Luz de giro / Alicia Salinas

Luz de giro
Alicia Salinas
Rosario, Baltasara, 2023

Grietas de luz en la intemperie

Por Daniela Camozzi

Texto de la presentación del libro

La poeta rosarina Alicia Salinas –comunicadora social, periodista, docente, coordinadora de talleres–, de todos los años marcados por la tragedia en la historia argentina, nació en 1976. Tramitar el horror, politizar el silencio, formular estrategias para decir verdad, enunciar palabras que sean acto emancipador son insistencias que recorren la obra de Alicia y que se despliegan con potencia y justeza en Luz de giro, su quinto libro de poemas. Antes de referirme a este último trabajo de la autora, repasaré brevemente su obra anterior para señalar algunos mojones, guiños que presagian esta luz de giro, su relámpago.

Preguntas previas al agua del lenguaje

La sumergida, 2003
Pensando en la marca de ese año, cómo no escribiría Alicia un libro cuyo epígrafe es de “Canción de Alicia en el País”, el tema de Serú Girán, la banda que nos ayudó a sobrevivir a tantos, tantas adolescentes en esa época aciaga. Son 27 poemas numerados, a la manera de Fijman. En ellos hay salmo y plegaria, como en los textos de Jacobo. Son una apuesta intertextual que fusiona la letra de Serú con rezos. “Dios te salve, Alicia”, pide el último poema, en diálogo con el Ave María, “el dolor no es contigo”, termina diciendo. Se cruza con el himno en intersección feminista y de clase, lucha que grita “alicia vive” en el poema 22. Una política y poética propias, de Alicia en el país y, así, una política y poética colectivas. Donde otros poetas escriben su novela familiar para después poder configurarse como ser político, Alicia se afirma en un linaje político desde el primer momento de su producción.

Gallina ciega, 2009
Aquí, el intertexto son los juegos infantiles para nombrar la niñez desamparada. Para conjurar “la pequeña sombra de mi pena”, Alicia describe aquí la mugre de la/del capital. Ve lo que otros no quieren, esa su arte poética desde siempre: descorrer los velos para que el ojo advierta. Ese “ojo… que atiende” como dice en “Hogar”. La poeta nos da también, en “Proyecto”, otra clave de lectura, cuando afirma “hay proyecto: comprender la geometría que me toca”. Mirar, entonces, para entender las condiciones, el paisaje que toca, en el doble sentido, quizá, de asignación y de caricia. Aquí también, como luego ocurrirá en Luz de giro, hay hojas que vuelan en el aire, las únicas, en el ojo de Alicia, que notan el vuelo del polen.

Otros tópicos que ya aparecen en sus trabajos anteriores: lo indecible, esa “ausencia absoluta de la palabra” de la que habla Inchauspe. Pero Alicia dice, se revela, y recurre al juego divino de “contarse sola la dicha”. Es una poética sutil, entramado leve para que se eleve el poema. Y otro hilo más que une su obra: la genealogía de mujeres, aquí en el homenaje a las abuelas, traídas a la trama para que ahora hablen ellas, “que por mujeres callaron tantas cosas”.

Tierra, 2017
Ya desde el primer poema, se impone la función del ojo que “admira la belleza” y al trasluz, en reversión del sesgo que pide Emily Dickinson para mirar de verdad. Alicia observa la belleza “tras un vidrio” para entender. Lo verdadero se revela, afirma en “El color de las luces”, pero, para eso, hay que inclinarse. Soslayo, reverencia de la poeta ante la luz. Ante el fuego contemplado. No hay ceguera, la luz emerge “desde el pozo”.

En el bellísimo poema “Tierrita” está el diálogo con la madre y, desde ahí, con “todas las mujeres de la prole”. Hablar con la madre del polvo de las cosas, de los días, recuperar su voz, admitir lo complejo de lo doméstico, la opresión que oculta. La herencia del padre presente también, clara, en la sentencia: “intentar… crear un mundo propio”. En este libro, el río aparece contundente, como paisaje donde el amor se cuela apenas, una “pequeña playa” para hablar de “los alcances del amor”. Si en el final del libro anterior había certeza, “cae certera la noche”, aquí hay valor, valentía de la vida: “la vida vale”.

Teoría de la niebla, 2019
En este libro, la voz poética insiste en el ritmo palabra/silencio. Un silencio para el que Alicia crea una teoría, un silencio mayor. No es un silencio gráfico, visual, en el poema, sino que se atisba en el corazón mismo de las palabras. Es el silencio del jardín, que se busca para alcanzar allí “el nuevo tono”. El silencio también es “lo que no se dice”. Es un libro que asevera menos, un rasgo de madurez quizás: admite lo que no se sabe, para saber de otro modo, formular la pregunta. “El poema hace la pregunta”, nos dice Alicia, que avanza y sigue buscando, “la vocecita no claudica”. Como dice en “Quid”, lo que esta voz quiere es “seguir haciendo preguntas al agua del lenguaje”.

Que advenga el chispazo

Desde esta posición insumisa, se lanzan los poemas de Luz de giro, que pueden leerse como respuesta a esa interpelación al agua del lenguaje que la poeta (se) hacía en Teoría de la niebla, una superación del terror al trasvase de esas preguntas que Alicia enuncia allí, como bien nota Celia Fontán en la contratapa de ese libro.

Luz de giro está compuesto por dos series: “Actos de habla” y “Conversaciones”. Se sabe de la teoría de los actos de habla de Austin y Searle, más filósofos que lingüistas, interesados en la complejidad de las intenciones, los contextos y su importancia para el lenguaje, para su pragmática: nunca se habla en abstracto, lo que decimos no vale por su supuesta verdad literal, sino por su intencionalidad. Más sintéticamente: las palabras hacen cosas, son en sí acción pura. Y no solo algunas: todas ellas crean mundo y nos comprometen. Que la primera serie se llame así, que la poeta nos informe en un texto preliminar el sentido de los actos de habla, entonces, nos compromete, en tanto nos ubica en una zona de escucha atenta y sensible para captar la acción y potencia de cada texto.

¿Qué puede un poema? ¿Se puede convertir en acción verdadera? Sí, lo comprobamos los lectores destinatarios del poder de Luz de giro. Una luz de giro se ve clara en medio de la niebla, está diseñada para eso. Y es aviso de cambio de dirección, baliza amarillo-rojiza titilante, fosforescencia que interrumpe la sombra.

En “Emancipación”, el primer poema de la serie, hay deseo: que alguien cuide la ilusión que apenas se asoma y, en esa alocución, se produce el pacto del acto de habla: somos nosotros, lectores cómplices en el intercambio de energía que son los poemas (como quiere la poeta Muriel Rukeyser), quienes tendemos las manos para tomar ese pájaro, su canto “al despuntar el día”. Y claro que no es nada casual que el primer poema se llame así, y que la última palabra del último poema sea “emancipa”. La tarea que emancipa es la proeza de eludir el golpe, reaccionar, esquivar el rayo. Con agilidad poética, Alicia emprende este trabajo sensible, acto de habla de dicción política, feminista y de madurez.

Si en “Dictamen” el verano habla y pide que aprendamos “a abrir todas las flores”, eso pasa. El poema mismo es jardín, aprendizaje y flor, en su particular modo de actuar en el habla, en el mundo. En “Consentimiento”, decir sí es consentir, creer en ello, en que el pacto del amor, amor trae. Confianza en la potencia del lenguaje, nos dice Alicia. Una brasa arde demasiado cerca en el poema “Callarse”, ardor que parece envolvernos y vuelve en “Promesa”, ya bosque todo ardido en continuidad del gris, cenizas que llegan y caen en el siguiente territorio de preguntas sobre el dolor. Actos de habla complejos, estos textos, donde se ruega, se pide y, a la vez, se anuncia.

¿Qué otra herramienta más que la poesía para que advenga el chispazo del darse cuenta, el pronóstico, la certeza de la necesidad “de que algo se tuerza”? En el deseo declamado de que enfrentemos la tormenta, ya estamos frente a ella. Pero no hay intemperie: portamos el arte de hablar y de callar, de contradecir de ambos modos, cuando queramos. Una herramienta que Alicia nos da en el poema “Refutación”, afirmación bellísima y de sutil feminismo, que se engarza en diálogo gozoso con aquella genealogía de lo callado de las mujeres, la refuta y al mismo tiempo la abraza, resignificándola. Este poema quizá sea una luz de giro interna, que anuncia una torción libre hacia el sarcasmo, hacia figuras “sin prejuicio ni culpa”. Cabe la pregunta sobre si es en el gesto sarcástico que reside la sabiduría que permite revisarlo todo y dar lugar a respuestas conocidas ya, que solo restaba admitir. Nos alerta el poema “Exhortación” que “llegó la hora del salto”, un salto para el que Alicia nos viene preparando con maestría, que daremos juntes. Sabemos que caeremos de pie “sobre una blandura”. Quizá duela un poco la caída, pero no habrá postración.

En el territorio de esta obra, en la crónica de estos poemas, se resiste, es decir, se escribe: “escribo: comienza un nuevo día. Y así ocurre”. Acto de habla perfecto, donde la voz se afirma, se sobrepone y crea, se crea, se vuelve sol, “constelaciones nuevas”. El poema “Coloquio” que cierra la serie, es un gran texto bisagra, que ya se desliza, gira, hacia las “Conversaciones”, la segunda serie del libro. Pero estamos todavía en la zona de los actos de habla y, al decir coloquio, coloquio es y coloquio se hace. Somos testigos a la vez que protagonistas de este diálogo, fusión espacio-tiempo, inmersos en esa “voluntad, acaso divina, que mueve secretamente el mundo”. Voluntad oceánica o mínima según el pulso que adopte el poema, la vida: amor brisa, amor portentoso: todas las potencias y sus gradaciones caben en el ancho mundo de los actos creados y compartidos delicadamente en esta obra.

En la segunda serie, de los actos creados pasamos a la creación compartida, damos este nuevo giro; como Alicia nos recuerda antes de dar paso a los poemas, “conversar” viene de la familia etimológica de verter: darnos vuelta. “Conversatio” dice el diccionario etimológico, era la acción de volver y devolver las cosas, usándolas frecuentemente, y también era el trato habitual, íntimo, estar “vueltos los unos a los otros”.

El diálogo es imprevisto, originalísimo, en cada texto. Pone a entonar “las bocas que habían callado” en un gesto que insiste en la emancipación. Que insiste en ver, como lo hace la poeta ya en sus trabajos anteriores, pero que aquí se vuelve implacable, como ese sol de “Videncia lacustre”, un “ojo que jamás se cierra”, atrás quedó el juego de la gallina ciega. Este ojo insiste en ver, su videncia “pincha, lacera y corta” al ponerse bien de frente, en giro lúcido que no cesa, ante el objeto que contiene lo amado para contar su historia. ¿A qué objetos les rezamos, cuáles rememoramos, cómo contar el amor-dolor ante la pérdida? El poema “Frente a una caja de cartón” nos conmueve al punto de hacernos dar vuelta, de girar, para buscar nuestra caja, intentar con-versar así.

Desde aquí hasta el final, el ritmo de los poemas se acelera, retoma insistencias: el linaje de mujeres (hacia ellas se vuelve), la voz se convierte en yegua, galopa en los “vientos soeces y alzados de la sudestada”, aunque reclame descanso, la voz corre, busca “otra salida”. Sangre y muerte, piel erizada, en el trabajo de girar hacia la Verdad, así, con mayúsculas. Luego de este clímax, la voz gira de nuevo hacia un pulso de doble intensidad: “levísimos movimientos” que causan “grandes cambios”; calma que suscita estremecimiento. Hoja que, “casi en silencio”, cae. De esta conversación entre aparentes opuestos brota un universo sensible y lúcido, una mirada que se percata del sufrimiento de lo que cae.

En el último poema, por irrupción alquímica, la voz que se pone de frente es la de un ciervo, arquetipo de la transformación y del ciclo constante de lo que renace, puente entre el mundo de la vigilia y el del sueño. En un nuevo juego de dobleces, el ciervo onírico muere, pero el poema no termina ahí. Después de todo este recorrido, la voz poética advierte la tarea necesaria: emanciparse, incluso en el dolor, reaccionar, dar el salto. Como en el poema “Salto del ciervo” de Sharon Olds, la poeta no se queda encandilada ante el faro. Podría haber un cazador apuntándole, podría haber precipicio. Ella igual se atreve a la insumisión. Y actúa. Qué mejor final, este relampagueo. Pienso que, además de ser indicación, la luz de giro también puede leerse de manera literal, y encontramos ahí otro acto de habla: es el giro de la luz, o en la luz, que hacen estos poemas. Su diálogo entre sí, con la obra anterior de la poeta y con sus linajes literarios y vitales, abre “grietas de luz” en la intemperie.


Poemas de Luz de giro

Emancipación

El sol puede salir y ponerse:
nosotros, cuando acabe nuestra breve luz,
dormiremos una noche entera.

Catulo

Las mismas lenguas hablan con códigos ajenos.
Después de tantas generaciones, de tanta sangre,
mejor no creer ninguna cantinela
a falta de claridad en la ventana.
Sí ha cantado un pájaro al despuntar el día
y en esa letanía una ilusión asoma contra mí,
contra el tiempo.

Ojalá alguien la recoja.


Dictamen

La brisa de marzo se hamaca en el ramaje,
sin tocar los nidos, y obliga a aquietarse.
Música del momento previo a un deseo.

Hace siglos, otra sombra encendía
una luz expectante en el árbol
de mi familia, sobre teclas antiguas.
¿En qué pensé al lanzarme de cabeza
al río? Nadie destruye un piano
para hacerse una casa o un barco.

El verano dice:
“Te espero en un recodo.
Es hora de que aprendas
antes de que regrese
a regar tu jardín,
a abrir todas las flores”.


Callarse

Se trata de sobrellevar
el pasmo de una brisa
allí donde todo parece gozoso.

Una ventana puede ser
una forma de la crueldad
para quienes solo tienen el silencio
de la contemplación,
en la seguridad de un hogar
cuyas brasas arden
demasiado cerca.


Refutación

¿Cómo sospechar del olor mojado en su pátina
sobre lo mucho o poco, lo casi nada,
el resto íntimo de igualar lluvia y agua
en el mundo que intuimos al tacto
de una superficie?

No me cuentes la historia o el futuro del clima,
de tu corazón en pugna por la infancia lejana.
Es mi deseo que enfrentes la tormenta
sobre el discurso del desierto absoluto
o del océano más encabritado, callar
lo que me place sin ningún argumento

contradecirte.


Exhortación

Oíme, a veces es necesario
dejar el tren
en movimiento.

Habrá que estudiar el paisaje
los días previos, en viajes sucesivos,
contener la respiración que todavía
exhalan los ancestros —acaso
ellos no pudieron lo que ahora
intentamos. No somos héroes,
más bien rechazamos el recorrido
como destino: llegó la hora
del salto.

Al asomarnos por la ventanilla
el aire choca contra el cuerpo en una curva,
adelanto de la experiencia de la intemperie.
Y algo dormido o secreto se activa
en la sangre, una memoria
de los días en que hombres y mujeres
caminaban “libres”. Antes animales
salvajes, lagartos de cuero duro
entre las piedras, aves
que levantaban vuelo,
así, con los brazos en alto como alas,
planeando los instantes de gloria y de riesgo,
acercándose a lo nuevo sin seguridades
para golpearse o caer de pie

sobre una blandura, a la distancia.


Coloquio

Cómo hablan un hombre y una mujer
que se desean
aunque apenas se conocen,
o recién se atreven
a hablar de esa manera,
dialoga la flor con la abeja.
Nada de intimidad aloja el roce
de la libación, el beso
de la naturaleza.

Emociona a los testigos la ceremonia,
el recordar que alguna vez
fueron protagonistas de esa voluntad,
acaso divina, que mueve secretamente
al mundo –el aire concentra
espacio y tiempo
en un soplo.

Quienes saben del silencio y de la espera
de la tierra, incluso de su envidia
frente a la ausencia del agua,
acerca de la furia de los mares,
las rugosas manos de las olas
cuando marcan la cara
de otro incapaz de huir de sus acechos,
todo lo ignoran si la vida aletea
entera en una brisa
–caricia o gota, anima
ya un hálito, ya un sismo.


Videncia lacustre

Leve la garza,
su blancura se posa en una pata
sobre la nada
–pastos unidos apenas
Sostienen la mirada inquieta
hacia el extremo opuesto del lago.
Levita la tarde, espesa.

Fina y estatuaria
ella recorta con el ojo
un punto móvil en el agua
frente a quien quiera imaginarla etérea
–en verdad se preocupa por instinto
de lo bajo y primitivo,
eso elemental que une
al reino animal pero olvidamos
en el afán de explotar o ser explotados.
Procura el alimento con la paciencia
de quien espera
el instante oportuno para la caza.

Leve la garza, diosa
de la superficie azul, del verano
en que pasamos de la mano
creyendo en el amor. Elegimos
su pureza y no la lucha en etapas
para el ataque a la presa. Sucederá
cuando bordeemos la costa
en busca de una sombra
que guarezca del ardiente febrero.

Igual a un hilo del ovillo
fluye la conversa y parece
muy poco pesa en el remanso,
en el brillo de una escama de plata,
una alerta o el remo que alguien alza
desde el centro de la escena lacustre
y el sol refleja,
implacable.


Frente a una caja de cartón

¿De qué rincón proviene
la dureza mineral de esas miradas
en la moto negra por la noche roja?
Dos chicos de brazos flaquísimos
por el confín sur cruzan a mi padre
–nació en invierno con los ojos pegados,
cómo lo pudo atravesar el curso de las piedras
que unas hondas proyectaron desde una coda
donde el arroyo se conmueve, allá,
en el fondo. El escape humea,
mi padre vuelve a casa de un asado.

Sietemesino en la Argentina del cuarenta,
lo colocaron en una caja de zapatos.
¿Se habrá cruzado a los abuelos de estos niños
cuyos dedos lo rozan, no para abrazarlo
ni para preguntarle el nombre de una calle
de barrio? Mis amigos fuman en el centro
junto al río donde el arroyo se desuella.

Mi abuela no tenía leche
y buscó una matrona de San Francisquito
–luego el bebé llegó a la universidad,
el primero de la familia–. En noches heladas
la modista inmigrante rezaba frente a la caja
de cartón, para que sobreviviera.

¿Quiénes tocaron a estos niños?
Las piedras surcan la avenida
para encontrarse con el saludo de un viejo
después del pollo y la sangría –lejos
me convidan un cigarrillo–. Mi padre cae
golpeado por el caño de un revólver.

“¿Sobrevivirá?”, preguntaba mi abuela
al ángel guardián y clavaba la aguja
en la tela. Las piedras se ponen más duras,
un perro ladra, la ceniza se dispersa,
suena el teléfono. “No se asuste, señora”.
El río fluye como la noche, la moto, la sangre.

Una sombra se cernió sobre mi padre
–más frágil que una rama se ha quebrado–.
Los amigos tiran la colilla, nos reímos
en un intento por resistir los traspiés.
Amanece en Rosario.


Frente a un frasco de Valium

Me ha bajado un sueño profundo,
si me acuesto dormiría largamente.
El cansancio no es de una sola mujer,
es de todas las que me precedieron.
El útero pesa como si llevara a un niño.
Sólo quiero reposar de cuerpo y pensamiento,
de lo que hemos sufrido. ¡Arre!

Mi tatarabuela María Josefa Alarcón
eligió a su marido, lo vio a caballo
en una sierra y dijo: “Quiero ese”.
Hasta los noventa y dos años tomó vino
en el desierto, lejos del hijo que se fue
a la Argentina. Y yo con este ardor,
junto a las pastillas que clausuran
la visión para siempre.

Desciende por el tronco una mielcita arcaica,
se me pega. Laten los úteros, explotan
los párpados y los iris. ¡Arre!
Pero imposible seguir, no soy la María Pepa.
Me hundo en un paso.

¿Cómo correr a los caballos en medio
de la pampa, los gauchos de mi pueblo,
los vientos soeces y alzados de la sudestada?
Harta de convertirme en yegua, del galope,
de las huidas. Si meto las patas en los ríos
de estos campos, baja un sueño profundo
por las bridas, no es tristeza ni canto.

¡Voy a dormir!
Traeme una constelación, la que te guste,
por favor, tomá el vino por mí
hasta el último día.


Frente al faro de un auto

En el centro del bosque,
una criatura grácil; su pelo
se parece a la piel, su piel
funda lo sagrado.

Del nido neural al que confluye
la esencia de la vida
surge el salto
sin auditorio.

En ese punto húmedo, revestido
de musgo, la tersura del pelaje
le presta vestimenta al aire
cuando irrumpe alquímica.

El ciervo sabe este secreto,
por eso reina elegante, tan seguro
en su paso veloz como en su dureza,
corona que reclama la avidez
de la caza, el arma capaz
de acabar con su inocencia.

En la oscuridad del sueño,
anuncia peligros nuevos
bajo los mismos arquetipos.
Traza la estatura del enigma
en el reflejo de las astas
que tuve tan cerca,
si hasta pude tocarlas.

En extremo sensible,
al ciervo onírico lo alarma
el mínimo ruido extraño
pero frente al faro de un auto
su cuerpo de los dioses, incólume,
muere sin resistencia.

Eludir el problema o reaccionar
ante el relámpago imprevisto.
Tarea que en el dolor
emancipa.



Links

Más sobre Luz de giro. Entrevista en APU, por Norman Petrich / Reseña, en p/12, por A. Dotta