Frank O’Hara (Baltimore, 1926 – Mastic Beach, 1966), el maestro de la escuela newyorkina, se encuentra con su traductora ideal: Laura Wittner, quien nos presenta versiones salteadas de la obra poética del querido Frank.
Como imagino que le pasaba con muchos contemporáneos, Frank O’Hara me atrajo primero físicamente: ese libro tirando a cuadrado, con tapa, lomo y contratapa dibujados por Larry Rivers, donde él mismo, desnudo pero con botas, se presentaba entre tranquilo y desafiante, los brazos sobre la cabeza, el pie izquierdo casi sobre la última “A” de su apellido. Los Selected Poems sobresalían de entre los demás libros del estante (era Barnes & Noble, 1995). Los compré porque soy seducible: no sabía quién era Frank O’Hara. Ni Larry Rivers, ni Donald Allen (que los editó): toda esa gente que unos años más tarde, cuando me volviera groupie de la New York School, imaginaría como amigos míos. Tampoco sabía que había poemas así, de hago esto/hago lo otro, de pienso esto/siento lo otro, de te celebro y te canto a vos mismo. Empecé a traducir partes y, sin querer, a repetir versos sueltos. El primero:
“Ahora que estoy en Madrid y puedo pensar”.
Porque de Nueva York también yo me había ido a Madrid y sentía que recién entonces podía pensar en ciertas cosas. Como si Nueva York ocupara por entero la mente de una mientras se está ahí. Ya se lo decía James Schuyler a O’Hara en una carta desde el barco rumbo a Italia, en agosto de 1954:
“(…) querido mío, la única forma de ver la punta de Manhattan es a medida que se va achicando, se desvanece y se convierte en la idea más ínfima”.
Ahora que estoy en Madrid y puedo pensar es en verdad el título de un poema que termina así:
“estás sonriendo, estás vaciando el mundo para que podamos estar solos”.
Ése era otro verso que mi cabeza repetía intermitentemente sin que yo se lo pidiera. ¿Por qué? Nunca lo pensé. Supongo que por algo de su música (you are smiling, you are emptying the world so we can be alone) pero también por algo de ese gesto de sí, te estoy hablando a vos en un poema de la misma manera en que te hablo por teléfono, por carta.
Frank O’Hara era todo seducción, acción, velocidad: así lo recordaron siempre sus amigos, que vivieron mucho más que él, y así son sus poemas. Después de O’Hara conocí a James Schuyler (pasividad, lentitud, penas de amor), y después al resto de la New York School: John Ashbery, Kenneth Koch y todo ese vaivén de escritores, pintores, galeristas y editores a quienes me les paso espiando la vida desde biografías, diarios y cartas. A Schuyler lo traduje durante años, lo vuelvo a traducir a cada rato. A O’Hara lo traduzco a veces, por impulso, sin programa, como supongo que a él le gustaría.
Laura Wittner
Autobiografía literaria
Cuando era chico
jugaba solo en un rincón
del patio de la escuela
sin compañía.
Odiaba las muñecas y
odiaba los juegos, los animales
se me alejaban y los pájaros
salían volando.
Si alguien me buscaba
me escondía detrás de un
árbol y gritaba “Soy
huérfano”.
¡Y acá estoy, el
centro de toda la belleza!
¡Escribiendo estos poemas!
¡Increíble!
Por qué no soy pintor
Yo no soy pintor, soy poeta.
¿Por qué? Creo que preferiría ser
pintor, pero no soy. Bueno,
por ejemplo, Mike Goldberg
está empezando un cuadro. Paso a verlo.
“Sentate a tomar algo”, me
dice. Tomo; tomamos. Levanto
la vista. “Le pusiste SARDINAS”.
“Sí, ahí tenía que ir algo”.
“Ah”. Me voy y pasan los días
y paso otra vez. El cuadro
avanza, y me voy, y los días
pasan. Paso a verlo. El cuadro está
listo. “¿Dónde está SARDINAS?”
Quedan sólo unas
letras, “era demasiado”, dice Mike.
¿Yo en cambio? Un día estoy pensando en
un color: naranja. Escribo un verso
sobre el naranja. Muy pronto es una
página entera de palabras, ya no versos.
Después otra página. Debería haber
tanto más, no más naranja sino más
palabras, sobre lo terrible que es el naranja
y la vida. Pasan los días. Hasta es en
prosa, soy un poeta de verdad. Mi poema
está listo y todavía ni nombré
el naranja. Son doce poemas, lo llamo
NARANJAS. Y un día en una muestra
veo el cuadro de Mike; se llama SARDINAS.
Escultura heroica
Nos unimos a los animales
no cuando cogemos
o cagamos
no cuando cae la lágrima
sino cuando
mirando fijo hacia la luz
pensamos.
Ave María
Madres de Norteamérica
¡dejen a sus hijos ir al cine!
sáquenlos de la casa para que no sepan en qué andan
es verdad que el aire fresco es bueno para el cuerpo
pero qué pasa con el alma
que crece en la oscuridad, grabada por imágenes de plata
y cuando ustedes envejezcan como envejecer deben
no van a odiarlas
no van a criticarlas no sabrán
estarán en un país glamoroso
que vieron por primera vez un sábado a la tarde o haciéndose la rata
tal vez hasta les agradezcan
su primera experiencia sexual
que a ustedes les costó sólo una moneda
y no alteró la calma del hogar
sabrán de dónde vienen los chocolatines
y los pochoclos gratis
tan gratis como irse antes de que termine la película
con un simpático desconocido cuyo departamento queda en el Edif. Paraíso Terrenal,
cerca del puente de Williamsburg
oh, madres, habrán hecho a sus chicos
tan felices porque si no se los levantan
en el cine ni van a darse cuenta
y si sí va a ser pura ganancia
y en ambos casos se habrán entretenido
en vez de quedarse ahí en el patio
o arriba en su cuarto
odiándolas
prematuramente ya que todavía no habrán hecho nada malo
salvo prohibirles los placeres más oscuros
lo que es imperdonable
así que no me culpen si no siguen mi consejo
y se disgrega la familia
y sus hijos se hacen viejos y ciegos frente a un televisor
mirando
películas que no los dejaron ver cuando eran jóvenes.