Apuntes sobre una posible biografía de Juan L. Ortiz

Por Mario Nosotti

d_juanele_ortizEn el marco del seminario de escrituras de no ficción de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, María Sonia Cristof propuso el siguiente ejercicio: escribir una serie de textos de una extensión precisa al modo de columnas de escritor para  un diario. Me convertí entonces en un improvisado columnista que durante tres días asume la cruzada de alentar la escritura de un libro, un libro que abordase una vida secreta: aquella del poeta que este cronista amaba. 

La vida que se escribe

Hace diez años salió la última gran biografía de un escritor argentino; grande por lo exhaustiva, la cantidad de páginas, la pretensión de reponer contextos (familiares, amorosos, políticos, literarios). Me refiero a Osvaldo Lamborghini, de Ricardo Strafacce. Más acá, encontramos el trabajo de Osvaldo Baigorria (Sobre Sanchez), que toma un recorte preciso de la vida del escritor Néstor Sánchez y lo pone a dialogar con experiencias de su propia vida. Si las biografías de escritores no son en nuestro país algo habitual, las de poetas pueden contarse con los dedos de las manos. Hay un sutil consenso en que escribir la vida de un poeta es algo inútil, incluso pernicioso. Atrás quedó el desgarramiento romántico, la excentricidad de los poetas malditos y los decadentistas, y los beatniks fueron quizás los últimos en vivir poéticamente. Actualmente, la mayoría de los poetas tienen vidas más bien convencionales, donde la épica pasa por el trabajo solitario en el lenguaje, que es algo intraducible. La conocida frase de Octavio Paz, “el poeta no tiene biografía, la biografía es su obra”, reafirma todo esto.
Estas disquisiciones vienen a cuento de preguntarme sobre la pertinencia de que, a 122 años de su muerte, alguien escriba la biografía de Juan L. Ortiz, el poeta entrerriano que partiendo de los márgenes ha llegado a ocupar un lugar insoslayable en el sistema literario argentino, aquel a quien Juan José Saer nombró como el más grande del siglo que se fue. Desde que en 1996 la Universidad Nacional del Litoral editó en un solo volumen toda su obra, se multiplicaron los estudios sobre su poesía, se publicaron todas las entrevistas conocidas, y su nombre empezó a bautizar salas y centros culturales. Sin embargo Juanele sigue siendo más nombrado que leído.
Hace cerca de un año, la última vez que viajé a Gualeguay, comprobé que aún en su ciudad natal Ortiz es un secreto. Carlos Mastronardi, su maestro y amigo, el que lo alentó a recopilar los poemas de su primer libro, es “el poeta” de Gualeguay. Su tumba, como la de Juanele, está en el cementerio del pueblo, sólo que mientras que la del primero se encuentra en un lugar preferencial, que anuncian desde lejos las losas de granito y placas conmemorativas, la de Juanele es casi invisible. Sólo después de preguntar mucho pude dar con ella: hacia el fondo del predio, en el segundo piso del edificio donde se agolpan nichos olvidados. La casa frente al río en el parque Quintana, se había remodelado y convertido en almacén, mientras la biblioteca más ilustre de la ciudad, la ex Fomento –que alguna vez llegaron a dirigir ambos poetas– es hoy la Biblioteca Carlos Mastronardi.
Volviendo a la cuestión sobre la pertinencia de una biografía de Ortiz, cabría preguntarse cuál es el sentido de contar una vida cuya intensidad se cierne en la experiencia del paisaje y su transmutación en la escritura. En su estudio sobre Alejandra Pizarnik, César Aira refiere un tipo de metáfora que opera como síntesis biográfica o fórmula mnemónica, y que acecha a determinados escritores. En la jerga del márketing se llama “operación de imagen”. Pizarnik podría ser por ejemplo la poeta “poseída por la palabra”, “la que escribe con el cuerpo”. Ese personaje produce una especie de museificación, “clausura el proceso del que sale la poesía”, cuando justamente el trabajo del escritor es “descongelar el mundo, hacerlo fluir en una operación sin fin”. La biografía que deseamos los que amamos a Juanele es la que logre desarmar “la metáfora autobiográfica”, poniendo de relieve aristas de su vida apenas estudiadas, que pueda dialogar con el sujeto múltiple, siempre cambiante que construye su poesía, como un delta abriéndose sin fin.

Llamado del ausente
“Soy un hombre sin biografía”, dice Juan L. Ortiz en la primera de las tres breves semblanzas autobiográficas que se le conocen. Pero enseguida agrega: “en el sentido en que ésta generalmente se considera”. ¿Cuál es entonces el sentido biográfico, distinto al habitual, al que Juan L. alude? Lo biográfico –y lo autobiográfico– es una insistencia permanente en la obra de Ortiz, algo que, hasta incluso negado, borroneado o pasado por alto, entrama como un hilo sisal –un trazo fuerte y deliberadamente disimulado– el tapiz que componen sus libros. Esta forma singular de aparecer sustrayéndose, diseminando marcas y alusiones, se contrapone a la figura de autor entramada por sí mismo, sus amigos, la crítica y el periodismo cultural: la estampa del poeta contemplativo retirado en su provincia, el viejo de las largas boquillas y los gatos.
La tensión entre el yo del poema y el sujeto biográfico que reverbera en la poesía de Ortiz atrajo muchas veces a la crítica, muchas veces advirtiendo, poniendo en guardia ante cualquier intento de extrapolación, bajo el temor de que la misma pudiese contaminar, cuando no directamente obturar la lectura de su producción poética.
Poco a poco, de forma cada vez más consciente y deliberada, el poeta entrerriano pondrá en marcha una nueva forma de representación, que crea una presencia corrida, apenas sugerente pero no desligada de anclajes extraliterarios. Respondiendo a su amigo, el poeta Alfredo Veiravé, que le solicitaba “datos biográficos” para el estudio que estaba preparando, Ortiz  lo remite a los poemas “Villaguay” y “Gualeguay”. Estos y otros poemas específicos –los que Sergio Delgado, albacea y compilador de la obra de Ortiz, denomina “poemas del ciclo autobiográfico”– se erigen como ejemplos de un tipo de poesía capaz de reenviar a un sujeto biográfico que se aliviana hasta ser apenas una resonancia, pero que sigue ligado a su espacio e historia, incluidos también en “la experiencia previa”.
Con respecto a esto último, en varias entrevistas Ortiz hace referencia a que la poesía que más le interesa es aquella que aún no ha sido escrita –y por ende, limitada–, aquella que se vive en la experiencia de los seres y las cosas. La importancia de esa instancia perceptiva previa a la escritura, que podría entenderse como hiato o fuera del tiempo, instala la poesía de Ortiz en lo concreto. Paradojalmente, nuestro poeta tal vez más etéreo y universal es también el más anclado (ligado a su circunstancia), como si solo a través de esta sinergia singular pudiese concebirse una poesía como la de Ortiz.
En uno de los reportajes que hace poco recopiló Osvaldo Aguirre para la editorial Mansalva, Ortiz dice algo curioso: “Lo que yo he hecho ha sido autobiográfico, no confidencial”. Con esta frase, es claro que pretende desmarcarse de la retórica de algunos de sus coetáneos y de lo confesional de la generación del 40 –una de las tantas en las que la crítica, visiblemente incómoda, trataba de enrolarlo–, pero además, de algún modo, posiciona lo biográfico (y lo autobiográfico) como lo necesariamente fabulado, o mejor, construido a través de la escritura, pero ligado a una exterioridad que rompe la identidad unívoca de aquel que se confiesa, que expone su subjetividad en bloque, un sí mismo introyectado que se ofrece al lector. Lo biográfico le permite a Ortiz huir de sí, no confesarse, asumirse en la trama de desvíos y matices, fugas hacia adelante de aquel que se supone.

*

¿Quién conoce a Juan L. Ortiz?

d_dibujo_jl_ortiz
Retrato a lápiz, por J.L. Ortiz, de la poeta Ana Teresa Fabani, fallecida muy joven de tuberculosis. Revista Xul, N° 12, 1997

Siguiendo la cruzada por alentar la ejecución de una biografía de Juan L. Ortiz, hoy quiero referirme a un ensayo del poeta Santiago Perednik, aparecido en el número 12 de la revista XUL, a fines de los años noventa. En dicho estudio, Perednik contrapone el mito de Juanele a Ortiz, el verdadero, cuyo destino –según él–  es perderse en el personaje, “un viejito de vida excéntrica, con sus anécdotas, sus objetos y su entorno, distrayendo, sugiriendo asociaciones, induciendo prejuicios”. Este mito filtraría las lecturas y distraería de los poemas con pre-representaciones. A continuación intenta descubrir las operaciones que, especialmente en las últimas décadas, habrían contribuido a cimentar una metáfora de Ortiz, cuyo punto culminante sería la publicación su Obra completa en un solo volumen, “orientada ideológicamente a procurar que el mito crezca y se multiplique”.
Si bien podemos o no estar de acuerdo con los argumentos de Perednik –la edición crítica de la obra de Ortiz por la UNL en 1996 abrió no sólo nuevas perspectivas de lectura, sino que permitió constituir el mapa de un proceso cuya organicidad es hoy innegable–, lo curioso es que  su texto vuelve a caer en eso que denuncia: queriendo desarmar la idea de “el gran poeta”, recalcando que “su programa fue ser íntimo”, “alguien que asume la insignificancia, la cultiva”, lo cual lo lleva  a  “apartarse del mundanal ruido y rehuir la sociedad poética y sus ritos”, logra lo contrario. El acento en la humildad y el deseo de invisibilidad de Ortiz no sólo refuerzan el mito, unifican la complejidad de una figura cuyos estereotipos podrían uno por uno ser negados o matizados, adentrándose más profundamente en su vida, sin prestar tanto oído a lo que otros dijeron. Más adelante, Perednik dice que  la biografía es la “Vía regia” para hacer del poeta algo así como una estatua: “Si la vida se escribe, el engrandecimiento es automático: el proceso mítico da un salto adelante”, dice, y a todo esto, en el caso de Ortiz, “se suma el hecho poco usual de que se trata de alguien sin vida atractiva, si se considera la vida con el paradigma de la acción: alguien que no hizo nada relevante más allá de escribir poemas, y cuya vida por lo tanto carece de todo interés, salvo para el espectador interesado en la monótona escena de un contemplativo o un escribiente”. Más que negar lo anterior, podríamos preguntarnos qué pasa si la vida de alguien (como sucede con la mayoría de los poetas argentinos) no se escribe; la escritura de la propia vida, en el caso de lo Autobiográfico, ¿incrementa –como dice Perednik– “el malentendido sobre la autoridad del conocimiento de quien la ha vivido”? ¿O más bien la pone en entredicho, la obliga a dialogar con la obra? Decir que en Ortiz se da el caso “poco usual” (como si lo habitual en los poetas fuese el tener una vida extraordinaria) de alguien sin vida atractiva, “considerando esto desde el paradigma de la acción”, ¿no es reafirmar la perspectiva de dicho paradigma?; de “alguien que no hizo nada relevante, más allá de escribir poemas”, ¿se deriva una vida que “carece de todo interés”? Una vez más las buenas intenciones enredan a la crítica, y no es porque el análisis de Perednik no contenga aciertos, ni falle totalmente en su tarea de remover supuestos, es más bien porque el germen de ese “malentendido”, la disputa por la representación, es parte de la tensión que inaugura la poesía de Ortiz. Y es por eso que escribir su vida puede ser pernicioso, intrascendente, o motor de un impulso, el de ese proceso y movimiento que sólo ciertas obras permiten indefinidamente renovar.

 

Mario Nosotti (San Fernando, Buenos Aires, 1966) cursó estudios de letras en la UBA y la maestría de escritura creativa de la Universidad de Tres de Febrero. Entre 2004 y 2006 editó la hoja de poesía Música Rara. En 2014 obtuvo la beca del Fondo Nacional de las Artes (Área Letras). Publicó los libros de poesía Parto Mular (Último Reino,1998), El proceso de fotografiar (Viajera Editorial, 2014) y La casa de la playa (Club Hem, 2018). Coordina talleres de escritura y colabora con diversos medios gráficos y digitales. Lleva adelante el blog Música Rara (poesía y aledaños).