Poemas de Trabajar cansa / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, de Cesare Pavese. Buenos Aires-Córdoba, 2018, Griselda García Editora, Ediciones del Dock, Cartografías. Traducción y prólogo: Jorge Aulicino.
Cuando se cumplieron 100 años del nacimiento de Cesare Pavese en 2008, un diario español tituló su nota de recordación «¿Qué queda de Pavese?». Creo que no había intención peyorativa en la pregunta pero me sonó como si se abriera un ataúd para ver los restos de un deudo al que hay que transferir de la tierra a un nicho.
Pavese hizo –en la década de los años 30 cuando escribió su libro Trabajar cansa–un aporte fundamental a un nuevo realismo: logró que la anécdota hablara más allá de ella misma. Contó una localidad del Piamonte y también los mitos que encerraba. El procedimiento para hacerlo no se ve a simple vista, pero su resultado se impone al oído y a la vista.
Trabajar cansa salió acompañado de dos ensayos, uno referido a la gestación del libro y sus problemas, el otro referido a un plan futuro. Años más tarde, en el ’43, Pavese propone en otro ensayo, «Del mito, el símbolo y otras cosas”, la tarea principal de su literatura: «reducir a claridad los mitos». El primer ensayo, “El oficio de poeta”, contaba que el proyecto de una «colección», un álbum, nació de una «diletante pornoteca» que Pavese inició con un amigo pintor, y que consistía en un conjunto de canciones, baladas, tragedias y octavillas. El «problema» que acosaba a Pavese era el de superar los límites del cancionero, entendido como conjunto de poemas que se relacionan y se sostienen entre sí. La aspiración de este conjunto era que cada poema fuese una «construcción» que se bastase a sí misma sin dejar de participar de un conjunto y dándole fuerza y consistencia, a la vez que las tomaba de él.
Así que Trabajar cansa no nació inocentemente, desde el punto de vista estético.
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La segunda cuestión que se planteó Pavese fue la de los límites de lo que él llamaba «relaciones fantásticas». Se trata de las asociaciones lícitas dentro de cada poema. Se puede pensar que debatía entonces mentalmente con el surrealismo y sus asociaciones libres. Tal vez quiso resolver esa cuestión por un camino distinto al del hermetismo, una escuela que debió su nombre a la supuesta ocultación deliberada de la analogía, y del futurismo, doctrina que pretendió ser la expresión artística del fascismo -hablamos del fascismo originario, el de Benito Mussolini y no de un fascismo genérico y mucho menos del nazismo-. El fascismo tenía tanta fuerza política en los ’30 que es imposible pensar que no estuviera planeando en la mente de Pavese como una cuestión de época a la que debía responderse directa o indirectamente. Ideológicamente, el realismo de Pavese se opone de hecho a la visión maquinista de Filippo Tommasso Marinetti.
Fijemos el momento: el Manifiesto Futurista se publica en 1909 en Le Figaro de París. El cuarto renglón de su decálogo dice: «Afirmamos que el mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad». Luego exalta las multitudes, la rebelión y la luz fabril de los astilleros. En 1936, el futurismo ya era fascista. Ese año se publicó el ensayo La poesía hermética (Laterza, 1936) de Francesco Flora, que dio nombre a la poesía de varios autores nacidos a fines del siglo XIX. Ese mismo año sale la primera versión, censurada, de Trabajar cansa, y queda claro que el rumbo tomado por Pavese era distinto al de Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale y Salvatore Quasimodo, pero no tan distante de este como del futurismo, al que opone la visión del trabajo campesino en el Piamonte y la dialéctica ciudad-campo, vivida vívidamente, si se disculpa la expresión, por los personajes de estos poemas.
Sostenidos en sí mismos, los poemas-relato o poemas-anécdota o poemas- imagen de Pavese no cuentan en detalle una historia colectiva. La historia es en cambio la de personajes que se diría están aislados bajo una misma atmósfera. El antecedente general podría ser la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, que no sabemos si Pavese, traductor del inglés, había leído. Hay diferencias estructurales y una similitud general. Masters se había propuesto conscientemente establecer las relaciones entre los personajes de sus poemas. Estos eran epitafios y por lo tanto poemas cortos: la vida de cada personaje contada en primera persona y en pocos versos. A la vez esos epitafios narran las relaciones de los personajes entre sí. Masters no solo había trazado las líneas que unían a unos con otros: había tenido en cuenta, además de estos pormenores, que todos los oficios de un pueblo del Medio Oeste estadounidense estuvieran representados. Pavese no tuvo en cuenta detalles de este tipo y sus poemas no son cortos epitafios sino que se expanden en cuanto a la extensión de los versos y del conjunto. Equivalen a cuentos de un mismo volumen, no a capítulos de una novela.
La función estética que Pavese pretendía hacer jugar está dicha en distintos ensayos que siguieron a la publicación del libro, especialmente el mencionado «Del mito, el símbolo y otras cosas» y el que tituló «El mito», escrito el año de su muerte, más didáctico. El mito, descubierto o percibido antes de que las palabras de un poema se escriban, debía ser reducido a claridad, destruido, «y lo que permanezca después de este esfuerzo podrá valer como fuente de vida».
En resumen, lo que haya de vida será lo que haya de mito en cada poema, en cada relato. No es necesario imaginar escenas sobrenaturales, sino escenas vivas. El mito, como verdad que no necesita demostración y que en cada época florece de manera distinta es, de este modo, vital. Se impone por sí mismo.
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Dicho esto, lo que «queda» de Pavese son sus poemas-mito, que no son poemas mitológicos y que no reclaman para su lectura y goce que se entienda qué tipo de mito está detrás. Por ejemplo, que detrás del primer poema del libro, «Los mares del sur» está Ulises. Al revés, cuando Pavese llama al mito por su nombre, el poema juega con la idea de una recreación del mito en la vida campesina del Piamonte, como en el que se titula justamente «Ulises».
Queda de Pavese un nuevo sentido, un nuevo giro del realismo.
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Desde el punto de vista técnico, y sobre todo para un traductor, es importante empezar por lo discreto que fue al establecer sus relaciones fantásticas. El problema del límite de esas relaciones se le planteaba como irresoluble y su solución era entonces intuitiva, mientras planeara sobre ella la exigencia de una “objetividad viril”. En «El oficio de poeta» Pavese ubica el momento en que se presentó la cuestión: que el ermitaño de su primer «Paisaje» –tercer poema del libro- tenga «el color de los helechos quemados» le parece la frontera de su audacia asociativa. Incluso, no está seguro de no haber ido demasiado lejos. Con estas sutilezas construye el conjunto.
Las repeticiones de palabras, que a un traductor prolijo quizá le molesten y esté tentado a reemplazar por sinónimos o afines, tienen que ver con el tono coloquial que procura sostener cada poema pero también parecen señaladores o subrayados de los principales elementos de la imagen. Están destinados a resonar como un eco en el oído de la mente. Muchos poemas son solo -y nada menos- que eso, imágenes visuales. Si la mención de un color se repite en ellos, por ejemplo, es porque sin duda forma parte -o todo- del armazón del poema.
Ideológicamente el libro triunfa porque su técnica es admirable. Admirable como un mito. Se siente como debe haber sentido aquel abuelo del segundo poema, «Antepasados», que fue estafado por un campesino suyo y zapó él mismo su campo en verano «sólo por ver un trabajo bien hecho».
Jorge Aulicino
Paisaje I
(Al Pollo)
No está ya cultivada la colina aquí arriba. Están los helechos
y la roca pelada y la esterilidad.
Aquí el trabajo no sirve de nada. La cima está quemada
y la única frescura es la respiración. El gran cansancio
es trepar a este punto: el ermitaño pudo hacerlo un día
y desde entonces se quedó a reponer las fuerzas.
El ermitaño se viste de pieles de cabra
y tiene un olor musgoso de animal y de pipa
que ha impregnado la tierra, las matas y la gruta.
Cuando fuma la pipa apartado en el sol,
si lo pierdo, ya no puedo encontrarlo porque es del color
de los helechos quemados. Aquí llegan visitantes
que caen sobre una piedra, sudados y agitados,
y lo encuentran tendido, los ojos en el cielo,
respirando profundo. Un trabajo ha hecho:
sobre el rostro ennegrecido dejó espesarse la barba,
pocos pelos rojizos. Y pone el excremento
sobre un espacio abierto, a secarse en el sol.
Cuestas y valles de esta colina son verdes y profundos.
Entre las viñas, los senderos conducen arriba locos grupos
de muchachas vestidas de colores violentos,
que hacen fiestas a la cabra y gritan hacia la llanura.
Algunas veces se ven filas de cestas de frutas
pero no van hacia la cima: los de la villa las llevan a casa
sobre la espalda, contorsionados, y se pierden en el follaje.
Tienen mucho que hacer y no van a ver al ermitaño
los de la villa, pero descienden, suben, y zapan fuerte.
Cuando tienen sed, tragan vino: plantándose en la boca
la botella, levantan los ojos a la cumbre quemada.
En la mañana fresca están ya de regreso cansados
del trabajo del alba, y si pasa un vagabundo
toda el agua en los pozos entre la vid cosechada
es para que él se la beba. Sonríen a las mujeres con malicia
y les preguntan cuándo, vestidas con pieles de cabra,
se sentarán sobre aquellas colinas a tostarse en el sol.
El dios cabrón
La campaña es un lugar de verdes misterios
para el muchacho, que viene en el verano. A la cabra,
que muerde ciertas flores, se le hincha la panza y tiene que correr.
Cuando el hombre ha gozado con alguna muchacha
–tienen pelos ahí abajo– el chico le hincha la panza.
Pastando las cabras, se hacen bravatas y burlas,
pero en el crepúsculo cada uno comienza a cuidarse las espaldas.
Los muchachos saben cuándo ha pasado la culebra
por el rastro sinuoso que queda en la tierra.
Pero ninguno sabe si pasa la culebra
entre la hierba. Ahí están las cabras que van a pararse
sobre la culebra, en la hierba, y gozan de hacerse chupar.
Las muchachas también gozan, de hacerse tocar.
Al levantarse la luna, las cabras no pueden quedarse quietas,
es necesario reunirlas y arrearlas a casa,
si no, se alza el cabrón. Saltando en el prado
despanzurra todas las cabras y desaparece. Muchachas calientes
dentro de los bosques van solas, de noche,
y el cabrón, que bala tendido en la hierba, corre a su encuentro.
Pero que despunte la luna: se alza y las despanzurra.
Y las perras, que ladran bajo la luna,
es porque han sentido al cabrón que salta
sobre las colinas y han olisqueado el olor de la sangre.
Y las bestias se agitan en los establos.
Solamente los perrazos más fuertes muerden la cuerda,
y alguno se libera y corre a seguir al cabrón
que lo rocía y embriaga de una sangre más roja que el fuego,
y después balan todos, derechos y ululando a la luna.
Cuando, de día, el perrazo regresa pelado y gruñón,
los campesinos lo agarran a patadas en el traste.
Y a la hija, que pasea de noche, y al muchacho que regresa
cuando está oscuro, perdida una cabra, les parten el cuello.
Llenan mujeres, los campesinos, y las fatigan sin respeto.
Salen de día y de noche y no tienen miedo
de zapar incluso bajo la luna o de encender un fuego
de pastos en la oscuridad. Por eso, la tierra
es tan bella verde; y labrada tiene el color,
bajo el alba, de los rostros encendidos. Se va a la vendimia
y se come y se canta; se va a pelar las mazorcas
y se baila y se bebe. Se sienten muchachas que ríen,
porque alguno menciona al cabrón. Arriba, en la cima, en los bosques,
entre los bordes rocosos, los campesinos han visto
que buscaba la cabra y comía frutos de los troncos.
Porque, cuando una bestia no sabe trabajar
y se la tiene sólo de semental, le gusta destruir.
Luna de agosto
Del otro lado de las colinas amarillas está el mar,
del otro lado de las nubes. Pero jornadas tremendas
de colinas ondeantes y crepitantes en el cielo
se interponen delante del mar. Aquí arriba está el olivo
con la poza de agua que no llega a espejarse,
y los rastrojos, los rastrojos que no cesan jamás.
Y se levanta la luna. El marido está tendido
en un campo, con el cráneo partido desde el día
–una esposa no puede arrastrar un cadáver
como un saco–. Se levanta la luna, que arroja un poco de sombra
bajo las ramas retorcidas. La mujer en la sombra
sonríe despavorida ante el rostro pleno de sangre
que coagula e inunda cada arruga de las colinas.
No se mueve el cadáver extendido en los campos
ni la mujer en la sombra. Pero el ojo de sangre
parece guiñar a alguno y le señala un camino.
Llegan largos escalofríos por las desnudas colinas
desde lejos, y la mujer los siente en la espalda,
como cuando corrían por el mar del grano.
También invaden las ramas del olivo perdido
en ese mar de luna, y ya la sombra del árbol
parece estar por contraerse y soportar también.
Se precipita afuera, en el horror lunar,
y la sigue el susurro de la brisa sobre las rocas
y una silueta tenue que le muerde los pies,
y le duele en el regazo. Regresa doblada a la sombra
y se tira sobre las rocas y se muerde la boca.
Abajo, oscura, la tierra se baña de sangre.
Tierras quemadas
Habla el joven esmirriado que ha estado en Turín.
El gran mar se extiende, oculto por rocas,
y da al cielo un azul pálido. Relucen los ojos
de todos los que escuchan.
A Turín se llega de noche
y se ven enseguida por la calle las mujeres
maliciosas, vestidas para los ojos, que caminan solas.
Allá, todas trabajan por la ropa que visten,
pero la adaptan a cada luz. Hay colores
para la mañana, colores para salir a las avenidas,
para gustar de noche. Las mujeres, que esperan
y se sientan solas, conocen a fondo la vida.
Son libres. A ellas no se les discute nada.
Siento el mar que bate y rebate fatigado en la orilla.
Veo los ojos profundos de estos muchachos
relampaguear. A dos pasos, la fila de higueras
desesperada se aburre sobre la roca rojiza.
Son tan libres que fuman solas.
Se las encuentra de noche y se las deja de mañana
en el café, como amigos. Son jóvenes siempre.
Quieren ojos y presteza en el hombre y que bromee
y que sea siempre fino. Basta salir a las colinas
y que llueva: se rinden como niñas,
pero saben gozar el amor. Más expertas que un hombre.
Son vivaces y lanzadas y, aun desnudas, charlan
con ese brío que tienen siempre.
Lo escucho.
He mirado las ojeras del joven esmirriado,
tan atentas. Han visto también ellas un vez aquel verde.
Fumaré en la noche oscura, ignorando hasta el mar.
Aventuras
Sobre la negra colina está el alba, y sobre los techos
se adormecen los gatos. Un muchacho se ha caído
desde el techo anoche, y se rompió la espalda.
Vibra un viento entre los árboles frescos: las nubes
rojas, en lo alto, son tibias y viajan lentamente.
Abajo, en el callejón, asoma un perrazo que olfatea
al muchacho sobre el empedrado, pero un ronco maullido
se alza entre las cumbreras: alguien no está contento.
A la noche cantaban los grillos y las estrellas
se apagaban en el viento. Al claror del alba,
se apagan también los ojos de los gatos en celo
que el muchacho espiaba. La gata, si llora,
es porque no tiene gato. No hay nada que hacerle
–ni las puntas de los árboles ni las nubes rojas–:
llora a cielo descubierto como si aún fuese de noche.
El muchacho espiaba los amores de los gatos.
El perrazo que olfatea su cuerpo gruñendo,
ha llegado cuando aún no era el alba: escapaba
desde la claridad de la otra vertiente. Nadando
en el río que empapa como en los prados
el rocío, lo alcanzó la luz. Las perras
ululaban todavía.
Corre el río tranquilo
y lo espuman los pájaros. De entre las nubes rojas
se tiran abajo, de la alegría de encontrarlo desierto.
Civilización antigua
Seguro, el día no tiembla al mirarlo y las casas
son firmes, plantadas en el empedrado. El martillo
de ese hombre sentado golpea una piedra
sobre la tierra blanda. El muchacho que escapa
a la mañana no sabe si ese hombre trabaja,
y se para a mirarlo. Nadie trabaja en la calle.
El hombre se sienta en la sombra que cae de lo alto
de una casa, más fresca que una sombra de nube,
y no las mira pero toca sus piedras, absorto.
El ruido de las piedras resuena lejos
sobre el empedrado velado por el sol. Muchachos
no hay por las calles. El muchacho está solo;
se da cuenta de que todos son hombres o mujeres
que no ven lo que él ve y caminan apurados.
Pero ese hombre trabaja. El muchacho lo mira
dudando si es posible que un hombre trabaje
sobre la calle, sentado como los mendigos.
Y también los otros que pasan parecen absortos
en terminar algo y ninguno mira
hacia atrás o adelante, a lo largo de toda la calle.
Si la calle es de todos, hay que disfrutarla
sin hacer otra cosa, mirando alrededor,
a la sombra, al sol, en el fresco ligero.
Cada calle se abre de par en par como una puerta,
pero ninguno la traspasa. Ese hombre sentado
ni siquiera se da cuenta, como si fuese un mendigo,
de la gente que viene y va, en la mañana.
Ulises
Este es un viejo sin ilusión, porque ha hecho a su hijo
demasiado tarde. Se miran a la cara cada tanto,
pero antes bastaba un cachetazo. (Sale el viejo
y regresa con el hijo que se aprieta una mejilla
y no levanta más los ojos). Ahora el viejo está sentado
hasta la noche delante de una gran ventana,
pero no llega nadie y la calle está desierta.
Esta mañana ha escapado el muchacho y regresa
esta noche. Se sonreirá con burla. A nadie
querrá decirle qué comió en el almuerzo. Tal vez
tendrá los ojos pesados y se irá a la cama en silencio:
dos zapatos embarrados. La mañana era azul,
tras las lluvias de un mes.
Por la fresca ventana
corre amargo un olor de hojas. Pero el viejo
no se mueve de la oscuridad, no tiene sueño de noche,
y querría tener sueño y olvidar cada cosa,
como en otro tiempo al regresar de un largo camino.
Para calentarse, gritaba y pegaba.
El muchacho, que está por volver, no recibe más cachetazos.
El muchacho comienza a ser joven y descubre
cada día alguna cosa y no le habla a nadie.
No hay nada por la calle que no pueda saberse
sentado frente a esta ventana, pero el muchacho camina
todo el día por la calle. No busca aún mujeres
pero ya no juega en el piso. Cada vez regresa.
El muchacho tiene un modo de salir de casa
que, quien se queda, entiende que ya no puede hacer nada.
Paternidad
Fantasía de la mujer que baila, y del viejo
que es su padre y una vez la tuvo en la sangre
y la hizo una noche, gozando en un lecho, desnudo.
Ella se apura por llegar a tiempo para desvestirse,
hay otros viejos que esperan. Todos
le devoran, cuando ella salta en el baile, la fuerza
de las piernas con los ojos, pero los viejos tiemblan.
Casi desnuda está la chica. Y los jóvenes miran
sonriendo, y alguno querría estar desnudo.
Se parecen todos a su padre los viejos entusiastas
y son todos, vacilantes, un resto de cuerpo
que ha gozado otros cuerpos. También los jóvenes un día
serán padres y la mujer es para todos una sola.
Ha ocurrido en silencio. Una alegría profunda
invade la oscuridad que rodea a la joven viva.
Todos los cuerpos no son más que un cuerpo, uno solo,
que se mueve y en el que se clavan las miradas de todos.
Esa sangre que recorre los miembros firmes
de la joven es la que se hiela en los viejos,
y su padre, que fuma en silencio y se entibia,
no salta, pero él ha hecho a la hija que baila.
Hay un perfume y un arrebato en el cuerpo de ella
que es el mismo en el viejo, y en los viejos. En silencio
fuma el padre y espera que vuelva, vestida.
Todos esperan, jóvenes y viejos, y la miran fijo;
y cada uno, bebiendo solo, volverá a pensar en ella.
La mujer del barquero
Alguna vez, en el tibio sueño del alba,
sola en el sueño, le sucede que ha desposado una mujer.
Se despega del cuerpo materno una mujer
magra y blanca que baja la pequeña cabeza
en el cuarto. En el frío resplandor la mujer
no espera la mañana, trabaja. Se mueve
silenciosa: entre mujeres no hacen falta palabras.
Mientras duerme, la mujer sabe la barca sobre el río
y la lluvia que humea sobre la espalda del hombre.
Pero la pequeña esposa, rápida, cierra la puerta
y se apoya y pone la mirada en sus ojos.
La ventana tintinea por la lluvia que arrecia
y la mujer acostada, que mastica despacio,
tiende un plato. La pequeña esposa lo vuelve a llenar
y se sienta sobre la cama y comienza a comer.
Come de prisa la pequeña esposa furtiva,
bajo los ojos maternos, como si fuese una niña,
y resiste la mano que le busca la nuca.
Corre en un instante a la puerta y la abre: las barcas
están todas atracadas en el madero. Regresa
con pies descalzos a la cama y se abrazan ligeras.
Son gélidos y delgados los labios que arrima,
pero el cuerpo se funde en un profundo calor
tormentoso. La pequeña esposa ahora duerme,
tendida al lado de su cuerpo materno. Es sutilmente
áspera, como un muchacho, pero duerme como mujer.
No sabría llevar una barca en la lluvia.
Afuera arrecia la lluvia en la luz indecisa
de la puerta entreabierta. Entra un poco de viento
en la habitación desierta. Si se abriese la puerta,
entraría también el hombre, que ha visto algo.
No diría palabra: sacudiría la cabeza,
con su mirada de burla a la mujer desengañada.
Fumadores de papel
Me trajo a escuchar su banda. Se sienta en un rincón
y emboca el clarinete. Arranca un estruendo infernal.
Afuera, un viento furioso y los cachetazos,
entre los relámpagos, de la lluvia, hacen que la luz vacile
cada cinco minutos. En la oscuridad, las caras
se torturan adentro, trastornadas, al tocar de memoria
un bailable. Enérgico, mi pobre amigo
conduce a todos desde el fondo. El clarinete se retuerce,
rompe el alboroto sonoro, demanda, se desfoga,
como un alma solitaria, en un seco silencio.
Estas pobres latas están demasiado a menudo abolladas:
campesinas las manos que aprietan las teclas,
y las frentes, duras, que apenas se levantan de la tierra.
Miserable sangre agotada, extenuada
por muchas fatigas, se la oye mugir
en las noches y el amigo la guía con esfuerzo mortal,
él, que tiene las manos endurecidas de tomar una maza,
de mover el cepillo de carpintero, de romperse el alma.
Tuvo en otro tiempo compañeros y no tiene más que treinta años.
Fue de aquellos de después de la guerra, crecidos en el hambre.
Fue también él a Turín, buscando una vida,
y encontró la injusticia. Aprendió a trabajar
en las fábricas sin una sonrisa. Aprendió a medir,
sobre su propia fatiga, el hambre de los otros,
y encontró en todas partes injusticias. Intentó calmarse
caminando, embotado, las avenidas interminables
en la noche, pero vio solamente un millar de faroles
resplandecientes sobre iniquidad: mujeres broncas, borrachos,
tambaleantes fantoches perdidos. Había llegado a Turín
un invierno, entre centelleos de fábricas y escorias de humo;
y sabía qué era el trabajo. Aceptaba el trabajo
como un duro destino del hombre. Pero si todos los hombres
lo aceptaran, en el mundo habría justicia.
Se hizo de compañeros. Soportaba las largas palabras
y debía escucharlas, esperando el final.
Tuvo compañeros. Cada uno en su casa tenía familia.
La ciudad estaba cercada por ellos. Y la cara del mundo,
ellos la cubrían. Sentían dentro de sí
la gran desesperación de vencer al mundo.
Toca seco esta noche, a pesar de la banda
que ha instruido uno a uno. No atiende al estruendo
de la lluvia ni a las luces. La cara severa
mira atenta un dolor, mordiendo el clarinete.
Le he visto esos ojos una noche en que, solos,
con el hermano, diez años más triste,
velábamos en una luz escasa. El hermano estudiaba
sobre un inútil torno construido por él.
Y mi pobre amigo acusaba al destino
que lo tenía clavado al cepillo y a la maza
para alimentar a dos viejos, sin pedirlo.
De repente gritó
que no era el destino si el mundo sufría,
si la luz del sol arrancaba blasfemias:
el hombre era culpable. Si por lo menos pudiéramos irnos,
libres con el hambre, responder no
a una vida que usa amor y piedad,
la familia, el pedacito de tierra, para atarnos las manos.
Links
- Artículos sobre la edición. «La poesía de Pavese…», por Daniel Gigena, en La Nación/ «Versos que siguen interpelando», por S. Friera, en P/12 / «Trabajar cansa…», por S.G. Pisa, en IndieHoy
- Entrevista al traductor. «Cesare Pavese: entre los labios…», por L. Sáliche, en Infobae
- Artículos relacionados. «Operación Pavese», por E. Alemian, en Revista Ñ / «Cesare Pavese: El solitario de las colinas», por J.A. Rojo, en El País