Estado de gracia. Diario del regreso, de Edgardo Zotto

t_diariodr_ezottoDiario del regreso
Edgardo Zotto
Rosario
Ivan Rosado
2015

 

 

 

 

Por Carlos Battilana

El título tentativo de este libro de Edgardo Zotto (1947-2014) fue Diario del colapso. El autor lo cambió por otro: Diario del regreso. El volumen se publicó bajo el cuidado de Sonia Scarabelli, quien organizó los papeles inéditos y el orden de los poemas. Escrito en los meses previos a su muerte, el título finalmente elegido le otorga un matiz de esperanza y revela una suerte de agradecimiento por su propia existencia. El “regreso” designa la vuelta a la vida y las horas en que todo se torna posible otra vez, amparado por el dinamismo del presente y la luz del futuro. Si bien hay poemas que expresan el fastidio a raíz de una terrible enfermedad (“Te vas, Vida, sin mí”), la luz de la mañana, la cercanía de sus seres queridos y la lectura placentera son el sostén de sus últimas horas, afectadas por las cirugías y las drogas medicinales. En ese acotado límite de enunciación, esa experiencia promueve una fe (“el madrugador/ se despierta contento/ y la llegada de las primeras hebras/ le anuncia que ese día/ puede ser bueno”).

El libro contiene dos epígrafes: “Leve es la parte de la vida que, como dioses, rescatan los poetas” (Luis Cernuda); “Las mejores ganancias deben pasar la prueba de la pérdida” (Emily Dickinson). Por un lado, ambas citas se interrogan, explícita o elusivamente, por el vínculo entre la experiencia y la escritura: ¿qué puede registrar un poema? Por otro lado, reflexionan sobre la noción de la pérdida que, paradójicamente,  trae una ganancia de otro signo, y también una especie de saber que se atesora. La disolución de los vínculos amorosos, la fugacidad del tiempo, la evocación de un lugar que ya no está pueden transfigurarse y “rescatarse” poéticamente en tanto esos elementos han pasado por “la prueba de la pérdida”. La escritura constituye, en la concepción de Zotto, un modo gozoso del acontecimiento. Acontecimiento estético y epifanía de lo que ya no está. Al leer el poemario, nos percatamos de que la experiencia registrada más que orientarse hacia el abismo del final, se dirige hacia la manera en que se ha vivido: la vida experimentada como una posibilidad de asombro y como una forma de celebración (“Nada de lo más mínimo,/ ni un átomo de lo que nos lleva/ a ser esto que creemos haber elegido,/ podría haber sido hecho/ sin una pequeña gota,/ (…) de eso que llaman locura”). La curiosidad por todo aquello que se aproxima no deja de ser un signo de vitalidad. La condición moribunda implica reconocer de manera realista que no serán posibles muchos más días. Pero ese tránsito aun vale la pena. Maurice Blanchot escribió: “La sobriedad de las grandes agonías serenas es un rasgo placentero. Morir bien significa morir con decoro, conforme a sí mismo, y respetado por los vivos. Morir bien es morir en su propia vida, orientado hacia la vida y no hacia la muerte, y esta buena muerte indica más cortesía hacia el mundo que consideración por la profundidad del abismo”.

Diario del regreso se niega a la cristalización y al discurso elegíaco; la exploración del presente es una forma de la gratitud, e incluso un reconocimiento por el dolor asimilado, como si se tratara de un saber indeleble. Si hay balance en estos textos, no tiene un sentido definitivo ni cerrado. Lo provisional es un estado de paradójica plenitud que representa la apertura hacia formas inexploradas de la existencia. Los poemas que refieren los avatares de un individuo en su habitación y en su lecho de enfermo recuerdan a un escritor al borde de la muerte. Recuerdan, nada menos, que a Héctor Viel Temperley. El famoso fragmento de Viel en el que señalaba que estaba en “éxtasis” y que se dirigía hacia un sitio desconocido (“Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”), reaparece en la poesía de Edgardo Zotto. El cuerpo se invoca como el mapa de una posible exploración: una exploración fisiológica atravesada por la dolencia, pero también por el reconocimiento de algunas sensaciones: “Ahora puedo decir/ que voy conociendo mi cuerpo.”

La tensión es la base enunciativa del poemario: una tensión, sin estruendo ni patetismo, análoga a la de un exquisito film de suspenso. El lector asiste a las horas de un hombre que pisa campo minado, pero que procura tomarse las cosas con calma, pensar en sus seres queridos (la esposa, las hijas, Ulises, el perro que es “la alegría y el entusiasmo”) y disfrutar las pequeñas horas del mundo (las horas de la mañana, preferentemente, que el poeta no dejó de registrar a lo largo de su obra: “Me gustan todas las mañanas.// La de ayer, las que vendrán/ y sobre todo esta” (Lo que sé del fuego (2013)). Por eso, frente a la máxima incomodidad y el límite más duro que puede soportar un ser humano, Edgardo Zotto elige escribir. El autor –quien empezó a publicar después de los 50 años– no puede dejar de hacerlo (“Vivo en estado de escritura”), aun en circunstancias extremas. La escritura define la figura de Edgardo Zotto en tanto ese acto de enunciación es equivalente a su oxígeno: “escribo mejor en la inestabilidad,/ en lugares incómodos,/ en la belleza del rincón inesperado.”

José Martí, uno de los más grandes poetas latinoamericanos, fue un artista que, como pocos, escribió de cara a la muerte. Más que una nefasta premonición, la aceptación de los hechos irreversibles fue un intento por tornar coherente la experiencia de su vida: una ética y una reivindicación de lo viviente: “Ya es hora/ de empezar a morir. La noche es buena/ para decir adiós” (Versos libres). En forma análoga, la poesía de Edgardo Zotto (breve, minuciosa, abierta a la atención del minuto) proyecta, sin alzar la voz, un signo de vitalidad, allí, donde las pequeñas cosas del mundo laten incesantemente.

 

Textos de Diario del regreso

Gloria

 La nochera laica,
devota de la Virgen de Fátima,
que viene del Fisherton pobre,
lee y, muy alta la madrugada,
me dice: “Duerma, Edgardo,
sólo tiene
que cerrar los ojos y dormir”.
Le digo: “Lo hago,
pero no me duermo”.
“Pídale a Dios”, me dice.
“No me contesta”, digo.
“Él no habla, obra”, dice.
Y me duermo.

 

Distancia

No me han sacado del mundo.
Me alejé unos metros
y eso parece tener sus ventajas.

 

El trabajo de una piedra amarilla             

Sale el sol. ¿Cómo es posible
que todavía se sorprenda,
si  llega cada vez, casi a la misma hora,
entra en cuentagotas, como en puntas de pie,
al cuarto cercado de papeles sueltos y entre tapas?

Sin embargo, el madrugador
se despierta contento
y la llegada de las primeras hebras
le anuncia que ese día
puede ser bueno.

 

Uno de Tolstoi, por la mañana

 Para empezar elijo
los cuentos por sus títulos.
Después de despertarme
a las seis abro la ventana
que mira al río. Pienso
en aprovechar el día
y su luz primera.

El cuento de hoy es:
“¿Cuánta tierra necesita un hombre?”

 

Nómade

No se pregunta por qué vuelve a partir,
cuál es la razón, por qué vuelve a viajar
sin necesidad concreta.

Se responde:
porque puedo volver.

 

Placeres reencontrados

Volver a escuchar
las voces de siempre
en la radio conocida
mientras aparece el río
desde la ventana del amanecer.

Volver a Funes
y que te reciba a los saltos,
Ulises, el perro más cantado,
para dar la vuelta a la manzana,
dos pies, cuatro patas pisando
el profundo colchón de hojas secas,
mientras suena la voz de todos
los perros del barrio,
que crean una música
repetida y añorada.

Entrar a una parroquia pobre
de barrio humilde,
y ahí encontrar a los vecinos,
un puñado,
hincados como si fuera
parte de su naturaleza
el silencio.

 

Sobre la no elegía

A mis amigos que me lo recuerdan,
les digo que no me dejen escribir
una elegía para Ulises.
Para mí es y será
la alegría y el entusiasmo.


 

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