El encanto de los agujeros negros / Fabiana Jakubowickz

El encanto de los agujeros negros
Fabiana Jakubowickz
Buenos Aires, Llantén, Colección Cálamo, 2025

Elogio de la gravedad

Por Luz Pearson

A un libro le pido mucho: pensar, sentir y ver la realidad de una nueva manera. Todo esto me pasa al leer El encanto de los agujeros negros, de Fabiana Jakubowicz. Este libro tiene una forma: el precipicio. Un ritmo: la caída. Leerlo causa vértigo. ¿Acaso leer no es siempre así?

No me había dado cuenta antes de leer este libro que los versos de un poema encabalgados pueden crear la forma de un precipicio: al leer vamos cayendo. “Vértigo” nombra el miedo a las alturas. Etimológicamente quiere decir «mareo», el cuerpo tambaleante, cuerpo que pierde su eje.

“Un temblor perturba la mansedumbre de la letra sedentaria, repercute en el cuerpo lector y sacude los edificios más sólidos que cobijan nuestras vidas y las certezas de nuestros deseos”, dice val flores sobre la lectura. 

Tambalear. A mí los precipicios me dan miedo porque sé que puedo tener ganas de tirarme, el peso de mi cuerpo puede tentarse, y querer caer, abandonarse a la caída. Eso es el peso, una constante caída y también unas ganas de abandono.

Pascal Quignard dice en El origen de la danza: ¿quién es esa mujer de la que caigo? En “Hijo del precipicio”, primer poema de este libro –y está muy bien puesto al principio–, el lobezno albino puede preguntarse lo mismo que Quignard, o más interesante aún: ¿quién es esta mujer que me arroja?

Está cansada
la loba
de tantos cachorros
llorones y hambrientos
al blanquito
no lo quiere
porque un lobo albino
es un ser de las nubes

y los lobos
son de la luna

lo arroja
desde lo alto
de la montaña
cae
choca
contra la ladera

Y así se va creando, verso a verso, la extensión del precipicio por el que caemos siendo también lobeznos albinos, el diferente:

es un hijo del precipicio
su madre
será la caída
el vértigo

su leche escarpada

Leer es un vértigo. Si no lo es, para qué leer. Desde el primer poema este libro-portal nos invita a asomarnos a otra dimensión, una donde tambaleamos. Una en la que podemos ser otro otra otre, como dice el poema usando el lenguaje inclusivo para la inclusión más definitiva, la muerte, porque todos los huesos de todos los cuerpos se encuentran en el más horroroso de los agujeros negros: la fosa común.

No todos los agujeros de este libro son horrorosos, pero sí en todos hay caída:
ombligos,
casarse de vestido negro, que es como caer en un agujero,
mi vestido era una cueva, aunque a veces los agujeros pueden ser formas de libertad.
Hay gargantas, agujeros donde aguardan el grito o el canto.
Hay lóbulos,
y el orificio entre los labios.

El lobezno cae, sigue cayendo, hasta que aparece la nena, el deseo que da vuelta el mundo y así

el lobezno cae para arriba.

De la nena, el poema dice:

no sabe
que es grávida

Acá reside, tal vez, la clave del libro. Podemos decir eso de todas las personas: tardamos años en saber que somos grávidas, que pesamos, “qué pesada, qué pesado”, decimos, frente a la intensidad de alguien; el peso nos resulta nocivo, el peso empuja, lo negamos, nos hacemos lifting, cortar y coser para no caer tanto, caer menos, ser livianas y livianos, pero el peso, por poco que logremos que sea, nos hace caer siempre igual, hasta que lo aceptamos –quizás un rato lo aceptamos– y sentimos con claridad que es el peso el que desea caer en un agujero negro. He aquí el encanto. También el miedo.

Estos cuerpos grávidos que tenemos, de lobeznos albinos arrojados, tienen en ellos la fuerza de la caída, que no hace otra cosa que caer, el riesgo de vivir.

Si la forma de este libro es el precipicio, y el ritmo el vértigo de la caída, el mundo que nombra, su suelo, es los agujeros.

Verso tras verso vamos cayendo y pasando por distintos agujeros como anillos cósmicos que atravesamos en el tiempo que dura cada una de nuestras vidas, o el tiempo que dura este libro: 86 páginas.

Hay muchos agujeros en una vida, en los poemas de este libros los vamos atravesando, cayendo:

camas de orfanato,
sepúlcros,
el pozo de Nagasaki,
barriles de pólvora.

Un agujero negro nos lleva a otra dimensión, es un borde entre mundos, un pasaje en el que podemos morir, o definitivamente algo nuestro muere: no es fácil leer. “Leer no es para cualquiera”, de nuevo Quignard, y tiene razón. Hay que bancarse el vértigo, hay que aceptar perder el eje. Eso nos hace la poesía. Tambalearnos.

Leer es asomarse por un agujero negro. Da vértigo, también nos da poderes: el poder de tener una mirada torcida, crearnos más campo de visión, uno bien amplio como el de las cabras que saltican por las piedras de la ladera al caer.

Esto pasa con la poesía cuando es potente y eso resalta Fabiana al decir «el encanto de los agujeros negros». Se trata del encanto de la poesía, el encanto del agujero que crea esa distancia donde podemos ver sin entender, ver con el vértigo del cuerpo tambaleante. Con esa mirada encantada de lobo albino arrojado, y con las miradas de todos los cuerpos que podemos asumir al leer, o al caer, en:

inframundos,
hormigueros,
las monjitas voladoras del Río de la Plata,
ojos,
hogueras,
un desmayo,
principios.

El agujero negro que nos encanta es también el del aleph: que mide tres centímetros y es mirar en el lenguaje, «el espacio cósmico estaba ahí», dice Borges. ¿Podemos hablar de agujeros negros sin nombrar ese agujero primordial en nuestra literatura?

Fabiana nos invita a mirar en el encanto del agujero negro de la poesía: asomarse es caer, cayendo puede verse el cosmos, o sea, ampliar la mirada.

Ser seres que caen es ser sin protección. De eso creo que se trata también este libro, de la desprotección que es existir y, entonces, del cuidado como forma de unión, amor, lazo:

su madre será la caída
el vértigo su leche escarpada.

Hay más agujeros, todos los agujeros que la humanidad, seres grávidos cayendo, nos podemos inventar:

virgen agujereada,
boca,
botas de policía,
deglución,
remolino,
pantanos,
mar,
muela,
plato de sopa,
estómago,
útero,
tumba,
útero.

No es que caemos porque las cosas nos salen mal o las hacemos mal, caemos porque no hay protección, somos grávidas, puro peso que cae. ¿Cómo sentirnos a salvo, alguna vez, en la caída?

trepa al tilo
no sabe
que es grávida
a upa del aire puede
mecerse, dormir

Contra la caída, la upa.

el niño sueña
que la montaña
lo hamaca
ida y vuelta
en un vaivén
del que jamás
caerá

O también:

Cuando ella al fin
cante
se abrirá
la tierra
despacio
con la suavidad
de un brote

Si hay agujero, que haya semilla y riego, ¿no? Caemos:

anoréxicas,
inodoros,
abortos,
dictaduras,
pubis,
pecho,
futuro,
sombreros de copa,
un silencio que todo lo tragó,
sombra,
estanque,
escondite,
laguito de pis.

¿Puede ser un agujero un laguito de pis? En la infancia, el tiempo de la mayor desprotección, nos meamos, así que sabemos que un laguito de pis es un precipicio en el que se puede caer sin fondo si no hay nadie que te haga upa, te seque la cama y la ropa. Si la upa existe, caigamos nomás:

desagüe,
baldío,
colador,
lago herido,
el borsch recién servido cayó sobre la mesa,
agujero en rm buzo preferido de snoopy,
el fondo de las cañerías,
túnel,
chocolate, podemos caer en el chocolate, o en
el muchachito de Rusia, porque el pasado y el linaje son también agujero.

Empecé hablando de la gravedad y el ritmo vertiginoso de la caída, quiero terminar hablando de la upa. A medida que avanzan los poemas van cambiando su forma: del precipicio que formaban los versos cayendo de uno hacia otro, empiezan a salir párrafos, como descansos de escaleras, como hamacas, como andamios, como brazos, como poesía: son otras voces, son las canciones, seres que estuvieron antes en el lenguaje y supieron caer, nos sostienen, aparece la voz de la abuela que a veces ahoga y otras cuenta cuentos o mece en su canto y, al final, nace la propia voz que canta. Hacernos upa en la caída, quizás eso sea escribir y leer.

Hijo del precipicio
(Fragmento)

I

Está cansada
la loba
de tantos cachorros
llorones y hambrientos
al blanquito
no lo quiere
porque un lobo albino
es un ser de las nubes
y los lobos
son de la luna

lo arroja
desde lo alto
de la montaña
cae
choca
contra la ladera
roza el gran cuerpo
lo toca
en cada golpe

es un hijo del precipicio

su madre
será la caída
el vértigo
su leche escarpada
la montaña lo confunde
con una roca
una de todas
las que se avalanchan
en otro tiempo
que las demás
la montaña quisiera
protegerla
darse vuelta
pedirle a la tierra
que se apure a girar
y devolverla
a la cima

no es una roca
es un lobezno albino
que cae
en el tiempo lento
de lo que respira


II

El granizo
sobre el techo
del orfanato

en sus camas
se tapan la cabeza

el granizo
contra los vidrios
hace entrar
su intemperie
en la habitación

se acurrucan
se hacen un nudo
para tocarse a sí mismos
para bastarse a sí mismos
un niño
raspa con las uñas
la madera de la cama

desprende
pequeñas virutas
las redondea
una a una
con la yema de los dedos

aguza el oído
y logra escuchar
el impacto
cuando las suelta

tantas veces
se durmió tocando
el lóbulo de la oreja de la madre

el lóbulo era
un pétalo delgado
que cabía
entre los dedos ínfimos
de un bebé

y la piel estaba
redonda
y era redondo
el orificio
entre los labios
y era redondo
el pezón

ahora en las uñas
quedan
virutas
de madera

¿cómo suena
una partícula
invisible
al caer?


III

Cuando se lo lleva
la asistente social
el niño
es una viruta de madera
en las uñas de la madre
la madre es también
una miniatura
que se aleja
desde la ventana
del auto
miniatura
el lóbulo rosado
todo el cuerpo
de la madre
un resto de aserrín
una piedra de granizo
que golpea
rompe la ventana
y un sol rabioso
acribilla las nubes


IV

¿Cómo suena
una miniatura
de madre
cuando cae
de los dedos
de un niño?

es un lobezno blanco
en una cama
con mantas marrones
como pieles de lobo
que lo cubren


Amapola y su madre en la orilla del río

I

Que venga el futuro nomás
que venga
son tiempos
de dejar correr las aguas turbias
que el pubis lastimado
lance su catarata roja
y se cubran de alambres
las cabelleras
que las tijeras abran
la mañana en los párpados

que venga el futuro nomás que venga
que me haga un hijo
o cinco
o nuncajamás

que sea blanco, blanco

ni de nieve

ni de gloria
ni de pureza

un blanco de nada y de nadie

que venga
el futuro nomás
que me haga un hijo
o veinte
y también que me haga
nunca
que me haga siempre
un hijo
y otro
y otro
hijos verdes
hijos azules
hijos perra
hijos muerte
nacidos de panes
de yerba mate
de vaginas, de platos rotos


II

Qué misterioso es el tiempo, mi amapola, dijiste
y en ese instante el río
nos tapó los pies

¡que venga el río!
¡que me hunda!
y el río asustado
se quedó quieto
no le gusta ser un mar
que la tierra
se haga pantano
que las manos de los árboles
sean más fuertes
que las arenas movedizas de mi pecho
arenas blandas
arenas tristes
poseídas por el encanto
de los agujeros negros

agité los pies
en el agua
te salpiqué
para callarte, madre
Ay mi amapola, dijiste
todo lo que tocás corre el peligro de vivir


III

Que venga el futuro nomás
que venga
que me haga
infinitos
variopintos hijos ave
hijos de rapiña
salidos de sombreros de copa
con la tinta corrida
manchando el papel
manchando el aire

nacidos de lágrimas
blancas
asediados por el amor

que vengan hijos
y que lloren
que aturdan
que bufen
hijos trueno
hijos relámpago
salidos de bolsas

de ladrillos
de ojales
deshojados hijos
que griten
hijos aullido
que pataleen
que pataleen