Sin corazón no se puede mirar el río/ El río y otros poemas, de Jorge Aulicino

t_elrio_j_aulicinoEl río y otros poemas
Jorge Aulicino
Buenos Aires
Barnacle
2019

 

 

 

Por Marcelo Leites

“El corazón, ese órgano al que metafóricamente le adjudicamos los sentimientos y que pareciera estar situado entre el cuerpo y el alma”. Se trata de uno de los versos de “El río”, que Aulicino atribuye a Santa Teresa de Ávila; que no escribió ese verso; pero sí escribió que: no sabemos amar y que la oración es un impulso del corazón. Este recurso retórico –poner en boca de Santa Teresa lo que autor está pensando– se utiliza en algunos poemas del libro y resulta muy convincente; de ese modo, el poeta dialoga también con Andrade, con Manzi, con Quevedo o con Lamborghini (con este último, en “Mímesis”, un poema espléndido, ácido, de una ironía corrosiva), como si estuvieran vivos, como si estuvieran hablando con él, ahí, en el río: el uso del presente del Indicativo y la alternancia entre el tuteo y el voceo, ayudan mucho en ese sentido.
No recuerdo ningún poema de otros libros de Aulicino donde hable del río, con la excepción del río Paraná, que aparece mencionado en el primer poema de Cierta dureza en la sintaxis; pero aquí le dedica un libro casi entero. El río consta de una serie de 28 poemas numerados, sin títulos. Tan difícil como asir el río, es asir la voz en esta poesía y no porque no haya una voz; sino que pareciera que la intención es no tener voz determinada, un tono de emisión definido; sino más bien demarcar un territorio, que está conformado por una multiplicidad de elementos. Quizá el estilo de Aulicino sea no tener un estilo; el lenguaje se amolda a la materia descripta o narrada, y fluye de un modo natural, como el cauce del río.
La presencia de personajes históricos como el General Quiroga y del pintor Cándido López, y el uso del pasado en varios poemas indican que no sólo está hablando de los ríos actuales, sino de lo que pudieron haber sido dos siglos antes; de modo que los ríos son y no son los mismos, así se convierten en una proyección imaginaria del poeta.  Ya en el primer poema nos sitúa temporalmente: habla con “el amigo” Olegario Víctor Andrade, quien escribió «La vuelta al hogar» en 1870: habla con un verso y se contesta, en presente; pero enseguida habla de grúas electrónicas y de barro industrial; esa alternancia entre el pasado y el presente es una constante en el libro.  No es sólo el pasado, sino lo que quedó de ese pasado en el presente, lo que no quedó, lo que se corrompió o se perdió para siempre.
Otra referencia histórica es la de 1840, año en que Garibaldi estuvo en Gualeguay (Entre Ríos) –poema 14–, por donde corre el río Gualeguay. Este río y las islas del Delta (poema 13) son excepcionales; en el resto del libro se habla del Uruguay, del Paraná y del Río de la Plata.
El color rojo (16) del río (por su semejanza con el óxido) que describe Aulicino, me hacen pensar más en el Uruguay que en el Paraná, que es más barroso. Sin embargo, el Uruguay, es sobre todo azul; considerando el reflejo del sol en el agua.  En el poema 18, Aulicino escribe: “El río en verano es un espejo del cielo” y Aníbal Sampayo en una célebre canción dice: “el Uruguay no es un río, es un cielo azul que viaja”. El río Uruguay es muy claro y limpio. Tiene arenas muy blancas (también a esto hace mención el poema 1). Nace en Brasil, entre las sierras de Santa Catarina, corre sobre un lecho de sílice y conserva su transparencia hasta que sus aguas se confunden con las del Paraná y desemboca en el Río de la Plata. El Uruguay y el Paraná recorren toda la provincia de Entre Ríos, litoral argentino; y son paralelos.  De estos ríos habla Aulicino:

¿Te puedes imaginar dos grandes ríos que corren
paralelos ladeando provincias para formar esta bestia
que parece apacible?

Supongo que la “bestia” es el río sin orillas del que hablaba Saer: El río de la Plata. Esta es una de las pocas referencias hidrográficas directas que hay (la otra es un poema dedicado al río Paraná, en «Añadidura», la segunda parte del libro); y una última, en la que menciona la ciudad entrerriana de Federación (la vieja, que quedó hundida bajo el agua, del río Uruguay) (poema 20).  Sin embargo, no hay una mención explícita de los nombres de los ríos. Cuando alude al río, menciona sus efectos y atributos: el barro, la erosión del agua, el río rojo, tecnología que se oxida en la costa, un dudoso titán, río templado y fecundo; blanco, leche turbia, de amplitud cósmica, un cello sordo, una gran pantalla, plenamente abierto, una helada ráfaga de gotas infinitesimales. Sobre la “imposibilidad” de hablar del río, en el poema 7, escribe:

El río da que hablar… (pero) sólo
permite que hagamos las sinuosas realidades.
Poemas que no nacen de él…
Nada de un mísero instante puede ser narrado
… Sombras doradas las palabras
Se tienden sobre el río y le dibujan cortezas
De aquel fresno, que no le rozan la superficie.

El río, en realidad, es un pretexto, o más exactamente un lienzo blanco, el de la página, para las reflexiones, especulaciones y cuestionamientos del autor. Un embarcadero con las maderas podridas, se vuelve objeto sobre el cual reflexionar sobre la corrupción del tiempo, que es el de la erosión del agua sobre la madera; hasta que el objeto se vuelve sujeto: “uno se ve de pronto/ algo más ligado al ambiente de la madera” (poema 3). Es notable en este poema, como la primera persona del singular del indicativo se desplaza hacia el uso del impersonal.
El río, los ríos de Aulicino están en las antípodas de los ríos del legendario Juan Laurentino Ortiz. Donde Ortiz ve aura, Aulicino ve inundación, contaminación o decadencia. En el poema 4, escribe: “…y toda/ epifanía habida sobre el río la enterramos”. ¿Y qué otra cosa sino una epifanía es “La orilla que se abisma” y toda la poesía del bardo entrerriano, en general?  No hay lírica en esta poesía, no hay “éxtasis” en el río. Las cosas que se ven y se describen son exactamente eso. Nada más ni nada menos; es una poesía postclásica, según la nomenclatura de Javier Adúriz y donde el mismo autor ubica su poesía (ver cita del poema 16, más abajo).  Ortiz, como buen impresionista, tenía algo de romántico. Aulicino ironiza, en algunos pasajes sobre el romanticismo, o lo acepta, a las cansadas, pero corriéndose de ese lugar, poniéndose en el lugar de lo estrictamente real, salvo por su color, que es el de la página:

Miremos el río: el río da para todo.
El río siempre da lugar a todo. Y quizá todavía
a la eterna niebla romántica en la que resuellan las sombras

(poema 5)

*

Rojo el río…
Y de recuerdo está hecho el pensamiento romántico…
El romántico río es orgánico, pesado,
real, invulnerable. En esta versión postclásica…
es en cambio blanco, va sin zozobra ni pathos
hacia otro río que a su vez conducirá este
y otros hacia un mar gris o marrón y tanto
o más taciturno, pero vacío, que el cuadro
romántico litoraleño en que el río es
sangre e invierno.
(poema 16)

De cualquier modo, no todo es realidad, derrumbe, vacío, óxido, corrupción de la materia. Además, hay ángel, nos dice el autor, nos dice que nunca es desangelada la materia (12). Ahí sí se conecta con el poeta entrerriano, aunque desde una especie de fe racional, si es que esto fuera posible. “…no hay dalias…y…cualquier visión/ del mundo nos va apartando de ella” (9), y ahí otra vez se distancia; porque Ortiz fue un visionario del río; tanto como para reinventarlo en su escritura. Ahora bien: donde Laurentino ve “hadas”, él ve “brujas”. La cita está alterada; Ortiz habla de “las hadas en los leños” (en el poema: “Sí, mis amigos habláis de rimas…”). Aulicino reescribe: “Consideremos las brujas de los leños, del poeta entrerriano” (poema 5); supongo que debe creer como yo que las brujas son mucho más irresistibles que las hadas (Cfr. con el delicado poema: “Lágrimas de una bruja joven”, de la segunda parte). Ortiz, escribe: “Escuchad el canto. El agua choca contra el sauce caído/ y deshace bajo la luna toda su red melódica:/ canta un triunfo sereno e iluminado”. Y Aulicino: “El río… no escucha cantos: los envuelve, los diluye, los lleva”. Sin embargo, el autor reconoció haberse inspirado en ese poema-río que es «El Gualeguay», de Laurentino, para la escritura de este libro.
El amor es otro tópico poco frecuentado por Aulicino.  Y creo que en este libro tiene una presencia mayor si lo comparamos con los libros de Estación Finlandia (que reúne su obra desde sus inicios hasta el año 2011), donde creo que vale la pena detenerse para establecer analogías o simplemente antecedentes. Todo lo que pude encontrar está en las citas siguientes: En Máquina de Faro, el poema “Pasa el heraldo del amor… consciente de su fracaso”. En un poema de Hostias le habla a Dios y le dice en uno de los versos: “Padre, nos diste el amor que ya agrietó los huesos”“El amor, una curiosa y simple necesidad”, dice la amante que habla en La línea del coyote. En La ciudad de los estoicos, escribe: “En los labios se gasta la palabra amor”; y en otro poema de La línea del coyote: “(Y cuando dormís conmigo en el cuarto de los biombos… el pensamiento se quiebra en tu cuerpo…)”. Pero hay un poema en La caída de los cuerpos, dedicado al novelista Dashiell Hammett, donde parece haber una respuesta a la concepción del amor del autor. Ahí leemos:

Porque literariamente toda mujer es impenetrable
deja un gusto a metal sobre la lengua.

Obsérvese que, si quitamos el adverbio, queda el hecho desnudo y cierto de que toda mujer es impenetrable; y, por el verso siguiente, quizá, el de haber sido abandonado. Quiero decir que todas estas citas y las que vienen de El río, apuntan a determinar —en una poética evasiva de los significados lineales y con enunciados que, aunque emitidos por la primera persona del singular o plural, resultan impersonales— cuál es la importancia que el autor le concede al amor, que, sin duda, es uno de los dones más preciados que nos han legado: una dicha, sí, pero también una agonía. Porque alguna vez, amamos —nos decimos—, alguna vez nos amaron —nos decimos también—; pero y ¿después? ¿qué pasó?, ¿dónde quedó ese amor? ¿Habremos amado demasiado? ¿Nos habrán amado demasiado? Los amores en la poesía de Aulicino son amores contrariados, imposibles, fracasados o no correspondidos.
En El río, el amor aparece en varios versos, en los finales de los poemas 12 y 17 y en el poema 24 (íntegro), para no hablar de «Carpe Diem», «El Paraná» y «Lágrimas de una bruja joven» (poemas que integran “Añadidura”, la segunda pare del libro). Pero veamos los que mencioné de El río, de la primera parte del libro, que es de la que se ocupan estos apuntes. Aquí tenemos un ejemplo, donde el autor en la máscara de Quevedo, se habla a sí mismo: (y para borronear aún más su “presencia” en el texto, usa el indefinido: “alguno”):

¿No le parece que mi complicado conceptismo
es el mismo que se habla…
en el interior de las casas cuando alguno intenta
decir el amor por cuerpo y alma y cómo
no puede con ella —la que sea— porque
cuerpo y alma en tal alto grado
se fundieron que es imposible explicarle qué ama,
por qué la ama, por qué no puede
representarla ni en rima ni en metáfora y
sin embargo, duerme con ella, ve comer su boca, la recuerda
cómo la vio —pero no la vio— la primera vez?

(Poema 12)

Antes de seguir, entre paréntesis digo que el “conceptismo” de la poesía de Quevedo se podría aplicar también a esta poesía; aunque eliminando la estética propia del barroco y dejando sólo en pie la asociación compleja de ideas. Naturalmente que, gracias al procedimiento de las máscaras, esto es hablar en boca de otros autores, se produce un distanciamiento o un extrañamiento que hace difícil asociar tan fácilmente lo que dice el poema con el autor, identificación que resulta mucho más pertinente en la lírica; y en la poesía neorromántica, en general; porque Aulicino puede ser muchas cosas, pero no es lírico y mucho menos romántico. De todos modos, creo que aun a pesar del distanciamiento y la impersonalidad utilizados como procedimientos en su poesía, no resulta desatinado pensar que en este caso se trata de lo que le pasa a él con el amor, más que a Quevedo. Y luego hay dos poemas, donde parece haber una idea del amor más ligada a la experiencia del autor, mediada —también— por el río y un mimbrero; pero el recurso que usa, la hipálage, remite directamente al autor, ejemplo que está en dos versos del poema 24, uno de los puntos más altos del libro:

Como un amor que se estrangula a sí mismo,
así es el río.
El amor no se tolera a sí mismo y sólo lo tolera
el que pesca con tanza, el de pocas luces

(24)

Y el último ejemplo, está en el poema 26, en el verso: «El hedor de un amor al final». Y aquí no puedo dejar de citar los últimos versos de “El Paraná”, de la segunda parte, que quizá corroboren de un modo más nítido lo que he venido diciendo, porque en ese poema no hay duda de que el emisor es el mismo autor, tampoco hay duda de que está hablando del amor y del dolor de la pérdida:

Y algo en vos me dijo que me habías olvidado.
No que empezabas a olvidarme
sino que me habías olvidado para siempre,
irremediablemente, ahí,
como si no existieras en ese momento.
Como si nunca hubieses existido
.

Fue a propósito de Borges que alguien señaló que las críticas que hacía de ciertos autores eran, además, autorreferenciales; como si dijéramos: un modo de defender su obra, un maestro en quien apoyarse. Lo mismo hace Aulicino, cuando habla de su bienamado Alberto  Girri: «Girri, uno de los más altos exponentes de una línea reflexiva y especulativa en la poesía argentina, y el más alto, si se considera América latina. Era un poeta extremo, para quien toda efusión sentimental constituía un “ornamento” (el texto completo puede consultarse aquí). Atributos que se pueden aplicar también a la poesía de Jorge Aulicino: es reflexiva, especulativa y no cae en la efusión sentimental ni en los ornamentos. Es una poesía despojada, densa y objetiva, en el sentido que hasta los sentimientos están objetivados, como el resto de la materia del libro.  El río es un libro muy valioso, para leer con atención y lentamente, escrito por uno de los poetas argentinos más relevantes de la actualidad. Cierro con tres versos antológicos, aunque resulte reiterativo, porque son hallazgos y tienen la belleza de lo verdadero:

Sin corazón no se puede mirar el río.

*
De recuerdo está hecho el pensamiento romántico.

*
Como un amor que se estrangula a sí mismo,
así es el río.

 

Algunos poemas

El río

3

¿Qué necia circunstancia me puso a mirar el marco
de un cartel a esta hora, y tras él maderas podridas
de un embarcadero? Sé cómo se puede vivir
en la Luna; encararía a alguno y le diría
“mi ataraxia es una nube que descendía tanto,
tanto, sobre una canoa”.
Puedo estar ausente de esto, y de todo, diría,
pero hoy me persigue esta madera, en esta veo
la sustancia del momento pegada a ella, como si
transpirase de ella, y todo embarga y fascina,
no impide la vida, sino que uno se ve de pronto
algo más que ligado al ambiente de la madera,
el marco del cartel, la casa del embarcadero
sospechoso: se ve absorbido por un implacable
Maelström, del que nunca volvió nadie, y si volvió
tenía algas pegoteadas, papeles deshechos
en la cara. Es “una multitud de despeñaderos” *
y eso solo es inimaginable.
Pero a ser eso tienden esta madera gris y sus
resquebrajaduras. El tiempo la trabajó allí.
Poner se puede un ancla en el río, pero no hay
ancla que impida el avance del mal tiempo sobre la
madera y que las nubes respiren en ella, rastros
se pierdan en la madera.

* Poe.

 

5

Tratemos de que todo se maneje con la mayor
displicencia, remontémonos a cuando Jude el Oscuro
veía Wessex del color del barro, un atrevido
campesino enamorado del saber y de un terrible ángel,
arrastrado como el propio libro en que todo esto se narra,
por la oscura decadencia de la burguesía encerrada
en un mal entendido Evangelio.
¿Cómo no evocar los buenos tiempos de los grandes lobos,
el Medioevo en el que todo es barro, pero se sienten
los latidos de un oscuro prodigio bajo los pies?
Consideremos las brujas de los leños, del poeta entrerriano,
¿una pervivencia de aquel mundo, anárquico de
visiones, del artesanado? ¿Y por qué no, y por qué no?
Consideremos cuán libre era la imaginación bajo el
feudalismo y cuánta épica emoción había aún en
los bosques. Miremos el río: da lugar a todo.
Siempre dará lugar a todo. Y quizá todavía
a la eterna niebla romántica en que resuellan las sombras,
los cazadores sombríos y los hombres fiera
—hay todavía luces de unas ventanas iluminadas.

 

24

Como un amor que se estrangula a sí mismo,
así es el río.
El amor no se tolera a sí mismo y sólo lo tolera
el que pesca con tanza, el de pocas luces.
Es mejor, decía, pescar en la oscuridad.
evitar la pasión, que termina en oscuridad.
Y no con absurda caña, sino con tanza, cordel
que tiembla sobre el costado del dedo,
que presiente la gravitación del pez.
El río no se tolera a sí mismo, por eso
se abre, se aparta de todo, lleva
lo que encuentra, que no es mucho, pero
no desespera, se abre más, porque esa es la ley
de la llanura, sobrevolada por loros.
Todo canta a su alrededor. El río lo consigue
pero no escucha cantos: los envuelve, los diluye,
los lleva.
Liberado de pasión, no de amor, el río no es él mismo.
Una gota de vino cuelga a veces del labio
del pescador, se embriaga apenas, a veces.
Pero no pregunta lo que no comprende.
Apagó todas sus luces, como el río,
al que iluminan apenas el farol de una canoa,
los astros.

 

Añadidura

El Paraná

¿Era hacia vos que iban las flechas del holocausto
que cada día el sol nos regalaba
al caer?
¿Como si esa belleza fuera una condena que rabiaba contra vos,
siempre desde el río? Una frontera.
¡Cómo amamos el río!
Lo que vendrá mañana será, ya lo sabemos, menos consistente.
No sabemos en qué grado, pero menos, siempre,
hasta hacerse tenue, indeciso, prolífico, final.

Se te regalaba con rabia el sol,
daba todo para iluminarte de rojo,
pero te golpeaba.

Y algo en vos me dijo que me habías olvidado.
No que empezabas a olvidarme
sino que me habías olvidado para siempre,
irremediablemente, ahí,
como si no existieras en ese momento.
Como si nunca hubieses existido.

 


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