Nuevas narrativas/ 1. Selección de Nicolás Guglielmetti

Textos de Celina Abud, Andrea López Kosak y Guillermo Graton

Recién editados, y algunos en un estado casi salvaje de escritura, los relatos que se comenzarán a presentar en esta sección provienen de nuevas voces, o de voces no tan conocidas, de la narrativa contemporánea argentina. Ya sea porque están desarrollando sus primeros pasos en el género, por algún aspecto innovador en  los procedimientos o técnicas con que forjan su escritura, por la manera de ponerse en circulación por canales alternativos de difusión, o por la revisión y planteo de un tradición literaria, se seleccionarán textos de las nuevas propuestas narrativas. Sepan, eso sí, que estos son textos de las orillas, de los márgenes del canon. Y que tal vez por eso, por esa condición de cierta marginalidad, es que nos llaman tanto la atención; nos provocan; nos interpelan y los ponemos a consideración para que sirvan, tal vez, como anteojos, como una herramienta más con la cual poder volver a mirar la producción nacional reciente (y no tanto) con otro punto de vista.
……………………………………………………………………………………………..Nicolás Guglielmetti

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Celina Abud

Hielo seco a la espera de un chorro de agua

Apoyo la tarjeta sube en el colectivo. Una, dos, tres veces. Estoy a punto de quedarme sin crédito. Mejor volvemos en subte, así cargo. Me queda un billete de quinientos pesos en la cartera. Pensé en la elección del yaguareté, un animal que, dicen, podría extinguirse. Como ese billete, si es que cargo doscientos pesos. Mejor cien.

Lila está contenta por ir al teatro. Toto no entiende del todo, porque todavía es chico, pero igual se entusiasma. Más cuando le digo que volvemos en subte, algo que para él es toda una aventura. Le doy un beso. Pienso en lo mucho que los quiero, a Toto y a Lila. También en cómo los odio por momentos y me dan ganas de llorar. Es el cansancio el que me hace no soportarlos, tener ganas de irme lejos, o mejor, desintegrarme  sin dejar rastro. Me imagino como hielo seco a la espera de un chorro de agua. La imagen del humo me lleva a las clases de química de la escuela secundaria. Y a los primeros momentos con Ezequiel.

Era nuevo en el colegio. Sus padres decidieron cambiarlo de escuela porque había repetido cuarto año. No estaban dispuestos a seguir pagando una privada por un hijo vago. Le costaba agarrar los libros, pero le daba la cabeza. Igual no quise formar equipo con él por haberlo creído inteligente, sino porque era el chico más lindo que había visto en mucho tiempo. Lo sabía yo, lo sabíamos todas, tan acostumbradas a nuestros compañeros, sosos, aburridos, con acné. Sentía que la envidia de las chicas se volvía contractura en la nuca por el solo hecho de que me juntara a estudiar con él. Pero la que me llevó a atarme una cinta roja en la muñeca fue Gisela, que nunca se cansaba de decirles  a todas lo mucho que le gustaba Ezequiel para que nadie lo tocara, como si así  consiguiera alguna chance. Su mirada y las de todas las demás se volvieron filosas como punzones cuando empezamos a salir. No me importaba nada, Ezequiel me había elegido. Y estaba feliz.

El embarazo nos tomó por sorpresa al año siguiente. Con el atraso en agosto, en diciembre terminé la escuela sin que se notara demasiado la panza. Mientras mis compañeras pensaban en el color del vestido de la fiesta de egresados, yo escuchaba en las ecografías los primeros latidos de mi hija. Ezequiel parecía estar contento. O al menos no se lo veía preocupado. Aceptaba cada terremoto con la calma de quien duerme al sol. Así llegó a nuestro colegio. Así, a su paternidad. Así, a su primer trabajo y así cuando lo perdió. Hoy vende comics por internet. Manda a traer libros y revistas de afuera y dice estar feliz de ser su propio jefe. No siempre nos alcanza, aunque nada puede contra esa calma por optimismo o falta de ambición. Al menos alcanzó para que yo llevara a los chicos a ver las marionetas.

Bajamos y empezamos a caminar, aunque nos cuesta porque hay mucha gente y las calles están rotas. No sé a quién se le habrá ocurrido asfaltar en vacaciones de invierno. La vereda de enfrente no está picada, pero sí llena de chicos y padres. Dan la obra de los dibujitos animados que ve Toto, pero las entradas son carísimas. Por suerte, a sus tres años, Toto no pidió que lo llevara.  Lila tiene ocho y dice estar grande para esos programas. Las marionetas la entusiasman más porque le gustan las telas y los colores. Tras unos quince minutos de fila, entramos. Le digo a Toto que yo venía a este mismo teatro cuando era chica, y que en ese momento también había marionetas. Él sonríe y me pide los confites que tengo en la cartera. La luz de la sala se apaga. Estoy feliz porque en los próximos cincuenta minutos me toca descansar.

Las marionetas gritan, pero no me importa, porque los gritos son de mentira. La casa en la que viven está destartalada y me recuerda a los viejos conventillos. Pero no me importa, porque la casa es de mentira. Una gotera, también de mentira, hecha de un sonido que se escucha amplificado en toda la sala, altera a los muñecos, pero no a mí, porque sé que esos problemas no son míos. Y porque veo a mis hijos sonreír. No sé qué voy a hacer para entretenerlos el resto de las vacaciones, pero al menos hoy sonríen.

Al salir, cruzo enfrente. Quiero evitar que los chicos se tropiecen con las calles rotas y comprarles un alfajor marplatense a cada uno. Sé que no me queda más que ese billete en la cartera, pero no quiero ser la mala de la película, la que siempre dice que no preocupada por juntar para mañana. Chocolate blanco y nuez para Lila; dulce de leche para Toto.

Antes de que mi hijo terminara de abrir su alfajor, una mujer lo intercepta. Como se agacha para quedar a su altura, puedo ver las raíces que evidencian su verdadero color de pelo. Tomá la varita, mirá, tiene luces, como la de la tele, dice mientras acerca ese pedazo de plástico a la cara de mi hijo. Toto agarra la varita y la mira hipnotizado. Son  trescientos cincuenta pesos, un regalo, y para esta nena tan linda también tengo vinchas, a ciento cincuenta. La mujer me dedica una mirada fuerte. Gisela. ¿Me habrá reconocido? Sus ojos de odio siguen siendo los mismos, a pesar de estar rodeados por las primeras arrugas. Me cuesta diferenciar quien está peor de las dos, porque mis ojos sí cambiaron. Cuando éramos compañeras de colegio, brillaban. Ahora están opacados por el cansancio.

Gisela busca entusiasmar a mis hijos con esas chucherías que ni puedo pagar. De tanto en tanto mira mi cara de preocupación y percibo su media sonrisa. Ahora estoy segura de que me reconoció la muy hija de puta.  Por eso está más insistente y servicial con Toto que con cualquier otro chico a la salida del teatro.  Con Lila ni lo intenta, ella no pareció mostrar demasiado interés.

Lo sé. Gisela todavía me odia por haberme quedado con Ezequiel. Pero ella no sabe lo que muchas veces imagino. ¿Qué hubiera pasado si se hubiera quedado con ella o con alguna de las chicas? Amo a mis hijos, pero me tocó ser la mala demasiado pronto. A los 17 podía haber hecho cualquier otra cosa.

Siento que en lugar de odiarme a mí, Gisela debería odiarse a sí misma. Ella sí tuvo la chance y la desaprovechó. Ve como una victoria poner en mi contra a los hijos que ella hubiera querido tener. No entiende. Pero insiste. Pedile la varita a tu mami. Lo repite como un mantra. Veo que Toto me mira. Sus ojos son iguales a los de su padre. Tan iguales que quiero llorar.

Parpadeo por un segundo para no confrontarlo y la lucidez irrumpe como el rayo de Flash. Chicos, tenemos que apurarnos, papá prometió que si llegamos antes de las seis iba a abrir una revista para cada uno. Sé que son para vender, pero les quería dar la sorpresa en vacaciones. Me va a matar que se los dije, pero bueno, no me aguanté.

Toto suelta la varita y cuando la devuelve parece olvidarla por completo. Lila nunca había estado entusiasmada por la vincha: preferiría comprar otra en cualquier lugar de chucherías para adolescentes. Ambos me tiran del brazo. Están apurados por llegar a casa. Chillan, ¿pero qué más da? Giro la cabeza para ver a Gisela. Su mirada además de odio ahora carga frustración. Creo escucharla gritar “puta”, pero la voz se apaga en el tráfico de una avenida a las seis de la tarde. Nunca me vas a ganar en lo que te importa, le digo en silencio con los ojos menos cansados que un minuto antes. Por un instante, hasta me olvido de lo poco que me queda en la cartera.

Bajamos a la boca de subte. Cargo cien pesos y apoyo la tarjeta sube una, dos, tres veces. Es hora pico, pero una pareja de adolescentes nos ceden un asiento doble en el que nos acomodamos los tres.  Toto, sentado en mi falda, me abraza. Y Lila se apoya sobre mi hombro. Estamos ansiosos por llegar a casa. La sorpresa se la va a llevar Ezequiel. Me va a poner cara de qué fue lo que dije, que esas revistas son para vender, que cuestan una fortuna. Pero no me importa. Voy a tirarme un rato en la cama. Si es que se anima, que por una vez el malo sea él.


Celina Abud nació en la Ciudad de Buenos Aires el 30 de diciembre de 1978.  Es periodista, escritora y cantante. En 2017 publicó su primer libro de relatos Alguien con quien hablar (Editorial Crack-Up) y el año anterior su cuento “Llaves para un apóstol” obtuvo una mención el Concurso Nacional Universitario Hermanas Ocampo. Trabaja como redactora de salud, lifestyle y cultura en Ámbito Financiero y también realiza entrevistas a fondo a escritores y perfiles de artistas para la web del mismo medio. Además colabora regularmente en diferentes diarios, revistas y portales de Argentina y Latinoamérica.


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Andrea López Kosak

El miedo

Mirá cuando seas grande y tengas que estar todo el día con tacos, dice la madre: trabajando con tacos, caminando con tacos. Aplasta con ínfulas el zapallo para el puré del bebé. La nena escucha. Detrás de la madre una sombra crece desde el patio y tapa la ventana. No es una nube, es época de sequía. Lo bueno en la vida dura poco, repite; es así.

La nena abre la boca para no hablar, el bebé patea en la sillita que lo contiene encima de la mesa. Con cada patada parece que va a rodar, pero se sostiene, de espaldas a la madre, como la sombra. ¿Te lavaste las manos, vos? La nena dice que no, pero después que sí, porque no quiere moverse. El bebé grita, los perros se quedan callados. La sombra no es percibida por la madre.

Mamá, dice la nena y después: nada. Piensa en el hombre bestia, del que habla el abuelo en la sobremesa cada vez que viaja a visitarlos. Se había levantado como una sombra para cubrir la calle desierta, aquella madrugada que él volvía en bicicleta y del susto rodó por el asfalto. La madre se irrita, le pide que ayude a poner la mesa. La nena se acerca al hermano y mira hacia afuera: la sombra tapó los escombros que el padre le obligó a cargar como penitencia el día que la besó el vecino, la manguera con la que le enjuaga la espuma cuando se afeita en el patio.

La espalda de la madre se oscurece, el pelo largo levantado hacia arriba parece humo sobre la costra negra de las sartenes, hasta desaparecer completamente de la luz.  Mamá… La nena retrocede y trastabilla sobre sus tacos de plástico, se agarra de la sillita del bebé que cae en el piso de la cocina, con un solo golpe seguido de un silencio hueco y definitivo.


Andrea López Kosak, Bahía Blanca, Argentina, 1976. Estudió Psicología en la UNLP. Publicó “Bailar sola”, Editorial de la Universidad Nacional de La Plata, 2005; “La Tarea”, Manual Ediciones, Chile, 2011; “Le dan hueso”, Cinosargo Ediciones, Chile, 2012; “Leva”, Editorial Literal, México, 2015; “Indor”, El ojo del mármol, Argentina, 2015; “Mula blanca”, Caleta Olivia, Argentina, 2018. Participó en las antologías Arte Joven, 2005; antología de la Biblioteca Nacional, 2009; Tea Party II, muestra de poesía latinoamericana, Cinosargo Ediciones, 2013; V° antología editorial Ruinas Circulares, 2013; Australes y Peligrosas, antología de poetas argentinas, Cohuiná Cartonera, México, 2018. Fue parte de la clínica de poesía de la Biblioteca Nacional en 2009, y de la Escuela Argentina de Producción Poética en 2015. Escribe en la plataforma literaria Liberoamérica.


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Guillermo Graton

Continuidad (de la serie Relatos económicos)

 Lo conocí dos domingos atrás en la feria de la ex-estación de tren, donde funciona bromatología. Yo iba mirando los puestos: algunos una mesa con toldo, otros una tarima; también había los que sólo eran un mantel y aun los que carecían de éste. Así era el puesto donde estaba el viejo, sentado detrás de su microondas, de cara a los que pasábamos. Vestía zapatillas Reebok blancas, pantalón de jean, camisa caqui y un sombrero texano.

–¿Cómo va, jefe?
–Bien, por lo meno’.
–¿Anda?
–Sí.
–¿Cuánto?
–Setecientos pesos.
–Bueno, gracias.
–Disculpe, ¿no tendrá un cigarrito?
–Sí, sírvase.
–Hace calor.
–Bastante.
–Y el chorrillero para colmo.
–¿Cómo?
–El viento.
–Ah, sí.

No sé cómo llegué a estar sentado. Fumamos en silencio, viendo a la gente en la feria y a los autos en la avenida. En algún momento amagué a pararme pero estaba cansado de caminar y se me habían aflojado las piernas. Saqué otro cigarrillo para mí y ofrecí uno al viejo. Lo aceptó.

–No anda.
–¿Eh?
–El microondas.
–Ah.
–Se le jodió la placa.
–¿Y lo vende igual?
–Acá me ve.
–¿Y no tiene problemas después?
–Sí, y además tengo problemas ahora –el viejo me enseñó sus dientes marrones.
Volvimos a fumar en silencio.
–Bueno… –me dispuse.
–¿No me convida otro?
–Sí –saqué uno y otro más y volví a acomodarme.
–Cada vez peores las cosas.
–Sin duda.
–Me refiero a las cosas del gordo.
–¿De quién?
–Del gordo… Carrión. El que tiene el boliche acá a la vuelta, ¿conoce?
–No.
–¿Pero vio el negocio que tiene?
–Mmm… no, no lo ubico.

–Bueno, pase a ver lo que es: tiene un salón entero de equipos para arreglar. A veces el equipo no tiene arreglo y la gente ni se lo lleva o el gordo les pasa un presupuesto muy alto y también ahí lo dejan. Entonces el gordo nos los pasa a nosotros.

–¿Nosotros?
–Mire –señaló a tres más que estaban desperdigados entre las mantas, detrás de sendos artefactos.
–Y ustedes le dan una parte de la venta.
–No.
–¿Y entonces?

En ese momento nos cubrió la sombra de un hombre robusto, de unos cuarenta o cincuenta años. Llevaba lentes de sol y gruesos anillos en todos sus dedos y hacía castañear un manojo de llaves entre la palma de su mano y el anular.

–¿Qué tiene? –preguntó.
–Hay que desgrasarlo un poco nomás.
–¿Cuánto?
–Ochocientos pesos.
–Le doy seiscientos.
–A setecientos cincuenta se lo puedo dejar.
–Le doy seiscientos cincuenta.
–No, no puedo.

El hombre, que se había llevado la mano al bolsillo, la retiró con un intento de displicencia y la dejó colgando a un costado.

–Buenas tardes –dijo.
–Buenas tardes, señor.

El sol, todavía alto, empezaba a caer; la feria se había ido llenando. Llegaba hasta nosotros el olor a humo y la música de un carro de choripanes.

–¿No le convenía venderlo a seiscientos cincuenta?
–Seguro.
–…
–¿Me permite?
–Sí –le estiré el paquete de cigarrillos.
–¿Vio a esos que le mostré?
–Sí.
–Bueno, una vez con esos y otros más que ahora no están, nos acampamos frente a la municipalidad para pedir el subsidio. Pero en lugar de darnos el subsidio nos dieron este trabajo.
–¿Pero no me dijo que el gordo?
–Seguro.
–No entiendo.
–Yo tampoco –el viejo volvió mostrar los dientes, pitó el cigarrillo largamente y siguió en voz más baja–. Él gordo nos da los aparatos a nosotros y después se arregla con la municipalidad. Usted no es de acá ¿verdad?
–Bueno, vivo acá hace un tiempo.
–Por eso. Con más tiempo se va a ir dando cuenta… Mire.
–Qué cosa.
–Quién viene.
–No veo.
–Ahí.

El tipo de antes volvió a plantarse frente a nosotros. Miró a un lado y a otro y, como si le estuvieran haciendo un daño grave en alguna parte, dijo:

–Hasta setecientos me estiro.
El viejo se acomodó en su lugar y negó lentamente con la cabeza.
–Mire, señor, el precio es ochocientos y se lo estoy dejando a setecientos cincuenta. Si yo no tuviera que rendir cuentas…

El otro hundió la mano en su bolsillo y sacó un fajo de billetes, contó y le entregó.

–Tome.
–Muchas gracias. Si usted quiere por cincuenta pesos más se lo puedo desgrasar, para que vea que no es falta de voluntad.

El otro negó con la cabeza, cargó su patrimonio debajo del brazo y se perdió entre los puestos. Volví a admirar los dientes del viejo y, al ponerse de pie, aprecié también la escasa relación diente-agilidad que en el regía. Lo seguí a través de la feria y cruzamos la calle en dirección al centro.

–¿Y de dónde viene usted? –me preguntó.
–De Buenos Aires.
–Ah, de Buenos Aires.
–En realidad nací en Bahía Blanca.
–Ah, Bahía Blanca –ninguno de estos lugares parecía significar algo para él.
–¿Usted es de acá?
–De siempre. Somos de las sierras, del Durazno –lo dijo como si ese lugar tuviera que significar algo para mí.
–Ah.
–¿Conoce?
–No.
–Pero ha oído nombrar.
–Algo.

Habíamos llegado a una esquina que parecía abandonada; a través de los vidrios se veía un amplio local lleno de aparatos usados.

–Venga –dijo mientras abría la puerta.

Avanzamos algunos metros entre lavarropas, cocinas, monitores y equipos de aire acondicionado hasta llegar a una oficina en el fondo. En su interior, detrás de un escritorio, se distinguía un contorno.

–Fijate entre esos de ahí –dijo el contorno.

El viejo se perdió entre las montañas e hizo algunos ruidos antes de emerger con una especie de radiador eléctrico que aparentaba muy poco uso.

–Usted está con… –inquirió el contorno mientras movía unas carpetas.
–Karina –afirmó el viejo.
–Karina –repitió el contorno y, después de un silencio­–: lleve nomás.
–¿El gordo? –pregunté una vez afuera.
–Un ayudante.
–¿Y Karina?
–Es la que les pasa las planillas.
–¿Qué planillas?
–Las planillas de asistencia.
–No entiendo.
–Es la que nos da el curso de negociación. Ella le dice al gordo que fuimos al curso para que el gordo nos de los aparatos.
–¿Y qué tal?
–Amorosa ella.
–Me refiero al curso…
–No fui más.
–¿Y entonces?
–Pasa los presentes. Creo que ya ni ella va.
–¿Y el gordo no se da cuenta?
–Al gordo no le importa.
–Me lo puedo imaginar, pero es el que pone los equipos…
–Sí, pero los equipos no le pertenecen.
–Está bien. Pero es el que asume el riesgo si alguien aparece a reclamarlo.
–¿El gordo? ¿Riesgos? –ésta vez, por encima de sus dientes marrones, pude ver sus enormes encías rosadas, inflamadas y sangrientas– No… ¿No vio el cartel que tenía allá adentro? Si el equipo no es retirado tres días después del presupuesto, pasa a ser del gordo. Y créame que él se encarga de aclarar este punto cada vez que alguien le lleva uno.
–En ese caso los equipos son suyos.
–¿Míos?
–Del gordo quiero decir.
–Ah, eso sí.
–Pero si me acaba de decir…

El viejo afirmó el radiador sobre el hombro y aceleró de pronto dejándome un poco rezagado; pitó lo que quedaba del cigarrillo y lo tiró en mitad de la calle. De regreso en la feria dimos algunas vueltas buscando un lugar entre los puestos. El viejo acomodó el radiador en el suelo y nos sentamos detrás, después sacó un trapo del bolsillo y se puso a limpiar la carcasa.

–¿Me permite?
–Sí –estiré el paquete de cigarrillos.
–¿Ve esto? –el viejo me mostraba una etiqueta en el costado del aparato –esto quiere decir que viene de la municipalidad. La mayoría de los equipos que el gordo trabaja vienen de ahí.
–Ahora entiendo por qué no pierde nada dándoselos a ustedes.
–No sólo eso…
–Algún impuesto se ahorrará…
–¿Impuestos? –dientes– ¿El gordo? –encías–. El gordo no es de pagar mucho.

El viejo terminó de sacar la etiqueta con el código, mojó una punta del trapo con la punta de la lengua y removió el pegamento.

–Bueno, ese local no debe ser barato –sugerí.

El viejo me miró, esta vez serio.

–No me va a decir que ni siquiera…

Bajó la mirada.

–No se confunda: el gordo es buen tipo.
–No tengo duda.
–Créame: es posible que este equipo ande y todo.

De pronto noté que el viejo estaba nervioso, seguí su mirada y vi, entre los que se apiñaban en los puestos, al hombre del microondas. El viejo se acuclilló y puso una mano sobre el aparato, se acomodó el sombrero y miró a un lado y a otro calculando la mejor salida. El hombre del microondas avanzaba por el pasillo que lo conducía a nosotros, sus ojos se abrieron grandes al vernos y aceleró el paso entre la gente. El viejo me miró por última vez:

–Más trabajo y menos subsidios, así lo piensa el gordo –dijo y entró a correr.

No recuerdo cuándo se terminaron los cigarrillos. Tampoco recuerdo el momento en que me habló de sus padres y de los padres de sus padres, trashumantes de la zona. Sin dudas lo había hecho, porque en eso pensé mientras lo veía caminar hacia los cerros, con el radiador al hombro, en el atardecer.


Guillermo Graton nació en Bahía Blanca en 1985. Vive en Rocha, Uruguay, donde dicta talleres de escritura e impulsa El Viento, una editorial de libros-pasquín dedicada a cuentos y relatos breves.


Complilación: Nicolás Guglielmetti (Bahía Blanca, 1981). Estudió Letras en la Universidad Nacional del Sur y formó parte de Vox Ruta 33 y la Escuela Argentina de Producción Poética (EAPP), ambos programas destinados a la formación de escritores emergentes. Dirige actualmente el proyecto Nexo Artes y Culturas. Publicó las plaquetas Cesar Palace (Bahía Blanca, Colectivo Semilla, 2009), Tres dedo (España, Niña Bonita, 2011), La adolescencia del bostezo (Chile, Letras de Cartón, 2012) y Bella Vista (Bahía Blanca, Vox, 2015). Más textos e información sobre el autor, en la siguiente publicación de op.cit.