Una burbuja en el pico de una botella
Tamara Domenech
Buenos Aires
Eloísa Cartonera
2020
Este artículo es el prólogo del libro
Por Daniel Samoilovich
Yo desconfío de las direcciones.
Las sorpresas están en todas partes.
Tamara Domenech
Dos dimensiones juegan con tres dimensiones, se intervienen mutuamente: los dibujos en los márgenes de una hoja de cuaderno son seres vivos, que mueren si son tachados por un maestro implacable; pero también el propio cuerpo puede ser una especie de hoja en la que se escribe como se escribe en un cuaderno de deberes. Se escribe “Pelos x Tamara” en la axila, y Tamara queda transformada en una obra, o un animal-obra, o un texto de tres dimensiones.
Se puede dibujar sobre los cuerpos como se puede dibujar sobre las hojas, pero las hojas también pueden hacer dibujos. Las que se desprendieron de un árbol este otoño son capaces de pintarse rostros a sí mismas con una fibra.
Todo está aquí animado: los barriletes buscan un piolín, los cordones de zapatillas caminan por los cables de luz. Los sonidos pueden transformarse en palabras, de solo andar, sueltos, en el viento. Los verbos son activos y presentes: todo es acción, incluso los sueños y sin decir “agua va” se pasa de un plano a otro, de una dimensión a otra. La guía se extravía, la brújula está loca, el sentido sólo puede ser hallado por asalto, por casualidad. La lógica es, sobre todo y todo el tiempo, la lógica del objeto encontrado.
Las expresiones ready-made o prêt-a-porter también servirían para describir esta lógica: se trata de cosas que están listas para ser llevadas con uno, o, mejor, es uno el que está –el que debería estar– dispuesto a llevarse todo a casa, pues cualquier cosa abandonada puede ser –es– alhaja, maravilla.
Qué lejos estamos, sin embargo, de lo real maravilloso de cierto surrealismo: no hay en estos poemas y dibujos una profusión de imágenes, una realidad adornada con metáforas pensadas para sorprender. La imaginación no actúa aquí en virtud de un programa, sino de una necesidad, de una propensión que lleva a veces, incluso, a la pesadilla. Porque la imaginación aquí te tiene, te lleva, y en ese dejarse llevar está la intensidad, la absoluta seriedad del juego. Estos textos muerden y no sueltan: si se dice de alguien que tiene zapatos que son campanas de vidrio, no se abandona esa imagen para pasar a otra imagen o metáfora: hay que andar con cuidado, porque estos zapatos transparentes pueden romperse, y un rato más tarde… los zapatos suenan y uno se despierta. ¿Qué tiene de raro? ¿No se había dicho ya que eran campanas? Resultado: el lector lentamente aprende a creer lo que se le dice, a creer que lo que se le dice es verdad, “la verdad de un imposible”.
La intensidad inocente: inocente de toda programación, culpable solamente de ser intensa. De esa intensidad, viene la felicidad del lector: viene por el envión, por dejarse llevar a través de ese paisaje donde el lirismo está en todas partes, en ninguno en particular. En el propio andar, en el propio abandono, quizás.
[Dibujo una moto…]
Dibujo una moto con plasticola rosa.
El papel vuela con el viento que me da en la cara, en la
espalda, los ojos lloran.
La velocidad de mis manos no me asusta.
Voy por un paisaje en el que los cables de la tierra se
conectan con el canto de los pájaros.
Es una intensidad inocente.
La seriedad me inquieta.
No busco llegar.
Viajo por una ruta de plasticola azul.
Cierro los ojos.
Con un par de guantes negros aprieto los manillares.
Qué canta el viento.
Qué quiero que escuche.
Nombro un monte de plasticola verde.
El cielo que enmarca el dibujo.
Mi ropa.
Un casco que se desabrocha.
Mi pelo hacia adelante.
Es mi pelo por todas partes del paisaje.
Abro los ojos.
No voy a caerme.
[Dispongo de una hoja…]
Dispongo una hoja de otoño en una pecera
en la que coloco un ventilador.
Si los muertos bailan no siento miedo.
Las palabras.
Mi madre a los 18 años dijo, estás loca.
Había hecho un objeto para que la belleza llorara.
A una cabeza de telgopor le delineé los ojos con
maquillaje y le pegué en la mejilla una gota de cristal.
Mi padre a los 18 años me fotografiaba con la cabeza rapada.
¿Festejaba así la rebeldía de la cabeza de telgopor comprado?
Pero no se quedaba conmigo. Yo no tenía las llaves de su corazón.
A mí me importan las sensaciones.
Más que la experiencia.
Las sensaciones hacen a la reflexión de una experiencia.
Ella es la depositaria de las palabras.
De los vivos.
A mí la muerte no me asusta si tiene un fin.
Como por ejemplo querer.
Yo quiero un baile sin compás.
Cabezas que desfilan dentro de mi cabeza.
El sonido es el de un corte con trincheta.
En dos. Padre y madre y al revés.
Así entiendo el contorno de mis sentimientos.
Las hojas del otoño esperan una mano que las levanten de
donde están.
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Página de la autora. Tiempo Dorado
En op.cit. «Nuevo orden», por Noe Vera