En diciembre de 2023 se publicó Pensamientos, poemas (Córdoba, Alción), de la escritora Simone Weil. La singular obra de Weil (París, 1909 – Ashford, 1943) se inspiró en su formación filosófica de izquierda y humanista clásica y en sus búsquedas místicas vinculadas con el cristianismo, acompañada de una existencia que respaldó su escritura palabra por palabra. Esta compilación de textos se orienta a escritos que reflexionan o meditan acerca de los temas de Dios y se complementa con algunos poemas y cartas. El volumen fue proyectado, traducido y anotado por Carolina Massola. Presentamos una sección del prefacio acerca de la traducción, un fragmento de una de las notas ensayísticas de Weil y dos poemas.
Traducir a Simone Weil / Por Carolina Massola
Sección de «Lo ilimitado», artículo introductorio al libro Pensamientos, poemas
El deseo de traducir a Simone Weil, nace, en primera instancia, de la profunda experiencia que significó leerla, descubrirla. Un primer contacto que se hermana con la admiración que experimentó Camus y que nos toma por completo. Aproximarse al pensamiento de Simone Weil nos sitúa ante el sentir intenso, lúcido y comprometido de todo lo que aborda y también, cabe destacar, ante la experiencia de lo ilimitado a donde nos remite una y otra vez su manera de pensar, de indagar. De este modo, nos interpela, nos modifica en tanto lectores, ya que su obra respira en la hondura más profunda y honesta del pensamiento filosófico. Esto y todo lo que llevó a Camus a comprometerse con la difusión de la obra de Simone Weil es lo que impulsa en primera instancia el deseo de traducirla.
La obra de Simone Weil es una fuente que sigue brotando, inagotable. Una obra que no ha sido leída lo suficiente como lo amerita su pensamiento. Y por otro lado, y esto es fundamental, hay un deseo y un impulso por traducirla, como se menciona más arriba, que surge desde lo más íntimo y que Antoine Berman llama “pulsión de traducción”.[1]
No podemos definir a Simone Weil, de aquí el título de estas palabras. “Lo ilimitado” recubre la idea que elijo e incorporo para pensarla y definirla sin definirla, dado lo inclasificable de su obra, el carácter movedizo, inestable de su estilo y sobre todo de su pensamiento. Por lo tanto, no podemos ni debemos definirla, ello sería un error, una mentira, porque siempre estaríamos olvidando un matiz, otro pliegue de su recorrido. Todo sería incompleto. Debemos leerla. Profundizarla. Escuchar lo que nos dice, lo cual supone el acto de releer. Y traducir implica, entre otras operaciones, múltiples lecturas. Un acto de lectura y escritura, donde ambas se superponen, trabajan casi al unísono. Se escucha y se responde. Un plano que se duplica. Una voz se hermana con la otra. Disiente, a veces, espera escuchar mejor. El trabajo de traducir a Simone Weil se ha tratado de esto. De leer y releer hasta la hondura que logre escuchar su voz. Alcanzar y seguir el hilo de su pensamiento sin que se escurra. Sin dejar de recuperar las pausas, respiraciones, su ritmo –preocupación que nos remite fundamentalmente al trabajo de Henri Meschonnic a este respecto–,[2] con el cuidado por mantener la organización de las frases siempre que se ha podido, siempre que el sentido no fuera dañado. Un sentido que se construye a medida que el texto avanza, a medida que su pensamiento se despliega. Intentando cuidar de este modo su estilo. En este sentido, es indispensable recordar que leemos pensamientos.
Para lograr llegar a esta instancia en el trabajo recién mencionado, además de haber recurrido a múltiples lecturas colaterales de la obra de Simone Weil y estudios sobre su obra, es importante mencionar que se llevó a cabo un trabajo de cotejo con otras traducciones. Cotejo que resulta indispensable y que comulga con las ideas del ya mencionado traductor, teórico, crítico, docente Antoine Berman. Soslayar, entonces, las traducciones anteriores no sería pertinente desde este punto de vista.
En cuanto a la selección de textos, hay que decir que este trabajo se nutre de dos libros como fuente: el primero es Pensées sans ordre concernant l’amour de Dieu, que fue publicado por vez primera en 1962 bajo el mismo título. La inclinación hacia este trabajo en particular se basa en la experiencia mística de Simone Weil, en la exploración de su indagación filosófica en el terreno religioso. El segundo libro es Poèmes suivis de Venise sauvée, publicado en la colección Espoir de Gallimard en 1968, del que se realiza una selección de poemas.
Los poemas escogidos fueron escritos en el mismo período que Pensamientos, es decir, durante su estadía en Marsella. En estos poemas, como se observará, resuenan sus pensamientos. Se perciben las mismas preocupaciones, imágenes, conclusiones y por esto mismo, se decidió enmarcar estos poemas en un espacio y tiempo de producción. Si bien se trata de una selección, se intenta traer el espíritu comprometido e ilimitado de Simone Weil. Un pensamiento necesario en estas horas que nos tocan vivir.
[1] Antoine Berman introduce esta expresión que toma de una carta de Novalis a A.W. Schlegel. «C’est la pulsion-de-traduction qui fait du traducteur un traducteur: ce qui le “pousse” dans l’espace du traduire. Cette pulsion peut surgir d’elle-même ou être réveillée à elle-même pour un tiers. » [La pulsión-de-traducción es lo que hace del traductor un traductor: lo que lo “empuja” al espacio del traducir. Esta pulsión puede surgir por sí misma o despertarse por un tercero.] En Pour une critique des traductions : John Donne, París, Gallimard, 1995, p.74.
[2] Meschonnic, Henri. 1999. Poétique du traduire. Paris: Verdier.
Reflexiones sin orden sobre el amor de Dios / Por Simone Wiel
Fragmento
Permanecer inmóvil no quiere decir abstenerse de la acción. Se trata de una inmovilidad espiritual, no material. Pero no hay que actuar, ni tampoco abstenerse de actuar por voluntad propia. Solamente hay que hacer, en primer lugar, aquello a lo que se está obligado por una obligación estricta, luego aquello que se piensa honestamente Dios nos ha encomendado, finalmente, si queda un área indeterminada, aquello a lo que nos empuja una inclinación natural, siempre que no se trate de nada ilegítimo. Solo debe hacerse un esfuerzo de voluntad en el dominio de la acción para cumplir las obligaciones estrictas. Los actos que proceden de la inclinación no constituyen, indudablemente, esfuerzo. En relación a los actos de obediencia a Dios, en ellos se es pasivo, cualesquiera que sean las penas que los acompañan, estos actos no exigen esfuerzo hablando en sentido estricto, tampoco esfuerzo activo sino más bien paciencia, la capacidad de soportar y de sufrir. La crucifixión de Cristo es el modelo de esto. Aun cuando, visto desde fuera, un acto de obediencia parezca acompañarse de un gran despliegue de actividad, en realidad solo hay sufrimiento pasivo en el interior del alma.
Hay un esfuerzo por realizar que es, por mucho, el más duro de todos, pero no se encuentra en el terreno de la acción. Es el de mantener la mirada orientada hacia Dios, volver a guiarla cuando se haya apartado, aplicarla, por momentos, con toda la intensidad que disponemos. Esto es muy arduo porque toda la parte mediocre de nosotros mismos, que es casi todo lo que somos nosotros mismos, que es nosotros mismos y es lo que nosotros nombramos nuestro yo, se siente condenada a muerte por esta mirada puesta en Dios. Y no quiere morir. Se rebela. Fabrica todas las mentiras capaces de desviar la mirada.
Una de esas mentiras son los falsos dioses a los que se llama Dios. Se puede creer que se piensa en Dios, cuando en realidad se ama a ciertos seres humanos que nos hablaron de él, o cierto medio social, o ciertos hábitos de vida, o cierta paz del alma, una fuente de alegría sensible, de esperanza, de confortación, de consuelo. En tal caso, la parte mediocre del alma se encuentra en completa seguridad, siquiera la plegaria la amenaza.
Otra mentira es el placer y el dolor. Sabemos muy bien que ciertas omisiones o ciertas acciones cuya causa es la atracción por el placer o el miedo al dolor nos obligan a desviar la mirada de Dios. Cuando nos dejamos llevar por esto, creemos que fuimos vencidos por el placer o el dolor; sin embargo, muy frecuentemente, se trata de una ilusión. Muy a menudo, el placer y el dolor sensibles son solamente un pretexto que nuestra parte mediocre usa para desviarnos de Dios. Por sí mismos no son tan poderosos. No es tan difícil renunciar a un placer, aun si es embriagador, o someterse a un dolor incluso violento. Se ve a gente mediocre hacerlo a diario. Sin embargo, es infinitamente difícil renunciar incluso a un leve placer, exponerse inclusive a una leve pena, solo por Dios, por el verdadero Dios, por el que está en los cielos y no en otra parte. Pues, cuando se hace, no es al sufrimiento donde se va sino a la muerte. Una muerte más radical que la muerte carnal y que provoca, del mismo modo, horror a la naturaleza. La muerte de lo que en nosotros dice “yo”.
A veces, la carne nos desvía de Dios, pero frecuentemente, cuando creemos que las cosas suceden de este modo, en realidad sucede lo contrario. El alma, incapaz de soportar esa presencia asesina de Dios, esa quemadura, se refugia detrás de la carne, toma la carne como protección. En este caso, no es la carne la que hace olvidar a Dios, es el alma la que busca el olvido de Dios en la carne y la que en ella se esconde. No hay entonces desfallecimiento, sino traición y la tentación de una traición tal siempre está allí, a tal punto que la parte mediocre del alma prevalece por mucho sobre la parte pura. Faltas en sí mismas muy leves pueden constituir una traición de este tipo, son entonces infinitamente más graves que faltas en sí mismas muy graves, causadas por un desfallecimiento. Se evita la traición, pero no por un esfuerzo, por violentarse a sí mismo, sino por una simple elección. Basta con mirar como extraña y enemiga la parte de nosotros que quiere esconderse de Dios, inclusive si esa parte es casi íntegramente nosotros mismos, si es nosotros mismos. Es necesario pronunciar en uno mismo, de manera perpetua, una palabra de adhesión a la parte de nosotros mismos que reclama a Dios, aun cuando esta parte solo sea infinitamente pequeña. Eso infinitamente pequeño, en tanto nos adherimos a él, crece con un crecimiento exponencial de acuerdo a una progresión geométrica análoga a la serie 2, 4, 8, 16, 32, etc., como hace una semilla y esto sin que nosotros tengamos algo que ver. Podemos detener este crecimiento negándole nuestra adhesión, lentificarlo descuidando el uso de la voluntad contra los movimientos desordenados de la parte carnal del alma. Sin embargo y a pesar de este crecimiento, cuando se produce, se produce en nosotros sin nosotros.
El esfuerzo mal dispuesto hacia el bien, hacia Dios, es aún una trampa, una mentira de la parte mediocre de nosotros mismos que busca evitar la muerte. Es muy difícil comprender que es una mentira, y por eso mismo es peligroso. Todo sucede como si la parte mediocre de nosotros mismos supiese mucho más que nosotros sobre las condiciones de la salvación y es lo que obliga a admitir algo como el demonio. Hay gente que busca a Dios como quien salta con los pies juntos, con la esperanza de que un día, de tanto saltar, cada vez un poco más alto, no volverá a caer y subirá hasta el cielo. Esta esperanza es vana. En el cuento de Grimm llamado El sastrecillo valiente, hay una competencia de fuerza entre el sastrecillo y un gigante. El gigante lanza una piedra hacia lo alto, tan alto que la piedra tarda mucho, mucho tiempo antes de caer. El sastrecillo que tiene un pájaro en el bolsillo, dice que puede hacerlo mucho mejor, que las piedras que él lanza nunca vuelven a caer, entonces suelta el pájaro. Lo que no tiene alas siempre termina cayendo. La gente que salta con los pies juntos hacia el cielo, absorbidos por este esfuerzo muscular, no miran al cielo. Y la mirada es lo único que es eficaz en esta materia. Porque hace descender a Dios. Y cuando Dios ha descendido hasta nosotros, nos alza, nos pone alas. Nuestros esfuerzos musculares no son eficaces ni tienen un uso legítimo más que para alejar, para aplacar todo lo que nos impide mirar, es un uso negativo. La parte del alma capaz de mirar a Dios está rodeada de perros que ladran, muerden y perturban todo. Hay que tomar un látigo para adiestrarlos. Nada prohíbe, por cierto, cuando se puede, utilizar para el adiestramiento terrones de azúcar. Ya sea a través del látigo o del azúcar, en realidad se necesitan los dos en proporción variable de acuerdo a los temperamentos, lo importante es adiestrar a esos perros, forzarlos a la inmovilidad y al silencio. Este adiestramiento es una condición de la ascensión espiritual, pero en sí mismo no constituye una fuerza ascendente. Solo Dios es la fuerza ascendente y viene cuando se lo mira. Mirarlo quiere decir amarlo. La única relación entre el hombre y Dios es el amor. Sin embargo, nuestro amor por Dios debe ser como el amor de la mujer por el hombre, que no se atreve a expresarse a través de ningún avance, que es solamente espera. Dios es el Esposo, y es el esposo el que debe venir hacia la que él eligió, el que debe hablarle, llevarla. La futura esposa solo debe esperar. La frase de Pascal “No me buscarías si no me hubieses encontrado” no es la verdadera expresión de las relaciones entre el hombre y Dios. Platón es mucho más profundo cuando dice: “apartarse de lo pasajero con el alma entera”.[i] El hombre no tiene que buscar, siquiera tiene que creer en Dios. Solamente debe negar su amor a todo lo que no sea Dios.
[i] Se observa que Simone Weil posiblemente retenía en la memoria la cita de Pascal [Pascal, Pensées nº553, Ed. Garnier, París, 1995, p.212.], sin embargo en cuanto a la cita de Platón se verifica, al intentar rastrearla, que no figura tal como ella la escribió “Se détourner de ce qui passe avec toute l’âme”, sino que encontramos dos posibles versiones (tengamos en cuenta que se trata de La República de Platón y eso implica que existan varias versiones hasta la fecha): “Cet organe doit être détourné avec l’âme toute entière des choses périssables…”, esta versión pertenece al traductor Emile Chambry y “Cet organe doit aussi se détourner avec l’âme toute entière de ce qui naît… » en versión de R. Baccou. La cita es del Libro vii, 518 c de La República. A partir de estos datos se intentó rastrear diferentes traducciones al castellano y se hallaron dos posibles de citar: “apartándose de lo que nace, con el alma entera”, en versión de los traductores José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano y “volverse desde lo que tiene génesis con toda el alma”, traducción de Conrado Eggers Lan. También cotejamos estas versiones con la elegida por los traductores de la edición de Trotta “apartarse de lo transitorio con toda el alma”. La única que se acercaría al sentido de la usada por Weil es la última. Se decide entonces una versión propia a partir de la cita usada por la autora.
Dos poemas de Simone Weil
El mar
Mar dócil al freno, mar sumiso en silencio,
Mar disperso, con oleajes encadenados por siempre,
Masa ofrecida al cielo, espejo de obediencia,
Para tejer allí cada noche pliegues nuevos,
Los astros de lejos sin esfuerzo tienen poder.
Cuando la mañana llega a colmar todo el espacio,
Recibe y devuelve el don de la claridad.
Un fulgor ligero se posa en la superficie.
Se extiende en la espera y sin deseo,
Bajo el día que crece, resplandece y se esfuma.
Los reflejos de la noche harán relucir veloz
El ala suspendida entre el cielo y el agua.
Los oleajes oscilantes y sujetos a la llanura,
Donde cada gota a su vez sube y desciende,
Permanecen en lo bajo por la ley soberana.
La balanza de los brazos secretos de agua transparente
Se pesa ella misma, y la espuma, y el hierro,
Justa sin testigo para cada barco errante.
En el navío un hilo azul traza un reporte,
Sin ningún error en su línea aparente.
Mar vasto, a los mortales desdichados sé propicio,
Apretados en tus bordes, perdidos en tu desierto.
A quien va a zozobrar habla antes que perezca.
Entra hasta el alma, oh nuestro hermano el mar;
Dígnate a lavarla en tus aguas de justicia.
Necesidad
El círculo de los días del cielo desierto que gira
En medio del silencio a la vista de los mortales,
Garganta abierta aquí abajo, donde cada hora engulle
Tales gritos tan suplicantes y tan crueles;
Todos los astros lentos en el paso de su danza,
Única danza fija, resplandor mudo desde lo alto,
Sin forma a pesar de nosotros, sin nombre, sin cadencia,
Demasiado perfectos, que no reviste ningún defecto;
A ellos suspendidos, nuestra cólera es vana.
Calmen nuestra sed si quiebran nuestros corazones.
Clamando y deseando, su círculo nos lleva;
Nuestros dueños brillantes fueron siempre vencedores.
Desgarren las carnes, cadenas de claridad pura.
Clavados sin un grito en el punto fijo al Norte,
El alma desnuda expuesta a toda herida,
Queremos obedecerles hasta la muerte.