Estoy tranquilo
(Buenos Aires, Mansalva, 2018)
Los perros
Es cierto que todo animal tiene algo extraordinario. Pero cariño, comida y atención, no todos. Un labrador duerme enrollado en la puerta de entrada de una casa con rejas. Hocico blanco, collar de metal y tos. Ausente o sereno, por los ojos se nota que es manso. El perro es sin fin. Pero este parece encerrado en sí mismo. Siempre está solo.
Una perra de la calle descubre olor a pis en el cemento trabajado por el sol de un patio. Tantas cosas de la tierra en un cantero y el arrullo del viento. Una perra de color miel esmeralda que huele baldosas en posición de alerta y el pasto crece al borde de sus bigotes. Cuando estudia el rastro de otros perros su respiración se profundiza. Al dormir, para mantener su hocico caliente, se lo tapa con las patas. Parece que capta frecuencias en el aire. Ladra, bufa con su hocico y una bruma de patios flota en la tarde cuando escucha suspendido en el aire el rumor de los motores de los autos que pasan. Raspa sus uñas contra el cemento y pierde pelos en primavera. Se comunica. Entiende o ama. Otros seres vecinos reparten su atención.
Como el perro blanco que duerme en la calle. Una aureola abandonada cuelga alrededor de sus ojos saltones. La expresión del hocico perdida y la cola cortada en forma de rulo. Parece que no tuviera ningún problema. Su cuello es corto en la intersección de la nuca y el dorso largo, sin declive. Los muslos anchos, las orejas dobladas, la cabeza huesuda y cuadrada. Es de contextura amplia. Cuando empieza a clarear, sale a buscar comida. Revisa con el hocico las bolsas de basura en las esquinas o las del barrido municipal, tal vez buscando una rata muerta cuyo cuerpo podrido está mezclado entre las hojas.
La perra negra corre y ladra, al mismo tiempo, a motos, bicicletas o autos que pasan por la esquina donde duerme. Salta, acá y allá, chumba a ladrido pelado. Primero aparece el perro blanco. Después la perra negra. Tienen crías en una calle cortada, debajo de un árbol. Después la castran. Las patas le quedan chicas y engorda un poco. La llevan a una quinta en Tortuguitas. Al tiempo, ella vuelve al barrio. Dicen que se orientó por el olfato. ¿Cómo hizo para volver desde tan lejos?
Cuando ladra parada sobre sus cuatro patas agita la cabeza hacia abajo, como si en cada ladrido se agachara un poco. Los del perro blanco, en cambio, suenan lejanos. Como el eco de un eco.
Unas manchas blancas en el pecho, los dedos separados y las uñas moradas. Duerme con el perro blanco en una cucha de cartones y tablas de madera. También duermen desparramados en la vereda o donde los agarre el sueño. Cuando el sol pega fuerte se echan a la sombra de los autos, sobre el asfalto. También se acuestan debajo de un Renault 12 oxidado.
Algunos vecinos dejan para ellos restos de comida en recipientes de plástico. Toman agua de un bidón grande cortado a la mitad, al lado de un árbol.
Un caniche, histérico, tiembla cuando la perra negra pasa por el hueco de rejas que la encajona. Es una estabilidad nerviosa que pasea por el barrio sin horarios fijos y huele.
Los ojos perdidos de la perra negra escarban y olfatean. Se arrastra contra el suelo boca arriba para rascarse el torso. Lleva olor a tierra y sol. Cuatro patas sin dientes de adelante y andar torcido.
Un día, después de diez años de vivir en esa esquina, al perro blanco lo atropelló un auto. Una vecina lo llevó a su casa y no volvió a dormir en la calle. La perra negra, rodeada de cajas de cartón corrugado, se quedó en esa esquina, como esperándolo. Primero a dormir abajo del auto arrumbado en las esquina con las gomas cada mes más bajas. Después, en la puerta de entrada de la casa en la que viven los chinos del mercado. A veces se levanta y me sigue cuando vuelvo al barrio. Le acaricio la cabeza un poco y entro a casa.
Son como una barra en dos, tres cuadras. Lola, mordida por el tiempo, arrastra su cuerpo cuadrado de bóxer y gira el cuello para mirar a Mora, una dóberman de buen olfato y pezuñas repiqueteantes, orejas en punta y pico tijera.
También están Moncho y Caio. Moncho apareció en un stud, cerca del hipódromo de San Isidro. Renguea. Camina dando saltitos pendulares. Tiene el tamaño de un conejo. Es imposible precisar la variedad de matices que atraviesan sus ladridos. Come pasto y después vomita. Lo hace todo el tiempo. Da un poco de asco. Con intención matinal, espía por la hendidura de su ojo derecho marrón. Caio es de mucho soñar, poco ladrar y buen dormir.
En las noches hace chiflete en la cortada de una calle. Pasa un perro que no tiene adonde ir y cuando levanta frío apura el trote, mueve la cabeza para todas partes como si quisiera encontrar algo. El ladrido de los perros desde el fondo de la noche donde los gatos buscan restos comida y los perros buscan el ladrido de otros perros. Prendí un grabador para registrar esos ladridos.
Muchos avisos de animales perdidos dan precisiones inútiles, como: «Se perdió por la mañana, salió corriendo de Sánchez de Loria y Constitución (Boedo) detrás de un perro para el lado de Caseros (Parque Patricios)». Una perra se asustó al explotar un globo en el planetario y desapareció. Mezcla de cocker y bretón. «Es muy miedosa y no sabe estar sola», decía el afiche.
Las descripciones son a veces precisas: «Blanca, ojos marrones, flaquita, parecida a un siberiano». O innecesarias: «Catorce años, castrada, alegre, se lleva bien con otros perros. Es buena con los chicos. Quizás no se acuerda cómo volver».
Algunos ofrecen recompensa y otros anuncian animales encontrados: «Collar de cuero rosa, no se deja agarrar». También animales buscados: «Estamos buscando a la gata del cuartel. Se llama Laura, es gris atigrada con rayas negras. Responde a su nombre o la variante Laurita. Es una gata dócil, se acerca si alguien la llama».
Javier Fernández Paupy (Buenos Aires, 1981)
Es Lic. en Letras por la UBA, y ejerce la docencia. Dirige la editorial Palabras Amarillas. Publicó El último cíber (poemas, Rosario, Ediciones del Trinche, 2018); La gota seca (relatos, Monte Grande, La Carretilla Roja, 2017); El pasillo más angosto (relato, Buenos Aires, Spiral Jetty, 2015); El manoseo y la soledad (teatro, Buenos Aires, Cencerro, 2014); El cangrejero (novela, Buenos Aires, Mansalva, 2012); Cosas por el estilo (poemas, Buenos Aires, Letranómada, 2010).
- Sitio del autor. Palabras Amarillas
- Textos. «Donde sangran los bambúes» / «Copi, imaginación y violencia» / «Andrés Caicedo lo supo»