Once segundos / Carlos Aletto

Reseñas / Narrativas

Once segundos
Carlos Aletto
Sudamericana, Buenos Aires, 2023

Alerta de Spoiler

por Nicolás Guglielmetti

¿Cuántos segundos bastan para alcanzar la eternidad? ¿Puede reponerse una vida desde una fracción de segundo? Carlos Aletto no sólo condensa en el instante de la época la épica Maradoniana sino que trabaja en dos planos temporales: uno letánico con el que Maradona clavó una daga a toda la corona británica en forma de obra de arte y otro es plano el temporal que avanzó décadas entre los sueños  de dos chicos que buscaban tesoros en un basural e intentaban gambetear a la pobreza. Por un lado está el amigo del personaje principal, con sus condiciones futbolísticas como herramienta aspiracional copiando a su dios y el otro mucho más utópico, tratando de ser millonario con la literatura tras hallar entre los desperdicios de una ciudad que mira al mar, Las aventuras del Barón de Münchhausen.
En el medio está el despertar de los protagonistas que puede ser leído incluso como un manual de prácticas sexuales de los ochenta, una Mar del Plata que nada tiene que ver con representación que los turistas han hecho de ella, excesos, desamor y espacio para que un portal de fantasía se abra en forma de globo o paseo en bote en un lago de agua mansa como la personalidad de Chitoro.
La imagen de los diferentes Maradonas sobrevuela el libro  y los acercamientos a su intimidad son verosímiles gracias a los metadatos que Aletto repone para componer esta historia fascinante. Los chicos se buscan en las fotos en que Maradona visitó la ciudad, encaran empresas inviables y se juran fidelidad de hermandad hasta que sus senderos por diferentes motivos del destino se bifurcan.
Y el escritor crece, pone una librería, tiene hijos y casi pierde todo en un accidente doméstico con un generador con tal de seguir escribiendo. Maradona hace el gol y en ese mismo instante Muere y nuestro personaje que Aletto guía con maestría en medio de una camilla y a corazón abierto dará sentido a toda la épica que hasta ahí se venía desarrollando: vale la pena dejar la vida para hablar por los que no tienen voz.
En nombre de ellos y como buen Maradoniano y escritor pobre agradezco este libro. Sin duda mi vida a partir de él va a ser diferente y en un tiempo voy a dejarlo en algún lugar donde la literatura no vea la luz. Tal vez le salve la vida a alguien.


Once segundos (fragmento)

Capítulo 1

Treinta y cinco años después hoy vuelve a ser 22 de junio de 1986. Maradona ya murió una mañana de primavera que se fue convirtiendo, con el correr de los días, en una fecha sin milagros. A pesar del dolor todavía intenso, que por las noches horada el pecho e invade el territorio de los sueños, me sumo a los Durante para mirar en su casa, en vivo y en directo, el segundo gol a los ingleses.

Pasaron casi nueve minutos de las cuatro de la tarde, hora puntual en la que comenzó en el estadio Azteca el segundo tiempo. “Es lateral para Inglaterra”, dice el relator. El 2 inglés se para erguido. Tiene la pierna derecha flexionada hacia atrás. La puntera del botín está casi clavada en el horario que aparece en el ángulo inferior izquierdo de la pantalla. La figura del jugador —con camiseta blanca, medias y pantaloncitos celestes— inmóvil entre la hora y la raya del lateral parece la de un modelo vivo que va a ser esculpido con los brazos en alto sosteniendo la pelota.

En el preciso momento en que el horario en la pantalla de Canal 8 de Mar del Plata pasa de 16:08 a 16:09 puedo sentir que mi cuerpo se estremece, como si una corriente eléctrica en el aire anunciara un rayo. Los músculos de la espalda se agrupan en los hombros para escuchar el trueno. No cierro los ojos. El tiempo está en suspenso. Faltan un poco más de treinta y cuatro segundos para que Maradona les haga otro gol a los ingleses. Rayo y trueno.

Tiene razón mi amigo Daniel: no puedo vivir sin saber dónde vi el gol. No me puedo resignar a que todo esto no exista. No la jugada de Diego, que de todas formas quedará grabada para siempre en la memoria colectiva. Ni el gol que acaba de sacar de la galera hace un instante: estos cuatro minutos terminarán convirtiendo  indefectiblemente a Maradona en un héroe épico. Es verdad, no me puedo permitir que nadie conozca la historia que transcurre en los once segundos finales de la jugada, los hechos que nunca existirán si yo no los escribo. Por eso me sumo a ver el segundo tiempo en la casa de los Durante.

Hace veinte minutos, en el entretiempo, pensé en voz alta, delante de Daniel, que ya no quiero ser escritor:

—La cheta de Buenos Aires te dejó medio estúpido —me dijo mientras cruzaba el alambrado, encorvado, con la mitad del cuerpo en su terreno y la otra en el de mi casa. Yo le sostenía dos alambres: uno con el pie para abajo, el otro con la mano para arriba—. ¿Y quién va a contar nuestra historia? —me preguntó.

Recién ahí noté que había pensado en voz alta. Era verdad que María Laura, “la cheta de Buenos Aires”, como él la llamaba, me había dejado obnubilado (digo solo “obnubilado” para ser indulgente con el muchacho que fui), pero de ninguna manera le iba a confesar a Daniel que estaba hablando solo. Yo había dejado caer la idea sin ninguna convicción y se lo expliqué:

—Es una forma de decir, Dani. Como cuando vos gritás “me quiero matar” porque se te embarró un zapato.

Daniel se detuvo. Creí que iba a hablar. Me miró. No dijo nada.

“Alguien tiene que escribir la historia de los que no escriben”, pensé de inmediato, arrepentido, hace menos de veinte minutos. Esa es “nuestra historia” para mí. En ese momento él, ya en su terreno, me sostenía los alambres. Me desenganchó el pulóver para que terminara de pasar. En la casa de los Durante, en el preciso momento en que empieza la histórica jugada, todavía siento el pinchazo de la púa en la espalda. Duele.

En el transcurso de las décadas que llevo escribiendo, muchas veces me debatí entre si debía o no abandonar la figura de escritor y solo dedicarme a escribir. Esa tarde no era tan sofisticado mi pensamiento, seguramente me sentía desilusionado por el esfuerzo que me llevaba avanzar con una novela sobre María Laura o estaba enredado en el final de un cuento.

La pregunta de Daniel, “¿Y quién va a contar nuestra historia?”, quedó parpadeando como una lucecita de alarma en alguna parte de mi cerebro. Seguramente él se refería a escribir la historia de dos chicos de barrio que prometen encontrarse cuando sean grandes y uno de los dos se haya hecho millonario. Para él, esa sería “nuestra historia”. Daniel pensaba que yo ganaría mucho dinero siendo escritor. Por lo que voy viendo, sospecho que no será así. Me consuela imaginar que puedo dejar en la superficie de las páginas que escribo la historia de mi familia que, como todas, se terminará enterrando bajo el peso de las nuevas generaciones.

Por todas estas razones, y algunas otras íntimas, comienzo a contar esta historia.

Con Daniel y su hermano Mario solíamos pasar algunas tardes en el basural de Venturino. Era un predio de varias hectáreas que estaba cruzando el club Urquiza, mucho más al fondo de la ciudad que nuestro barrio. Antes de llegar a Batán. Eran unos campos donde los camiones de recolección arrojaban la basura y se formaban paisajes de coloridas montañas rodeadas de una extensa laguna que se creaba en una hondonada, que para ser charco era grande. De alguna forma era nuestro cerro de los colores. No digo de los siete porque mentiría si dijera que alguna vez me puse a contar las capas geológicas de mugre.

En 1979 recién empezaba a acumularse la basura. Alrededor se habían formado unas laderas de desperdicios que nos disputábamos los pibes. Íbamos con el entusiasmo y la esperanza con la que soñábamos visitar una juguetería. A los olores del lugar te acostumbrabas y terminaba siendo atractivo. Daniel decía que así como el blanco era la suma de todos los colores el olor del basural era la suma de todos los olores. Que por eso no era desagradable.

—Decir que el basural tiene mal olor es como decir que el blanco es un color feo.

La teoría se le caía a pedazos cuando encontrabas dentro de las bolsas gatos o pájaros muertos, o cuando arrojaban en el campo cadáveres de perros, caballos y hasta de vacas. Los hedores en el basurero se alteraban, se hacían insoportables.

Recuerdo que Daniel —por supuesto, sin haber leído nada sobre el tema—, cuando nos paramos frente a una vaca con la panza estallada de gusanos a la que le sobrevolaban moscardones, moscas y otros insectos, me habló de lo que más tarde leería en las Geórgicas de Virgilio. Me explicó cómo del cadáver de una vaca nacen espontáneamente todo tipo de insectos voladores y que en el campo se aprovechaban para crear enjambres de abejas. El titular de la cátedra de Latín, Armando Pérez González, quien años más tarde sería mi amigo, explicaba que esa creencia se llamaba “bugonia”. “Del griego βóς, buey, y γονíα, creación”, especificaba, mientras yo recordaba ensimismado a mi amigo de la infancia en los campos de Venturino, dándome esa misma explicación sin tantos nombres ni etimologías. La facultad me ayudó a ordenar los saberes que había ido aprendiendo y a poner un orden al desorden de las lecturas. Fue como acomodar en estantes, con etiquetas y fichas, todos los libros amontonados caóticamente en el suelo de la memoria.

En el basural también encontrábamos bolsas con libros. No eran muchos, ni interesantes, y los ejemplares no estaban en buen estado. Húmedos. Sin tapas. Con las hojas sueltas. Incompletos. Pero el concepto libro, el objeto libro, el sostén en papel de la escritura para mí, en ese momento, tenía un prestigio por sí mismo. No importaba el contenido. En el reparto del botín que hacíamos con Daniel, yo me quedé siempre con los libros, excepto con uno. Un capricho de mi amigo. Me pareció incomprensible en ese momento. No hubo forma de canjearlo. Ni la locomotora de lata que yo había encontrado, y él espiaba con envidia, lo tentó. El libro era de tapas duras. De la editorial Peuser. En muy buen estado. Algo de ese libro lo cautivó. Quizá el título: Las divertidas aventuras de un Mentiroso Barón. Quizá la tapa, que tenía una imagen ecuestre. Un jinete montando un caballo negro con las patas delanteras en el aire, como Tornado al comienzo de la serie El Zorro. En la portada aparecía un marco de distintas viñetas de la historia. El barón frente a la boca abierta de un cocodrilo gigante. El barón en una charla con un sultán. El barón volando en un globo aerostático. El barón huyendo de la boca de un gran pez. Tenía láminas en color. En la primera, el Mentiroso Barón volaba sujetado por hilos a una bandada de patos. Recién a finales de los ochenta, cuando vi la película de Terry Gilliam, descubrí que se trataba del barón de Münchhausen. Cómo olvidarla: Uma Thurman era la Venus de Sandro Botticelli. Ella aparecía desnuda dentro de un gran caparazón. Como una perla. Nos enamoró a todos.

Con el correr de las semanas, Daniel empezó a sentirse muy identificado con el personaje de su libro. Me hablaba todos los días de alguna aventura del Mentiroso Barón. Así lo llamaba él.

—No puede ser casualidad, Gordo. Es una cosa de locos. Dicen que la mentira es una basura. ¿Dónde encontré el libro? En un basural. La mentira será una basura, pero cuando nuestros padres no nos dijeron la verdad fue la parte más feliz de nuestras vidas. Es más: lo que más nos gusta, el fútbol, es un juego donde triunfa el engaño, la mentira, como en un partido de truco. Amagás para allá, pero salís para el otro lado, hacés que apuntás a un palo y le pegás al otro.

En su lenguaje poco académico y para nada eclesiástico, Daniel de alguna forma sostenía que el suelo del Paraíso Terrenal estaba fertilizado con la mentira. Repetía (sin saberlo, por supuesto) la idea bíblica de que el fruto del Árbol del Bien y del Mal era el conocimiento. Yo también, con el tiempo, me fui convenciendo de que la Caída del hombre fue, es y será el hecho maldito de conocer la verdad.

Daniel estaba muy entretenido con el libro del Mentiroso Barón y más creativo que de costumbre. Con los restos de una muñeca encontrada en el basural había hecho un autómata. Le atornilló un rulero en la espalda conectado a unos mecanismos que funcionaban con elásticos. Recuerdo la alegría que teníamos al ver que, al enroscar los elásticos en el rulero, el juguete empezaba a mover las piernas y el brazo que le quedaba. Le había improvisado una prótesis de plástico para reemplazar el brazo que le faltaba y una luz de linterna en el ojo tuerto, conectada a una pila dentro de la barriga. Tenía un aspecto siniestro que nos enamoraba.

Disfrutábamos de nuestras búsquedas y hallazgos. Una tarde fuimos con Daniel al basural con la esperanza de encontrar alguna pelota. De goma, de cuero con o sin cámara, de plástico. No importaba. La gente las tiraba y solo era cuestión de repararlas. Estábamos cansados de lidiar con la fragilidad de las medias de nailon rellenas de papel de diario que se desarmaban a la cuarta o quinta patada y se hacían pesadas después de haberlas embocado, un par de veces, dentro de algún charco.

En el cielo no había una sola nube. Un cielo celeste de septiembre que envolvía el basural como una campana de cristal. Desde dos o tres puntos del campo se elevaban delgadas columnas de humo. Llegamos en una bicicleta. Daniel me llevó en el caño. Mario no vino con nosotros ese día. Daniel estaba un poco misterioso. No me quería decir lo que pensaba. Ya lo conocía lo suficiente para saber que tenía algún plan. Empezamos a revolver basura con unos palos y con nuestros pies. Habíamos aprendido que al abrir las bolsas con las manos nos esperaban sorpresas no muy agradables. Yerba y puchos eran moneda corriente. Restos de comidas, latas o vidrios rotos. Canarios muertos. Los juguetes, revistas y libros desechados estaban en cajas o bolsas aparte que se veían que no eran desperdicios.

Esa tarde encontré un Ludo Matic al que le faltaba el dado y no le funcionaba el mecanismo (tampoco estaban las fichas), un vaso telescópico plegable sin la base, algunas cartas de un mazo de barajas españolas, una revista Billiken recortada, medio álbum de figuritas del reino animal; Daniel me explicó que la redonda del cisne era la difícil y no estaba.

—¿Para qué vas a llevar esas porquerías, Gordo? —me dijo Daniel, que me trataba como si yo tuviera el síndrome de Diógenes o el de esos acumuladores compulsivos.

—¿Y vos para qué querés esa lámpara, si le falta la parte de arriba? —le repliqué.

Él, sin palabras, me mostró las palmas de las manos, cerró los ojos y asintió con la cabeza. Luego de un largo silencio dijo:

—Ya vas a ver.

Habíamos llevado un bolso de tela para traer nuestra recolección del día. Daniel me mostró lo que quedaba de la vieja lámpara de querosén.

—Lo que vale el bronce, nada más. Vos no tenés ni idea, Gordo.

Yo veía una chatarra inservible parecida a un sol de noche que tenía mi abuelo Cacho. Lo guardaba, medio escondido, en el garaje de la Chata. Entre los cajones con frutas y las garrafas de gas. Cuando se cortaba la luz, él era el único que sabía encenderlo.

La lámpara que había encontrado Daniel no tenía el techito ni el vidrio. Estaba oxidada. Oscura. Manchada. Daniel desbordaba felicidad.

—Esto no sirve para patear —le dije—. Vinimos a buscar una pelota.

—Vas a ver que por “esto” vas a transpirar la camiseta.

El viento había cambiado. Se arremolinaban papeles de diarios. Hojas. Páginas de revistas. El olor del humo vino hacia nosotros. Daniel agarró una hoja de diario, la dobló por la mitad. En la parte de arriba hizo un triángulo, lo que sobró abajo lo volvió a doblar. La plegó un par de veces e hizo un barco de papel.

—Te hago una carrera.

—Dale. Vas a ver que al mío le pongo un motor fuera de borda…

—Gordo, todavía no nació quien haga barcos que les ganen a los míos.

Busqué una hoja seca. Hice como pude un barco de papel. Nos fuimos a la punta de la hondonada. Clavamos en cada orilla de la laguna una rama recta. Para hacer la línea de llegada atamos de rama a rama una cinta marrón que sacamos del carrete de un casete despanzurrado que habíamos encontrado. Caminamos unos cien metros en contra del viento. Daniel miró en cuclillas la laguna, como los golfistas cuando calculan las caídas de los hoyos en el green. Midió el viento con cierta teatralidad, mojando el índice en la boca y elevándolo como una antena.

—Ya estoy listo.

Puse mi barco sobre el agua a un costado, sin soltarlo. Daniel midió tres veces con la mano extendida desde la orilla, como cuando jugaba a la bolita.

—El palmus es una medida antropométrica que usaban en la Antigua Roma —dijo años después en una clase Pérez González.

Daniel corrigió la ubicación del barquito un par de veces con precisión milimétrica. Ambos los sosteníamos por la popa.

—A la cuenta de tres largamos —me propuso.

—Dale.

—Uno, dos y… ¡tres!

Los barquitos salieron bamboleándose. El mío iba medio de costado. El de Daniel se enderezó de inmediato, alcanzó mucha velocidad en poco tiempo y una dirección certera que me dejó asombrado. Parecía timoneado por el mismo Eolo. El mío quedó encallado dos o tres veces. En el reglamento que acabábamos de inventar se podía volver a empezar desde el mismo lugar. Cuando el barco de Daniel cruzó la línea de llegada, el mío ya se había hundido unos cincuenta metros atrás.

—Leru, leru —gritaba Daniel victorioso.

Mi amigo bailaba a la orilla festejando el amplio triunfo náutico.

Luego de nuestra regata volvimos al barrio. Pedaleamos un rato cada uno con el viento de costado. En el galponcito de Daniel pude ver bien la base de la lámpara. Era de metal. Tenía la forma de una pava pequeña y cuatro parantes a los costados que coronaban con un círculo dorado. Le faltaba el mecanismo de iluminación, el vidrio, la tapa y la manija. Me mostró un barral metálico para cortinas y unos jugadores de torta de cumpleaños con la banda roja de River desteñida. Parecían de Huracán. Yo no terminaba de entender lo que planeaba.

Llegué a casa. Mi mamá se puso furiosa porque tenía las zapatillas sucias. Me las hizo sacar y se fue con ellas a la pileta del lavadero. Se escuchaba el ruido del cepillo contra la zapatilla debajo del agua. Me dijo que me metiera a duchar para sacarme el olor a humo y a podrido.

Cuando me metí en la cama y empecé a repasar todo lo que habíamos hecho en el día, recién ahí pude vislumbrar (apenas) lo que Daniel estaba tramando. Escuchaba en el aire mi respiración profunda. En la oscuridad del cuarto, sentí un chapoteo creciente en el barro: chop, chop, chop. Fue abandonando  su  densidad  hasta  sonar en el agua: chap, chap, chap. Escuché la voz de Daniel que me llamaba. Unos perros arremetían ladrando con fiereza. Distantes. Mi amigo me recriminaba algo que he olvidado.

A los pocos minutos estábamos pasando con Daniel por un túnel como si fuéramos de un vestuario a una cancha. Junto al galponcito de don Pepe estaba el basural. Una niebla de pantano había cubierto el campo. La situación me parecía peligrosa. En la boca del túnel dudé de entrar. Alegre, modificando el cantito de cancha que tenía la música de Luis Aguilé, Daniel me alentaba:

—Gordo no te vayas, Gordo vení, entrá conmigo que te vas a divertir.

Yo permanecía en silencio. Pensé que estaba empapado, como si en algún momento hubiese caído al agua. Pero al tacto y a la vista tenía la ropa seca. Me animé, definitivamente, a entrar al basural. Entre la niebla pude ver de espaldas a un pibe, no muy alto, con un pulóver de plush marrón con puños y cuello elastizado. Vestía un pantalón pinzado de gabardina en el mismo tono. Estaba rodeado de pelotas y botines desparramados sobre el piso del basural. El pibe de marrón tenía un bolso Puma apoyado junto a los pies. Era la primera vez que lo veía, por eso no lo reconocí inmediatamente. Daniel lo señaló y me dijo:

—Mirá. Mirá quién está ahí.

El pibe empezó a darse vuelta. Antes de verle la cara, la niebla se disipó y un rayo de luz cayó como un foco cenital de teatro para iluminarlo solo a él. Me di cuenta por los rulos y por la sonrisa melancólica de que era Pelusa. Tenía en las manos la copa que había armado Daniel con el pedazo de lámpara y el barral de cortina, rematada por un jugador de torta. Era espléndida. La base de la copa arrojaba reflejos dorados en la cara de Maradona.

—¿Vieron cómo la lustré? Meta Brilla Metal y franela. Para ustedes —Pelusa, sin soltar la copa, nos señaló las pelotas número cinco y los botines Puma—: les traje varios regalos, muchachos.

Mi corazón latía como cuando hacíamos el primer pique en el potrero. No recuerdo mayor felicidad en esos días. En la altura de un poste de madera dos flaneras de metal atadas con alambres transmitían mi respiración profunda cercana al ronquido. Pelusa señaló un portón que a la tarde no estaba en ese lugar y dijo:

—Y esto no es todo. Tengo una sorpresa más.

En la entrada había un camión de ganado estacionado de culata. De la caja de madera descendía una rampa. Un nene vestido de granadero bajaba medio a los tumbos, tirando de una cuerda. La soga se tensaba cada vez más. Cuando el nene se acercó y entró en la luz vi que en realidad era un enano vestido con ropa de circo: frac y un sombrero de copa. Todo verde militar. En la otra punta de la soga vi aparecer, resistiéndose como en una doma, un elefante que empezaba a barritar enloquecido. Lo único que se me ocurrió pensar fue para qué queríamos un elefante, dónde lo iba a poner. Si lo llevaba a casa mi vieja me iba a cagar a pedos. Entonces escuché que Dieguito decía:

—Cómo no les voy a traer un elefante a mis amigos… No lo parecen, pero son mansitos y no comen demasiado. —Yo lo miraba un poco desorientado—. Te pensaste que era Susana Giménez, ¿no? Ya te la voy a presentar. La conozco a Su, le vas a gustar —me decía.

Dieguito me daba la copa.

—Cuidala, eh. Esta no es la copa de leche que toma el quía

—y lo señaló al enano y le dijo—: Vamos, Carmen. Dejemos a los muchachos, que es tarde y tienen que volver al barrio.

Nos dieron la espalda y ambos se fueron caminando. De a poco se los fue tragando la niebla.

Con Daniel nos volvimos montados en el elefante. Yo llevaba la copa entre las piernas, apoyada en la grupa del animal. Daniel hacía malabares para sostener cuatro pelotas. Ambos teníamos dos pares de botines colgados por los cordones atados en el cuello. En el barrio nos veían pasar asombrados. El elefante movía las orejas y levantaba la trompa. Se paraba para tomar agua de los charcos y los empapaba a los pibes que caminaban al costado y detrás de nosotros.

—Qué plato —decía Daniel.

No volvimos nunca más al basural. Regresé unos años más tarde, cuando pusieron un parque de diversiones que se llamaba Waterland. Una noche fui a escuchar a Los Abuelos de la Nada a Frisco Bay, la discoteca que funcionó en el parque. Tiempo después los gases de las capas de basura provocaron una serie de explosiones y la clausuraron. Ya no era lo mismo. Eran alegrías nuevas.

Cuando al otro día Daniel me mostró cómo brillaba la Copa de los Sueños (“todo debe tener un nombre”, me dijo) me alegré sin sorprenderme. Tuve la sensación, por un rato, de que me ocultaba la sorpresa de las pelotas y los botines. “¿Qué habrá hecho con el elefante?”, pensé.

Por esa copa éramos capaces de rasparnos las rodillas hasta el rojo de la sangre, de transpirar el sudor que no teníamos, de tirarnos de palomita en una vereda de piedra a cabecear una pelota imposible, de gastar hasta el último hilito de aire para que la redonda entrara en el arco.

Siempre la ganaba Daniel. No solo era dos años más grande que yo, además era más habilidoso. Tenía la Copa en la pieza de su casa. Ya tenía su olor. El olor de su casa. Mario se reía de que por “esa porquería” nos matáramos corriendo detrás de una media de nailon rellena con papeles de diarios. Poníamos la Copa a un costado y jugábamos el campeonato. Años antes de hacerme intervenir en el mejor gol de la historia, Daniel me dijo, con esa mueca alegre que se le formaba en las comisuras y le subía brillosa hasta encenderle los ojos:

—Yo juego a la pelota para divertirme, no para perder.