Marisa Martínez Pérsico / Animales blancos

Narrativa / Reseñas

Animales Blancos
Marisa Martínez Pérsico
Santiago de Chile, Ril editores, 2024


Animales blancos o el desvío como forma de potencia

Por Bárbara Alí

Tres hebras son las que se trenzan en la trama de Animales blancos de Marisa Martínez Pérsico: una mujer con un deseo insistente de maternidad, una investigación sobre la Masacre de las fosas Ardeatinas, donde arrojaron los cuerpos de  los italianos asesinados por los partisanos yugoslavos durante el régimen de Tito y una familia involucrada de extrañas maneras con la última dictadura de Argentina.

La historia de esta atrapante y conmovedora novela de Marisa Martínez Pérsico avanza a partir de un trenzado que hace convivir en el espacio narrativo estos conflictos en el presente de la protagonista, una historiadora argentina que viaja a Italia a realizar una investigación sobre esos cuerpos arrojados y olvidados en las fosas, a la vez que intenta abrirse paso entre los métodos de fertilización que ofrecen las instituciones médicas para traer vida a este mundo donde el poder gestiona la muerte.

Un hilo invisible se mueve al compás de este trenzado, el deseo. Si tuviésemos que elegir una palabra para definir el modo en que la protagonista habita el mundo, diríamos que lo habita de un modo deseante y que ese deseo se encuentra a contrapelo del orden instaurado por el sistema.

Julia no quiere formar una familia de un modo tradicional, Julia desea fervientemente traer vida al mundo. Julia no quiere olvidar lo que ocurrió con los cuerpos arrojados a las fosas, no se resigna a darle la espalda a esa historia, pregunta, entrevista a familiares de los desaparecidos —el trabajo de escritura de los testimonios responde a una potencia de escucha propia de la novela de una poeta—. Julia no acepta la historia que le cuentan sus  familiares sobre la dictadura en Argentina, sospecha, y la sospecha es el primer gesto de quien hace tambalear las bases de lo instituido, que casi siempre se construye desoyendo las voces de muchos.

Como dice Donna Haraway “importa qué historias contamos para contar otras historias, importa qué conceptos utilizamos para pensar con ellos otros conceptos, importa qué historias crean mundos y qué mundos crean historias”.

La historia de Animales blancos es la historia del deseo como desvío, desvío de lo que el sistema dice que hay que desear y pensar como parte del statu quo. Ese motor deseante y singular mueve a la protagonista a desplazarse hábilmente en un sistema que gestiona de manera burocrática y desafectada los tratamientos de fertilización, que pone trabas para que se profundice en la investigación sobre las desapariciones y que enmascara la violencia de Estado en discursos que distorsionan la verdad.

Podríamos  ver en Julia la encarnación de lo que Sara Ahmed llama la feminista aguafiestas,  es decir, de aquella mujer que es consciente de que el mandato de felicidad actúa como una técnica disciplinaria que organiza nuestro mundo y direcciona nuestras conductas. Esta consciencia la lleva a moverse a través de bifurcaciones ante los caminos trazados y estipulados para lo que debería ser una vida, y en esas derivas la protagonista se encuentra con historias de otras mujeres que también sufrieron las violencias del sistema, vinculadas al sometimiento que imponen los posicionamientos patriarcales.

“Importa qué historias construimos para contar otras historias”, nos dice Haraway y Marisa Martínez Pérsico parece hacerse cargo de esto. En efecto, a través del trabajo de investigación historiográfica de la protagonista, accedemos a historias de personas que la Historia con mayúscula ignora y en ese acceso comprendemos que lo íntimo y lo político están enlazados. El modo en que se ligan las historias es sutil, no hay una voz panfletaria sino la presencia de personajes atravesados por un contexto que los excede y que la narración pone en escena con toda su paleta de colores. En este punto, es importante mencionar la profundidad con la que están construidos todos los personajes, de manera tal que cada uno de ellos muestra caleidoscópicamente los brillos y sombras del comportamiento humano.

Como nos recuerda Agamben, “Deleuze en una ocasión definió la operación de poder como un separar a los hombres de aquello que pueden”, es decir, alejar a los seres de su potencia es un modo de sostener el poder. Animales blancos de Marisa Martínez Pérsico, realiza exactamente lo contrario: nos demuestra, a través del itinerario de Julia, todo lo que puede un cuerpo, un cuerpo puede desviarse de los mandatos y principalmente escuchar, porque es a través de la escucha atenta de la protagonista (“la atención es la más extraña y más pura forma de generosidad” nos dice Simone Weil) que las mentiras de la Historia pueden horadarse y que otras historias pueden emerger allí donde la univocidad enmascara la violencia. Agradecemos a Animales blancos y a su autora por devolvernos a través de la lectura esta potencia, que es también, una forma de dignidad.


Fragmento de Animales Blancos

6

LA LENGUA DE GRAZIELLA

La señorita rubia me dijo que usted viene de lejos y yo acepté porque nadie es profeta en su tierra. Aquí mucha gente lo niega, destruyen monumentos y placas, somos muertos de segunda, no como los del Holocausto, que per carità merecen recuerdo y justicia, pero también nosotros. La izquierda nos ofende, nos llama fachas, pero la mayoría nunca se alineó. Fuimos números en la lotería de los verdugos, que cumplieron en nosotros su venganza anti-italiana.

—Graziella, no te preocupes, vuelvo rápido— me había dicho papá.

Yo tenía nueve años. Se lo llevaron con mi tío y nos quedamos mi mamá, mi tía y yo, pero poco después vinieron a buscarnos a nosotras también. El sargento Mlade subió las escaleras gritando:

—¡Manos en alto!

Yo peinaba muñecas en mi habitación. Afuera llovía. Nos hicieron entrar en el bosque y ahí me volví adulta: me separaron de mi mamá, que pidió abrazarme por última vez, pero los partisanos no la dejaron. Días más tarde reconocí al jefe de los titinos, que en el pasado venía a comprarnos cigarrillos al almacén familiar, y le pregunté por ella. Me dijo que no volviera a nombrarla, que era una espía. ¿Una espía? No entendí lo que me estaba diciendo, nosotros éramos comerciantes de toda la vida. Y cada vez que escuchaba un disparo, pensaba que había sido para ella.

Fui enrolada en el ejército partisano. Intentaron eslavizarme. Supongo que creyeron que me había convertido en serio, porque hasta me dieron un arma para suicidarme:

—Mejor esto a ser capturada por los alemanes.

Y me prohibieron decir una sola palabra en italiano, pero yo no conocía el eslavo y tuve que aprenderlo a la fuerza. Supe por un soviet que a mi tía, antes de morir, la hicieron bailar al compás de la música de una armónica sobre coronas de espinas, delante de unos niños croatas.

Crecí entre piojos, viendo a los soldados mantener sexo libre entre ellos, en cualquier parte. Habría preferido terminar como mi mamá y no morir de vejez entre recuerdos. El cementerio escondido más grande de Europa son las fosas eslovenas. Dicen que hay una foiba cada veintisiete kilómetros, con miles de cuerpos sepultados. Todos números, pero a muchos de ellos yo los vi avanzar lento por el campo con las manos atadas por hilos de teléfono, los más afortunados recibían un proyectil en la cabeza, alguno sobrevivió cayendo sobre el cuerpo de sus compañeros y logrando desatarse, pero los soviets sellaban las foibe con explosivos para que no los descubrieran. Más de una vez me mandaron a recoger objetos personales apilados al borde de las dolinas: cantimploras, cruces, papelitos con mensajes borrados por la lluvia, cadenitas, zapatos.

Cuando cumplí diez años una familia serbocroata me adoptó. Y cuando terminó la guerra, me obligaron a aplaudir y a gritar «¡Viva Tito!» por la calle, mientras los vencedores paseaban a los prisioneros alemanes en un cortejo triunfal. Yo ya hablaba bastante bien el eslavo y fui tratada como a una hija, pero no sabía que mi hermano mayor se había enrolado con ellos en la esperanza de encontrarme, y entonces un día me lo encontré esperándome bajo un árbol con el uniforme titino y un fusil Mannlicher a repetición. Me quedé paralizada creyendo que de verdad se había pasado al enemigo, y él pensó lo mismo de mí cuando me vio con el birrete de la estrella roja.

Nos abrazamos como resucitados y volvimos juntos a nuestra vieja casa familiar. Subí a buscar a mis muñecas, que habían quedado congeladas a mitad de la ceremonia de peluquería, y las saludé en eslavo, porque ya no conseguía hablar en mi propia lengua.

Es todo lo que le puedo contar. Tengo ochenta y ocho años y todavía no encontré a mis padres. Ni una tibia, ni una vértebra sucia, ni un montoncito de tierra para ir a rezar.

Usted me entiende, ¿no?


 PERRAS Y FANTASMAS

—No la molestes que tiene un embarazo psicológico y te puede morder —le había dicho su mamá, con tanta contundencia que Julia no se atrevió a preguntar. Se quedó rumiando si sería tan estúpida como para no entender, sin la ayuda de un adulto, qué le pasaba a Perla.

En su corta experiencia práctica, las humanas conocidas habían parido niños reales, nada psicológicos. Sus vestidos de barrigas prominentes se convertían en bebés. Así que lo de las perras le parecía un misterio. Que Perla tuviera las ubres hinchadas y se fabricara una cucha de muñecos, o que entrara sigilosamente en su habitación a secuestrar pantuflas de peluche para llevárselas a su nido de cachorros imaginarios, le parecía de cuento.

—Perla está deprimida, no la distraigas —le decía su hermana cuando Julia se acercaba a acariciarle las mamas inflamadas y a constatar su mirada melancólica y hostil.

—La perrita está triste, ¿qué tendrá nuestra perra? —improvisaba Julia, cambiándole la letra al poema que había tenido que estudiar en la escuela.

Que no debieran distraerla de su tormento le parecía una crueldad. ¿Mamá es una desalmada? ¿Y Silvina es cómplice? ¿Por qué no puedo consolar a mi mascota con un mimo?, se martirizaba Julia.

—Pero las buenas intenciones son menos eficaces que las hormonas, ahora lo sé, Imelda, se lo diría al estúpido de Davide, que se compadece de mí porque quiero tener un hijo sin tener un macho de muleta. Cree que me voy a complicar la vida y que se la voy a joder a la criatura. ¡Metete las buenas intenciones en el orto!, me gustaría decirle.

—Calmate, Julia —intentaba tranquilizarla su amiga—. Algunos hombres están más perdidos que pulpo en un garaje. No debe ser fácil, después de tantos siglos, acostumbrarse a compartir el poder. Por suerte mi gordo no es así —suspiraba Imelda, que se llevaba de maravillas con su novio desde hacía quince años, algo que a Julia le parecía un milagro y un misterio.  

—Y mirá cómo son las cosas, Imelda, que quizás Perla me quisiera decir lo mismo cuando yo me acercaba a darle una palmadita compasiva en el lomo, con sus ojitos estrábicos de pocos amigos.  

Al final, los peluches que Perla almacenaba en su cucha mientras se creía preñada del Espíritu Santo se parecían a los accesorios que las embarazadas usaban para la ansiedad. Julia recuerda que, cuando la convocaron como profesora invitada al Centre of Latin American Studies de la Universidad de Cambridge, vio a una chica en el metro de Londres acariciando compulsivamente un prendedor blanco que llevaba en el pecho. Desde King’s Cross hasta Great Portland Street lo fue sobando con tanta veneración que parecía que se estaba masturbando en público. Cuando Julia pasó junto a ella para bajar, miró con curiosidad ese perifollo blanco con la inscripción Baby on board! Hasta ella misma llevaba un collar con un Üñüm, un pajarito de alpaca que le habían regalado en la Patagonia y que, según las creencias mapuches, favorecía la fertilidad.

—¿Te podés ir de acá? ¡Te dije que tiene un embarazo fantasma y que te puede dar un tarascón! —le gritaba su madre, malhumorada.

Así supo que los embarazos psicológicos también se llaman fantasma. Que los fantasmas ocupen espacio tiene sentido, piensa Julia ahora, que es adulta. Y no por la caricatura de la mortaja blanca, ni por la energía almacenada por los chakras durante las relaciones sexuales, según la espiritualidad india, sino por haberse tropezado embarazada por las escaleras de su casa a los veinte años, cuando un embrión tibio y diminuto se le escabulló entre los dedos, desapareciendo en el desagüe del inodoro. Desde entonces, Julia tiene la sensación de que su útero no se vació del todo, de que le quedó un vestigio de ese aborto. Una casa tomada, como esas viviendas invadidas por ánimas en pena al estilo de la mansión encantada de The Canterville Ghost.

Hablando con un veterinario, se enteró que a las lobas les pasa lo mismo. Otras ilusas. Gracias a los embarazos imaginarios, si la hembra principal de la manada muere, las lobitas estarán capacitadas para alimentar a los huérfanos y garantizar su supervivencia. Julia cree que esto podría valer, también, para las humanas, aunque a diferencia de las lobas y las perras, muchas mujeres puedan elegir qué hacer con su cuerpo, al menos en algunas partes afortunadas de Occidente. Pero ¿hasta dónde llega la decisión y hasta dónde el instinto?, se pregunta Julia. ¿Será que algunas no-madres igual desarrollamos la inclinación, por si una congénere desaparece y nos cae un sobrino de regalo o una adopción imprevista?

En lo que se siente distinta es en lo del deseo cíclico, porque a las lobitas y a las perras las ganas se les despiertan solamente cuando están en celo, y a Julia le gustaría ser madre siempre, independientemente de las estaciones y los días. Superado el celo, sus hermanas peludas recobran el equilibrio hormonal, la glándula pituitaria deja de hacer travesuras y recuperan el apetito y el humor. En cambio, si no las dejan tener cría cuando el instinto lo exige, pueden deprimirse, desarrollar tumores o enloquecer. En este caso hay una única solución, y Julia, que empatiza fácilmente con las hembras de cualquier especie, lo recuerda con un nudo en la garganta:   

—Hijita —le dijo un día su mamá—. A Perla la tenemos que castrar.