Todo lo que se hunde
Diego Brando
Córdoba
Vilnius
2018
Por Diego Sampo
La escritura de Todo lo que se hunde es la persistencia de un mismo acto de comprensión ya iniciado en Frontera, su primer libro, y es, además, una celebración. Ya en sus primeras páginas se advierte el advenimiento de un rito, donde la lengua es un campo de percepción y experimentación en la que un centro sensible advierte cada hecho que la naturaleza impone a su alrededor. Es como si al poeta, en la quietud de un páramo desolado, lo recubriera una atmósfera donde el lenguaje es el único medio que lo sostiene para sobrevivir. No hay oxígeno ni agua, solo una circunferencia sofocante a la que se sobrevive con la escritura. Es necesario cerrar los ojos para que esa celebración se lleve a cabo. Si lo percibido es una carrera inversa en la que el que llega último sube a un podio, Brando, camina para atrás, retrocede ante el vendaval que le sugiere el mundo.
Diego L. García anotaba: “Hay algo de Jim Jarmusch en la poesía de Diego Brando, algo de un ritmo que se va desintegrando, como un perfume que anticipa la añoranza”. Es que la morosidad de los primeros trabajos del cineasta con los que retrata la soledad es un símil de lo que leemos en sus poemas. Hay una atmósfera lejana que lo puede y lo satura, lo mide alejarse como si el foco de una cámara necesitara de un punctum para detenerse antes de disparar. La fragilidad con que los objetos practican su inmersión es la misma naturaleza equívoca de lo que se hunde y es una fragilidad constitutiva. Tal vez las acciones que definen ese ritual tengan que ver con la habilidad de la mano con la que aleja o acerca la lente para que la imagen de la palabra reluzca sobre la superficie. «Hay noche más larga, hay escarcha/ Y hay ramas e insectos que caen/ Como cuerpos eléctricos./ Y de fondo el silencio/ Sin el ladrido de los perros/ Ni el escándalo de los hombres […]. Aquí la poesía se vuelve un lugar múltiple de observación, pero una mirada del lenguaje ya no puesta en el significado sino carente de él. En efecto, después de la comprensión de un concepto, después de la palabra, adviene la realidad, el verbo, la conjunción del que observa y aquello que fue observado.
En Todo lo que se Hunde lo perceptible llega como tiene que llegar: cada cosa a su tiempo: a veces de manera vertiginosa, otras con retraso; desde esta multiplicidad de velocidades surge el sentido de una obra que se va hilvanando de a poco con la paciencia infinita de un artesano. Estamos ante un poeta que opera desgajando una realidad, partida tantas veces como se necesite. Hay territorios, materiales, objetos reunidos como actos celebratorios que si insisten en permanecer inmóviles es porque hay un conjunto de palabras que se deslizan de un lugar a otro, jugando un juego escurridizo fuera de la atmósfera del poeta. Sólo cuando el cansancio adviene el lenguaje se derrumba y el poema se levanta.
Es que un hacedor de magias y rituales es, ante todo, un profeta. A la manera de una Teogonía, hay en Diego Brando la práctica de un arte adivinatorio, una bola de cristal que lo circunda, como si el poeta estuviera en una cápsula presurizada y los fragmentos de la escritura flotaran por el aire antes de caer al papel. Como un Hesíodo de la contemporaneidad, el poeta no conoce la realidad de los materiales con los que trabaja, sino que los intuye, los advierte porque en ese juego residual de la materia las estaciones del año se le imponen, hay una (sobre)intuición señalada por pequeños rictus en apariencia disímiles que se superponen uno a otro como un trámite tanatológico, Los caballos escuchan a lo lejos/ las campanadas de la capilla/ y pisan el agua que humedece/ la tierra del campo./ Es momento de aprovechar y quitar/ las raíces que dejaron los árboles,/ mientras la amante espera y mira por la ventana/ al tiempo que cuenta un mal sueño […] . Hay un Yo que cuando parece entrar en la acción sale sin disimulo como un pretexto, queda rezagado para dar paso a una danza sintáctica donde los objetos con los que practica sus malabares, sus pausas, sus silencios, lo obligan o empujan a elegir lectores o a la negación misma de ser elegido. Hay un poema que Arturo Carrera le dedica a Girri:
¿No estaba también allí
En ese movimiento del enigma del ritmo,
Pulverizado en la sintaxis como un hilillo de
Azahar que en él tendía
Hacia la belleza de lo natural,
Como esa música de las sensaciones
Que anhela en la escritura la abolición
Del yo?
La práctica de Arturo Carrera en el poema es la de dar muestra de una posible supresión del Yo cediendo a la tentativa de una musicalidad que precede al primer impulso. Cabe la posibilidad de que a Brando la potencia de sus versos le hayan entrado por los oídos o por los ojos y bajados por la nervadura de sus brazos hasta la palma de la mano, como se tallan los poemas que disuelven sus imágenes sobre un suelo resbaloso y homogéneo donde la sacralidad de lo instituido se derrumba: «El día en que mueran los viejos,/ la iglesia del centro será/ un museo de luces alumbrando/ las paredes descascaradas/ y los animales pedirán comida/ directamente en las perreras». La No-práctica de una escritura del Yo, la indiferencia de lo Uno como presencia, como principio trascendental, se le oculta al hombre debido a su propia intención, cuando la condición epifánica se produce ésta parece más un inicio que un descubrimiento; la escritura termina siendo siempre la huella infinita cuyo trazo es lo único que merece el estatus de lo sagrado, para todo lo otro está la práctica de lo profano: «Con nosotros no hay futuro/ como tampoco hay paraísos/ que cubran este suelo, lejano/ de tanta agua y tanta nieve».
Paul de Man afirmaba que el lenguaje poético sólo puede originarse nuevamente, una y otra vez: esto es siempre parte del aprendizaje, pero por esa misma razón, incapaz de proporcionar otra fundación a aquello que postula que no sea la intención de la conciencia de practicar un relevamiento de las cosas sumergidas. He aquí la paradoja que plantea la lectura de Brando, aceptar esa facilidad es el índice de nuestro deseo de olvidar.
De Todo lo que se Hunde
10
Vierto el agua del jarro
y abro un camino en el césped.
Mi cara y la luna se reflejan
y surgen los pensamientos,
no es en vano el destello.
Mañana cuando salga el sol
y todo se haya secado,
buscaré mi rostro
en la tierra seca.
En su memoria dejaré un lirio,
una invitación a la tormenta.
13
Hay un silencio de catedrales
y un búho atraviesa la noche.
Grazna y me recuerda
que no hay descanso en los ojos abiertos,
que el corazón lleva años latiendo.
Y que no se detendrá hasta el diluvio,
hasta que entregue con mis manos
la memoria que abandoné en el campo.
Soy el hombre peculiar que fuma
y ve en el humo el deseo de una mujer
calcinada como una flor en el verano,
mientras su propia cabeza se asemeja
a una piedra suelta sobre el asfalto.
Erro por los suburbios y veo el fogonazo
de mis huesos sobre la niebla.
5
No tenemos ánimo
para levantarnos y ver la nieve,
derrotados como estamos
en la cama del suburbio.
Un pueblo pequeño
y la gracias de Dios
de haber construido capillas
por todas partes,
aunque confesarse sea aquí
una rareza, la piel extinta
de un buey donde no hay bueyes.
El día en que mueran los viejos,
la iglesia del centro será
un museo de luces alumbrando
las paredes descascaradas
y los animales pedirán comida
directamente en las perreras.
Con nosotros no hay futuro,
como tampoco hay paraísos
que cubran este suelo, lejano
de tanta agua y tanta nieve.
Más información y textos de Diego Brando en las siguientes entradas de op.cit.: «la otra naturaleza», sobre Frontera, por Diego L. García / «soportamos las bromas de un dios urbano», poemas.
Links
- Reseña. «El ritmo de lo que se hunde», por Diego L. García, en Solo Tempestad
- Poemas del libro. En Low-Fi Ardentía / Poesía (revista)
- Entrevista. «El poema es un destello», por P. Verón, en El Furgón