Tilos secos diagonales rotas / La poesía de La Plata, por Horacio Fiebelkorn

Tilos secos diagonales rotas. Agonía y resurrección de la poesía en la ciudad de La Plata es un libro cuya eficacia ejemplar comienza en cada uno de los términos del título. Su meta: realizar una crítica del espacio oficial de la poesía platense desde su fundación, lo que significa desmontar prejuicios, censuras, intereses y esencialismos. Un lector desprevenido podrá pensar que se trata de un libro de alcance limitado; pero Fiebelkorn sortea ese obstáculo introduciendo en cada tramo de sus objetos específicos los paradigmas y tensiones de la poesía argentina; el lector se sentirá necesariamente reconocido en la discusión. Para eso emplea una información apropiadamente comentada y una argumentación irreverente, ubicándose sin dubitaciones en contra de, podría decir el autor, la baratija metafísica y la emoción impostada, y a favor de un lenguaje situado, sin los mitos, mediaciones y abstracciones con las que las elites culturales-políticas afamaron y vistieron a la poesía platense. Durante la lectura habrá tiempo para pensar que en todas las ciudades ocurrió algo parecido: una beatificación y caramelización de la poesía, lo que sirvió para establecer monumentos de un lenguaje irreal, por decirlo así, que cubrieran el consecuente vacío de la Historia. Fiebelkorn toma partido por el lado físico, plebeyo, diverso. Tilos secos diagonales rotas es en gran parte el relato de una experiencia de la poesía que observa y hace sentir la festiva densidad del presente. Publicamos uno de los artículos medulares del libro, acerca de la formación de los dispositivos de enmascaramiento y legitimación destinados a aplacar las cosas y su nombre y a caracterizar la poesía de La Plata.

J.V.


La «escuela platense»

Artículo incluido en el volumen Tilos secos diagonales rotas. Agonía y resurrección de la poesía en la ciudad de La Plata (La Plata, Pixel, 2021)

Por Horacio Fiebelkorn

¿Qué es, qué viene a ser, qué fue la «escuela de La Plata» en materia poética? Sus cultores o defensores destacan como referencia fundacional a los escritores de la «generación del 17», o «primavera fúnebre»: Abigail Lozano, Héctor Ripa Alberdi, Alberto Mendióroz, Pedro Delheye y Francisco López Merino.

César Cantoni escribe que «López Merino contribuyó a dar vida a la llamada ‘Escuela de La Plata’, caracterizada, principalmente, por el tono elegíaco, el equilibrio formal y la claridad y la economía expresivas; escuela que habrá de pervivir, con distintas modalidades, hasta la actualidad».

Surge a la vista que quienes teorizan sobre la «escuela platense» fueron y son autores muy posteriores. De modo tal que el concepto de «escuela de La Plata» es una construcción exterior a esas poéticas. Y no le hace justicia a, por ejemplo, el mismo López Merino.

Cae una lluvia tan fina
que no parece que llueve.
Más bien es como una pena
que desde las nubes vierte
su mojada melodía
para que en el mundo sueñen.

Este fragmento de «Las tardes» es contemplativo y reflexivo, pero no elegíaco. No hay aquí lamentación por lo perdido, que es la condición de lo elegíaco. Y cuando ese tema realmente aparece en este poeta, tiene un motivo muy concreto: había muerto su hermana. Esa muerte lo sumió en una depresión progresiva que culminó en el suicidio, tras enterarse de que estaba tuberculoso.

El rumor de campanas va por el cielo limpio
mientras cae sobre el mundo la paz del día domingo.
Pienso: si tú vivieras estarías conmigo:
hablaríamos cosas ilógicas, reiríamos
contentos con el aire vibrante, nuestra risa
por el sendero fácil del aire quedaría.

De todas maneras, evocar algo, lo que sea, no convierte la evocación en un lamento por el tiempo que se fue, ni por la ausencia de lo evocado. En todo caso, el pasado se traduce en lamento cuando no hay modo de interpelar al presente a raíz de un duelo profundo. Y eso era lo que le sucedía a López Merino.

En él y en otros poetas de esos años —anota con precisión Rafael Oteriño— se percibe «el clima espiritual de esa ciudad nueva, de ese domingo que es igual a otros muchos. (…) Poesía del encantamiento y de la recreación. También poesía del dolor”.

Francisco Luis Bernárdez destacó a los líricos que formaron lo que «después se dio en llamar escuela de La Plata». O sea, una etiqueta colocada a posteriori.

La lectura caprichosa que se hizo de los poetas del 17 los presentó genéricamente como si hubiesen dedicado su vida a la elegía por el tiempo ido, y no fue así.

Al menos dos de ellos tuvieron un fuerte compromiso cívico. Héctor Ripa Alberdi, por ejemplo, fue un combativo militante por la reforma universitaria y presidente de la FUA. Y cuando murió, su amigo Pedro Henríquez Ureña escribió un conmovido artículo en la revista platense Valoraciones en enero de 1924: «Héctor Ripa Alberdi entró por sus méritos de hombre de trabajo y estudio a la cátedra universitaria, pero no para transigir con la reacción, sino para combatir contra ella». Es parte del discurso del académico dominicano pronunciado en México en un acto de homenaje al poeta de La Plata. Ureña había trabado gran amistad con Ripa Alberdi.

En cuanto a López Merino, participó del Comité Yrigoyenista de Intelectuales jóvenes, junto a Marechal, Borges y González Tuñón, entre otros. También fue incluido en el libro Exposición de la actual poesía argentina, compilado por Pedro Juan Vignale y César Tiempo, editorial Minerva. Era una muestra sólida de la poesía argentina desde 1922 a 1927. Panchito López Merino fue un poeta argentino nacido en La Plata, no un «poeta platense». Y tanto él como Ripa Alberdi fueron martinfierristas. No su vanguardia, pero martinfierristas al fin: allí estaba su lugar de referencia, y eran miembros activos de esa constelación de autores.

Pero la idea de la «escuela local» resultaba seductora para los que vinieron después, y se la mantuvo durante décadas.

Durante el Centenario platense, Raquel Sajón de Cuello y Alcides Degiuseppe caracterizaron a la «escuela de La Plata» en estos términos: «Poesía crepuscular, de desvaídas sombras, hondamente intimista (…) hecha para la lectura silenciosa o a media voz; fugaz, efímera, apenas un aliento, líricamente vivenciada en el instante inasido del tiempo». Están en el límite entre lo solemne y lo ridículo. Dicho sea de paso, todo lo que se lee a solas, sea un poema, un relato o un tratado de geografía o de cosmética, se lee en silencio o «a media voz».

Sobre López Merino, el martinfierrista Evar Méndez dijo en su momento que «el paisaje y el ambiente de la ciudad donde ha vivido el autor caracterizan la obra de no pocos poetas platenses: Arrieta, Delheye, Ripa, la suya propia. Parece prestarse tal paisaje a acentuar la similitud de su labor con la de algunos líricos ingleses, la de ciertos franceses menores del simbolismo, y sobre todo con la del poeta belga Rodenbach».

Pero Evar Méndez no ve aquí un tono «elegíaco», expresión que, bajo la invocación de Rilke y otros autores europeos, se volverá un fetiche conceptual en los poetas de los años 30 y 40. Méndez además estima que esa tendencia poética termina en López Merino.

Quien más largamente se explaya sobre la presunta «escuela platense» es Alberto Ponce de León, figura de los 40, quien sostiene que La Plata «no es una ciudad del interior provinciano que haga sentir sobre sus hijos la gravitacion de la tierra. Pero esto no quita que haya una influencia de cierto ‘paisaje’, cierto ‘clima’ o ‘atmósfera’ (…) que muchos han considerado constitutivos del medio platense. Se trata más bien de ciertos rasgos peculiares de una ciudad extendida, amplia, arbolada, plena de paseos, de plazas y campanarios, sosegada y melancólica, en la que el tiempo y el espacio mismos parecen retardarse demorada y hondamente. Estos caracteres han originado sin duda una poética caracterizada por ‘un sentimiento leve envuelto en la nostalgia y el recuerdo’, y ha originado en sus poetas ‘una predisposición natural hacia los estados melancólicos de contemplación y silencio’”.

Dejemos de lado por ahora esa asimilación entre «contemplación» y «melancolía», que no vienen a ser lo mismo. Pero a juzgar por las palabras de Ponce de León, parecería que el ánimo de los poetas locales deriva en forma directa del «paisaje platense».

Para Ponce de León, esa «dulzura melancólica de sus atardeceres ha originado en la mayoría de sus poetas un acento preponderantemente elegiaco». «Junto al tono elegíaco —continúa— y como consustanciado con él, caracterizaba a los poetas de la primitiva pléyade platense un tono leve, evanescente, incorpóreo, que muchos han calificado de ‘menor’».

Como rasgo de «escuela», anota Ponce de León la aparente paradoja de ser «más universal que local», y lo atribuye al carácter mismo de la ciudad, lo que excluye «el tratamiento de temas que no sean de proyección más o menos ecuménica, de modo que puedan ser leídos y entendidos por lectores de cualquier latitud».

«Como surgiendo de un acto del espíritu (sic), totalmente ‘inventada’, La Plata consiguió dar así una escuela poética de lírico universalismo».

O sea, una ciudad surgida de un «acto del espíritu», ¡y no de una decisión política derivada de un conflicto que dejó tres mil muertos! Pero además, pareciera que esa «escuela de La Plata vino dada casi desde que nació la ciudad.

Hay un problema entre Ponce de León y la «materialidad». Lo que es «incorpóreo» tiene para él de antemano más valor que lo tangible o accesible mediante los sentidos. Y ser «más universal que local» es algo que en todo caso se ajusta a la estética de los 30 y 40, ya que no hay modo de imaginar cómo hubiese evolucionado la poética de López Merino, Delheye o Ripa si no hubiesen muerto tan jóvenes.

Ponce de León desarrolla a fondo su punto de vista en su trabajo La escuela platense de poesía, publicado en 1963 por la Facultad de Humanidades de La Plata, y es quien ha sistematizado con más vigor el perfil de tal «escuela», que fue el caballito de batalla de los platenses del 40.

No contento con definir a la «escuela», expuso un modo de razonar y fijó un criterio de lectura: tal cosa es poesía, tal otra no lo es. De esto se habla, de esto otro no se habla. Y lo que tal vez sea poesía en cualquier lugar no lo será en La Plata, «ciudad de los poetas» donde todo se lee en clave elegíaca.

En torno de la generación del 17 es preciso agregar que se cruzaban en esos años las corrientes literarias vigentes con la sintaxis emocional de una ciudad chica y nueva, que a poco de nacer padeció un trauma severo. A eso se le sumaba un paisaje no geográfico de la ciudad.

Porque el paisaje platense es un artificio. El Bosque, el lago, la gruta, las plazas y arboledas: todo un montaje, y esto no la hizo mejor o peor, pero fue así. Hasta los tilos, que fueron traídos de Alemania. Ni siquiera hay un río para darle la espalda, que es lo que hizo Buenos Aires. Y en cuanto al lago del Bosque, se supo que su excavación fue obra de los internos del hospital de Melchor Romero, cuando su director era Alejandro Korn y el intendente era Carlos Monsalve, otro político escritor de la generación del 80. Este dato es revelado por un historiador aficionado, Roberto G. Abrodos.

Algo más sobre la cuestión del paisaje. El entrerriano Juan L. Ortiz contó que cuando era joven estuvo tres años en Buenos Aires, buscando vida literaria y un poco de diversión, y que se volvió a Entre Ríos porque, entre otras cosas, «tenía necesidad de paisaje». Esto se lo dijo a la poeta Juana Bignozzi, en una entrevista de 1968, incluida en un volumen editado en 1969 por Carlos Pérez Editor, y reproducida años después. En la misma conversación Ortiz define al paisaje como «la piedra de toque en un poeta».

Y aquí lo interesante: casi de pasada, Ortiz menciona una afinidad: «Pero ¿sabe quién estaba cerca de mí? López Merino. Aunque había una diferencia notable entre lo que él hacía y lo que hacía yo. Se suicidó en La Plata, esa ciudad donde los poetas estaban con un sino trágico».

Esto no está registrado en Historia..., en el capítulo dedicado a Panchito. Esa afinidad con Juanele ratifica que López Merino fue un poeta argentino, legitimado por sus pares de la época fuera de la ciudad en que vivía y en las coordenadas de la época en que vivió.

Pero volvamos a Alberto Ponce de León, que define tres momentos para la «escuela platense»: la generación de 1917 que va de Delheye a López Merino; la generación intermedia de 1930; y por último la promoción platense de la generación del 40. El mismo criterio sostiene Roberto Saraví Cisneros, compilador de la primera antología de poetas de nuestra ciudad.

Como presunta virtud de la «escuela de La Plata», Ana Emilia Lahitte anota (citada por Pilía) que «se mantenía al margen de las estridencias originalísimas del martinfierrismo, del ultraísmo». Sigue el engaño: Lahitte llama «escuela de La Plata» a lo que no existía. La «escuela de La Plata» no era ni siquiera una idea, se la inventó después. La inventaron Ponce de León y la propia Lahitte, entre otros. ¿0 Jesucristo era cristiano? Y dicha «escuela» fue «breve pero clara», dijo Henríquez Ureña, coincidiendo con Evar Méndez, y ninguno hablaba de «escuela», apenas de una corriente.

En aquellos poetas del 17 había claramente un temor a sumarse a lo que por entonces se llamaba vanguardias. Esas vanguardias no eludían dialogar con lo que pudiera sonar «prosaico» o «no poético». Y, salvo el caso de Pedro Viñals Blake, que coqueteó con el futurismo y no terminaba de encajar en la estética de los más nombrados, aquellos platenses del 17 cargaban con un temor que venía dado, posiblemente, por el trauma de origen de aquellos años 90 del siglo anterior. Trauma que se traducía en un problema a la hora de nombrar el propio lugar, y dar entrada en el poema a las múltiples escenas de la vida. En Buenos Aires, Oliverio Girondo podía ubicar en un tranvía veinte poemas, Baldomero Fernández Moreno podía a un libro suyo titularlo Quiosco, y González Tuñón incluir en un verso los carros de verdura. «Y por el agujero que coses en tu media / sale el sol y se llena todo el cuarto de luz».

Cosas impensables en La Plata. Algo impedía a los locales nombrar en su poesía a lugares o escenas de la ciudad. Situarla, en suma, en un lugar y una época concreta: no soltaban la lengua.

La única vez que López Merino nombró lugares concretos en un poema fue en la «Carta en tercetos a Jorge Luis Borges».

Me acuerdo, amigo Borges, de la tarde en que fuimos
a pasear por el barrio donde vivió Evaristo
Carriego, aquel muchacho «casi genial y tisico».

Nuestro andar se cansaba por esa calle Honduras
que estaba silenciosa bajo un cielo de lluvia
y tenía los muros húmedos y ninguna

muchacha sonriente. También me impresionaron
las gastadas banderas de la calle Serrano
que flameaban apenas sobre los techos bajos.

Evoco nuestra charla de esa «tarde cualquiera».
Macedonio Fernández habló con voz de ausencia
y era el recién venido de su novela inédita.

Digo los tangos viejos que duermen en sus discos
y escucho a usted que lee «Mis primas los domingos».
(Sabe bien que no tengo jardín, pero es lo mismo).

Pienso en su hermana Norah: me regaló una flor
dorada y menudita que le envió Juan Ramón
en una carta clara como un agua con sol.

Todo lo que no nombra de La Plata lo dice de Buenos Aires. Y Borges no apreciaba a López Merino como poeta. Lo hace constar Bioy Casares en su obra Borges: “Lo que escribía no era bueno, pero fuimos amigos (…), que sus poemas fueran malos no importa”.

En el mismo libro de Bioy se citan las siguientes palabras de Borges en 1967 sobre Panchito: «Refiere que López Merino era el jefe de una escuela de poetas “belgas” de La Plata, todos crepusculares y otoñales; que a Pedro Miguel Obligado (“Es otoño. Estoy solo…”, etcétera) podía considerárselo una prolongación o perduración del movimiento; que López Merino era burlón y agresivo. De éste dice: “Se complacía en simular que no conocía a la gente. «¿Conoce a Fulano?», le preguntaban. «No, no tengo el gusto». «Cómo —protestaba Fulano—. Si nos vimos en…». «Puede ser, no recuerdo, tal vez, quién sabe». Un colega, acompañado de otro colega, tropezó en una caminata por el Bosque y se rompió una pierna; López Merino publicó un suelto en El Día, titulado «Jinete en desgracia». «Iba a pie», observó alquien. «Iba con X, que es un animal», contestó López Merino. Después de que le tomaron una radiografia, llevaba la carta del radiólogo a un médico de Buenos Aires; en el viaje en tren, abrió el sobre, se enteró de que estaba tuberculoso, bajó antes de llegar, en Villa Elisa o City Bell; a los pocos días se disparó el balazo en los baños del Jockey Club de La Plata, frente a un espejo; lo llevaron a su casa y tardó una hora en morir”.

Este rechazo borgiano a la poesía de López Merino puede asociarse a un rechazo similar de Borges a Juan L. Ortiz, a quien no se cansó de ningunear. En una entrevista que le hizo Antonio Carrizo en 1979, llegó a decir: «No, yo no lo conocí a Ortiz. Yo creí que era una invención de Mastronardi. Pero me dicen que no. Yo no he leído nada de él. Y quizás lo he conocido alguna vez, pero no estoy seguro, tampoco. ¿Ha muerto?» (Citado por Sergio Delgado, «Jorge Luis Borges, autor de En el aura del sauce«)

Ortiz, en cambio, dijo de Borges: «Es un hombre muy cordial y siempre me ha distinguido. A pesar de que hay momentos en que lo juzgo un poquito macaneador, siento por él estima, respeto y admiración también, por cierto. Hemos andado juntos, hombre, hasta las tres o cuatro de la mañana cuando yo iba a Buenos Aires. Hemos ido al cine. He ido a comer a su casa. Simplemente ha dicho cosas que no lo favorecen mucho, que no son dignas de él. Es claro que cuando habla del indio, por ejemplo, lo hace con frivolidad, con desconocimiento, como en todo lo referente a la América latina. He conversado mucho con él y me ha mostrado tremendas lagunas. Recientemente, hablando del indio, ha dicho cosas parecidas a las de Sarmiento. Por otro lado, esa pasión por el compadrito, por el cuchillero, tal vez se deba a la ley de compensación. Es muy tímido. Quizá lo que le falte sea el coraje; no el coraje civil, porque lo tiene, sino el otro coraje, el coraje físico».

Paradójicamente, el método del ninguneo borgiano parece inspirarse en forma directa en el de López Merino.

Pero volvamos a la dificultad platense por nombrar a la ciudad. No es que hubiese una ordenanza municipal que lo impidiera: no lo hacían porque no los interpelaba temáticamente, tal vez por una percepción de irrealidad frente al paisaje-montaje. Como si se preguntaran «¿qué hacemos acá, si este lugar no existe?». Buenos Aires era real. La Plata no. 0 al menos no todavía, no en ese momento de la historia.

Una biógrafa de López Merino, Marcela Ciruzzi, destaca la biblioteca de Panchito: Francis Jammes, Albert Samain, Paul Valéry, Alfred de Musset, Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Théodore Banville, François Coppée, Stéphane Mallarmé, Gustav Verhaeren, Maurice Maeterlinck, Jean-Jacques Rous-seau, Max Elskamp, Henri Frédéric Amiel, Guillaume Apollinaire y muchos otros. Y lo más difundido del modernismo: Rubén Darío, Amado Nervo, Juan Ramón Jiménez; clásicos como Virgilio o argentinos como Enrique Banchs o futuristas como el italiano Filippo Marinetti, sin dejar de mencionar a Edgar Allan Poe.

Para esos años era una biblioteca clásica y moderna, casi completamente jugada hacia Europa, especialmente Francia, incluyendo a sus vanguardias de la época.

Es muy posible que el rechazo borgiano a López Merino y a Juan L. Ortiz se fundamente en lo que Juan José Saer llama «francofobia», proporcional a su anglofilia (Juan José Saer, “Borges francófobo”, 1990).

A todo esto, ya en las primeras décadas del siglo XX se había asimilado la imagen de La Plata a la del cuadrado casco urbano. En el libro La Plata, una obra de arte, publicado durante el centenario, se afirma que «el cuadrado original de La Plata constituye una unidad en sí mismo, difiriendo notablemente en algunos casos de los barrios vecinos. Lo Avenida Circunvalación actúa como una muralla, constituyendo la división entre categorías de viviendas diferentes…» (Benito Díaz, 1982, p. 76).

Para el historiador Daniel Badenes, «esto también nos habla de la faceta menos contada del higienismo de la generación progresista: el lugar para los sectores populares y los ‘malos olores’ de la producción estaba previsto fuera del casco, lejos de la ‘ciudad perfecta’ a la que no debían invadir».

«Por lo tanto —continúa Badenes— la centralidad adjudicada al trazado con diagonales y espacios verdes, que los convierte en emblema de la ciudad, deja afuera a zonas que formaron parte del proyecto original. (…) Imaginada como ciudad portuaria, La Plata se pensó de cara al río. El viejo arco de entrada (…) estaba precisamente en 1 y 52, el contacto entre el centro urbano y el camino hacia el puerto. El cuadrado, entonces, se cierra sobre sí mismo. Desde este concepto de ciudad se fue elaborando un discurso en el que fue coprotagonista la presunta «escuela platense» de poesía. Con esta intervención sobre la historia quedó legitimada estéticamente una visión de la ciudad, y los defensores de dicha «escuela» se inventaron un linaje refugiándose en el bronce de autores anteriores. La operación no fue muy distinta de la que produjo la narrativa oficial sobre la «ciudad universitaria».

Tomás Bernard, por ejemplo, lleva ese imaginario al origen mismo de La Plata. Dice —citado por Badenes— que la ciudad fue diagramada «como urbe universitaria, destinada a albergar estudiantes de todo el continente». 

En el mismo sentido se manifiesta la poeta Ana Emilia Lahitte: «La Plata fue creada, programada para la cultura», dice en la revista Ambiente, dedicada a temas de arquitectura y urbanismo. Y en el prólogo a la obra completa de Speroni, el notario Luis María Bordenave dice que «la fundación advino como pacto solidario de reconciliación, paz y progreso, al buscado amparo de las letras, las ciencias y las artes, en su privilegiada condición de urbe universitaria».

Pero la Universidad Nacional de La Plata fue creada recién en 1905. Mejor dicho, pasó a ser nacional a partir de la gestión de Joaquín V. González.

La fundación de La Plata tenía otro objetivo: ser la puerta de salida de la actividad productiva del interior bonaerense. Dardo Rocha convocaba a «los signos de un comercio activo, de una riqueza útil y la industria poderosa». Como esos objetivos no se cumplieron por diversas razones, se buscó generar otra razón de ser: la cultura, el saber, las letras, la ciencia.

Antes de tener carácter nacional, la Universidad fue provincial, y fue creada en 1897, a instancias de un proyecto de, entre otros, el senador Rafael Hernández. «Estamos haciendo puertos —dijo Hernández en una intervención legislativa—, construyendo ferrocarriles, proyectando canales, levantando pueblos y colonias por todas partes, en una palabra cuanto es necesario para la vida material, pero la vida intelectual, la que prepara a los hombres para los grandes movimientos, para los grandes progresos del país, está un poco olvidada».

Querer presentar un presunto destino cultural para la ciudad desde su nacimiento no sólo es falsear la historia. También es tratar de idiotas a los habitantes, a partir de la repetición sistemática de cierto relato sobre el origen.

La operación simbólica sobre el «destino» de La Plata tuvo su correlato literario en la «escuela de La Plata», etiqueta cuya autoría intelectual corresponde a los poetas del 40. Si los del 17 no nombraban a la ciudad, los del 40 tienen problemas para nombrar lo que sea: su drama es el mundo material y sensorial. 


Horacio Fiebelkorn (La Plata, 1958) es poeta, periodista y docente. Publicó los libros Elegías (2008, Ediciones Al Margen, y 2011, Determinado Rumor), Tolosa (2010, Eloísa Cartonera), Pájaro en el palo (2012, civiles iletrados, Uruguay), El sueño de las antenas (Vox, 2013), Cerrá cuando te vayas (Club Hem, 2016), La patada del chancho (Zindo & Gafuri, 2016), El pantano (Malisia, 2017) y Poemas contra un ventilador (Caleta Olivia, 2019 y 2023). Compiló el libro Poesía – 24 autores, publicado por Ediciones La Comuna (La Plata, 2019). Fue coeditor del tabloide de poesía La Novia de Tyson. Actualmente dicta talleres de poesía y participa del proyecto de Pixel Editora.