Pablo Gúngolo: Casi pájaros (relatos)

Un relato del libro Casi pájaros (Buenos Aires, Salta el Pez, 2025) del poeta y narrador Pablo Gúngolo.

La luz intensa redime a los animales

Hay dos cuadros: el de la pradera es muy pequeño; la luz del amanecer baña, vuelve inmaculados a dos ciervos. El que ocupa el centro de la pintura extiende el cuello, de perfil, con la boca abierta, alcanza las últimas hojas de la copa de un árbol. La luz intensa comienza a redimir a los animales. El rayo de sol se desvanece sobre los contornos, debajo de la rama del árbol la sombra es negra. El otro ciervo mira impávido desde el fondo. Sobre el ojo tiene un corte, una mínima pincelada roja. De una escala mucho mayor, el cuadro que lo enfrenta representa un naufragio. La espuma de una ola en movimiento imprime el golpe sobre un barco de acero en primer plano. El impacto subvierte los tonos azules, negros y grises de la tormenta. Sobre el fondo hay garabateada una ballena, veo una ballena. Una vez le pregunté qué era lo que veía. La respuesta fue que ese rulo en el fondo es parte de la ola mal hecha. No. Ese error es una ballena gris.

 Tengo ganas de fumar. En el balcón pido fuego. Una chica dentro de una campera verde me ofrece un encendedor. Oscurece. Las luces naranjas y amarillas de los departamentos y los faroles de la calle comienzan a devorar el color de la tarde. Inhalo. Contemplo las terrazas de los edificios. Exhalo. Giro la vista en dirección al living, detrás de la ventana veo las botellas de champagne dentro de las fraperas. Cada una tiene el cuello envuelto en una servilleta blanca con ribetes dorados; la caída del mantel escrupulosa; la alfombra impoluta.

 El anfitrión extiende los brazos al verme. A la distancia simula un abrazo, me palmea el hombro.
–Con confianza.

 Amaga a decir algo más pero calla, improvisa un saludo, se pierde en el pequeño tumulto. La mujer del anfitrión era modelo. Al final del pasillo hay un póster de la tapa de una revista de moda: la mujer del anfitrión sujeta los pechos entre los brazos, ríe con los pelos enredados por el viento, recostada en la arena. Debajo de su figura joven, con letras amarillas, una frase universal de amor refleja el estado sentimental de aquella época. Me gustaba repetir la frase de su mamá en su oído, con voz sensual. Me golpeaba como caricia, no lo reconocía, pero en el fondo le daba gracia. La mujer del anfitrión toma mi brazo. Me pregunta si la puedo acompañar a encender las velas de la torta.

 –¿Tenés encendedor?
–Sí.

 Me quedé con el encendedor de la chica menuda envuelta en la campera verde.

–A la derecha de la puerta está la tecla de luz, te hago este gesto y apagás.

 Me duele que me indique. Una amiga se acerca y la abraza. Comienzan una charla, ríen, no se despegan. Olvida que espero. Dejo de mirar hacía la cocina, pasa una mujer vestida con un mono plateado, le sonrío, no sé por qué. El anfitrión busca a su mujer con la mirada. En el paneo cruzamos las nuestras. Levanta la copa, no tengo copa, levanto las cejas. Encuentra a su mujer, camina hacia la cocina. La mujer lo expulsa con un jugueteo de brazos y envía nuevamente al living. Ahora actúa rápido, toma la torta, la apoya sobre la mesa, coloca las velas. Levanta el pulgar.

 Apago la luz, empiezo a cantar el feliz cumpleaños. Inmediatamente las voces se unen. El anfitrión, antes de soplar las velas, cuenta los deseos con los dedos, tarda, finalmente sopla. Enciendo la luz. Digo que no a la porción de torta. La mujer del anfitrión me obliga, amenazando que si no lo hago se va a enojar. Le digo con una sonrisa que se ve deliciosa, pero no acepto.

 Te miro, lo sabés. Me sirvo una copa de vino blanco. No voy a hablarte. No vas a hablarme. Voy a arrepentirme. Voy a soñar que estamos juntos en el cuadro de los dos ciervos, bajo el sol, impecables. El ciervo que muerde las hojas voy a ser yo. El anfitrión me llama, levanta el brazo varias veces. Parado frente a él me pregunta si quiero pastel. Agacha la cabeza y carga el tenedor con chocolate y merengue. Le contesto que no, gracias. Cierra los ojos, exagera el placer de saborear la porción. Deja el platito sobre la mesa y de la nada empieza a narrar una historia. No me presenta a las otras dos personas que forman el improvisado círculo. El de la izquierda es alto, rubio, cuando llega un momento gracioso su risa es ronca. El de la derecha no se ríe. La anécdota es falsa. No es la primera vez que escucho al anfitrión contar una aventura imposible. Una vez te pregunté por la imaginación de tu papá. Estábamos en el subte, parados uno frente al otro, casi abrazados. Sabías de qué te estaba hablando, preferiste sonreír.

 –Dame un beso.
Te di un beso.

 El anfitrión se arremanga la camisa, antes de continuar con la historia nos mira.

 –Nadé una eternidad. No veía nada. La marea me tragaba. No sabía cuánto tiempo iba a resistir. En cada brazada me jugaba la vida. Me aferré a un trozo de madera.

 El rubio asiente cada vez que termina una frase. Se peina hacia atrás el flequillo que vuelve inmediatamente a ocupar el mismo lugar en la frente.

 –El mar me tragaba y se desató una tormenta eléctrica.

 El interlocutor de la derecha acota: oh. Los infortunios parecen llegar a su fin cuando el anfitrión, ante las adversidades del mar, salva ya sin aliento su pellejo. Nadie pregunta. La fuerza de la marea lo abandonó a la suerte, llegó a una isla.

 –Fabriqué un arpón. Estuve mucho tiempo para lograr el filo de una piedra. Atravesé a un pez enorme, plateado con vetas azules debajo de las escamas. Después me enteré que los lugareños lo llaman pez del diablo. No tuve suerte con el fuego. Lo comí crudo. No dejé ni las tripas ni los ojos.

Nos mira fijo, espera una respuesta. El rubio se acomoda el pelo, dice: guau. El otro aplaude. Yo digo que no lo puedo creer, siento que es poco, digo: guau. El rubio se vuelve a peinar con la mano el flequillo y se excusa diciendo que debe ir al baño. El otro juega con los hielos, bebe un sorbo, le dice que es un héroe. Se produce un instante de silencio, el anfitrión coloca la mano sobre mi hombro para reforzar las palabras:

 –Por suerte estoy sano y salvo. Eso también se festeja hoy.

 Brindamos. Pasa la chica del mono plateado, en un platito de loza blanco lleva un pedazo de torta apenas mordida, en la otra mano una copa de champagne, esta vez no le sonrío, me mira, se aleja y vuelve a mirar. Los ciervos están a punto de llorar o han llorado: oscilan. La luz que los protege también los acaricia. Debajo de la rama del árbol la sombra es muy negra.

 La chica del mono plateado se acerca a decirme que me parezco a alguien que conoce. Me pregunta sí puede tocarme la cara, le digo que sí y me acaricia la mejilla. Se va. Te vuelvo a buscar con la mirada entre los invitados de la fiesta. Ojalá me veas y te delate el corazón. El rubio de pelo llovido bebe su copa con sutileza exagerada bajo un cuadro de marco oscuro: el cuerpo de un cocodrilo celeste visto de arriba, sobre un fondo fucsia. El rubio y el cuadro son una combinación perfecta. Alguien más se da cuenta y pide tomarle una foto. El rubio sonríe. Suena Rhythm Is A Dancer a todo volumen. El anfitrión salta descontrolado e interrumpe los pequeños grupos que conversan incitándolos a bailar. Busca cómplices, con las manos hace llamados a unirse a los saltos. Intento esconderme: camino dos pasos ligeros hacia atrás, te choco con la espalda. Hola, me das un beso en la mejilla. El anfitrión nos encuentra. En la vehemencia nos empuja a bailar. Te veo reír casi de frente, la boca abierta, la forma de tus dientes. Enganchado inicia el teclado electrónico de What is love. La chica del mono plateado se suma al baile. El rubio alto entra a la escena con pasos de robot y una sonrisa radiante. La chica de la campera verde me golpea el brazo, le devuelvo el encendedor.

 –Perdón. Me olvidé.
–¿Querés fumar?

 Cerramos la puerta-ventana del balcón, la música queda enlatada. Se abre el sonido ambiente de la noche y un pequeño frío. Enciendo el cigarrillo, suelto el humo. Antes de apoyar la colilla en el cenicero, la chica de campera verde me dice

 –Bailás bien.
–Nunca tomé clases.
–No te creo.

 Junto las manos para apretar la suya dentro de la manga de la campera. Me gusta que me elogien los movimientos aunque sea en una fiesta. Bailé en el ballet del sur muchos años. Soy coreógrafo. No se lo digo. Le pregunto por el cuadro del barco, si ve una ballena al final del océano, en la línea del horizonte. Me contesta que le gusta la pintura de los ciervos.

Vuelvo a la fiesta, otra vez la música copa el ambiente. Me tomás del brazo con suavidad. Me volvés a decir hola. No me dejás tomarte las manos. Sos amable. No necesito que me digas que no acepte más invitaciones de tus padres. La chica de campera verde me dijo que el ciervo de la mirada impávida era ciego, que la pintura está inspirada en una leyenda Celta según la cual los ciervos son los amos de los animales salvajes; la pintura los retrata luego de una pelea, por eso el pequeño corte en la ceja del ciervo ciego. El anfitrión suplica que me quede. Toma mi cintura e intenta improvisar un tren carioca al cual nadie se engancha: en el centro de la ronda quedamos yo y él detrás. La mujer del anfitrión me acompaña hasta la puerta, me despide con dos besos, uno en cada mejilla. El otro ciervo, que de perfil come las últimas hojas de la copa de un árbol y no las caídas en la pradera, dijo, representa en la mirada el deseo, en su ojo saltón, el ánimo bruto después del combate.


Pablo Gúngolo (Bahía Blanca, 1980). Además de su reciente libro de relatos Casi pájaros (2025), publicó poesía: Polaroid (2011), los restos (2017) , los lazos (2019) y la plaqueta la colección cruda (2019). Es Licenciado en Artes de la Escritura (UNA).


Más datos y textos de Pablo Gúngolo en op.cit. Los realizadores intrascendentes de la idea (poesía) / Los lazos (poesía)