Una cronología discontinua: sobre El empleo del tiempo, de Carlos Battilana

f_c_battilanaEl título del libro (una compilación de textos ensayísticos sobre poesía, que abarca principalmente temas que se articularon en la década de 1990, con algunas referencias autobiográficas) remite al de una película francesa del año 2001, dirigida por Laurent Cantet: L’emploi du temps. En esa historia, el protagonista casi exclusivo es un vendedor y economista de mediana edad despedido de su trabajo, que decide no contar el hecho a su familia y decir que ha cambiado su empleo por otro mejor; de modo que su vida se divide entre una serie de acontecimientos reales y otros ficticios. A partir de este corte, el personaje llega a bordear la ilegalidad y el delito, porque,  apoyándose en un falso empleo en las Naciones Unidas como gestor económico, resuelve estafar a amigos y conocidos. La mentira que sostiene este complejo personaje le sirve para interpretar un papel que el trabajo anterior le negaba: el de un funcionario que se esfuerza en orientar la economía capitalista hacia el fomento de inversiones desde Europa hacia países con problemas de infraestructura; esto es: la máscara del humanitarismo capitalista al servicio y consuelo de una falta personal. No obstante, no conforme con esta parte de la mentira, inventa una real: la de pedir dinero a los amigos para reutilizarlo en inexistentes bancos que, según la promesa, les devolverán intereses en negro; todo ello garantizado por su supuesto empleo en la ONU. La melancólica farsa le permite al personaje vivir de otra manera el tiempo: en soledad, en libertad, en recogimiento y a su modo haciendo justicia: sacándole dinero a los amigos que tienen bastante y reintegrándoselo a otro de ellos que tiene poco. El tiempo así asumido resulta para él la principal inversión. Su hallazgo parece práctico; es sereno, desesperante.
En El empleo del tiempo, el libro de Carlos Battilana, por lo menos algunos de los aspectos de esta magnífica historia se asimilan a la relación del autor con la poesía y el transcurso vital. Me permito entender, además, que en el contexto de la realidad contemporánea la poesía es un recurso, acaso engañoso, que compensa iniquidades e inutilidades superiores. Señala Battilana en la introducción: «La poesía parece interrogar sin énfasis ni estridencias espasmódicas a los cuerpos tallados bajo los dispositivos del capital. Puede presentarse como un instante de apertura a la alteridad y como una imagen discontinua de la duración cronológica. Y también como un enigma». Hay como una segunda historia en El empleo del tiempo, que se traduce también en una narración, con la poesía y la observación literaria de la vida como tramas no divisibles.
A continuación, un texto de Matías Moscardi escrito para la presentación del libro en diciembre de 2017  y un artículo de Battilana, incluido en el volumen, acerca del libro Lampiño, de Martín Rodríguez.

José Villa

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La jactancia de los hinchas

Por Matías Moscardi

El empleo del tiempo, de Carlos Battilana, Buenos Aires, El Ojo de Mármol, 2017

En un libro llamado Metafísica de la felicidad real, Alain Badiou dice que la tarea clave de la filosofía es tener la vocación de hacer más lento el pensamiento. Para Badiou, el tiempo vertiginoso del mundo en el que vivimos funciona como resto: socava, quita, sustrae, somete. Producimos sin parar, a contrarreloj, apurados y ansiosos. Por eso, es fundamental, para la empresa filosófica, hacerse de un tiempo propio, un tiempo que se dé tiempo, dice Badiou. Claro que esto podría ser válido, también, para la poesía y para la crítica de poesía. Y quizás sea precisamente ésta la preocupación latente que atraviesa todo El empleo del tiempo. Poesía y contingencia. En efecto, el tiempo aparece enraizado en lo más profundo de la obra poética de Battilana: desde El fin del verano, pasando por Materia, hasta El lado ciego o La demora, entre muchos otros títulos, la escritura de Battilana convoca metáforas que remiten a prácticas pacientes, de motricidad fina: la labor del orfebre, aunque en este caso sería mejor hablar de la tarea de un relojero.
Charles Olson, en su famoso ensayo sobre el verso proyectivo, dice que la poesía es transferencia de energía. Precisamente, hay una física del poema en este libro de Battilana que no podemos ignorar, una dinámica de lectura que responde a una corporalidad: el poema se incorpora en la vida, en el sentido etimológico de volverse cuerpo. En El empleo del tiempo, podemos ver y tocar los efectos de la poesía en la vida de Battilana, la incidencia de cada poema es palpable en su biografía crítica.
En el devenir cuerpo del poema convergen prácticas distintas: la voz del poeta –la lectura pública, podríamos decir, pero también la voz como huella digital, como marca de distinción o singularidad, que Battilana lee en cada poeta que capta su atención– y fundamentalmente, la transmisión de la poesía en su dimensión docente –aspecto inédito, soslayado o poco frecuentado en la crítica argentina–: un cuerpo que intenta transferir –en un sentido psicoanalítico– las propias vibraciones y estremecimientos íntimos que le genera la poesía. (Siempre recuerdo, para aportar mi testimonio personal y afectivo, que es el de la amistad y la afinidad que tenemos con Carlos, siempre recuerdo, decía, que una vez, hace más de diez años creo, Battilana me recomendaba un poema de Vallejo recitando de memoria estos versos: «Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar». «Eso me encanta», recuerdo que me dijo esa vez Battilana, «no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar», repitió y subrayó y yo todavía me acuerdo y me seguiré acordando. Algo de esa energía de transferencia, pasional, del contagio de la fascinación, late en la escritura crítica de este libro: leer a Battilana es, más allá de nuestros gustos personales, compartir sus gustos, sentir curiosidad, ir en busca de, volver a leer de otro modo, cotejar con lo dicho en este libro.
Esto es interesante y significativo: cuando Battilana cuenta cómo conoció a Darío se remite a la infancia y trae a colación dos nombres: Rubén Darío Insúa, el medio campista de San Lorenzo, y Rubén Darío Cantarero, un compañero de la escuela pública de segundo grado “B”, turno tarde. Me pregunto si acá, en estos dos nombres, no podríamos pensar la poética crítica de Battilana, en la convergencia de Darío, el futbol –también el tango–, y en la reminiscencia infantil y familiar –que incluye, como recuerdo, la voz del padre recitando Darío. Cuando releía el libro, me pareció encontrar precisamente acá, en este detalle, algo así como un punctum, una síntesis punzante de la sensibilidad de Battilana como lector, como crítico y como poeta.
Por ejemplo, para una persona como yo, que le cuesta entrar a Darío desde el puro disfrute, quizás por una cuestión generacional, no lo sé, o que sólo ve en la escritura de Darío sofisticación, afectación y retórica, Battilana logra transmitir melancolía y fuerza emocional. Con tan solo decir –agregar, aclarar– que esos versos los recitaba su padre, ya entramos a leer de otro modo, desde la afectividad, desde la emoción: «La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?» no suenan igual en mi cabeza que si me imagino esa escena iniciática hermosa que cuenta Battilana. La voz del padre trae, entonces, el fútbol y la poesía, pero también, a la vez, hace devenir padre al mismo Battilana, en ese ensayo conmovedor sobre su hijo Marcos, donde lo que sustenta y nutre el vínculo sigue siendo esa misma tracción amorosa, delicada, tierna, y a la vez poderosa y potente en su alcance analítico. Yo, por ejemplo, no tengo hijos, y a pesar de la disimetría que clausura mi capacidad identificatoria real con el texto, Battilana siempre logra, de manera implacable, la transferencia final de la energía: porque identificarse no es hacer coincidir dos experiencias iguales, sino instalar un común simbólico para distintas realidades.
Quizás en ese anudamiento de aquellos nombres de infancia y de la voz del padre, el pasaje del ensayo de Darío al ensayo sobre San Lorenzo, por ejemplo, no se percibe como disrupción sino todo lo contrario: es casi un desprendimiento lógico contenido en el nombre de Rubén Darío Insúa, el mediocampista cuervo, lo que permite esa asociación y ese despliegue. En otras palabras: las preguntas ¿Cómo conocí a Darío? y ¿Cuál es mi relación con San Lorenzo? tienen distintas caparazones pero un mismo núcleo pasional, amoroso, el combustible basal de la escritura de Battilana, que siempre tiene que ver con la intensidad, con la vitalidad, es decir, con la vida más acá y más allá de un sentido biográfico: con lo vivo.
Quizás, por eso, los saltos y los cruces temáticos que encontramos no nos marean ni confunden, porque están siempre hilados con un mismo tejido afectivo. Por eso es difícil pensar el libro de Battilana simplemente como un libro de crítica literaria. Yo lo pensaría más bien como una novela de las afectividades intelectuales, o en todo caso como un dispositivo crítico-emotivo, una autocartografía de las pulsiones y sus asideros o apoyaturas eventuales, las formas contingentes que va tomando, a lo largo de una vida, una energía informe.
«La voz y la letra», ensayo sobre el tango, o «Una imagen de Spinetta», me recordaron al «El grano de la voz», de Barthes, en donde leemos: «La verdad de la voz ¿no reside en la alucinación?». En efecto, la aproximación de Battilana a la música y sus letras tiene que ver, me parece, precisamente, con la alucinación poética: con el fervor de las remotas coincidencias, con la exaltación por el descubrimiento de la proximidad entre dos objetos, el entusiasmo de la inmanencia súbita entre fútbol, poesía y música.
La primera parte del libro, «Una autobiografía afectiva», que cierra con el ensayo sobre Spinetta, da paso a la segunda y última parte: «Experiencias de lo transitorio». El recorrido crítico de esta segunda parte podría pensarse bajo la lógica de «los raros», las perlitas, poetas enormes escasamente leídos o incluso, a veces, desatendidos por la crítica: Juan Manuel Inchauspe, Darío Cantón, Liliana Ponce, Estela Figueroa, Leónidas Escudero, Osvaldo Aguirre, Daniel Durand, Fabián Iriarte, Osvaldo Bossi, Roxana Páez, Carlos Martín Eguía, Ana Miravalles, Diego Colombra, Carina Sedevich, Anahí Mallol, Gabriela Saccone, Martín Rodríguez y Edgardo Zotto. Los menciono a todos y todas para dar cuenta del tipo de mapeo que arma Battilana de la poesía argentina contemporánea: un recorte muy distinto al que armaron, en su momento, «las poéticas de los noventa», por un lado, pero también muy distinto al otro que se arma, en antologías y artículos vindicatorios, como «rescate» o «alternativa» ante lo desleído por los noventa. Cartografía heterogénea, en fin, en donde lo que vuelve a aparecer como vector constructivo es el elemento de clave personal, la afinidad por lo infantil, por lo mínimo, lo pequeño, el refinamiento incluso, siempre en contacto y en cruce con la fuerza emocional.
Por último, escribe Battilana sobre el fútbol: «La sucesión de datos, nombres de jugadores, fechas y estadísticas que acumulamos a lo largo de nuestra vida amalgaman nuestra pasión. Un conocimiento que actúa como un juego o una precaria resistencia al virus del hastío y, tal vez, al virus de la cotidianidad. Un conocimiento hostil e incompresible para las energías de cualquier eficacia rentable. La inutilidad de ese saber también es nuestra jactancia. La jactancia de los hinchas». En este sentido, podríamos decir, Battilana es, además de hincha de San Lorenzo, hincha de la poesía. Y eso nos transmite: que, incluso cuando el fútbol nos sea indiferente, los que leemos y escribimos poesía somos, como Battilana, hinchas del mismo club.

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El lenguaje y su sorda guerra de fondo

Por Carlos Battilana

(Publicado en el suplemento Cultura, La Nación, 6 de marzo de 2005)

La polémica se entiende como una intervención pública que apela a la provocación. Sin embargo, habría otro tipo de polémica de bajo perfil que cuestiona, implícitamente, con su propio peso otras propuestas. Lampiño (Siesta, 2004), de Martín Rodríguez (Buenos Aires, 1978), ganador del premio Fondo Nacional de las Artes, cuestiona, sordamente, dos tendencias: el puro coloquialismo y el esteticismo a ultranza. La operación se hace mediante un procedimiento de usufructo y, al mismo tiempo, de decantación, pues en su poesía aparece el registro de ambas tendencias, pero
no se deja absorber del todo por ninguna. Su poesía parece enjuiciar la vigencia de aquellas corrientes bajo la creación de una síntesis conflictiva. Ya desde su primer libro, Agua negra (1998), irrumpe una zona lírica en la que se percibe un linaje letrado; sin embargo, predomina un interés por explorar la oralidad y el campo heterogéneo de los discursos sociales. La preocupación de Rodríguez consiste en seleccionar materiales diversos con el objeto de transmitir una cierta vitalidad de la lengua a través de una rara alquimia de tono menor, que se aleja del verso “memorable”, pero en la que no se renuncia a un cierto prurito de belleza poética.
La historia que cuenta este libro es el viaje de iniciación de un ser desvalido luego de ser expulsado de la casa (“lampiño queda afuera”), un viaje en el que la muerte y la vida como experiencias tangibles irrumpen en episodios concretos: “la primera noche/ una madre virgen/ te abandona…solito te vas/ a lavar la cara en la laguna,/ te mirás y decís:/ toda la noche a la intemperie […]”. Como en sus libros previos, los “personajes principales” vuelven a ser individuos infantiles o adolescentes marcados por la errancia. Dos tópicos de naturaleza líquida vinculados al origen ancestral son recurrentes: el agua como hábitat original y la leche como elemento nutriente. Con una retórica cercana en muchos tramos a una inflexión declarativa, los momentos más potentes son aquellos que se demoran en las imágenes que refieren la intemperie y aquellos en los que un verso resuelve el argumento previo mediante un extraño tono axiomático: “su semillaes la virtud de la paciencia”.
Martín Rodríguez es un autor de una inusual fecundidad y una de las voces más interesantes de la producción poética reciente. Sus últimos libros avanzan en imaginarios nuevos. Sin embargo, su poesía parece concentrarse de modo notable siempre en el problema de la enunciación. Sus poemas no hacen referencia a los procesos de producción de la escritura ni se los puede calificar estrictamente como metapoemas. A pesar de esto, así como la “guerra familiar” es un tópico persistente de su poesía, una guerra de fondo en torno al lenguaje como problema político se libra de modo dramático en sus libros. Esa guerra podría formularse en estos términos: ¿cómo hablar de
lo real sin concebir el lenguaje como mero soporte de información?
Aunque la escritura de Rodríguez no se recuesta en una solución experimental, en tanto su principio constructivo es lo narrativo en un sentido clásico, tampoco se resuelve en enunciados homogéneos, claros. Por el contrario, campea en ella un aire de hermetismo y opacidad, no exento de símbolos e imaginería religiosa, que vuelve sobre el propio lenguaje. Lampiño es un libro que cuenta, además de la del personaje, otra historia: la del proceso de crisis y de fagocitación de otros discursos para construir una lengua que avanza en una dirección distinta. Algo nuevo en
nuestra poesía.


Bibliografía, datos biográficos, textos y enlaces actualizados sobre Carlos Battilana pueden consultarse en «La posteridad pequeña. Entrevista con Carlos Battilana», por Diego Colomba, en op.cit.

Textos de El empleo del tiempo publicados en op.cit.
«Los árboles de Klimt», sobre Klimt, de Carina Sedevich
«Prólogo de Paseante y huésped«, de Liliana Ponce
«La materia presentida», en Jorge Leónidas Escudero (1920-2016)
«Estado de gracia», sobre Diario del regreso, de Edgardo Zotto