Alejandro Mendez Casariego. Pieles rojas

Pieles rojas, de Alejandro Mendez Casariego, Villa Mercedes, Editorial deacá, 2017

(Pieles rojas)

Hay fotos que muestran
a niños con tocados de pluma
y las caras pintadas en señal de guerra
esos chicos entienden que lo que hacen
es una parodia de otras vidas
creen que son, pero saben que no son
los pieles rojas destinados a morir
a manos de un enemigo
mejor favorecido por la historia

Pero eso no les roba el heroísmo
de la batalla librada hasta el final
hasta el momento en que el último cae
asido al estandarte
eleva el grito final a wakantanka
el espíritu del búfalo
y establece un triunfo definitivo con su muerte

Ya saben algo de eso
porque lo han visto en blanco y negro
entre los relámpagos de una luz inestable
en imágenes que no pueden mentir

Algunos de esos chicos crecieron
odiando al carapálida
y aunque la vida los llevó

a celebraciones iluminadas por cristales
a existencias ordenadas y prolijas
aunque en apariencia sólo sean amaestrados
elementos del mundo que disuelve
sus antiguos alaridos de combate
en ellos cada tanto refucila
la mirada de Caballo Loco, agitando su hacha

Allí también, en los salones
en que se casan sus hermanas
y se reparten los tantos
un anhelo latente les nubla la mirada
y como dijo alguien
se les escapa el indio

Brutales eran
esos indios malos
chocante su cosecha de cueros cabelludos

Allí, en los años tempranos
se abren los caminos
Siguen habiendo cowboys que protegen su hacienda
y su familia
y pieles rojas que quieren existir
mientras aún pasten
búfalos en la pradera

Cada niño que ya está siendo hombre
elige su trinchera
a veces para siempre.

 

(Huellas)

Cálido y sofocante, el reflejo de la luz solar
se inflamaba hacia el oeste
Marchábamos a paso apurado o trote lento;
al galope sólo en circunstancias
Y hoy aunque lo intente
no puedo recordar qué calzábamos
para andar entre las piedras y los abrojales
Sí recuerdo las rodillas huesudas
los moretones como testimonio
de acciones temerarias. Cuando la pendiente
demandaba el esfuerzo nos asíamos
de los arbustos apenas aferrados
a salientes precarias, bordes filosos
que escalonaban el cerro, tajeándolo
a distintas alturas. No debía haber senderos:
esa era la condición
del que contaba la historia
que era siempre uno. Porque todo sendero
era algo descubierto,
un final conocido, y se trataba de dejar
nuestra propia huella de serpiente
en territorio virgen. Desde el punto de destino
no debían divisarse viviendas, ni cables telefónicos
no debían escucharse susurros de las cosas humanas
ni ronquido de motores
Toda rutina de los días comunes
era olvidada. Percibíamos, o creíamos percibir
el ronroneo furtivo del puma
el grito del carancho
que giraba hambriento sobre el monte
el siseo apagado de la yarará
el trictras del alacrán
apenas sonoro entre los yuyos
Allí, en el punto extremo
en algún momento de la tarde
el que estaba cansado decía no hay nada más allá
Este era el fin de nuestro mundo
Era triste el regreso, pero a medianoche
acurrucados entre sábanas tibias,
la luz del pasillo señalando
que estábamos a salvo, agradecíamos
secretamente y con vergüenza
no ser del todo lo que creíamos ser.

 

N. del E. Selección: Valeria Cervero.


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