Mario Arteca: La luminosidad de los sábalos muertos

Miño y Dávila Editores estrena la Colección Estaciones con La luminosidad de los sábalos muertos (2022), una antología de la poesía de Mario Arteca, hecha por Carlos Battilana y Mario Nosotti, también directores de la colección. El libro está compuesto a partir de una lectura que los compiladores trazan en el prólogo, la agrupación conceptual de los textos y la entrevista que cierra el volumen. La obra de Arteca, difícil de condensar, luce en todos sus aspectos, formas y modulaciones. De esta manera, la selección reconoce de modo singular a uno de los proyectos fuertes de la poesía argentina que empieza a ser leído a finales de los años noventa. Publicamos poemas y fragmentos del prólogo y de la entrevista que cierra el volumen.


Prólogo

(Fragmento inicial)

Imaginemos el momento en el que, allá por los comienzos del 2000, la poesía de Mario Arteca irrumpió en el ya por entonces renovado –por una parte de la llamada “poesía de los noventa”– panorama de la poesía argentina. Su primer libro salió en el 2003 y en pocos meses se le sumaron dos más; desde allí –como César Aira, a quien dedica uno de los títulos– nunca paró de escribir y publicar. “Antes de eso escribía poemas que empezaban y terminaban, que tenían un sentido, pero que no funcionaban porque yo no era un escritor de poemas sino de libros; yo hacía libros, no poemas”, dirá en una entrevista. Y aquí nos enfrentamos a la primera dificultad: es difícil, casi imposible antologizar a Mario Arteca porque muchos de sus libros quedan mutilados, sin poder exhibir plenamente su juego y su funcionamiento si se presentan en un mero recorte. Afortunadamente hay muchos libros (más de veinticinco al día de hoy), incluidos algunos con poemas relativamente breves, “acabados”, lo que en conjunto nos ha permitido realizar esta selección que –aunque seguramente sesgada– esperemos conforme una especie de friso que dé cabal dimensión de los alcances y peculiaridades de su trabajo. Collage de la obra total y collage –o mejor, acumulación de materiales– que se da hacia adentro de cada libro, e incluso hacia adentro de cada poema. De algún modo los poemas de Mario Arteca son fractales de esa acu­mulación de restos de discurso, diálogos entre disciplinas, articula­ciones semióticas que engendran artefactos de ritmo y de sentido, siempre prestos a un nuevo encadenamiento, una nueva sinapsis, una nueva expansión discursiva.

* * *

Los poemas de Arteca suponen muchas veces un saber previo. La intertextualidad real o apócrifa es uno de sus juegos preferidos. Cada lectura promueve una investigación de nombres, fechas y referencias, pero sobre todo, ese sistema onomástico propicia un clima. El conjunto de infinitas menciones refiere la existencia de una eventual información precedente. No obstante, el poema y el libro que lo completa transfiguran esas referencias en favor de una autonomía textual. Los poemas se saturan de signos ajenos para construir uno propio y singular. También esta poesía supone la frecuentación de lenguas extranjeras. Aunque a decir verdad, la extranjería y el extrañamiento son impulsados desde el principio. Las citas en otros idiomas (inglés, alemán, francés, etc.) no hacen más que confirmar la extranjería de esta poesía, como si se inscribiera en una genealogía de la perplejidad de la que se alimenta la propia lengua de Arteca.



Esperando al delivery

Este es el momento elegido por nadie para hablar
de unas cuantas cosas, todas muy interesantes.
Como hay cantidad de tiempo para decirlas,
el instante se vuelve una simple partícula
de adhesión al infinito. El imán pegado
en la puerta de la heladera no se equivoca
y enseguida llaman a la puerta. De ninguna
manera se presenta un muchacho en moto,
enfundado, semidormido, con una mochila repleta
de elementos perecederos. Tomamos contacto.
Sus ojos asoman como asteriscos negros en la piel
blanca de frío, esa mirada de ratón paseándose
entre los desperdicios sin lugar a otra cosa que
abandonar de pronto el apetito. Como no se trata
de un joven en busca del porcentaje diario, sino
de su pasado, le advierto que yo no llamo porque sí,
que lo que pienso a solas, entre muebles envueltos
por telarañas de inquilinos anteriores, nunca servirá
de alimento a nadie. De todos modos, deja su pedido.
Era una bolsa de supermercado vacía con un mensaje
escrito en tinta china, que decía: “Buena suerte”.

de Falso vivo


Encuentro de una mañana de verano

en un hotel sindical de la costa atlántica bonaerense
Si este es el mar, yo nunca estuve
allí. Las aguas promedian su novedad
en los ojos de los viejos visitantes. Qué es un océano hasta bien entrada
la temporada que año a año me sostiene
como súbdito del descanso? Aunque
no haya mar, él está allí. Se parece
a él, pero nunca sube como la pleamar,
como cuando quien está frente a una playa
despejada de la masa proletaria y ocupa
el lugar que corresponde por mérito propio.
Es como si un perro salchicha (el que tuve
y regalé porque no podía más con él,
definitivamente no podía) estuviera
también de frente y me guiñara el ojo.
No es posible que eso suceda. No sé
otros, pero esos perros no ejecutan
semejantes gestos hacia sus ex amos,
están impedidos de hacerlo, así de sencillo.
La naturaleza es sabia cuando renuncia
a darle signos de complicidad
a los animales comunes. Sin embargo,
mi perro salchicha no es un animal
común, y puede hacer lo que quiera.
Por ejemplo, orinar en la arena fresca,
imaginando que se trata del tronco
de un árbol que una vez plantáramos
en nuestra pequeña casa.

de Un mal sueño sin sonido


En la antigua Tolosa, las mil casas…

En la antigua Tolosa, las mil casas
se lavan con la lluvia de un día
contemporáneo de recogimiento.
Las aguas arrasan los cruces
de los arroyos, acabaron sobre
los sin nombre en las bocas
de tormenta. Ahora el cielo
de la ciudad rasca las nubes,
acechantes, un intento por despejar
las aguas que reposan boca arriba,
espejo donde cierta sincronía imprime
cualquier signo adherido a las peores
consecuencias. En Santiago de Chile,
la torre de Entel dibuja la silueta
de nuestro primer celular (1999).
La telefonía se encuentra paralizada
por la ausencia de señal, después
del retiro de las aguas y la emergencia
de los edificios públicos. “Comunicate,
porfi” (4-4-2013), decías en un mensaje
rápido, cuando nadie de los conocidos
sabía del paradero de este mortal.
Estaba oculto en mi madriguera,
a la espera de una bandera blanca
que indicara el camino a seguir.
Las viviendas se volvieron sacos
de calamar, o regueros de aceite
para motores fuera de borda.
Y así los coches, como toritos1
en la cruzada final por darse
vuelta; y así también los árboles
desplomados por el cataclismo,
compusieron sin orden un sermón
de puentes levadizos. Es realidad.
Cuatrocientos milímetros en pocas
horas hace la diferencia. Amanece.

de Nevermore

1. Toritos: escarabajos con cuernos. Los llaman comúnmente cascarudos, en Argentina.


El Arroyo El Gato ataca de nuevo

Y de pronto, por si no lo supieran, se abrieron
las aguas del arroyo, y una implacable mácula
de aceite para frenos se engulló el oxígeno y acabó
con el plancton. Las gaviotas venidas del Náutico,
antes obesas, ahora anotan nuevas coordenadas
donde aterrizar kilómetros más allá. Se afirma
un cementerio de antiguos terraplenes. El lecho
parece un cascabel de latas de 350 mililitros
de la más ordinaria de las ordinarias de las cervezas:
los zorzales pestañean ante el desperdicio, pero
recogen con náusea la provisión de profilácticos
desdeñados por la debacle nocturna. Cierta vez,
el activista Javier Prol echó sus maldiciones
por un réquiem servido en bandeja. La calle 526
lleva su nombre. Para quienes la transitan, se trata
sólo de una señal rumbo a la boca de la nueva
autopista. Por ahora, lo que queda del macadán
siquiera propone un stock para cerámicas.
Y aquellos que aseguran el pronto surgimiento
de las napas, desconocen de un cúmulo de razones
para detener la caravana del riacho. Oscuro.
Más de 30 ordenanzas no pueden detener el avance
de las aguas, mientras el arroyo es una pastilla
sublingual que se desliza por debajo de la city,
a la busca de cuidados menos intensivos. Nadie
cruzó el lecho legamoso, y hasta los dioses
y el insigne Rocha, aguardaron en vano la llegada
de nuevos mandamientos. No innovar. Se regresa
al punto en que una nueva denuncia, será
pregunta en la respuesta. Quien crea de ahora
en más, deberá vadear la orilla de los vivos
y cuidarse (en puntas de pie, sobre superficie líquida).

de Cuando salí de La Plata


Clorindo Testa, por Julio Llinás

Transcripción de la aventura
Llámese Langlois, Matta, Asger
Jorn, Götz, Testa vive su espacio
en la aventura que fecunda.
Buceador no siempre afortunado,
a pesar suyo mantiene una distancia
protectora, higiénica hacia el espíritu.
La andanza se convierte como si
nada en isla, y en la que fabrica
su propio oxígeno Clorindo.
Igual si fuese un orador acercándose
a un buen discurso, ya reconocido,
y de oídas se aproxima a la palabra
sin demasiada conmoción, porque sólo
basta con pronunciarla.
Vaho polar su alfabeto de tejido.
Eliminará de la obra lo superfluo,
alejará hacia un constante rondín
la tragedia entre sus pieles de loción.
La textura igual que un campo de batalla,
fragor de cañones se alimentan bajo
el humo de la pólvora, rebosando los pulmones.
Cierto pudor en testimoniar el cadáver
del pintor. Lo mismo del saqueo,
la concentración, digo, de Clorindo.
Oleo sobre tela, con cierto grado de abstinencia.
La posesión decante en él
ninguna gracia.

de La impresión de un folleto


La canción del salbutamol

Esta madrugada salí a buscar una farmacia
de turno y encontré una en medio de un barrio
que a determinada hora es más una invitación
al asalto seguro que un panorama del costumbrismo.
Todo estaba detenido. Ni un alma, salvo la mía,
o un tipo con un bolso saliendo a laburar a esa hora.
Compré el medicamento, lo utilicé y me sentí mejor.
Pero caminar diez cuadras en esa soledad de la noche
(ida y vuelta, es decir, 20 cuadras), donde todo puede
pasar, jamás volvería a hacerlo. Sólo un pecho agitado
logra volverte un bibelot inconsciente que camina
entre los despojos de una nada que siempre parece
amenazante. El farmacéutico me atendió. Es más,
abrió la puerta de su negocio, a sabiendas que era un loco
desesperado que a esas horas lo que quería era sólo
calma en la noche. No había otro plan, porque
dada mi desconfianza natural los últimos recursos
son los que se abandonan, se extinguen, no necesitan
de visitantes inesperados. Pero ahí estaba, limpia,
aséptica y ordenada mi solución. Y el hombre
me escuchó en guardapolvo, como todo maestro.

de Deje un mensaje después del tono


*

Entrevista, dos momentos

Aunque venías trabajando desde la década del ’80, comenzaste a publicar en los primeros años del 2000, donde corrientes como la poesía de los ’90, el neobarroco o el objetivismo ya habían operado cambios en la tradición poética argentina. ¿Dónde te ubicarías respecto de esa o de otra tradición? ¿Pensás que tu poesía reconoce algún antecedente concreto? Digo esto porque la primera impresión del que ingresa en tu obra es que se trata de algo fuertemente disruptivo.

Yo empecé a publicar a comienzos de este siglo porque antes no había encontrado qué tipo de escritura me satisfacía, y porque, a decir verdad, no la sentía sólida. Todavía no sabía qué hacer con las influencias. Algo había hallado en Horno, que es un librito de 1995, pero publicado catorce años después. De todas maneras, como sucedió desde ese texto hasta el momento, no quise repetir esquemas donde me sentía cómodo. A fines de los ’80 y en casi toda la década del ’90, yo trabajaba mi escritura como un pequeño laboratorio personal y donde las chances de publicar me parecían remotas, por no decir inexistentes. La Plata era un páramo editorial y cultural, y salvo con algunos escritores aún en ciernes (Horacio Fiebelkorn, Carlos Ríos, Esteban López Brusa, Juan José Becerra, Miguel Dalmaroni, Carlos Eguía, y no muchos más), no tenía mucho contacto con otros pares. Además, era un absoluto inútil en el arte de mostrar el material que estaba escribiendo. Desde fines de 1999, principios de 2000, ocurrió algo que me cambió para siempre la percepción que tenía de las cosas: uno, el nacimiento de mi hija Olivia; y dos, la obtención del segundo premio (junto con Laura Wittner) del concurso organizado por Diario de Poesía y la revista Vox. Ese premio lo ganó el enorme poeta, y amigo chileno, Germán Carrasco. A partir de ahí, pasé de ser un “hombre de la cultura”, un esporádico editor y un eterno escritor no publicado, a tener cierto relieve no sólo en mi ciudad, sino en otros centros de promoción cultural de la Argentina. Había asomado la cabeza. Pero lo decisivo de ese premio fue la indudable calidad del jurado. Me sentí por fin leído, sobre todo por gente cuya experiencia en la escritura y en la literatura eran absolutas. Por Diario de Poesía estaban Daniel Samoilovich, Daniel Freidemberg, Mirta Rosenberg, Josefina Darriba, Daniel García Helder, Martín Prieto y Ricardo Ibarlucía; por Vox estaban Gustavo López, Sergio Raimondi, Mario Ortiz, Marcelo Díaz, Omar Chauvié y Mirta Colángelo. Ahí me di cuenta que pocos escritores de mi ciudad, o de cualquier otra, tuvieron el privilegio de ser reconocidos por un jurado de semejante estatura. Eso me dio una confianza definitiva en lo que ya estaba produciendo. Porque el cambio más grande, a partir de ese reconocimiento, no fue sólo encontrar cierta solidez en la escritura, sino en el modo de leer y de producir crítica y autocrítica. A veces, un golpe de suerte es un golpe de confianza.
Con respecto a si me ubico en la estela de alguna tradición a veces pienso que soy un escritor de poesía sin origen ni tradición, aunque eso no es exactamente cierto. A medida que iba leyendo y conociendo otros escritores, contemporáneos o no, sumaba puntos a mis influencias, que son tantas como tradiciones la cruzan. Cuando publiqué Guatambú, gracias a Tsé-Tsé, del amigo Reynaldo Jiménez, fui tomado como un neobarroco. Algo de esa corriente, ya en retirada en ese momento, existía en ese libro, que fue fundamental para mí. Pero en ese trabajo había también un centrifugado de objetivismo, poesía social, científica, periodística, secuencias cinematográficas, el rock, etc. A Guatambú lo veo como un libro que funciona como un manual de escrituras a punto de dispersarse en varios fragmentos, que luego serán textos literarios autónomos. En aquel momento yo había tomado contacto con José Kozer, un poeta descomunal que me abrió sus brazos sin conocerme, y de ahí llegué a Víctor Sosa, luego a Octavio Armand, después a Verástegui, siempre bajo la generosidad de Reynaldo Jiménez y del enorme Aníbal Cristobo. La tradición que puedo llegar a reconocer está en las lecturas, luego de ser pasada por la zaranda de la escritura. No encontraba tradición alguna en la poesía que se producía en mi ciudad, a pesar de tener aún vivo a un poeta enorme como Horacio Castillo. Pero yo me movía como si viniera de ninguna parte. Después, casi inmediatamente de obtener uno de los premios de Diario de Poesía-Vox, pude tomar contacto con mis contemporáneos (la mayoría eran más jóvenes, y que, con el paso del tiempo, se volvieron más contemporáneos), lo que me hizo leer y apreciar mejor la poesía de la llamada Generación del ’90 y de los que producían otros pares latinoamericanos, con los que ya había entablado algún contacto. Y todo gracias al desarrollo de internet, lo que de ninguna manera constituye un dato menor. La verdad es que, a partir de ese primer libro publicado, Guatambú, permanentemente pensaba en huir de cualquier etiqueta previsible, no por nada especial, sino por una predilección innata, ingenua, de sentirme un creador autónomo desde la escritura. No se trata de un movimiento racional, pensado, calculado, sino del resultado de lo que mejor me salía hacer en ese momento. Además, existe un dato insoslayable, vergonzante se diría, y es que, por una razón extremadamente disparatada, me negaba con insistencia a leer a Borges. Es decir, lo había leído, pero no me había metido en él, y eso se debía a que intuía que existía una zona de inclusión, cierta especie de campo magnético letal que me iba a aplastar como a una cucaracha apenas me internase en su mundo. Desde luego, esa posición era una estupidez de considerable volumen, por donde se la mirara. En los últimos años pude reparar en parte esa tozudez colosal y supe leerlo a mi modo (de vez en cuando, claro, casi a escondidas), aunque ya sin barbijo.

*

— En una entrevista de hace unos diez años decías que no eras un escritor de poemas sino de libros. ¿Seguís pensando lo mismo? ¿Podrías ampliar ese concepto?

Sin duda, y cada vez con más firmeza. No soy un coleccionista de poemas. Eso dejé de hacerlo a principios de los ’90, y de ese trabajo sólo sobrevivió un solo verso, incorporado en un poema de uno de mis libros. No impugno a quienes les salga así, porque muchas veces terminan en libros maravillosos, pero a mí me interesa que un libro tenga un concepto, incluso temático, que lo sostenga. El poema es una construcción autónoma, claro, pero en conjunto se vuelve parte de un colectivo estético, un libro, que a veces se mueve en forma inconexa. Y pensar un libro y llevarlo a cabo, con decisión y cierta organización de ejecución, equivale a pensar un mundo cuya fecha de vencimiento lo determina el siguiente tomo por escribir. Por eso mis libros son distintos entre sí (otros no, seguramente), porque suponen llevar adelante un programa en desarrollo cuya conclusión se agota cuando se fatiga el eje temático. No siempre me interesan las mismas cosas al mismo tiempo. A la colección de poemas la veo como una reunión donde el fin primordial es exhibir lo que uno pudo escribir en determinado lapso de tiempo; para traducirlo, es como si uno se dijese: “esto es lo que me salió hasta hoy”. Y me parece (por supuesto, esto es discutible) que un creador se debe organizar desde un discurso propio donde una estructura de pensamiento agote como pueda los alcances de sus posibilidades. En Guatambú, eso se efectuó desde el estallido de los géneros, de los mecanismos de la lengua; en la trilogía del arte plástico o los catálogos pictóricos, en Tres impresiones, desde los mecanismos creativos de la pintura; en esa tetralogía involuntaria de la intimidad (Hotel Babel, Piazza Navona, Noticias de la belle époque y Nevermore), desde los efectos de la separación con la madre de mi hija; en Geminis, desde mi relación con mi hermano mellizo traspasado por las vacaciones en Monte Hermoso; en Cinco por uno, el afán de resolver cómo se escribe un libro directamente político pero con instrumentos del hipertexto. Y así sigue. Se trata de estrategias de ejecución del acto creativo. Eso es fundamental para que la voz sea reconocible desde las cenizas de los proyectos.



Mario Arteca (La Plata, 1960)

Escritor y periodista radial y gráfico. Fue parcialmente traducido al inglés, alemán, francés y portugués.

Poesía
Guatambú, Buenos Aires, Tsé-Tsé, 2003
La impresión de un folleto, Buenos Aires, Siesta, 2003
Bestiario búlgaro, Bahía Blanca, Vox, 2004
Cinco por uno, Bahía Blanca, Vox, 2008
Cuando salí de La Plata, Buenos Aires, CILC, 2009
Nuevas impresiones, Chile, La calabaza del diablo, 2009
La orquesta de bronces. Poemas ex-yugoeslavos, Mar del Plata, Goles Rosas, 2010
Horno, La Plata, Al Margen, 2010
El pekinés, Buenos Aires, Determinado Rumor, 2011
Vinilo, São Paulo, Brasil, Lumme Editor, 2012 (edición bilingüe)
Circular, São Paulo, Brasil, Lumme Editor, 2012 (edición bilingüe)
Géminis, Bahía Blanca, Vox, 2012
Arteca + Yrigoyen, Guayaquil, Fondo de Animal.2012 (libro compartido con el poeta peruano José Carlos Yrigoyen)
Circulante. Antología personal, Ediciones Liliputienses, Cáceres, España, 2012
Irish Republican Army, Maldonado, Uruguay, Trópico Sur Editor, 2013
El pronóstico de oscuridad, Buenos Aires, Bajo la luna, 2013
País imaginario. Escrituras y transtextos: 1960-1979 (En coautoría con Maurizio Medo y Benito del Pliego), Madrid, Amargord, Colección ONCE, 2014
Hotel Babel, Buenos Aires, Añosluz Editora, 2014
Yo no tengo perro (Plaquette), La Plata, Demasía Ediciones, 2014
Piazza Navona, Buenos Aires, 27pulqui / Vox, 2014
Noticias de la belle époque, La Plata, Club Hem, 2015
Hotel Babel. Primera versión, Guayaquil, Ruido Blanco, 2015
Nevermore, São Paulo, Brasil, Lumme Editor, 2016
Tres impresiones, Buenos Aires, Añosluz Editora, 2017
País imaginario. Escrituras y transtextos. Poesía Latinoamericana 1980-1992 (En co-autoría con Maurizio Medo y Reynaldo Jiménez), Madrid, Ay del seis, 2018
Los poemas de Arno Wołica, Buenos Aires, Caleta Olivia, 2018
Deje un mensaje después del tono, La Plata, La Comuna Ediciones, 2019
Un mal sueño sin sonido, La Plata, Edulp, 2021
Poemas, Santa Fe, Ediciones Arroyo, 2021
Falso vivo, Richmond, Estados Unidos, Casa Vacía, 2021
El segundo asombro y otros escritos, La Plata, Pixel Editora, 2021
La luminosidad de los sábalos muertos (antología), Buenos Aires, Miño y Dávila, 2023