Nuevas narrativas/ 2. Selección de Nicolás Guglielmetti

Textos de Carolina Amorosi, Marina Condó y Verónica Segura

Segunda serie de tremendos relatos nuevos, de esos que al lector le da gusto leer y al mismo tiempo lo ponen algo incómodo, como si la existencia de estos hechos, voces y personajes tuviera que ser negada. Ilustraciones, por Sebastián Bianchi.

*

Carolina Amorosi

El pozo

La primera vez que entré al Bingo Congreso lo que más me sorprendió fue que se podía comer. Yo estaba acostumbrada al Bingo de Bahía donde lo máximo que había visto era un platito de metal con palitos para el Cinzano pero acá no, acá se podía comer comer. En las mesas había un menú con fotos de pollo al champignon con papas noisette y lluvia de verdeo, tostados que tenían varias fetas de jamón y chorreaban queso por los costados, milanesas napolitanas con fritas y decoración de lechuga y tomate en el plato. Era como un restaurant pero con precios muy razonables que te invitaban a quedarte siguiendo el ritmo frenético de los números que cantaba la locutora desde una cabina de madera al final del salón.

Yo creo que a lo máximo que llegué fue a pedirme una pizza a medias con mi tío, pero había gente, sobre todo señoras, que se juntaban a almorzar y de postre pedían copas heladas como la copa Melba, con montones de bochas una arriba de la otra, rosas, blancas y marrones, con salsa de dulce de leche chorreando, óperas clavadas a los costados, cerezas al marraschino y por supuesto, una Melba arriba del todo.

Mi tío me llevaba siempre que venía de visita. Yo estaba estudiando acá y extrañaba mucho así que cada vez que viajaba alguien de la familia armabamos salida. Ibamos a la tardecita cuando él volvía de trabajar y a veces cenábamos ahí. Igual para nosotros era un lujo. El 2001 nos había hecho mierda, como a casi todos. A mi viejo además se le había prendido fuego el negocio y se había fundido. Había pasado de manejar un Honda Accord último modelo a una Traffic a la que le faltaba una puerta, donde hacía él mismo el reparto de mercadería y nos llevaba de un lado a otro con el cinturón de seguridad puesto para que no saliéramos despedidos cuando doblaba.

Así y todo mi viejo me seguía bancando como podía. Yo salía a hacer los mandados a la hora de la siesta para que el portero no me reclamara las expensas. Compraba en el chino harina y levadura y me hacía pancitos que después cenaba con té con leche. A la vuelta pasaba por el teléfono público que quedaba sobre Pueyrredón y con una tarjeta trucha llamaba al chico que me había roto el corazón. A veces el portero me enganchaba cuando volvía pero como me veía llorando no me reclamaba nada.

La línea en el Bingo Congreso se pagaba algo de treinta pesos. Y el cartón ciento cincuenta. Claro que el pozo dependía de lo recaudado pero más o menos andaba por ahí.Yo nunca llegué a cantar bingo. Líneas sí, un montón de veces. Pero bingo no. Una vez sola estuve cerca.

Mi tío había comprado un cartón para mí y dos para él. Él podía llevar hasta tres a la vez y anotar sin que se le pasara nada. Los pegaba con ojalillos en la mesa, de esos que se usaban en la secundaria para las hojas de la carpeta. Cada mesa tenía su lapicero y sus planchas de ojalillos. Me había comprado también una coca cola que te servían en vaso trago largo y nunca sabías si estabas tomando coca cola o gaseosa marca Coto pero no importaba porque venía bien fría. Yo iba tachando y a medida que caían los números me empezaban a temblar las manos. Once, cincuenta y cuatro, treinta y dos. Una vieja me ganó de mano con la línea pero no importaba. “Continuamos a Bingo” dijo la locutora por el altoparlante. A mí me faltaba uno solo, ni más ni menos que mi número favorito, el veintiuno.

“Pedí el veintiuno, tío” le dije y mi tío me miró con los ojos grandes. Yo saqué la cuenta mental de qué hacer con los ciento treinta pesos del pozo. “Con esto pago las expensas y me vuelvo en taxi a casa” le dije. Mi tío largó una carcajada. “Ah mierda que son caras las expensas” dijo. Todavía faltaba para la bolilla cuarenta. Si el próximo número era el veintiuno me llevaba el pozo de $66.000.

El bingo está lleno de códigos que nadie dice y todos saben. El orden en que se compran los cartones en la mesa es el orden de llegada de los jugadores y se respeta a rajatabla. Y si alguien de la mesa gana nos alegramos y lo felicitamos. Mi tío dejó de anotar para pedir el veintiuno  en voz alta. Lo ví cruzar los dedos cómo hacía mi abuela frente al televisor cuando jugaba San Lorenzo. Las viejas que estaban en la mesa con nosotros también lo empezaron a llamar. Por un momento fuimos como un scrum de perdedores vibrando cábalas y creyendo que alguno de nosotros podía salvarse. Pero el veintiuno no salió en la próxima bolilla, ni en la que siguió, ni en la otra y al final un señor pelado que estaba a dos mesas de nosotros cantó bingo con el cuarenta y siete.

Nosotros jugamos un par de cartones más y nos fuimos. A la salida estaban los dos guardias de seguridad que había imaginado escoltándome hasta mi casa con el pozo. Mi tío me acompañó caminando despacio por Rivadavia hasta la parada del 64. Había llovido y las luces de los autos se reflejaban en el asfalto.  “Ya sabes” me dijo “Desafortunada en el juego, afortunada en el amor”. Yo me reí y le dije que sí pero después lloré en el colectivo camino a casa.


Carolina Amorosi se formó en los talleres de Alberto Laiseca y Santiago Llach. Forma parte del grupo Catorce Piras, que desde hace un año edita un fanzine gratuito de poesía. Se puede descargar en http://catorcepiras.com.ar/


*

Marina Condó

El mural

Esta es la historia de un mural. No, de un mural no, más bien de una chica que ve un mural. De una chica a la que le duelen cosas mucho más que la pierna de mentira que usa desde hace un año. Por eso reacciona al mural, porque el arte es eso que no se ve pero te pincha bien adentro. Entonces, esta es la historia de una chica que perdió tanto que se quedó en un lugar vacío con un hueco muy grande.

Nadia perdió una pierna, un novio y un bebé. También ganó una pierna de mentira que no se muere ni se pone flácida. Una pierna que la otra pierna envidia y mira con recelo. Y un par de nuevas profesiones. Nadia es maestra, enfermera y puta. En ese orden. Una rutina de oficios que le llena las horas y le impide pensar. Nadia repite esa rutina con dos aristas. Una, mostrarle las tetas a los hijos de su vecina. Tres preadolescentes que le tiran piedras para que se asome y ella como emulando unas pelis tanas que veía con vos y que sabía estos pibes nunca iban a ver, se asoma. Para que el frío le pusiera los pezones duros, los chicos chiflaran y la vecina le gritara puta. Eso y escribir chistes en papel higiénico. Los chistes te hacían reír y los dos sabíamos que el chiste era malo, pero te lo contaba. Ahora, los escribo en papel higiénico. Porque es el único papel que hay, el que nunca faltó. Agarro la lapicera negra que se entierra en este papel liviano y suave. ¿Qué le dijo un cactus a otro? Acercate que pincho. Me río de lo malo que es, lo doblo y lo guardo. Estos momentos son los que hacen que un día se pase más rápido.

Nadia trabajaba como guionista y directora de documentales pero eso en esa ciudad ya no se hacía. Cuando una historia es demasiado contada, nadie la quiere filmar. Así que se hizo maestra de inglés para los pocos pibes que quedaban en una ciudad arrasada por la guerra y la pandemia. Es una ciudad con mala suerte le dijo una vez un viejo que le dio además un par de porros. No hay mucho más. Yo que usté me iría. Pero uno es de donde están sus vivos o sus muertos.

Acá no hay cementerio, no habría lugar. Por eso los muertos se recuerdan en el lugar donde desaparecieron. A veces encontrás una cruz pintada en la calle, otras una flor o un papel blanco doblado en cuatro. Nada más. Me llega un mensaje. Es el coronel o general, no sé bien la diferencia. Es la excusa para levantarme de la cama. Me cambio. Me pongo el uniforme de puta, el único que tengo rojo. La bota me llega a la ingle y se ata en la tanga que antes quedaba mejor. Agarro el sobretodo del hospital. Sé que le gusta. La primera vez que me lo vio me acarició sin sacármelo. Me metió dos dedos en mi concha entrenada para mojarse. Después miró mi bota larga y roja. La desabrochó y pasó la lengua por el borde que une la prótesis. Me mojé más, él siguió. Toco los dos botones que harán que un auto me lleve a la otra punta de la ciudad. Donde están los edificios limpios, llenos de máquinas, vacíos de gente. Por un rato voy a jugar a que el deseo es más grande que toda esta mierda.

Y eso fue así hasta el día del mural. Nadia se levantó para correr y probar que sus piernas se entendían aunque al rato se dio cuenta que no, que se enojaban entre sí y que le daban un ritmo de corrida que era digno de una película de terror. Ahí recuperando el aire lo vio. En la punta de un descampado habían pintado un mural muy parecido a uno que ella había visto con vos, cuando además de intercambiar fluidos Nadia se sentía invencible y en la cima del mundo. Ese mural era en blanco y negro y estaba todo fraccionado y tenía trazos que te hacían creer que podías imitarlos hasta que te dabas cuenta que no, que eso no era todo cuadrados partidos sino que funcionaba como un todo. Un mural a una masacre en una ciudad masacrada.

La primera reacción fue de incredulidad. ¿Cómo? ¿Quién? Después miró en detalle hasta que encontró algunas variaciones. El que lo hizo no puso la cabeza del caballo en el mismo lugar y algunos trazos no eran rectos sino en diagonales. Y quiso tocarlo. Pero antes tenía que asegurarse que nadie la viera. Así que dio dos vueltas y volvió más despacio al medio del descampado que mostraba ese mural tan desnudo gritando en el medio de la nada. Lo que pasó después de estar a un centímetro no lo pudo ver ni ella. Lo tocó y sintió la pared irregular en sus dedos, los trazos desdibujándose en la cercanía y las lágrimas cayéndole una tras otra. Lloró con la mano levantada tocando un cuerpo seccionado en el medio de una pared de ladrillos como si estuviera velando ese cuerpo en ese momento. Pero eso duró poco porque lo siguiente fue lo peor. Unas máquinas patrulla pasaron y Nadia sintió algo que hacía mucho no sentía. Miedo. Miedo a perder eso que no era de ella y que ahora no podía dejar. Y me acordé de vos. De acariciar tu barba en mi panza mientras mirábamos un documental. Un chico que pateaba un trapo hecho pelota y una gallina corriéndole al lado. El nene medio desnudo lleno de polvo peleándose con el gallo por esa pelota que ahí parecía la mejor del mundo. Y vos diciéndome es así, cuando pasás tanto hambre el primer pedazo de comida lo comés rápido y a escondidas. Nadie quiere compartirlo ni perderlo.


Marina Condó tiene un canal de YouTube (MarinaEscribe) en el que comparte reseñas de libros, comics, tips de escritura creativa y actividades para promover la lectura. Organiza clubes de lecturas (presenciales o virtuales) y da clases de escritura creativa para principiantes. Ha publicado en Playboy (Enero2018) y dos relatos dentro de una muestra online de cuentos (El Cuaderno Azul).


*

Verónica Segura

Abrelatas

Vacía. La despensa está casi vacía. Esas latas te cubrirán por escasas tres semanas. Tendrás que ir al supermercado, una vez más. No revisaste con detenimiento. Debes contar cada una, separarlas por peso, color, marca, aprovechar para limpiar el polvo de las que han estado ahí más de un mes. Luego hacer la lista, no antes. Nunca antes, fue un error confiar en tu memoria.

De lejos tiene el aspecto de una fortaleza. Las puertas de vidrio se deslizan y el aire acondicionado envuelve tu garganta. Arrastras el carrito por los pasillos lustrados, como cuatro uñas que desgarran un pizarrón. Pasas la muralla de papel higiénico, luego una trinchera flaca de bolsas de arroz. Y… no puede ser. Ahí deberían estar. No puede ser. Algún idiota olvidó reabastecer la tienda. No dejaron una sola lata de champiñones trozados. Hay unas cuantas de tomate, pero no de la marca que sueles comprar. No queda otra más que surtirse de varias marcas, si una sale mala al menos tendrás un respaldo para seguir probando. Deberías hacer lo mismo con el atún, las habas y el puré. No vaya a ser que la carencia te vuelva a tomar por sorpresa. Estás olvidando el membrillo.

Tres veces más de lo que sueles gastar. No importa, los productos enlatados duran bastante. Esta vez asegúrate de organizarlo mejor, tiene que caber todo. Antes de guardar, saca las latas de los estantes y… ¿qué demonios? ¡Hay latas caducas! ¿Hace cuánto no revisas el inventario? Bueno, al menos, deshacerte de algunas facilitará que… Dios. Qué problema. Vuélvelo a intentar. No. Imposible. Supongo que tendrás que usar parte del armario, incluso la bodega. ¿Y dónde guardarás los acolchados de invierno, la colección de guantes, las enciclopedias repetidas, las cajas con bolígrafos? No, no puede ser. Olvídalo. Sencillamente no tienes el espacio. Te excediste, compraste demasiado. Tendrás que consumirlo cuanto antes, esto no puede quedar así, la cocina es un desorden. Sólo necesitas el abrelatas y una cuchara, ni siquiera tienes que ensuciar un plato. Vamos, haz un esfuerzo.  Siempre has sido de buen comer. Apenas vas por la séptima lata, mira todas las que faltan.

Lo lograste. Lograste más de lo que te habías impuesto. Lograste consumir tanto que te has enfermado y ahora el piso es un asco. Has vuelto a vaciar la alacena. Tendrás que hacer otra visita al supermercado. Sabes bien cuáles son las provisiones que agotaste, no hace falta hacer una lista.


Verónica Segura (México) es actriz y escritora. Licenciada en Artes Dramáticas de la Texas State University. En Nueva York estudió la técnica Practical Aesthetics en la Atlantic Theatre Company fundada por David Mamet. Actuó en numerosas producciones internacionales de cine, teatro y televisión. Publicó La belleza de este día, (poemas, Hemisferio Derecho, 2019). Poemas y cuentos se publicaron también en las antologías Mujeres 3 y Siete (Ediciones Croupier). Reside en Buenos Aires, donde se desempeña como Directora Artística del Buenos Aires Running Film Festival (BARunFF). Comparte escritos en su blog Segura de Todo.


Complilación: Nicolás Guglielmetti (Bahía Blanca, 1981). Estudió Letras en la Universidad Nacional del Sur y formó parte de Vox Ruta 33 y la Escuela Argentina de Producción Poética (EAPP), ambos programas destinados a la formación de escritores emergentes. Dirige actualmente el proyecto Nexo Artes y Culturas. Publicó las plaquetas Cesar Palace (Bahía Blanca, Colectivo Semilla, 2009), Tres dedo (España, Niña Bonita, 2011), La adolescencia del bostezo (Chile, Letras de Cartón, 2012) y Bella Vista (Bahía Blanca, Vox, 2015). Más textos e información sobre el autor, en la siguiente publicación de op.cit.