Todo lo liviano está hecho de renuncia / Los pacientes, de Ana Rocío Jouli

t_lospacientes_a_e_jouliLos pacientes
Ana Rocío Jouli
Mardel Plata-Buenos Aires
La Bola Editora
2017
67 páginas

Por Fernanda Mugica

En un teatro en el que cada voz tiene su propia forma, los personajes dialogan: una enfermera que cuida a los hijos que no tuvo, un hombre muy enfermo que se pone en el lugar del paisaje, una nena que crea fábulas para no hablar de la muerte. El libro de Ana Rocío Jouli es el lugar de las sustituciones y los lugares que se ocupan, los lugares difíciles de ocupar y los que no quieren ser ocupados por nadie, porque la paciencia –como la vida– es un recurso no renovable; porque es difícil escuchar hablar a un cuerpo –el del hombre muy enfermo– que se dice al mismo tiempo pegado a su sangre y resguardado del mal de su sangre. Pero es también el lugar de la insistencia de la vida en la voz de la enfermera cuando cuida a esa hija que no es suya: “es como si en realidad/ no hubiese sustituciones/ y mi cuerpo pudiera alumbrarla/ y calmar nuestras pesadillas”. La sutileza de alumbrar es lo que forma un “nosotros” que existe a partir de esas pesadillas en común. Los personajes de Los pacientes forman una familia –como la de la fábula del pescador, los perros y su madre sirena– de la que se es parte sin saber nada de parentescos.
“Me estoy convirtiendo en algo/ que atraviesa todo dolor,/ una forma mínima/ de la valentía” dice la voz de la enfermera en Los pacientes.  Y se afirma, en esa revelación, lejos del discurso de la enfermedad como batalla, pero cerca de una historia de la valentía del cuerpo: “en las regiones del cuerpo/ que se combate a sí mismo”. La de Ana Rocío Jouli es una escritura valiente, porque es valiente crear personajes y escenas, pero también y sobre todo, crear voces y mundos: crear una lengua propia que se acerca a lo indecible. Jouli trata con soltura, sin nada de miedo, temas de mucha densidad y lo hace desde la sutileza, desde la consistencia y desde la belleza. Porque el silencio no es salud, y ella pone en palabras eso que suele ser puro silencio. No hablar de la enfermedad sino del cuerpo, de la vida, también es, en su escritura, un gesto noble. Es el personaje de la nena el que rodea extrañamente y se acerca –muy extrañamente– a eso indecible. Es la voz de fábula, de cuento, voz de Alicia en el país que narra su propia muerte. No dice la enfermedad pero le da una forma, le pone palabras porque eso cura: descarta esas atipias, esas anomalías, porque para ellas también hay palabras: “Las flores mientras tanto, crecían del medio del cerebro, y los vecinos se chocaban las paredes cuando caminaban o se olvidaban algunas palabras, sobre todo caballo y fantasma. Los pétalos se veían cada vez más gordos y rosados, y el jugo parecía un jarabe dulcísimo de esos que te curan de cualquier cosa”.
La enfermera, la nena, el hombre muy enfermo: voces que, a su vez, dialogan con otras voces en cursiva (¿las de los pacientes?, ¿las de los vivos?, ¿las de los muertos?). Como personajes rulfianos contemporáneos, que piensan en tomarse una foto desde debajo de la tierra, se trata de voces que dicen algo pero no lo completan, voces interiores, diálogos que no se responden (“—No me dejan elegir/ —Entonces nada”): la desazón bien lograda –en el lenguaje- de la enfermedad. “La contraseña es: todo lo liviano está hecho de renuncia”. La renuncia, la resignación y, al mismo tiempo, la insistencia, en la muerte, hacia la muerte pero sobre todo en la vida, a pesar de y hacia la vida. “—No puedo recordar sin el cuerpo/ —Pero está acá, mirá. Te toqué el pie y te reíste un/ poquito/ —Si tuviera las fotografías, podría acordarme de algo/ y contarlo/ —Podríamos sacarnos una nosotros. Antes acá había/ un portarretratos / —Y escribir debajo: los días sin sobresaltos son/ memorables y escasos/ —O podríamos poner nuestros nombres/ —Ahí está la primera dificultad”. Porque Jouli puede afirmar, de una vez, al mismo tiempo y desde las voces de todos esos personajes que (quizás ya no) le pertenecen: “Una paternidad que no dice/ no funda ninguna herencia” pero también “esto es lo más importante:/ que no haya a quién llamar mío”.
Lo que puede hacer un vidrio, lo que puede hacer una pared: crear espacios nuevos, bordes, lugares para los afectos. Jouli trabaja con imágenes, cosas que se parecen o recuerdan dolorosamente a otras, como ese germinador, ese entorno artificial que es una habitación de hospital, o ese paisaje del que se siente parte el señor muy enfermo:  “De un lado del vidrio/ una vida vegetal/ y el recuerdo del rocío/ sobre los respiradores”.
El libro de Jouli me atrapa desde alguna de las formas de la identificación. Leo algunos versos y me hubiese gustado escribirlos. Entonces miro: es una frase de la enfermera.  Claro. Pero no, digo, distancia: porque yo tampoco quiero convertirme “en lo que siempre creí/ que constituía una mujer: un secreto partido/ y ciertos dolores ocultos/ que van fraguando/ una memoria de la felicidad/ más cerca de lo verdadero/ que las intensidades/ que imaginaba hace unos años”. Yo quiero estar más cerca de las intensidades que de lo verdadero. Y me ilumino: es eso lo que Jouli logra en este libro: en la palabra precisa, en la sutileza, en la vida de estos personajes como insistencia, construye un mundo de intensidades en que la enfermedad no tiene lugar.

 

Poemas de Los pacientes

Enfermera

No hay pérdida de tiempo
en acariciar un animal enfermo
hasta que se duerma.
Si ayudé a otros a encontrar
alguna versión de la calma
me lo agradecieron
con el gesto de quien corre
la nieve de las ruedas
para retomar el camino
después del temporal.
En el horario de visita
me apartan como niños
de sus breves ceremonias.
Pero ese tiempo
pasa y los devuelve
al hogar que les dejo preparado:
un espacio entre algodones
como una semilla y un papel secante.
Con el tiempo que nos queda
experimento lo que crece
en entornos artificiales,
lejos de sus condiciones
de afecto y luz.

 

Nena

Un señor sacaba pescados del mar y los apilaba en su
barco, donde hacían flap flap de un lado para el otro
hasta que se quedaron muy quietos. Su familia eran
dos perros y una sirena, su mamá. Ninguno sabía
del parentesco, pero cuando los perros se metían
al mar corrían tan adentro y tan contentos que
seguro debían sospechar. El problema fue que un
día el señor empezó a hacer flap flap sobre el barco,
entonces los del pueblo lo sacaron del agua y se lo
llevaron. Los perros, que no podían entrar a ese lugar
nuevo, se quedaban esperándolo entre las olas. Si
tenían mucho frío, ladraban desde la arena hasta que
se quemaban las patas. Fue así como la sirena supo
que algo andaba mal, y le mandó a su hijo dos peces
que le hablaban de su casa: historias de palacios
submarinos donde no se necesita respirar, o hay que
aprender otra manera. Los peces giraban adentro del
suero y sobre la cabeza del señor, como esos juguetes
que ayudan a dormir a los bebés. Le decían al señor
que era hora de irse. Que si se arrancaba todos los
anzuelos y se echaba a dormir en el piso que era el
mar, podía volver a casa. Él escuchaba muy atento
y trató varias veces de seguir el plan, pero cada vez
que se tiraba de la cama alguien venía a levantarlo y
lo retaba. Entonces le cambiaban el agua y los peces
se iban por unos días. Pero el señor ya no pensaba
más que en ellos, y los cuentos de su familia le
brillaban en el fondo del oído, que era un caracol
de los que se usan para escuchar el mar. Después
de un tiempo, la sirena les dio permiso a los perros
para ir a buscarlo, porque eran muy buenos y habían
esperado tanto. El señor no sabía pero ya estaban
llegando. Cuando se hacía de noche, del suelo de la
habitación se levantaban unas olitas cortas y pesadas
que respiraban igual que él. Subían a la cama y él
las esperaba muy quieto. Hasta que un día la ola fue
tan alta que abrió la ventana, y el agua que venía de
todas partes llevó nadando a los dos perros. Al otro
día, encontraron la cama vacía y el piso lleno de agua
salada. Los peces hicieron flap flap una o dos veces.
El señor no respiraba o había aprendido otra manera.

 

Señor muy enfermo

¿Qué historia podría contar?
No he subido a los trenes
que atraviesan regiones fabulosas ,
no he probado ningún coraje
en las guerras de mi tiempo
cuando otros de mi contextura
cargaban en hombros más justos
el legado o la miseria de las naciones
y volvían con relatos ardientes
que no sabían decir.
No hay una historia de la valentía
que no se haya escrito en mí,
en las regiones del cuerpo
que se combate a sí mismo.
El tendido de las industrias
hizo a los hombres de mi familia
y los vio ennegrecerse lentamente
con cada alvéolo y tramo de sangre
o dedos oscuros en las puntas
como si se tocaran por dentro.
Regresan hasta acá sus fantasmas,
enfurecidos con el hijo débil,
cortan a hachazos las sondas
y se limpian en mis sábanas.
No hay historia que contarles
para que me dejen en paz.
Yo era el que debía educarse
en la experiencia de los viajes
y la prosperidad de las ciencias,
pero he resultado insuficiente.
Si pudiera incorporarme, al menos
pedir que me alcancen agua,
una sopa que no llegue a volcar,
un saco que cubra estas ropas,
entonces podría tomar fuerzas
y decirles que he regresado,
que me echen sobre sus hombros
y me lleven a dormir afuera.

 


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