La claridad silenciosa
Una lectura La clase de griego, la novela de la escritora surcoreana Han Kang, a partir del valor nuclear de la antigua lengua griega, que pone el relato en un punto de orientación hacia la poesía.
Por Alessia Carboni
La Clase De Griego es un libro escrito en voz baja, como si no quisiera interrumpir, pero cuya resonancia permanece mucho después de haber cerrado sus páginas. Es una obra densa, impregnada de filosofía, melancolía y delicadeza. La autora, galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2024 “por su intensa prosa poética que confronta traumas históricos y expone la fragilidad de la vida humana”, según la Academia Sueca, despliega aquí esas mismas cualidades: ralentiza el ritmo, envuelve con cada frase y crea un hechizo íntimo que deja al lector suspendido entre sus páginas. En esta novela, Han Kang despliega una prosa contenida y precisa, casi ritual, para narrar lo inefable: la pérdida del habla, la pérdida de la vista y la pérdida de la identidad.
La clase de griego reúne a dos personajes que, desde sus propias fracturas sensoriales, se han ido apartando del mundo: una mujer que ha dejado de hablar a raíz de una afasia selectiva, y un profesor de griego que enfrenta una pérdida progresiva de la visión. Entre ellos surge una intimidad silenciosa, forjada desde la vulnerabilidad compartida y en el gesto poco común de recurrir a una lengua antigua como intento de reconectar con el mundo, aunque sea desde el desarraigo. Ambos eligen el griego antiguo, lengua que ya no vive entre nosotros, como una forma de conexión simbólica. En ese idioma, precisamente por su fuerte carga de memoria y pérdida, encuentran un refugio intemporal, un espacio de comunicación alejado del presente. Él lo enseña, ella lo aprende. La mujer, cuya identidad se diluye incluso en la narración, donde nunca se menciona su nombre y solo la conocemos a través de la tercera persona, fue editora literaria, profesora, y también publicó poesía, antes de que la vida la desarmara. El divorcio, la pérdida de la custodia de su hijo y la muerte de su madre la arrastraron a una segunda afasia, un silencio ya conocido que había vivido por primera vez en su adolescencia. Fiel a su estrategia del pasado, busca recuperarse a través del aprendizaje de otra lengua. Esta vez, elige el griego antiguo como un gesto deliberado de reapropiación: una lengua que no exige hablar del ahora, que no la confronta con el dolor inmediato del presente. Esa elección, intencional, le ofrece consuelo. Aprenderla es para ella una forma de seguir viva, pero a cierta distancia del mundo actual.
El profesor, por su parte, avanza hacia una ceguera inevitable. A medida que su mundo exterior se apaga, comienza a habitar cada vez más en sus recuerdos, como si se entrenara para vivir en un espacio sin imágenes, viendo sólo lo ya visto. Su relato en primera persona revela cómo esas memorias se convierten tanto en refugio como en herida abierta. Revivir lo vivido también implica volver a sentir el sufrimiento de lo marcado. Su presente se vuelve una repetición de todos sus pasados. La discriminación sufrida por su doble identidad cultural, producto de una identidad dividida entre lo coreano y lo alemán, el desarraigo constante, los vínculos con sus padres, su hermana, ese amor inconcluso: todo reaparece como un torrente. A lo largo del libro, estas memorias se despliegan en cartas y soliloquios que revelan un cúmulo de emociones no resueltas. El mundo que le queda por habitar, uno sin imágenes, será un territorio formado por recuerdos visuales que ya no se renuevan, sólo permanecen.
La estructura narrativa intercala la tercera persona de ella, lo que acentúa aún más la sensación de distancia y despersonalización, con la primera persona de él, íntima y confesional. Este contrapunto construye un umbral entre lenguas y sentidos, entre formas distintas de habitar el dolor. En esa frontera, donde el habla se vuelve imposible, emerge una conexión sutil a través del lenguaje no oral: los gestos, los toques, los silencios. A medida que sus mundos interiores comienzan a entrelazarse, hay momentos en los que parecieran rozar ese otro plano que Platón llamó el mundo de las formas: un lugar ideal e invisible que trasciende la realidad imperfecta que habitamos. El libro menciona explícitamente las ideas del filósofo en varias ocasiones, y no como referencia decorativa, sino como parte del entramado conceptual que lo sostiene. Lo que, en apariencia, podría ser ausencia, la voz que no pronuncia, la vista que se extingue, se convierte en la fuente de una sensibilidad distinta. “Cuando se pierde un sentido, los otros se agudizan”, dice la intuición popular. Han Kang parece partir de allí, pero no se detiene en la lógica de la compensación, va más allá. Propone la posibilidad de habitar aquello que antes no se percibía, de entrar en contacto con lo que solo puede sentirse cuando algo más desaparece.
Esa decisión está lejos de ser casual. En Han Kang hay una conciencia poética que atraviesa su forma de escribir. Su elección de palabras no busca simplemente narrar, sino convocar imágenes que se deslizan hacia la metáfora. La clase de griego, leída con la sensibilidad afinada por la poesía, revela mucho más que una historia sobre pérdidas sensoriales o vínculos improbables, se convierte en una reflexión profunda sobre el lenguaje como frontera entre el yo y el mundo. Aunque se presenta como una novela, su estructura y tono se acercan al poema en prosa: cada ritmo es medido, y la sintaxis insinúa más de lo que declara. Las imágenes como la nieve persistente, la ciudad laberíntica, el griego antiguo, el pájaro frágil, se repiten con una carga simbólica que las eleva, insistiendo en su naturaleza poética. En la escritura de Han Kang hay una devoción casi mística por la forma, una atención minuciosa a las palabras, que revela que lo que está en juego va mucho más allá de narrar una historia. El griego antiguo con su peso filosófico y su linaje mitológico no aparece como simple recurso estilístico, sino como una lengua que abre un espacio donde el lenguaje se vuelve umbral. Su presencia añade nuevas capas de significado, ampliando la dimensión simbólica y mística de la novela.
Ambos protagonistas se mueven en los márgenes: ella, entre la palabra y el silencio; él, entre la luz y la sombra. La novela los coloca en un umbral, donde dos mundos se rozan sin fundirse del todo: lo visible y lo invisible, lo dicho y lo no dicho. Por eso el relato roza lo alegórico. La ceguera no es solo una falta de visión, el silencio no es mero mutismo. La memoria se dibuja como una casa que resguarda, pero también como una celda que encierra. Para ambos, el recuerdo es a la vez sostén y prisión, materia que los vincula y los limita. Y en ese vaivén entre lo que fue y lo que no será, descubren una especie de presente compartido.
La historia no concluye con alivio ni redención, pero sí con una especie de claridad silenciosa entre los protagonistas, una comprensión íntima, difícil de poner en palabras. Es probable que el lector no haya sentido nunca algo parecido, y por eso quede suspendido en una ligera confusión. Pero tras atravesar esta novela, tal vez esté un poco más cerca de entenderlo, o al menos de reconocer su posibilidad.