Covers
Claudio Dobal
Bahía Blanca
HD Editora
2017
129 pp.
Por Fabián Wirscke
Covers es el segundo libro de cuentos de Dobal. Su primera publicación llevó el título de Botero (Ediciones de barricada, 2006), y en ella nos encontramos con tres relatos: “Caribe”, “Cartoons” y “Carnival”, que constituyen un verdadero tríptico de iniciación literaria. ¿Hay continuidad entre aquel primer despunte de escritura aglutinante y los fragmentarios “covers” de reciente publicación? En principio, cierta zona de una ciudad que hace referencia a un “campito”; algún nombre que haya migrado desde allá hasta aquí; el “margen” de una ciudad y sus personajes. También prevalece cierto gusto por la titulación en una sola palabra con el agregado de un subtítulo entre paréntesis: “Apnea (entrevista)”, “Residuos (argumento)”, “Acequias (instructivo)”, “Canil (fábula)”, “Cover (ejercicio de escritura)”. A lo cual hay que sumar el epígrafe como marco de referencia: Carver, Cheever, Perec. Desde aquí en adelante hay, fundamentalmente, un cambio rotundo de poética: la adición cede paso a la sustracción. Si en Botero hay narradores que todo lo devoran y lo vomitan, en Covers, el discreto y encubierto encanto de una familia burguesa es la matriz del “ejercicio de escritura” del que se desprenden, como los canales artificiales de las acequias, los relatos que componen este libro.
Quienes narran en estas historias mínimas son máquinas de mirar y de oír: registran todo aquello que es perceptible por medio de los sentidos, prestan atención al brillo de las tapas de los libros, al leve sonido del subrayado de un lápiz, a los autos que pasan a lo lejos, a los perros que ladran, a las tapas de los bidones, al rasgado que producen los papeles al romperse, a las puertas que se abren con el viento. Todo lo consignan (o podrían consignarlo) concentrándose en lo infraordinario del ambiente que los rodea y en el cual están inmersos. Ese es su mundo, un mundo de poco diálogo, de sobreentendidos, de deseos encubiertos (de ahí “cover”, extensible al resto los relatos), porque lo que se diga de más rompería el ideal de la casita platónica donde viven.
Los detalles escrutados, en apariencia insignificantes, funcionan, en el esqueleto de los textos, como notas al pie del “barómetro de Flaubert”; podrían no estar, pero deben su presencia a la verosimilitud que los sostiene en tanto trazan la frágil hilatura que consigna la naturalización de sus destinos. Se comportan como gestos que hacen a una vida rutinaria, están ahí porque marcan las derivas de un casi imperceptible mapa de sentido (el sentido es oro en polvo, diseminado aquí y allá).
Elipsis, derivación y montaje son los procedimientos craneados de antemano que nos propone Dobal para sus “ejercicios de escritura”. Es que el autor quiere que volvamos a leer los relatos todos y así establecer las conexiones pertinentes entre ellos. ¿Pero qué se elide?, ¿qué hay debajo de las descripciones detalladas como si fueran el paneo de una escena a la nouvelle vague?, ¿qué escanden (y esconden) esos gestos y ademanes salpicados por una aplastante monotonía gris de rutinaria ideología y, por lo tanto, de impensadas e imposibles rebeliones?
“Cover”, el relato final del libro, el más extenso, se abre como un delta mediante números romanos e incisos. La estructura es la siguiente: “Cover” contiene I, de allí emergen a), b), c) y d). Esto se repite hasta llegar a V y sus últimas derivaciones: p), q), r) y s). Entre lo chauceriano-oriental y lo vanguardista se enmarca la propuesta. Aquí se narran las vidas de Francisco y Julia que forman una pareja ya establecida con su casa y sus lugares predilectos, sus hijos, el patio y el perro. Viven en una ciudad, acaso Bahía Blanca, con un “Polo” petroquímico y un canal. Y un “campito” (baldío o potrero). En un momento de la lectura nos enteramos que él se queda sin trabajo y que se enamoró de Ana, alumna o compañera de trabajo de la mujer. Pero el conflicto entre ellos no se desata, apenas una discusión cuando regresan a su casa en auto: son un nudo demasiado apretado que sostiene las celdillas ideológicas de la célula básica de toda sociedad moderna: la familia. Son burgueses y deben mantener las apariencias: ella, presumimos, se dedica a dar clases de literatura; él trabaja de administrativo. Ella ostenta una biblioteca con anaqueles repletos; él, algunos estantes con sus libros empolvados. Su biblioteca es la de los biblioratos, verdaderos mamotretos donde se archivan documentos, datos, puros datos.
A Francisco se le viene el mundo encima: un matrimonio que ya no funciona. Se da cuenta que se transformó en autómata y, para más, lo despiden del trabajo. Su comportamiento comienza a ser errático, “raro”, dice su hija. Pretende romper con la alienación cotidiana en la que vive pero no puede. Es tarde para cambios, ya está atrapado hace años en la telaraña de un biopoder que le chupó la esencia: “porque yo sé que siempre fui nada”. De todo esto nos damos cuenta luego de atar cabos sueltos, de cotejar los “detalles” que caracterizan mínimamente a los personajes porque, como dijimos, el ejercicio de escritura dobalesco propone, en espejo, el ejercicio de re-lectura. Y esto es necesario hacerlo, por un lado, debido a la autonomía de los fragmentos que componen “Cover”, y por el otro, porque incomoda la deliberada ausencia del nombre del personaje, Francisco, a quien el narrador de ocasión denomina, en un frío ejercicio de objetividad, “el hombre”.
Este hombre, que en esas secuencias está más cerca de un arquetipo que de un personaje de carne y hueso, quiere bajar a tierra y ser Francisco, pero el narrador insiste en condenarlo al anonimato. A tal punto que ya no puede volver sobre sí mismo: su subjetividad ha quedado anulada; aquello que lo constituía y lo ataba a un territorio se ha fragmentado, se ha craquelado como la forma que presenta el relato mismo. Solo puede reconocerse, en una especie de anagnórisis, cuando Julia, su mujer, le pide que se mire en una vidriera luego de que él le confesara que está enamorado de Ana. El golpe es demoledor: “y Francisco se mira y guarda silencio, se mira y se descubre”, dice Julia. Le es revelada la sujeción que lo atrapa, que lo anula, para aceptarla y volver a cubrirse bajo el velo de la apariencia: cover. Sí puede ver el semblante de aquellos que lo rodean: “el señor se rasca la cabeza y acto seguido, mirándome disimuladamente por el vidrio, se acomoda unos pelos rebeldes con dos pasadas rápidas de los dedos”. Pero no se reconoce en los regalos que recibe para su cumpleaños: “el hombre vuelve a mirar el cuadro que ahora también, por el vidrio que lo protege, le devuelve su propio reflejo confundido con la imagen, y que le remarca aún más, las muecas de un rostro que, ahora sí, no puede reconocer como propio”.
En “Acequias”, y en la mayoría resto de los relatos, los personajes carecen de nombres. Son designados (y abundan ejemplos), con formas genéricas: el hombre, el señor, el otro. Sus signos distintivos son narrados con la infranqueable distancia propuesta por el narrador-personaje de turno: bufan, refunfuñan, gruñen, se acomodan los pelos, o aparecen “con los brazos bobos a los costados”, quieren verse reflejados (reconocidos), pero no pueden. Aquí el lector se adentra en una visita al campo, más precisamente a una chacra con un sistema de acequias. Hacia el final nos enteramos de la muerte violenta de uno de los dos personajes: el peón rural que pierde la vida a causa del alcohol pendenciero: “Con el tiempo va a ser noticia: borracho, saliendo del bar, va a saltar en defensa de una mujer y va a terminar apuñalado por un amigo de ocasión. Pero eso todavía yo no lo sé”. Quien narra es, presumiblemente, el joven heredero del campo. Lo que antecede al final es la reconstrucción de una jornada en el ámbito rural donde ambos se encuentran. El “instructivo” del funcionamiento de las acequias es, evidentemente, en el montaje de sus fragmentos, el relato en espejo de “Cover”. Si en este último el narrador (Francisco), que más espacio literario acapara, se fragmenta en una deriva de notas (I, a, etc.), en aquel se esboza una forma de leer el libro.
Pero también está el relato de ese encuentro donde se enfrentan dos mundos: el campo y la ciudad, el que vio Sarmiento en el Facundo. Cuando el peón otea el horizonte sólo necesita una palabra, en la tranquilidad de la llanura, para saber qué pasa: “humo”, dice. Y al decirlo, no hay asombro ni nada parecido, pues lo natural sucede. Un principio de incendio está dentro de lo que puede ocurrir en un territorio implícito designado como pampa bonaerense. Aquí se repite el procedimiento de la condena al anonimato de este naturalizado trabajador chacarero. En la economía del relato esto puede provocar cierta incomodidad en el lector (ya lo dijimos), que espera, acaso, un nombre que remita a una “tradición”, que lo encarne en la tierra. Del mismo modo sucede a la inversa: “me saluda con un diminutivo del nombre de mi padre y de mi abuelo”.
La clave del relato se cifra en el adverbio “ahora”, unos párrafos antes del final, que funciona como anclaje de la reconstrucción de ese día, para cerrar el círculo con la frase antes citada, que remite a la pelea y la muerte del “otro”: “pero eso todavía yo no lo sé”. Quizá sea el más clásico de los cuentos de “Covers” y bien vale la frase de Pavesse para apuntalarlo: “Recordar una cosa significa verla –solamente ahora– por primera vez”.
Sí, como dice Borges, todo texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio, podemos decir que el conjunto de estos relatos constituye algo que los hilvana y que es no solamente el mismo tono de escritura en todos ellos, sino las versiones de los covers que el lector se anime a ensayar.