Lorena Curruhinca

Construir*

 

Doy brazadas en lugares que ya no existen

Íbamos a natación a la pileta de la Cruz Roja
la 502 nos dejaba cerca de Vialidad
ahora, ahí, abrieron aulas de la UTN.
Con las mochilas llenas pasábamos por un pasillo
veíamos a las estudiantes de enfermería
—¿sabrían que las miraba con ternura
pensando que nos veríamos
en la habitación de mi hermano
y alguna vendría con gesto firme
pero amoroso a ver el goteo del suero?—,
también estaban las mamás (casi ningún papá)
miraban detrás de un vidrio
hasta que terminara el turno
para llevar a los chicos a otro lado.
Nosotros nos metíamos en esa agua
donde tantos habían esforzado
los músculos
y a pesar de todo el cloro
el agua no era nueva:
estaba moviéndose por el recuerdo
de los que patalearon antes.

Dejamos de ir y al tiempo cerraron.

 

I
En un programa político al mediodía
preguntan por un escritor
hablan de sus logros, datos específicos,
lugar de nacimiento, adónde fue
adónde volvió
los porqué
su posicionamiento ante situaciones definitorias de su país.
Hay que adivinar quién es
es una consigna;
en cualquier programa hay consignas, se llenan espacios;
es un esquema, da participación, involucra; es un gesto estudiado.
Pienso: qué complejo todo eso
toda la configuración personal y en un zas
sos dos o tres datos
localizable geográficamente
y  respuesta de una trivia cultural.

II
Recuerdo el poema de Diana Bellesi,
“no tengo saga que contar / ni epopeya sostenida con la espada”.
Luego, sí, afirma que tiene historias para contar y lo hace
y en la operación de esa narración deshace esa negación:
enunciar es la forma de construir mitologías.

III
Armamos mitologías,
lo sé desde chica.
La espada que sostengo es la pregunta.
Mamá dice que desde que empecé a hablar
solo decía por qué.
Ahí todavía no entendía
las posibilidades, el dolor.
En el filo está cuando mi papá
dijo los nombres de las yeguas
en las que corría —en Neuquén—;
la foto de él erguido y ganando
sigue en casa y la velocidad  todavía se puede tocar.
O cuando mi mamá me contó
que los nueve hijos de mi abuela Irene
fueron de parto natural.

 

 

Un movimiento concéntrico
que es inicio.
Mejor. Empezar no solo
es un punto:
un montón de partículas
están en el comienzo.
Luego la perturbación:
la voz emite un sonido
que se sostiene.
En una película
hay un chico enorme
que es como un ángel:
toma a las personas,
se les acerca
y les chupa la enfermedad,
después abre sus labios
y salen muchísimas pelotitas.

Así quiero que termine mi vida:
en un aliento sacar todo lo malo
como residuos mínimos.

 

 

I
En la escuela un profesor
insistía
si un árbol cae y no hay nadie,
¿el ruido reverbera?
Insistía en la dificultad de
observar el momento cuando una hoja se desprende.
Cuando volvemos de Patagones a Bahía
está lleno de altares de gente que murió
de la difunta correa
del gauchito gil
—cada vez que pasás
por enfrente tenés que tocar
la bocina tres veces—.
Jamás vemos
a los que construyen esos altares
a los que pintan bigotes a un candidato local
a los que llenan las botellas con agua.

 

II
Una casa se hace ladrillo a ladrillo
pero está habitada desde el momento
en que los albañiles prenden el fuego
o escriben con agua y cal sus iniciales (MD, MD)
sobre las paredes que van a ser pintadas.
Nuestra casa va a ser hogar
mucho antes que nos mudemos.

 

 

La notebook con esa luz
que pareciera amenaza,
pero no, no estamos en una pelea;
escribimos juntas, postergamos:
el trazo es invisible
sólo el tac tac
y las teclas más borroneadas
representan el mapa de lo que nunca sé.
La música es la excusa:
Would you know my name
If I saw you in heaven?
Would it be the same
If I saw you in heaven?
Eric Clapton canta y toca;
aunque sea una canción para su hijo
yo la hago mía.
Cuando vivía en Patagones
no sabía el nombre de casi ninguna calle,
ni el de las plazas. No hacía falta.
En Bahía toco los troncos— camino a casa—
de la plaza Colón;
veo a la gente que lleva a sus perros,
las mamás con sus hijos,
los nenes que se suben a esa montaña
semiredonda: “el que llega primera arriba, gana”.
Mi tía Mirta me contó
que cuando iban a bailar,
el Club Jorge Newbery
quedaba lejos de Villa Morando,
entonces salían con las botas
y cuando llegaban a la fuente de la plaza Villarino
—que ya no está más—
se ponían tacos, escondían la ropa y las botas embarradas
hasta la vuelta.

Si lo identificable es
caminar y habitar lugares que no sabés cómo se llaman:
¿en verdad estábamos ahí?

El sosiego es volver a recorrer.
El vínculo y posicionamiento geográfico también es afectivo.

 

 

A uno de los albañiles que trabaja en nuestra obra
le dicen Emoción: rosarino, 36 años.
Tiene una hija a la que va ir a ver a Rosario
cuando cumpla quince, en septiembre.
Hicimos un asado cuando se llenó la losa:
él cuidaba de que no se quemara la carne.
Gesticula con espamento;
mientras comemos
dice que gracias a Néstor y Cristina
estamos mejor, tenemos trabajo
“así que nadie diga nada”,
pero que igual votó a ya-todos-sabemos-quien
“y los chicos de la esquina también están construyendo”;
nos mira: “ustedes ni podrían hacerse esta casa”,
agarra el vaso de fernet que está  hecho de una botella cortada,
se saca el delantal: es una bolsa de cemento loma negra;
nada se tira acá
las bolsas vacías se queman en un tambor
para pasar el frío.
David —el constructor— trajo el caño que nos faltaba de su casa:
no nos cobró.
Aprendo palabras como mucheta.
Vamos a Promar con la lista que nos dio
el gasista, nos atienden
los vendedores hacen chistes
“ya empezaron los primeros muertos, lo dijeron en LU2”:
una abuela murió por monóxido de carbono.

Es una manía arraigada
buscar familiaridad en los vínculos.

El vecino de la vuelta pasa por la obra,
les pregunta cuánto falta:
Mariano grita: van a terminar la casa cuando dejen de chorear;
él tiene como veintipico de años,
un piercing en la oreja
lo quiero mirar a los ojos,
pero me distraigo con su lóbulo.
Los imagino como mis hijos
después me corrijo, qué demente ser madre
cuando tenemos edad para ser hermanos.

 

 

¿Te acordás? No teníamos pisos,
solo estaba hecha la carpeta.
(Rugosa, polvorienta).
Ella dice: pero si mojás bien el trapo se limpia igual.
Mamá es la conciencia técnica.
Papá y ella hicieron el piso de cemento alisado. Él agachado mojando
y la mezcla brillante. Quería patinar y lo hacía mal.
La idea del progreso era agregar otra superficie:
lo que pisamos es fijo y se adhiere.

Él me dice que todas las casas son procesos dinámicos.
Limpio y la recuperación es momentánea. No hay modo de saber
cuánto ya pisé antes;
cuánto nivel de rugosidad y polvo modifican lo narrado
y cuánto de esta memoria
es parte de otra no tan comunicable:
apenas se desliza.

 

Nota de la autora.
Todos estos poemas son parte de un libro que intento terminar  este año. Aún no definí si el título será construir, porque no sé cuán adecuado sea que esté en infinitivo: me conflictúa nombrar a todo un conjunto poético. La atención acerca de lo construible siempre estuvo latente, pero se marcó más desde el año pasado: junto a mi pareja accedimos al plan de viviendas de Pro.Cre.Ar. Más allá de la instancia personal, quería ver qué pasaba con todo el lenguaje y el proceso de hacer una vivienda con un plan estatal. Cuánto de la terminología se impregna u omito en los textos: cómo eso se reacomoda en lo poético. También traté de que haya una línea demarcada del tiempo —sincrónica con el desarrollo de la construcción—, pero la temporalidad se amplía y vuelve pivotante porque recurro a otras ideas o asociaciones a las que estoy ligada y traigo como información intuitiva y previa. Instancias muy íntimas dispararon en preguntas sobre oficios, tradiciones, trámites, política estatal, relación de pareja, ubicación geográfica y modos de aproximarse hacia la idea de establecerse, de cierta noción de perdurabilidad. En medio de esta situación de extrañamiento, compartí con  muchos compañeros y compañeras poetas, en talleres: experimenté una formación vertiginosa, donde tuve profesores increíblemente generosos en sus lecturas, y en la confrontación con las lecturas de poetas compañeros y compañeras bahienses  pude evaluar la oralidad de lo que escribo y terminar de asimilar que Bahía Blanca es mi lugar —Carmen de Patagones, mi ciudad natal, es un lugar del que nunca terminé de irme— y, entonces, con este pertenecer dual, ver el modo de enunciación de los lugares.  Otra fuente fuerte son los libros —de todas las disciplinas que pueda: me gusta leer mucha teoría—, los recitales de poesía, presentaciones, ferias: en todo busco conexiones, relaciones nuevas: soy arrebatada y me conmueven casi todas las cosas, por eso pretendo cierta economía y eficiencia en lo que escribo. Tengo esperanza en que algo se traslade a todo el conjunto.

 


Lorena Curruhinca (1981, Viedma-Carmen de Patagones)

Poeta y editora, radicada en Bahía Blanca. Trabaja en corrección de textos. Con Gerónimo Unibaso publican Esto No es una Revista Literaria, dirigen la editorial Colectivo Semilla y organizan la Feria de Editoriales Autogestionadas (FEA) de Bahía Blanca. Poemas suyos han sido publicados en revistas (Pájaro y Nexo Deluxe) y en blogs. En 2011 participó de la Juntada Apoa. Ha colaborado con la revista No-retornable y con el suplemento cultural Nexo. Administra el blog Principio de Incertidumbre.

Poesía
Una chica de río, Bahía Blanca, Colectivo Semilla, 2012

Antología
Cavar galerías, Bahía Blanca, Fiú ediciones, 2014

Links
Blog de la autora. Pincipio de incertidumbre
Poemas. En Poetas Argentinos / Emma Gunst
Reseñas sobre Una chica de río. En Letrarte