Jorge Chiesa

El combustible necesario

Inéditos

Snowland, 1991

Pasados diez años
de los días y noches ardientes de la quema,
la bahía de Punta Mogotes amaneció cubierta
de fecunda y silenciosa nieve,
transformando el complejo balneario
en una inmensa estación polar
desoladamente rusa,
y a pesar de haber mostrado esa mañana
una rotunda intención de permanencia,
solo encontraría
con el correr de las horas
fugacidad;
la misma que renueva
con exiguos movimientos de apostador
el que apuesta lo mucho o poco que le queda
a un acontecimiento extraordinario
pero en rigor tan absurdo como cualquier otro,
pongamos:
nieve de nuevo cayendo
sobre la playa de la bahía,
nieve cayendo de nuevo
dentro de uno,
y ese suceso deslumbrante significara
algo más sólido que un mero avatar del clima;
la oportunidad de internarse en el bosque
para buscar
con manos desnudas
ramas,
mientras se piensa en el calor
de una fogata encendida;
suspendidas las manos
entre el frío y el calor de las llamas,
un espacio abierto
hacia la credulidad y el asombro.
La necesidad de hundir las manos
en los bolsillos de un sobretodo viejo
no importa si incluso
comido por las polillas,
pero que mantenga el cuerpo al abrigo
de los vientos helados
que azotan la cabaña frente al mar
en la que sería bueno pasar
todo un invierno.
Y juntar ramas,
cortar leña,
alimentar el fuego;
para que haya bosque,
para cambiar de piel,
para que la nieve siga cayendo
más allá de la mente,
pero como si algo pudiera encenderse
por dentro todavía
y eso hiciera una diferencia,
contra toda evidencia,
más o menos duradera.

Los balnearios

Antes de volverse moles uniformes de cemento gris
los balnearios fueron viejas construcciones de madera
asomando su cansada estructura blanqueada por el salitre
bajo el sol cegador del verano,
como si de antiguos barcos se tratara
y que una marea extraordinaria hubiera llevado hasta allí,
varados entre médanos tapizados de uñas de gato
que hundían sus tallos en la arena,
protegiéndose plantas y dunas
en mancomunada resistencia contra el viento
los días de locura y dispersión.
Antes de conocer el nombre del progreso
los caminos de tierra se ramificaban en senderos estrechos
abiertos entre pastizales,
donde ratas negras y pardas compartían el espacio,
y había lagunas con tortugas de agua y peces atigrados
que cazaban insectos de colores deslumbrantes
a la sombra de los juncos largos
a los que las ranas adherían sus huevos;
y después de una noche lluvia,
con el sol de un nuevo día produciendo calor,
secando la cara visible de las cosas,
había que avanzar entre los charcos
llenos de renacuajos que cabían en la yema de los dedos,
con sumo cuidado,
atentos de no pisarlos,
como si todo dependiera de mantener un orden,
de no alterar la paz de un barro delicado,
porque de ahí veníamos,
de la misma clase de arcilla
con la que Dios se había manchado las manos
para hacer de nosotros algo perdurable,
una raza libre de pecado,
y que el agua de todos los mares no lavaría
ni en un millón de años.


La realidad no es algo que pueda demostrarse

Con qué lenguaje decir lo de uno
por más que suene algo raro,
hablar acerca de las cosas
pero sin dar en el blanco de las cosas,
aunque sí con el corazón en la mano,
de la verdad de la caricia
del animal equivocado
cuando lo único que hay,
del otro lado del río de la lengua,
es el comienzo de una zona pantanosa,
una extensión enorme y la impotencia,
al principio,
de hablar como queriendo avanzar en el barro.
Un sistema de comunicación
hecho a base de gruñidos y chillidos
que en su desarrollo se perfecciona,
por rudeza o sofisticación
hasta alcanzar las nítidas vocales,
las mismas que sirven para describir
la riqueza de un mundo de apariencias.
Eso que llamamos realidad
sabiendo que no hay espejo
de lo real.
Porque la realidad,
antes que un agua cristalina
donde verse reflejado
o algo que pueda demostrarse,
es aquello que suele
al fin y al cabo
desmoronarse.
Incluso en la más extrema pobreza
hay luces y sombras,
hay otros matices,
y si bien todo llanto merece ser escuchado
con qué lenguaje apaciguar
lo que solo se escucha
a través de su temblor.
Cómo explicar,
con qué palabras
aquel lamento;
que aquella mano salvaje
llena de calma
sea la misma mano,
nada extraordinaria,
de hoy.


El combustible necesario

¿Acariciaba un animal indefenso
o cargaba sin saber
el combustible necesario
que me permitiría años después
atravesar el desierto para llegar hasta vos
un día como hoy?
El combustible suficiente
para intentar escribirlo todo,
aunque eso significara
hundirme hasta el cuello
en las arenas movedizas de la noche
y narrar la confusión del que escribe
con la fuerza del sonámbulo,
de donde la cabeza vuelve,
al romper el alba,
extenuada pero llena de visiones
porque le ha sido dado ver,
de una vez y para siempre,
lo inaudito;
el momento único
en que el gran felino baja las garras,
ya desafiladas,
cediendo paso a lo desconocido,
a la criatura antigua
que deambula como perdida
sin reconocerse,
por las mismas tierras donde antes
cazó y procreó;
apartado ahora de su extensa prole,
eligiendo cuidadosamente el lugar
hasta que por fin lo encuentra
para echarse despacio
en un preludio tan trabajoso
que parece que tardará un siglo
en dejarse morir.
Quién diría que brotarían de mí
fuera de sí
estas imágenes.
Quién diría que llegaría a conocerte
bajo esas circunstancias
y de este modo.


Blanco

Paseando por la playa
excepcionalmente cubierta de nieve,
bastaría darse vuelta para ver
un sendero de pisadas blancas
y lo que no se ve:
un silencio tan grande
que no habría palabras para llenarlo.
Así de elocuente la blanca inmensidad
de una sala hospitalaria
donde los que esperan sienten el tiempo
estirarse o detenerse
según quien entre,
qué nombre pronuncie.
Lo mismo se extienden las horas blancas
con la espera de la llegada de las palabras
al encenderse la pantalla,
o mejor dicho,
el espacio luminoso
de la hoja simulada
detrás de la pantalla.
Como si la escritura se encendiera
del modo silencioso
en que se encienden de noche
los carteles luminosos de esas estaciones de servicio
que parecen abandonadas en medio de la ruta
y esa gente que no se sabe si está o no está
o hasta qué punto permanece
atada a esos lugares,
donde los camioneros
también ellos mismos
después de cargar combustible
encienden los motores de sus camiones.
Como si la mente también fuera un motor
que carga combustible,
que no descansa hasta que se apaga,
distinto pero no tanto
al modo en que se apagan las pantallas,
las hojas simuladas perfectamente blancas,
y los carteles luminosos de esas estaciones de servicio
que parecen abandonadas en medio de la ruta
cuando la noche comienza a disolverse
en la incipiente claridad del alba.
Momentos inciertos
que los camioneros eligen para detenerse
y apagar los motores de sus camiones
antes de que los venza el sueño,
decisión que puede marcar la diferencia
entre vivir o morir,
para volver a encenderlos
ellos también sorprendidos por la claridad,
o todavía de noche
en un despertar confuso,
a veces,
acerca del lugar en que se encuentran
pero definitivamente
en este mundo.
En el viaje de la penumbra
a la luz inaugural
de la vida inexplicada:
así una madre vaciándose
dándolo todo de sí,
protegiendo a la cría del virus
de la infección
de la amenaza,
a través del lenguaje apropiado
y con el santo remedio del agua
que a lo mejor no estaba tan fría,
porque era verano y puede ser que confunda
la temperatura de lo ocurrido
con su recuerdo helado.
Me equivocaría con todas mis fuerzas
si fuera posible
equivocarse de nuevo;
no para encontrar suavidad en el áspero pelaje
sino para asomarme al lavatorio de loza blanca
y verte,
aunque sea,
las manos.
Me servirían de apoyo,
me ayudarían a mover las mías,
a salir gateando
de este lugar desnudo,
tan grande
que no habría admiración suficiente para llenarlo.
Y sin embargo repaso tu caligrafía perfecta,
las líneas exactas de tus dibujos,
y porque te extraño,
te escribo,
con palabras intento tocarte.
Ahora cierro los ojos,
respiro hondo
como me enseñaste.
Para aprender algo nuevo
se necesita
una mente vacía.
Quiero vaciarme del todo.
Quiero empezar de nuevo.
Quiero que todo
sea blanco otra vez.



JORGE CHIESA (LA PLATA, 1969)

Es abogado y vive en Mar del Plata.

Poesía
Las nubes, Ediciones Municipio de Las Flores, 2019
Un invierno ruso, Olmo Ediciones, 2011
Los libritos, Goles Rosas, 2011
Nilsen, Ediciones Suarez, 2011
La pesquita, Dársena 3, 2007

Cuento
Dinamarca, Ediciones Suarez, 2011

Novela
El matemático nocturno, Bucarest, 2023
Tony, Clase Turista, 2012

Links
Poemas. En Los poetas no van al cielo
Video. En El poema de la semana