Este texto de Luis Chitarroni (Buenos Aires, 1958-2023) escrito y leído por su autor para la presentación del libro Children’s corner, de Arturo Carrera, el 19 de octubre de 1989, estaba perdido en su versión escrita, pero fue rastreado y ubicado en los archivos videográficos del Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI) de Buenos Aires. Los editores, Darío Rojo y Eduardo Ainbinder, realizaron la transcripción, y de este modo la recuperación del artículo, que integra el volumen Enemigo pudor (Buenos Aires, Seré Breve, 2023), que compila escritos diversos sobre poesía (traducciones, poetas, procedimientos, curiosidades) que estaban desperdigados a lo largo de años y publicaciones. Presentamos, completo, en su afortunado carácter de inédito, “Historia universal de la infancia”, con las vacilaciones y dudas que puede producir toda transcripción y el agregado de los maravillosos merodeos de Chitarroni, que filetean al autor y la obra. Por lo demás, la compilación, a cargo de E. Ainbinder, incluye artículos notables, por ejemplo, sobre Francis Ponge, Leónidas Lamborghini y Roberto Raschella, y reubica la obra de Luis Chitarroni entre las más bellas de la literatura argentina contemporánea.
Historia universal de la infancia, por Luis Chitarroni
Restif de la Bretonne se jactaba de haber sido padre a los diez años, curiosa precocidad que se inflama hasta volverse indiferente. ¿A quién desvela un padre de once años que arrulla a su hijo de uno, sino a su testigo más improbable, los múltiplos de esa catástrofe inicial? Un mundo todo de niños, una cronología sin lengua, sin habla, un calendario afónico, infancia de signos visibles que son juegos; mundo Brueguel sin ansias de madre Hogarth, mundo Carroll; un juego de niñas. Auden a punto de ser viejo con una sola arruga escribió “Mundus et Infans”, un poema del existencialismo pueril y sospechó el panteísmo de los niños a expensas del solipsismo que les atribuyen los castigos y la inocencia.
Los juegos de los niños son juegos de fineza y de tacto porque afortunadamente no hay nada más frívolo que los niños con sus declaraciones de principios y su radiante práctica de infinitos. Cifras, niños cantores, pequeños matemáticos de voces blancas; niños con su construcción de sigilos y sus cartas natales naúfragas, su farmacopea de éxtasis simulados y su dactiloscopia caligráfica; niños enanos de Lezama y de Ivy Compton Burnett; niños espías, niños piratas, niños ladrones y hasta niños policías. Children’s Corner, cómo se escribe un libro así: en estado de gracia.
Arturo Carrera, que empezó su periplo poético con Escrito con un nictógrafo, sabía desde el principio cómo hacerlo, por lo tanto esta historiatan parcial de la infancia tiene que investigar también el susurro, esa otrahistoria que es la carrera de Arturo en Aquilea. Con un curiosidad digamos infantil, −yo era el modelo de esa parodia proléptica; un adolescente− leí en 1973 o 1974, Escrito con un nictógrafo, que consideraba previsible y hasta risible. El inconformismo perpetuo con la cronología puede disculparlo. Escrito con un nictógrafo es una especie de historia al revés, un primer libro habilitado por la dicha de una escritura experta. Para colmo comienza con un error, un prólogo demasiado prestigioso y termina con una alarma, una nota explicativa; para colmo el delgado librito en blanco y negro no tiene niños ni vacas ni lago Nahuel Huapi sino que implanta en la conforme literatura argentina un régimen de sorpresas que no es un mero régimen de sobresaltos. En primer lugar Escrito con un nictógrafo es un libro escrito por un niño grande al tanto de los adelantos poéticos que la técnica y la ética de la imaginación imponen, un libro escrito no para −vaga demagogia de los compromisos−, ni desde −hasta el letrismo postrero−, ni por −claro que por Arturo−, sino con, con una propiedad portátil apropiada, ese nictógrafo que la nota abusiva asegura que fue expropiado sólo por la fuerza significante del nombre, pero que el lector −y uno tenía una noción muy exacta de que es un lector manipulando una especie de plano-libro-caja−, sospecha en continuo trabajo de detección, combinación y selección, un poco como la máquina de Raimundo Lulio pero a oscuras, en la oscuridad secreta, ínfima, de los vocablos no de las letras, para componer así, con esa cronología íntima de ruiditos, no de fechas, una historia universal del insomnio.
En segundo lugar es un libro inusual y desinteresada, y desprevenida, y desproporcionadamente misterioso; un libro que encuentra sus faros aforísticos sin consultar el cuaderno de bitácora; un libro que tacha con decisión sus desafueros y los deja a la vista, alarde candoroso de inaceptable destreza; un libro que exhibe sus pobrezas, se colma de vacío en conjunto lleno, el vocabulario ha desaparecido, sus lujos, el objeto de la música es saturar la muerte, el objeto de la muerte es moderar la música; un libro, en fin, escrito con una plena consciencia de poderes, eso que también [fragmento inadible] experta, que comenta por anticipado la exhibición y lapidación de sus propios medios y por lo tanto y sólo en ese borgiano sentido, un libro barroco, o neobarroco, como se daba en llamarlo. Esa labor de Arturo tiene un curioso efecto en nuestro país donde es posible amoblar barroco, neobarroco, y hasta neobarroso cualquier inquilinato que omita por ejemplo al poeta inquilino. El barroco como designación y alarde hace tiempo que exhorna los papeles académicos y su adecuación a estas costas no gana mucho al acuñar el termino paródico-paranomástico de neobarroso. Eso parece al fin de cuentas la acuñación de una seca improbable, cara sombría de una moneda cuya circulación queda reducida al ámbito neoposmoderno y sus decires.
De modo que había un libro inicial que era una culminación que ponía en tela de juicio por anticipado toda una carga poética. Desde la noche del nictógrafo, desde ese insomnio que purifica a los melancólicos de acuerdo con Robert Burton, Carrera ha seguido escribiendo lo inescribible sin jactarse de la paternidad excepto como hijo: Mi padre.
Momento de simetría, poema homenaje a Alejandra Pizarnik, se hace necesario por invisible adivinación. Yo no lo sabía e incluso ahora no sé si vale la pena saberlo pero Arturo ha estado y está, como pide Jorge Guillén, a la altura de las circunstancias, entonces esas circunstancias, ese trabajo artesanal con Letraset, esa iniquidad con que la constitución poética nos consuela porque consuma porcentajes que se ventilan sin arte, trabajo de inspiración, hizo posible el poema concretista en la Argentina, no importaba que Arturo fuese nadie, no importaba tampoco que ese pliego costoso no se vendiese, la señas de identidad poética no se encuentran a raudales, la visibilidad de la constelación Alejandra es un hecho poético tan innecesario como una epifanía privada, pero la historia, la de la infancia, la del insomnio, la de la poesía a secas deberá considerarlo si quiere alguna vez tener aura.
Ahora irrumpe Arturo y yo, y yo no quisiera interponerme porque es un libro envidiable, exigido y raro, una cachetada a la par hacendoso de los obreros textiles de la textualidad de esa especie de prueba falsa de que en Argentina se escribe poesía. Mentira, dice Borges: “Los poetas argentinos son pésimos −les da por el sencillismo y hacen unos versitos mansos sobre los niños y las vacas y el lago Nahuel Huapi”. Y una especie de falacia en perduración verdadera: parte de esa historia que Arturo escribe al revés era descubierta al derecho; un libro de poemas sin hilachas ni ruinas, directo por acuñación numismática sumi-e. La lateralidad de Carrera es pasmosa, y la literatura, poesía experta que Carrera inflama en Escrito por un nictógrafo, va siendo desgarrada libro tras libro con una sabiduría inexplicable en un país donde muchos creen que escribir peor es cotejar la trasgresión vomitando manuscritos.
Yo oigo en Arturo y yo un espacio que está pero muy desperdigado en Juan L. o en “Luz de provincia” de Mastronardi por ejemplo a lo largo de la poesía argentina, un aire entelado y entero como si la respiración en un canto áspero se adecuara a la visión de una lejanía que no tiene que decir a cada rato ombú o pampa. Oigo también una costumbre, un rumor que se ha vuelto pensamiento sin enemistarse con las sensaciones, algo tan difícil de saber como nuestra edad en los sueños, pero que además, no puede saberse porque entonces como los chicos dicen: no vale, y lo que vale ahí vale por pulida desesperanza, por un humor que no quiere la espiritualización de la ironía, ese campo sobrio, esas palabras amuleto que sombrean un saber difícil, cansador de palabras, alcanzan ligeramente con una brisa aliviada, con un aviso de llovizna. Arturo y yo parte de un diagrama lento para volverse rapidez, velocidad, escritura indefensa en el océano de la precauciones y las estridencias y las novedades y las neogreguerías y los neogirondismos y las astucias de monos sabios que salen a pasear cuando todo está listo, “pero Arturito no sabe escribir”, escribe Carrera, presentándose en el poema como otros tratan malamente en solapas y contraportadas ilustres. Para escribir esa inocencia es necesario el método del diccionario y cualquier olimpiada retórica, porque son de buenas a primeras tan inocentes como esta enunciación que los ha tenido en cuenta para desecharlos mejor. Arturo y yo es uno de los libros más negligentemente sabios de la literatura argentina, y eso también es raro, porque la sabiduría en prospectos abunda.
Y ahora Children’s Corner, algo tan delicado y misterioso como la fidelidad de Debussy a los trabajos y los días que reconstruyen los diez dedos. Un libro −escribí− escrito en estado de gracia, en un estado de gracia al alto, quiero agregar, antes de que se acuse a Carrera de pelagianismo, esa herejía que los poetas cometen para indignación de los Herodes que oculta toda religión, por lo tanto, leer entre líneas algunos de los filosos pormenores que implican un presentador para Children’s Corner es, o debería aspirar a ser, un buen pretexto para insistir en que yo de este libro no tengo nada que decir, excepto: que su teatro al vacío vuelve cuerda a toda la locura, la exigua y diminuta locura de preparar el lenguaje para un vértigo que tal vez no se producirá. En este arte Arturo enseña también, como los místicos, a respirar por el oído, en San Juan de la Cruz y en Miguel de Molinos, el espacio de contemplación −en el que Lezama Lima iba a observar la fuerza atractiva de los fragmentos−, era la fábrica de aniquilación, la oficina de la nada, el aposento de la transparencia, la gran morada de la vacuidad, el recinto de la plenitud vacía, en Children’s
adopta para un simbolismo de vigilia contumaz la figuración de un teatro, un teatro al que asiste la infancia y la naturaleza, tan dispuesta la primera a la ventriloquia como la última a ser de la limitada tramoya una fábula irrepresentable. Esa fábula irrepresentable es la que se representa a sus anchas en ráfagas, allí donde el hilo se pierde en el sentido en Childre’s Corner, una anécdota sin intriga y sin desenlace, pero este precavido andamiaje que podría considerarse excesivamente conceptual no debe intimidarnos, Children’s tiene la estatura de la hierba y vacila, cimbra, lacanea a salvo de cualquier lector que quiera despilfarrarse en crítico. Que “Propiedades portátiles”, segunda parte del libro, me vuelvo loco con su cuchicheo en dosis que parece contestar las preguntas anteriores: “¿Y vos, y vos cómo lo sabes?”, su balbuceo, “porque también era mi día no pensar, no sé…”. La rumia grumosa del tigre que nos vuelve impresionistas no retinianos como le gustaría a Duchamp, la gozosa confusión en la jaula de los tucanes, lo vistoso como prueba del elogio de Gerard Manley Hopkins a lo abigarrado, lo overo, lo manchado, laicizada también por Arturo, legislada en una petición de principios, todo mezclado, ley de lo imperceptible. Que “Laguna Bonfiglio”, tercera parte del libro, vuelve a volverme cuerdo, presa de una amable cordura en oposición a la amable locura que lo rayado imponía en Oro, contigüidad en otras tramas, otros desarrollos de una persuasión antropológica, no etnográfica. Clusters de palabras fetiches, palabras lastres, adjetivos en diversa entonación meridiana, lenguajes técnicos de los que nos gustaría extraer algo, y no es la fuerza, no es el filo sino, podríamos convenir, una resbalosa extenuación, algo inasible como un brillo. Que “Children’s Corner”, cuarta parte propiamente dicha, vuelve a sumir en el descrédito la cordura que la locura imagina y viceversa. Sumo y resto y el tiempo no da, no hay historias pese a Carrera, y mi hipérbole es, en resta y a lo sumo, la más insignificante e insípida de las figuras.
Comienzo entonces de nuevo: Restif de la Bretonne se jactaba de haber sido padre a los diez años, curiosa precocidad y curiosa jactancia de un furierista. Su falansterio con padres e hijos casi de la misma edad jugando nos recuerda sobre todo que la lectura de Children’s no puede resumirse, no puede reducirse porque la pasión poética de Carrera no es como dice Barthes de la pasión juridista, una fuerza, es un número. Digamos entonces como los niños, que si hay un número que puede alcanzar Children’s Corner como agradecimiento, digamos ese número cuyo valor es igual para ellos que catorce, o que una astronómica cantidad no enumerable en el término de toda una infancia o de toda una historia universal de la infancia, digamos simplemente infinito…