De esto encontramos un eco en el ensayo sobre Juan Carlos Bustriazo Ortiz: «Así escribe Bustriazo: apostando a un verdadero aquelarre semántico donde la palabra queda liberada de su deber de eficacia para entregarse a una complicidad con el vacío, que es otro nombre de la imaginación. Nada hay que no participe aquí del desmán. Adverbios, adjetivos, sustantivos, verbos, prefijos y sufijos: todo se insubordina. (…) Estamos ante una manera inédita de ver las cosas, ante el convencimiento de que la escritura no es un instrumento de comunicación, sino más bien un desorden ostensiblemente enraizado en un más allá de cualquier orden» (2016: 98).

Los restos, el desmán, lo que huelga es lo que fija la obra de arte en otra suerte de ilusión más allá de cualquier orden, que podría plantearse como pregunta ante la consternación de la pérdida.

A este tipo de reflexiones la autora de Arte y fuga les dedica ensayos, poemas y aun novelas. La inmersión que el lenguaje impone a todo vínculo, con los otros y con el entorno físico. El modo en que lo sumerge para volverlo superficie, lozana o marchita. Y aun ante la posibilidad de que no exista tal superficie. “Si digo agua, ¿beberé? / si digo pan, ¿comeré?” (1972), como otra forma de decir, junto con Alejandra Pizarnik, a quien Negroni ha dedicado una larga lectura/escucha, que “la lengua es un órgano de conocimiento/ del fracaso de todo poema/ castrado por su propia lengua”.[1] Una invención cuyo referente nunca está afuera o más allá, sino en el más acá del lenguaje, tal como Negroni plantea en el ensayo sobre Yves Bonnefoy: “los signos, rivales ilícitos de eso que late mudamente en la ignorancia de sí, a la manera de la nube o la piedra” (2016: 87). Rivales ilícitos: no por prohibidos, sino por incongruentes.

La habitación oscura de la luz

En cada frase de Negroni subyace la idea de opacidad, latente o explícita. De una opacidad que soporta, mal o bien, la ausencia de fundamento: “¿no es acaso el poema la habitación oscura de la luz?” (2016: 76), dice sobre la poesía de Juan Gelman. Si es así, ¿cómo será la casa que contiene esa oscura habitación? ¿Será la de la vida, será la del lenguaje? ¿Qué otras estancias habrá en esa casa? ¿Serán pasillos, pasadizos, puertas trampa en el aire, agujeros, pozos o huecos los que nos conduzcan allí? ¿El pasillo se volverá laberinto y la salida se sustraerá cada vez, como en las reminiscencias que nos dejan las pesadillas? ¿La habitación iluminada de la oscuridad será allí donde mora el miedo? ¿Y el miedo será acaso el gran mentor del lenguaje? Y si la puerta llega y en ella hay algo parecido a un picaporte que habilite el paso, ¿adentro habrá un qué o un quiénes, un por qué y un cómo?

Incluso si esa habitación es un adónde o una zona imaginaria más de la espesura, ¿cuántos párpados habrán de levantarse para que los ojos hiendan el barro de la oscuridad? Si es que sigue habiendo ojos y la luz no es, en definitiva, aquello que escanciar en la escucha. Si no habrá que desollarse en busca de la oscuridad para que la piel deje de obturar la condición de animal omnímodo por donde todo entre, de una vez por todas y por todas partes. Quizá “ocasiones para alumbrar el desconcierto” (2016: 75-76), al decir de Negroni en los “Comentarios iluminados” que Gelman escribe a propósito de Teresa de Jesús.

Ilusión de refugio

Estos ensayos abren las puertas de un laboratorio donde las probetas se llenan de voces, de ritmos, de gestos, relámpagos y ramalazos de agonía y felicidad; de claves sin garantías ni créditos, donde el desierto es al vergel lo que la intemperie al refugio. Dentro de una metodología más mística que científica, a través de artistas que son la vívida prueba del error indispensable que altere al lenguaje y lo suma en el tembladeral que compruebe toda falta de certezas. Allí donde lo incierto invita a que el mar sea como la rosa en manos de Silesius, sin por qué, para agregar que además es mar porque brota salado de los ojos del niño cuando al fin la ola arrase de la orilla su torre de arena.

El asedio que plantea la autora no busca fijar la lengua, sino desfondarla. Hunde la lengua y lame la herida en el ardor. Escribe un lenguaje que lubrica todo el sistema de la lengua: “Bienvenidos al reino de lo inexplicable” (2016: 76). Sentencia aforística donde el lector resucita al ver renovados tratos con acuerdos blandos que revitalizan.

La invención de la realidad, dentro de la sabiduría misma del lenguaje, nos deja sumidos en una zona sin defensas, mordiendo tallitos verdes, sobre el pasto, o trepados a las ramas altas, meras criaturas de la lengua.

Cada ensayo es una puesta en acto de lo que las palabras producen, tanto en aquellos sobre quienes se escribe como sobre la forma en que tematizaron sus búsquedas con el fin de “rebelarse contra el automatismo y las petrificaciones del discurso, que cancelan el derecho a la duda, limitando a las criaturas el acceso a su propia inadecuación” (2016: 9).

La alquimia que produce la palabra conmueve las bases racionales; hace trastabillar toda noción. Las relaciones con las cosas y con los demás penden del modo en que lidia la lengua. Del modo en que el lenguaje acomoda y desacopla; de la manera en que somos tratados por él, en él.

De raíz anárquica 

Nadie domina la lengua. No tiene escribanos, aunque academias y otras hierbas se arroguen derechos sobre ella. No es propiedad ni herramienta de la cual alguien pueda adueñarse. Es pura desapropiación. Ella es la que sabe, las palabras saben más que nosotros.  

Sabemos, de Proust en adelante, que la escritura es extranjera, acaso porque la extranjería es la gramática primordial de la lengua materna. Será por ello que nadie puede arrogarse escribir con propiedad. Porque toda puesta en marcha del lenguaje implica la reinauguración del mundo; una invención de algo que antes no estaba. De un aparecer que se esfuma; de un des-re-aparecer que el lenguaje acicatea en tanto proveedor de ilusiones y proyecciones imaginarias sobre una realidad sin límite ni fondo ni estabilidad.

Cada ensayo parece nacer de una especie de hibris, de superabundancia de cruces entre las artes, de los elementos más diversos que componen la mágica sustancia de la imaginación. Periferia, restos, senderos truncos, tramas inconclusas: el desierto contra el que todo mar opera; el agotado aroma del deseo; la ilusión de un orden que transforma la obediencia en adicción; la persistente ambición del abismo.

El sinsentido pleno

El sentido que es ruido y niebla, ilusión de un afuera que habría más allá de la lengua; cuando aún está todo a punto de decirse pero no se pronuncia. Con una esperanza que es terquedad apenas, y cuando es falso que lo mejor esté en camino. No sólo porque no se tiene idea de cuál es dicho camino ni cuánto mejor debería ser, sino porque saber e idea labran un aire saturado de referentes tomados por un lenguaje que manifiesta la pura voluntad de poder; de un poder exterminador de todo lo que no sea funcional al propio sistema, empezando por aquello que pudiera ponerlo en riesgo. Bajo un tipo muy particular de lenguaje que se pretende signo. De un signo que primero señala lo que no está para después sustituirlo con una ilusión de remedo. Desde un saber que del león deja en las manos la carabina, y del árbol, los tirantes de una casa cuando no la ceniza. En un momento en que la tierra parece haber dejado de ser la casa de la humanidad, para convertirse en mero territorio circunscripto por cuatro hilos de alambre.

Contra toda instrumentación, tal como planteara María Negroni sobre Gelman: “La poesía es una epistemología del no saber” (2016: 72). Frase relámpago que permite observar la orientación que sigue su obra, en la medida en que la negación del saber induce a un modo particular del error, y este, al arte que catapulta la lengua.


[1] Pizarnik, Alejandra, “En esta noche, en este mundo”, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, México, Nueva Época, N° 19, julio de 1972. 

Bibliografía
Negroni, María (2016), El arte del error, Barcelona, Vaso Roto Ediciones.
Pizarnik, Alejandra (julio de 1972), “Árbol de fuego”, México, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, N° 19.


Andrés Manrique es licenciado y profesor en Ciencias de la Comunicación Social (UBA) con orientación en periodismo gráfico. Escribe ensayo, poesía y ficción narrativa. Es editor de la revista de cultura general 20más, y redactor y fotógrafo de las revistas Lugares y Tiempo de Aventura. Es autor del libro Escenas primarias (2024) y coautor del libro de poemas Piedra de agua (2018) y del de cuentos fantásticos SEA, seres en ayunas (2021).