Borges es un proyecto inconcluso del poeta Carlos Mastronardi (Gualeguay, 1901 – Buenos Aires, 1976) publicado en Buenos Aires por la Sociedad Argentina de Escritores en 2007. Según relata Luis Barcia, compilador de la obra, el manuscrito fue donado a la institución por el poeta Jorge Calvetti en 2001, quien había recibido una suma de papeles inéditos de mano de su amigo poco antes de que este muriera.
El diálogo durante noches de bodegones, bares, calles y tertulias porteñas compone el espacio en el que la prosa sucede con sigilo, haciendo de la silueta del respeto y el afecto un impulso decididamente compositivo. Como si portara en la oscuridad una frágil caja hecha de secreto, Mastronardi envuelve toda la lectura de su personaje; de ese modo urde una combinación de apuntes biográficos y conceptos literarios y filosóficos de Borges. He aquí algunas de esas logradas impresiones que no dejan en ningún momento de ser la huella de la obra de una amistad que, más que en otros casos, al tiempo le costará borrar.
VIII
Los escritores de nuestro tiempo defienden estéticas restrictivas, proceden por omisiones. Piensan que el verdadero poema, por ejemplo, debe esquivar el color, la música, el prosaísmo, la confidencia, la efusión erótica, la ternura elegíaca, etcétera. Borges prefiere que el dominio literario se ensanche y enriquezca; su voluntario empobrecimiento le parece una conducta que participa de la soberbia y del nihilismo, libre de preconceptos, todas las aportaciones, todas las conquistas, cualquiera sea el ámbito donde se cumplan, promueven su interés y merecen su examen. No siempre le infunden el sentimiento de la belleza, pero siempre lo sorprenden, siempre lo predisponen al análisis. En este reino de fronteras inestables, no concibe la existencia de ninguna ley prefijada, de ningún código inmutable; según se desprende de su conversación y de su obra, los límites de la humana inventiva son también los del arte. Ajeno a cánones y preceptivas, entiende que la imaginación creadora, por el hecho de serlo, abre nuevos caminos o extiende los caminos tradicionales sin atarse a planes o sistemas. Todo bien extraordinario, toda riqueza sobreviviente, después será legítimo patrimonio del arte. Sospechamos que la severa racionalidad hegeliana no se concierta bien con este sentimiento del hecho estético. Oportuno es aclarar, sin embargo, que tal sentimiento no supone lo arbitrario ni encuentra su objeto en el campo del puro juego verbal. Nadie más acerado y mordaz que Borges cuando se trata de encarar una página donde priva la incoherencia, la imprecisión o el simulacro de originalidad.
La multitud de rumbos y posibilidades que atribuye a la literatura corresponde naturalmente a su posición estética y coincide con el carácter abarcante de su curiosidad. Busca el noble asombro por todos los caminos; posee la vertiginosa movilidad interna de una mónada. Las preocupaciones que están en su obra alientan también en sus días, en sus horas de aparente reposo, en lo que podríamos llamar su vida extraliteraria. Mientras otros cumplen con rigor un tanto burocrático las tareas intelectuales en que se hallan empleados y luego, al término del cotidiano deber, buscan descanso en el cinematógrafo, en la tertulia o en la novela trivial, Borges mantiene activo el espíritu en todas las circunstancias. Prolonga en el plano del diálogo ameno las operaciones mentales que lo llevaron a escribir un poema o a examinar los méritos de un libro. No es dable señalar distingos entre su quehacer literario y el tono general de su vida.
XI
Los agasajos y las honras que se le prodigan dicen de su fama y espejan el reconocimiento de sus muchos lectores. En verdad, la República lo celebra y su obra, especialmente la de entonación porteña, se convierte gradualmente en un bien común, en una venturosa emoción pública. Sus afanes tienen recompensa: entra en la memoria colectiva. “La fundación mitológica de Buenos Aires” y otros poemas suyos llegan a los salones de extramuros donde el recitado alterna con el tango. Se habla de sus libros, de las etapas creadoras que cumple, de su “período criollista” y de su “período universalista” hasta en los cafés laterales o excéntricos donde se reúnen los estudiantes secundarios. El snobismo de ciertos círculos pretende reternerlo, pero escapa a su asedio y se identifica con todos los ambientes. Ocupa la tribuna de conferencias de modestas entidades suburbanas. Las academias solemnes y los malevos canosos le dispensan pareja admiración.
Sus comienzos, sin embargo, son inciertos y difíciles. Apóstol del ultraísmo, practicante del verso libre, dispuesto a cultivar un humor belicoso que no es habitual en el tranquilo ambiente literario –aún regido por sus mayores– del año veinticinco, el recelo y la incomprensión entorpecen su marcha. Unos pocos adeptos lo sostienen y estimulan. En verdad, los jóvenes lo mencionan con elogio, pero su prestigio, si bien firme, no excede el área que corresponde a sus amigos y congéneres. Muy a su pesar, todavía escribe para los escritores.
Por entonces, se hace sentir la eventual hostilidad crítica de algunos de sus coetáneos. Esa actitud adversa, no obstante ser inconvincente y pueril, parece afectarlo. Desde cierto diario desaprensivo, uno de los jóvenes potas que le disputa el arrabal, sugiere que los inmigrantes ginebrinos conocen mal los suburbios porteños. Asimismo, sustenta que sólo pueden poetizar esos parajes quienes chapalearon barro y rompieron faroles en sus años de infancia. En nombre de la verdadera vida (su idea de lo verdadero no es de fácil indagación) y de las experiencias no librescas, le aconseja que abandone esos temas o, en su defecto, que se convierta en un perfecto orillero. Un paso más, y ese proceso argumental deja en la cárcel a quien describe un homicidio, o en la tumba a quien hace de la muerte un asunto poético. Detrás de estas censuras, cuyas resonancias son escasas, está la huraña prevención que en los partidarios de la espontaneidad suscita el escritor culto, evolucionado.
Esa trivial objeción periodística promueve discusiones y enemistades. Pocos días después del anónimo desahogo, los hermanos González Tuñón, en compañía de dos atléticos vendedores de diarios, irrumpen en la nocturna tertulia del Royal Keller para provocar a Borges. Ocurre un vivaz cambio de palabras, previo a otros cambios, tal vez ya exentos de dialéctica, pues allí nadie es menos que nadie, pero la intervención de amigos comunes pone fin al vano aunque bien organizado incidente. En esos momentos, ajeno a todo lo que ocurre, aparece el poeta J.S. Tallon, cuya gigantesca talla sólo es comparable a su vasta cordialidad. No es fácil saber, en mitad del tumulto, con quién ha venido ni cuál es su actitud. Borges lo interroga, y luego de oír su amistosa respuesta, le dice con ánimo festivo:
Bueno, Tallón… como sos una patota abreviada…
XV
No obstante sus felices versiones poéticas, sostiene que sólo es posible traducir aquellas páginas donde privan las ideas no las emociones. Para cumplir ese tránsito sin desdoro ni mengua, el poema exige un trabajo de recreación total. A su vez, dicha tarea supone la presencia de una persona, de un individuo imaginativo, de un hombre capaz de poner su orbe íntimo en la empresa. Todo traspaso de esa naturaleza comporta o solicita una verdadera síntesis existencial. En suma, sólo en el plano de los conceptos, de los entes universales, puede consumarse el traslado idiomático. Cuando se trata de poemas, y cuando el traductor rescata o borra su persona, casi todos los matices se dispersan en el camino. Inversamente, la prosa puramente discursiva puede ingresar sin riesgo en las más lejanas áreas idiomáticas, y que sólo demanda un calmoso trasiego mecánico. Por otra parte, la actitud reverencial y ortodoxa de los traductores de poemas contribuye a la disgregación de la materia que tienen en sus manos. La fidelidad al sentido –allí donde el sentido está sujeto y atado a la forma– suele despojarlos de su nativo encanto. Así tratados, los versos pierden sus atributos sutiles e imponderables sin que ninguna audacia venga a compensar esa pérdida. Si el traductor no mantiene la rima –por ejemplo– habrá de levantar el nivel general del poema mediante alguna aportación compensatoria, también de carácter musical. Aquí la inventiva dinámica de quien vierte poesía. Sospecha Borges que la timidez ya secular de los traductores toma su origen en el respeto que impone la Biblia, cuyas versiones jamás se desvían de la Sagrada Palabra. Al parecer, esta severidad, universalmente acatada, hizo escuela, pero los frutos de su enseñanza permiten inferir que se trata de una escuela elemental.
XXI
Me declaro sorprendido al comprobar que no está enamorado de una hermosa amiga que lo trata con afecto. Contesta que esas relaciones son plácidas y que el amor se distingue por cierta zozobra, por cierta inquietud a la vez honda y sombría, como la del hombre que se encuentra ante la inminencia de un hecho extraordinario.
XXXIX
[…]
Ni el vestido ni la comida entran en la órbita de sus preocupaciones. Se limita a consentir cuado lo instan a visitar un sastre o a participar del almuerzo. Comparece cuando se lo llama –y eso es todo– ya se trate del sastre que espera, ya sea del almuerzo que se enfría. La vida puramente vegetativa, las imposiciones a que nos somete nuestra realidad corpórea (parece absurdo que un dolor de muelas pueda abolir la conciencia), le causa desazón y tristeza. Advierte en todo ello un sojuzgamiento oscuro, una inevitable opresión mecánica, una fuerza que no siempre lleva el rumbo de nuestro decoro. Ignora que el cuerpo es la disponibilidad misma, es decir, el instrumento de todos los fines, el espejo donde se reflejan, simultáneas, las imágenes del Cielo y las del Infierno. Por otra parte, esa actitud retráctil o negativa, si atendemos a los vocablos que prefiere evitar, se exterioriza en su obra. Las menciones demasiado concretas, ya se trate de la faringe o de las amígdalas, de las cejas o de las pantorrillas, le parecen no sólo impoéticas –cosa que damos por evidente– sino irrisorias y grotescas. Su sensibilidad, a este respecto, es connotaciones agudas. Sólo un gran impulso inventivo, una fuerte corriente de connotaciones puede llevarlo en su envión sin que las menudas connotaciones físicas de las palabras empañen su agrado.
XLII
Hace muchos años, durante una homérica caminata nocturna y ya de regreso al centro de la ciudad, a esa hora en que toda conversación se vuelve íntima, nos (confió) con descontento y modestia: “Quisiera escribir de manera más y llana…”. Le recordamos aquello de las estrofas que brotan como agua de manantial, y entonces, llevado naturalmente por el curso de su meditación, nos responde: “Cierto… escribir poemas en el tono, por ejemplo, de aquí me pongo a cantar…”.
XLV
En gira de conferencias, visita la ciudad entrerriana de Gualeguay. Se aloja en la casa del joven poeta Alfredo Veiravé, que siente a su vecindad una alegría reverente y tímida. Al término de la sobremesa, poco antes de acostarse, Borges le pide un elemental vaso de agua. Veiravé se lo trae y le dice que alguna vez podrá contar a sus hijos que un poeta ilustre bebió en ese vaso. Borges sonríe nerviosamente y le contesta:
Dirán que Vd. dio de beber a un impostor.
LI
Afirma que son dos las grandes fuentes en que abreva la cultura occidental. Estas antiguas fuentes surten de mitos, símbolos y alegorías a todo el mundo civilizado. El sitio de Troya y el sacrificio de Cristo –Helena y la Cruz– son los incesantes manantiales donde bebemos. Y agrega con voluntad de síntesis:
Dos agonías inmortales –la agonía de un Dios humanizado y la de una ciudad largamente sitiada por el hierro y el fuego– viven en la memoria de los hombres y renuevan sin cesar las posibilidades del arte.
LVI
Un amigo de Borges, a razón de la confianza que los une, le confiesa que debe afrontar una situación difícil, pero que espera salir del paso sin mayores esfuerzos, ya que años atrás ha sorteado dificultades similares, por lo que se cree asistido de alguna experiencia. Borges le dice:
–No quiero desalentarte, pero me parece que las viejas experiencias no te sirven. Todos los momentos de nuestra vida se dan con independencia y autonomía. No hay eslabonamiento: el problema puede ser el mismo de ayer, pero las circunstancias y la persona que encara las circunstancias ya no son las mismas. También el tiempo impone límites y clausuras. Pienso en la flecha de Zenón, en esa flecha que parece volar y sin embargo está quieta. Además del futuro, ignoramos el pasado.