Todos los integrantes y colaboradores de esta publicación hemos sido amigos, allegados, lectores, seguidores de la obra de Irene Gruss, una de las voces más singulares y rigurosas de la poesía argentina surgida a principios de los años setenta. A continuación, un homenaje y a la vez un pequeño estudio de sus libros, textos y episodios biográficos-literarios que jalonaron una vida llena de amistad y amor por la poesía.
Agradecemos a todos los que se sumaron a este proyecto de reconocimiento de esta gran poeta de las letras argentinas. El presente dossier contiene una antología de poemas (que ya hemos publicado a modo adelanto en enero), una entrevista, textos críticos, testimonios, registros fotográficos y videográficos y uno de los últimos textos de Irene Gruss (dedicado al editor José Luis Mangieri). En el índice, el lector encontrará los datos de cada sección y artículo.
Indice
Enlace
Antología Irene Gruss
Entrevista
“Lo que más fuertemente te sostiene es la ternura”, por María Malusardi
Artículos escritos para este dossier
–Devenires respiratorios. A propósito de Sobre el asma de Irene Gruss, por Diego Colomba
–Modos imposibles de habitar La Calma, por Damián Lamanna Guiñazú
–La dicha, entre la pena y la nada, por Marcelo Leites
–Poemas de después de la fiesta, por Mario Nosotti
–Versos en la pared, por José Villa
–Como una luz tardía, por Marcelo D. Díaz
Historial
–Prólogo a La pared, por Jorge Aulicino
–Reseña de Entre la pena y la nada, por Jorge Aulicino
–Presentación en el XII Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires,Feria del Libro 2017, por Jorge Monteleone
–Textos publicados en redes sociales
Silvia Rosa – Alicia Genovese – Alejandro Schmidt – Hugo Luna – Silvina López Medin – Miguel Gaya
–Fragmentos de entrevistas a Irene Gruss
–Texto de Irene Gruss sobre José Luis Mangieri (inédito)
Enlaces a la obra de la autora
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Entrevista
“Lo que más fuertemente te sostiene es la ternura”
Publicada en Caras y Caretas (Agosto 2013 – Nº 2285)
Por María Malusardi
Un sol de invierno, silencioso y parco, sobre la avenida Rivadavia. No es la hora –ni la luz- en la que la poesía nos daría cita para conversarla y convencerla vaya a saber de qué misterio sobre ella misma. Sin embargo el timbre, la voz distorsionada en el portero eléctrico, una breve espera, la pesada puerta de vidrio y hierro, el saludo, el ascensor de rejas, el departamento de techos altos, el perchero donde dejar el abrigo, las bibliotecas, la tibieza ansiada de una estufa. Y sobre la mesa dos tazas de café caliente, el tomo del Teatro completo de Chejov, el sigilo impertinente de dos gatos (una atigrada pequeña y juguetona, otro rubio oro y antiguo), una bandejita con manjares de Las Violetas, una línea oblicua de sol y sus partículas dispersas.
La poeta primero invita, luego se sienta. “¿Molesta el humo?”, consulta. Y finalmente, con su cigarrillo entre los dedos, espera y calla. Irene Gruss fuma despacio y aguarda la pregunta que no llega y el diálogo se inicia sin un orden adecuado, pero con la delicadeza cauta y la gravedad sinfónica que imponen ciertos compases sobre la creación poética, sus imprecisiones, sus sentencias. Fuma y su voz asoma seductora, combativa. Y por ahí un poema se filtra: “Quiero que venga la lluvia/ que nadie escuche los ruidos que hago./ Ahora mi cabeza es una pobre semilla/ en el centro de un mortero; ahora el corazón/ da vueltas por toda la pieza/ y en las avenidas, sobre cada mirada, mueve su cola/ al ritmo de una fiesta amarga./ La lluvia tiene que caer, incontrolable, tiene que darme su dolor lento o/ quitarme la torpeza del corazón./ Debería estar lloviendo en toda la ciudad/ y que nadie me escuche…”.
Como si cantara, solo de contralto, su presencia, su decir imponen. Dice breve, pero hondo. Fuma, ríe, hace reír. Es sincera y decidida, como su poesía. “Decidida, / tomó cada burbuja de jabón / y le puso un nombre; era / los mejor que sabía hacer hasta ahora, / nombrar, y que las cosas / le estallaran en la mano”.
Dice de su yo que no es su yo sino el de otros, otras. “Porque yo sé que no soy yo misma. Eso lo tengo claro. Soy otra. Madame Bovary soy yo y yo soy otra. Que adivinen. Trabajo el yo, desde siempre. El yo biográfico lo dibujo, tengo doscientos mil poemas en primera persona, pero no soy yo. Así escracho a mucha gente. Y ese es un trabajo que me encanta. A esta altura, el yo pizarnikeano no me va. Lo hice y lo hago, pero me pudre. Cuando leo ‘estoy cansada, estoy triste, mi padre se murió’, me canso. Dame algo más, no me cuentes tu vida. Estoy peleando contra la literalidad, porque me saca de las casillas. Me enerva. Tener que aclarar que no soy asmática porque escribí un libro que se titula Sobre el asma, tener que aclararlo… Escribo sobre el mar pero no estoy hablando del mar, ¿se entiende? El tema de la literalidad me supera”.
Hay tensión en su poesía, más contrabajo que arpa, una intimidad agazapada en una huella del tiempo, una voz definitiva y sin coro, una sola cuerda con infinitos matices. Irene Gruss es despojada, y no teórica, cuando habla. Es directa, no hermética. Es vanguardista -y es clásica-, no contemporánea. Es su voz la que no es su voz cuando canta en sus poemas: “Nunca digan que poseo una voz / particular, nunca mi garganta plagió tanto / el borde de ese río”.
-No tengo imaginación –revela como un pecado infantil-. Escribo desde chiquita, desde entonces tenía ínfulas de ser escritora. Quería ser narradora, pero no escribía un cuento ni mamada, porque no tengo imaginación.
-¿Y para la poesía no se necesita imaginación?
-Sí, pero es otra estructura mental. Inventar una ficción es otra cosa. Por ejemplo Zama. Andá a inventar eso. O El desierto de los tártaros. ¿Vos creés que a mí se me ocurriría algo semejante?
-Su poesía es muy rica en imágenes.
-Obvio que sí. Pero yo no puedo inventar, no me sale. Cuando escribí la nouvelle (Una letra familiar, Bajo la luna, 2007), me basé en hechos reales. Pero ficcionalicé al mango, inventé para rajar de la anécdota. Eso sí. Los personajes están dibujados pero tenía esa fuente, esa raíz de donde agarrarme. No, yo no puedo inventar.
Sin embargo los poemas hacen su descarga y demuestran que la invención también se asume en ciertas rebeldías del lenguaje cuando muta y se corporiza en un nuevo sentido: “Me di sin decir esta boca/ es mía, como una medusa/ violeta me abrí, me contraje,/ transparente y/ gelatinosa, admirable me tendía,/ y el mar me dejó como a un desperdicio de/ la orilla, y/ yo no contuve mi forma”. Y como leer también es inventar, cabe entonces referirse a Chejov, puesto que el tomo del Teatro completo espera, bajo las patas de algún gato, sobre la mesa. “Como hay obras que no había leído, lo vi y lo compré. Chejov me hace bien. ¿Leíste su Cuaderno de notas? Ese libro es una biblia para mí. ¿Sabés lo que tiene?, no hay un yo, no es autorreferencial, son notas sobre lo que él ve de la gente. A mí eso me ilumina”.
Acaso un punto de contacto entre el creador de El jardín de los cerezos y la autora de La mitad de verdad -Obra poética reunida, 1982-2007 sea el modo de acercarse al sufrimiento, desde una distancia engañosa, desde un humor que parece alzarse y luego mengua, desde una inteligencia que resuelve la desgracia con felicidad literaria sin que se noten el recurso y el método. Y acaso uno de los rasgos esenciales con los que alumbra siempre Chejov, y que a Irene Gruss la convoca tanto, es la necesidad de la ternura. Por eso, dice, le gustan las poetas Beatriz Vallejos y Circe Maia. “La ironía es una autodefensa. Antes yo decía que escribía contra el miedo y la autocompasión. Ahora me doy cuenta de que ya no me sirve la ironía. Te sirve para mantenerte fuerte y hasta cierto punto, porque lo que más fuertemente te sostiene es la ternura”.
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Artículos escritos para este dossier
Devenires respiratorios. A propósito de Sobre el asma de Irene Gruss
Sobre el asma,
Buenos Aires, edición de la autora, 1995 / PoesíaArgentina, 2013, edición digital
Aquí se puede descargar la edición digital del libro
Por Diego Colomba
Una medicina
Frente al régimen casi irrespirable de lo literal, Gruss debe aclarar en una entrevista que no es asmática. Lo hace para desbaratar el malentendido generado por uno de sus libros, titulado irónicamente (a la manera de los tratados) “Sobre el asma”, en el que se despliega sin embargo un evidente trabajo de despersonalización que no excluye lo explícito: “el aire, el asma/ (de quien)”, “el alma de quién”. El palito de la expresividad es pisado por los lectores ─y no pocos poetas─, pero Gruss no escribe para expresarse, para imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. Si la enfermedad suele significar la detención del proceso de la vida ─incluso puede llevar a la imposibilidad misma de escribir─, en Gruss no es un estado ni un punto de llegada sino un proceso activo, que supone además un gran gasto de energía: “Cansa el alma/ tan adentro,/ un ronroneo se queja,/ desespera, ronco,/ el alma”. La poeta se vuelve médica de sí misma y del mundo ─el mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad y sujeto se confunden─, proponiéndose decantar hacia lo que de informe e inacabado tiene el proceso de la vida.
La poesía puede proponerse como una iniciativa de salud: aunque la poeta no goce de una salud de hierro, goza de una pequeña pero irresistible salud (“Bueno sería/ entregar el alma/ como quien da/ lo poco que tiene uno,/ lo poco que uno tiene guardado/ para dar”), producto de lo que ha visto y oído de cosas demasiado potentes e irrespirables, cuya sucesión la agota (“Algo, madre/ no me da/ respiro”), pero que le otorgan no obstante unos devenires respiratorios que no serían posibles con una salud fuerte.
La poesía puede resultar una extraña medicina porque se vale del delirio y es en el delirio que se pone de manifiesto esta creación de una salud o de un pueblo, esto es, una posibilidad de vida, que se canta finalmente con el moderado entusiasmo épico de una paráfrasis: “La luz de la mañana/ tiene dedos rosados”. Gruss escribe en lugar de ese pueblo que falta: el pueblo de los asmáticos.
Una enfermedad
Se ha vuelto un lugar común, pero los libros potentes se escriben en una lengua extranjera (un devenir–otro de la lengua mayor, una disminución, un delirio). En nuestro caso, en la lengua de quien retiene el aire y se niega a ser una ciudadana del mundo (intercambiamos con el planeta 7.500 litros de aire por día). Si Sobre el asma fuera un libro de autoayuda, sus primeros versos ya nos darían una respuesta: enferma quien se niega a ser parte del mundo, quien sucumbe a la ilusión del límite dentro del mundo físico. Nos enferma una contradicción (“Si se me va/ el alma por la boca, muero/ madre, pero si/ el aire queda, también muero”), confusiones o fricciones entre el alma y los cuerpos físico, emocional y mental que se señalan desde los dos epígrafes del libro y se retoman, de una u otra manera, en cada uno de los poemas de la serie. Pero lejos de aclararse didácticamente, las cosas se vuelven más oscuras e inciertas, porque poema a poema la voz se interna en un mundo más profundo y enrarecido.
La utilización de muy pocos elementos (“alma”, “aire”, “asma”, “boca”, “herida”, “corazón” ─sustantivos, los adjetivos se cuentan en el libro con los dedos de una mano─) y su repetición, intercambio y redefinición hacen más patente ese movimiento hacia adentro. Un juego que se juega, como siempre, en serio. Escribir es un asunto de devenir, siempre en curso, que atraviesa y desborda energéticamente cualquier materia vivible o vivida (de ahí lo innecesario de cerrar o abrir puertas y ventanas). Gruss escribe para devenir aire, molécula, silbido imperceptible. Ensaya definiciones (del alma, del asma) pero no nos dirá claramente ─para eso están los quince poemas diciéndose y desdiciéndose─ qué es ese “algo que no da respiro”.
La lectura más superficial propondría detenernos en su destreza compositiva, musical (hablar de las variaciones, por ejemplo). Contra cualquier pretensión formalista, el poemario exhibe un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. Devenir no es alcanzar una forma (identificarse con o imitar a): el enfermo, el paciente, o algo peor, la mujer que padece, sino encontrar la zona de vecindad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de un alma, un aire, un asma, una boca, una herida: los imprevistos y singulares pobladores de un mundo nuevo. Y esto vale a pesar del último poema que pareciera proponer a través de sus reflejos una suerte de conclusión argumental (un chiste más de Gruss).
Un canto cortado
“El ahogo en ritmo, la palabra que se corta por imposibilidad de comunicar” (son palabras de Gruss a propósito de la escritura de Sobre el asma, extraídas de un mensaje dirigido a José Villa, editor digital del libro) nos hace pensar en la huida y la defección orgánicas de un deportista en la cama, una cantante lírica (Gruss lo fue en su juventud) que no puede (no quiere) respirar bien: “La boca es un gorgoriteo,/ escupo aire./ El alma es avara, da/ el aire en estertores, menuda y brusca/ respiración, liviano sería/ si yo lo diera/ (pero morir sin alma) largamente”.
Desde el primer poema se manifiesta la circulación energética de palabras, el flujo: “No abras la puerta,/ las ventanas, la realidad, la/ enfermedad es el alma, el asma, el aire”. Si la lengua poética debe esforzarse en alcanzar caminos indirectos, porque no hay líneas rectas ni en las cosas ni en el lenguaje, la sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas. “La realidad es que el aire no sale” pareciera ser la línea recta con que se inicia el libro (otro gran chiste), pero que en el poema doce se escande: “La realidad es que/ el aire no sale”. Los encabalgamientos, los paréntesis, las fracturas del fraseo y las elipsis son manifestaciones del espíritu irónico del mundo. La ironía no es el caparazón de los tímidos o de los reprimidos: “yo te di mi corazón”, dice, más de una vez, el sujeto poético.
El poemario traza una línea mágica que escapa del sistema (médico-discursivo) dominante. Se ataca a la lengua a través del asma, del espasmo sintáctico. La poesía de Gruss lleva a cabo una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis, hasta el límite de lo ininteligible: “ayudame a,/ preciso/ alma, aire”.
Visiones y audiciones
Se huye por una línea mágica donde se va adquiriendo la potencia de lo indefinido: si bien no hay poesía sin fabulación (para Gruss era algo obvio y sin embargo percibía una desconfianza generalizada), la función fabuladora no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo (el sujeto poético no se identifica en todo el poemario como masculino ni femenino). Más bien se trata de alcanzar visiones, de elevarse hasta estos devenires o potencias. El asmático es un vidente: “El sueño, madre, no cierres la puerta,/ las ventanas, oigo suave/ la partida,/ liviano, como/ un silbido/ el asma”. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas Ideas que Gruss ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del proceso ─muerte o enfermedad─, sino su lado externo.
A través de palabras sopladas (escupidas), se descompone la lengua materna. Las invocaciones a la madre son también las invocaciones a esa lengua, cuyas frases cristalizadas entran en descomposición: «La realidad es», «no da respiro», “el alma se sale por la boca”, “nadie entrega (…) así como así”, etc. Se habla del asma para hablar de lo que se ve y se oye más allá de sí.*
Se trata de alcanzar el límite asintáctico hacia el que tiende todo el lenguaje. Para escribir, tal vez haga falta que el lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis. Podemos festejar a Gruss por sus logros y agradecer con justicia su potente poesía, ella sabe (lo prueba en su escritura) que escribir es devenir otra cosa que escritor/a. Alguien, por ejemplo, que sigue hasta un límite mortal su pasión por la vida.
* Para los que no perciben la diferencia entre un poema y una canción, pueden escuchar la “Chacarera del triste” interpretada por Los Chalchaleros (un coro de hombres que se visten de gauchos en sus presentaciones en vivo) y leer alguno de los poemas de Gruss en donde se enuncia «yo te di mi corazón». ¿Quién habla o parece hablar en la canción? ¿Quién habla o parece hablar en el poema?
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Modos imposibles de habitar La Calma
La calma,
Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1991
Por Damián Lamanna Guiñazú
“La gente sabe mucho más sobre esto
que una,
la gente sufre y tiene picardía,
y se alegra. Bueno,
sabe mucho más que una.”
Irene Gruss, La calma
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Todavía está oscuro y el Baba no descorchó a los gritos la última botella; tampoco hirió con un rayo violeta las camisas, el tanque de agua, el farol aún prendido mientras el sol veraniego remarca los contornos de las cosas y hace del caos una escena real; todavía la perra no hurgó la tierra de las macetas, ni mordió el vidrio del vaso recién quebrado, ni hubo que sacárselo con la mayor delicadeza posible para no abrirle el hocico; todavía no se mezclaron sus dos lágrimas rojas con el agua del balde donde tiemblan las luces de la calle y la carne de una sola pieza con su campo de sal o girasoles o nieve sigue en la parrilla ardiendo; ni siquiera las voces empezaron a resbalar sobre el lenguaje, ni la canilla limpió las manos del asador; todavía Pari no llegó tarde y dijo “a ver qué tan pobre sos” después de atravesar el living-comedor, abrir las puertas que siempre están cerradas y atravesar la habitación descascarada de la biblioteca para llegar a la terraza. Todavía no hay recuerdo: entonces el Baba toma el libro naranja, mira la cubierta -“La mitad de la verdad”, dice en voz alta- y entona unos versos, una copla que se parte contra el cielo por primera vez: “El corazón es un árbol/ que canta cuando le duele/ la sed que le va sobrando,/ el agua que ya no bebe”. Todavía es de noche en una terraza de Ramos Mejía y la última botella es una más rodeada por otras. No sabe qué lugar le toca en esta historia, cómo será su cuerpo vacío en alguna horas, cuando el ritual haya terminado.
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Dicen los últimos versos de uno de los más citados poemas-manifiesto de Hugo Padeletti “Voy a plantar esta almendra/ para dar testimonio/ de la paciencia”. Para el poeta santafecino La paciencia representa tanto una forma de existencia como el método para que la duración –en tanto flujo ininterrumpido- se corte verticalmente y el poema, como un colibrí flotante y eléctrico, aparezca. A través del poema es posible detener y por ende materializar el tiempo. La paciencia implica también un estado apacible, una variación de la calma, la atención y la espera para poder observar incluso los cambios más nimios en el flujo del agua. El poeta será quien pueda entregarse al ritmo del universo, ser parte de esa música poderosa al acecho de lo accidental. Leer La calma (1991) de Irene Gruss nos lleva en un primer impulso a experimentar lo contrario, a recorrer el camino en forma inversa. Esta calma no se emparenta ni con la espera ni con la paciencia -tampoco con la ironía (lugar común con el que se suele situar a la autora, quizá más por anécdotas de la vida social que por su escritura)-. Implica, en cambio un estadio de reposo y templanza a donde llegar después del ajuste de cuentas con el pasado y la recuperación de la voz: una lengua poética propia en tanto escritura, pero también como lectura, necesariamente. “(…)Ah,/ corazón mío, no debilites ahora/ que viene lo mejor, no debilites,/ y enfrascada/ me puse/ a leer ficción”, señala la sujeta imaginaria[1] de “Débil de corazón”, uno de los primeros poemas del libro, epílogo triunfal de dos (no) historias de amor. La ficción funciona como un acto de refundación, aquello que sobreviene a esa experiencia que se abandona con rencor. No se busca la calma (ni estado alguno) para que el poema aparezca; se escribe con los dientes apretados para aflorar en esa calma. Decir “yo” para multiplicarse y regresar; regreso que se despliega en la recuperación de lo perdido y también en el abandono.
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Dos amantes frente a un árbol. A diferentes distancias de la muerte eligen no tallar sus nombres, se abandonan para que nadie los recuerde. La escena se disuelve para que una madre y su hija se encuentren por última vez en el parque desconocido. El hueco que las separa es la conciencia de que ya no pueden salvarse una a la otra, la imposibilidad de estrecharse las manos frente al vacío. Una mejilla, una mirada de despedida contra la corteza fría del corazón.
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El único verso de “Sostenido”, el poema más breve de La calma, dice: “He perdido una música”. Tras una serie de poemas que incluye (o se nombran como) boleros, coplas, milongas e incluso un coro que maldice con tono de venganza a los que me maldijeron, allí la pérdida se refuerza: se escribe justamente porque algo se perdió. La lengua poética –sus variaciones y formas, su potencia para la glosa y la metaficción– no reemplaza ese abandono[2] sino que se constituye como el vehículo para recuperar una música (que se pierde sostenidamente una y otra vez) y volver a un estadio de plenitud con aristas múltiples: desde un amor más joven que se construye por oposición a un yo envejecido, hasta un hombre pudiente que habilita la frivolidad y el olvido de la vida material, el oprobio de la ciudad; desde el grupo de amigas que ríen como locas y ayudan a dejar atrás los fracasos amorosos, hasta el último abrazo entre una hija y una madre, atmósfera profunda y terrible que permite decir la imposibilidad. Del mismo modo también es un modo de dejar otra estética atrás, estética que se construye como una corrupción del yo.
Al respecto,“Pesca en el lago”, “El árbol” y “Jinetes del apocalipsis”, abordan desde diferentes enfoques (o se enfrentan con) la poesía de los setenta y ochenta, en particular una estética más ligada a la obra de Joaquín Giannuzzi y al Diario de Poesía. Por su parte, “En la ruta” es, además de un fuerte guiño a la poesía norteamericana, un texto que ironiza sobre la poesía social de los sesenta y setenta: “Me pondría a cantar esas canciones de preguerra/ que tanto enloquecieron a la generación anterior”. Así, mientras que en “Pesca en el lago” la sujeta imaginaria observa a un grupo de patos que nada en el medio del lago junto una botella de lavandina y en vez de leer la escena (volverla símbolo) como una metonimia de la decadencia, la corrupción y la muerte (“tensar el poema como una catástrofe”, como decía Fabián Casas en un poema de Tuca, publicado un año antes), amplía el campo de observación para detenerse en un grupo de niños que han perdido su juguete y aunque sufren no dejan de sonreír. Lejos de hablar por sí sola (de simbolizar o corresponder), la escena expresa, parece decirnos Gruss (y lo hace cada día con más fuerza, mientras las y los emuladores de Giannuzzi se multiplican), más una voluntad del observador que sobre-interpreta con torpeza o desea leer señales decadentes donde existe un campo una dinámica mayor. “El árbol” y “Jinetes del apocalipsis”, por su parte, llevan la polémica a un plano más generacional e intersubjetivo (quizá personal), a una pertenencia –biografía– que se intenta romper en vistas de volver a ser una apasionada, escribir “un toque/ de infancia,/ una frase verdadera.” y recuperar no sólo la presencia del yo sino una actitud menos decadente y más celebratoria frente al mundo.
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El aullido como canto. Sangre del cisne en la boca del lobo. El vidrio en la boca de la perra. Un tajo en la pared. Amanece sobre el tanque de agua. Claridad y fuego.
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La calma es una recuperación y refundación del pasado a partir de la ficción: una ficción inasible y una poética heterogénea construida a partir de distintos registros y lecturas: la utilización/negación de una estética objetivista en “Pesca en el lago” o en “Claroscuro”, el tono de las diferentes piezas musicales que se anclan en la cultura popular (boleros y coplas), poemas con rima, maldiciones, “En la ruta” y sus resonancias a autores como Carver, diálogos con Raúl Gustavo Aguirre y Esteban Echeverría, entre otros y otras.
En primer lugar, entonces, la búsqueda de una voz forjada sobre aquello que se dejó ir, sobre aquello que vuelve y hace sonar las cuerdas vocales: un coro inorgánico de poemas que forman sentido cuando se reacomodan los fragmentos. Camino que culmina con una escritura sobre el cuerpo. Después de la ficción, de olvidar intensidad para vivir, del caos y los lenguajes que sobrevinieron al dolor, a lo roto, el cuerpo es un manto para la poesía. El cuerpo y un neologismo que funciona como arte poética: pentimiento –pensamiento y sentimiento– y busca la armonía en el aire que truena y revienta. En segundo lugar, una posibilidad: la calma como un modo de habitar el mundo, de sobrevenir al estado de grieta permanente (como procedimiento y existencia) que es de algún modo lo que motoriza a la poesía dentro de este libro: abandonarlo y ser como la gente que sabe mucho más que uno. Cantar coplas desde el corazón a la corteza, tomar vino con amigos hasta el final, llenarse la boca de sangre allá arriba, mientras el cielo clarea.
[1] El sujeto imaginario es una categoría/figura teórica acuñada por Jorge Monteleone. Hace referencia a todas las dimensiones de persona que se despliegan en un poema. Aunque el sustantivo “sujeto” no posee variante femenina, la dimensión política del yo en los poemas de Gruss vuelve imprescindible la flexión de género.
[2] Al respecto, en una entrevista que le realizara Osvaldo Aguirre, Gruss contaba que había dejado la música –canto coral con buena proyección personal– sin saber bien por qué y que este poema justamente hacía referencia a ese abandono. Aunque se trata de las dos dimensiones –la ficción y lo real– que este poemario pone en tensión (“el peligro de vivir intensamente”), la anécdota de la entrevista sirve como refuerzo de la idea expresada.
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La dicha, entre la pena y la nada
Entre la pena y la nada,
Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2015
Incrusto mi nombre en punto
como una i delgada
antes de morir
(Lía)
Por Marcelo Leites
Podríamos haberlo escrito nosotros, al enterarnos de la desafortunada pérdida de Irene Gruss, quiero decir el título. Porque así quedamos, entre la pena y la nada, como siempre pasa cuando se muere un poeta. Pero, como es sabido, los libros trascienden la desaparición física del autor. Perduran porque son, como se dice, su alma. Y perduran sólo cuando están impecablemente escritos. Irene Gruss es, junto con Alfredo Veiravé, uno de los mayores referentes de la generación poética argentina del 70’ y una poeta insoslayable en nuestra lengua. Pocas poetas, después de Pizarnik, lograron una poesía con versos tan contundentes. Tiene una voz nítida, usa un lenguaje transparente, se mueve con soltura entre lo culto y lo coloquial, entre la primera, la segunda y la tercera persona de enunciación, en un tono natural, fluido y preciso. Y esa segunda persona que habla consigo misma, se extiende a la tercera, que es como un reflejo de la primera: es decir, de la misma Gruss, como por ejemplo la vieja que cuelga dificultosamente la ropa en el balcón contiguo a su departamento, en el que –nos dice en el otro poema– vive hace treinta y cinco años. Una escritura de puertas adentro (“Culo en silla”, aconsejaba a sus alumnos). Una escritura de interior; pero que no deja de mirar al exterior, especialmente desde el balcón de su casa y es ahí donde hace sus viajes imaginarios, como ocurre en sus poemas: «Viajo» (aquí resuena Viel Temperley), «No viajo»; «Gravedad, en 3D», «Efectos especiales»; estos dos últimos son viajes cinematográficos.
Irene Gruss publicó Entre la pena y la nada en 2015; es su último libro de poemas. Y quizá no sea casual que este sea su libro más autobiográfico; se estaba despidiendo, sin saberlo. Se trata de un libro que no llega a las 60 páginas, que contienen 32 poemas, sólo divididos por números cardinales (Tres), pero cada poema tiene su propio título. Gruss demuestra en este libro que se pueden escribir poemas partiendo de la historia personal; «Autorretrato» es el más evidente; el desaire, la indiferencia del objeto amoroso (también presente en «Torcés la anécdota»), la vejez, la decrepitud y la muerte, están en «Lía» y en «Debo anotar este goteo» (ambos dedicados a su madre). El amor perdido o ausente, es el punto de partida del poema «El retrato». Los diferentes matices de la percepción de la poeta al mirar un cuadro del ser amado, colgado en la pared o caído en el suelo, que pudo haber existido o no, como también el vocativo “Amor mío” (una licencia poética), al comienzo de cada una de las estrofas, hacen de este texto, el poema más conmovedor del libro.
Es una poeta de las de antes: le gusta mostrar las cartas; no las esconde ni las usa como intertextos, algunas citas llegan al colmo de la fidelidad; por ejemplo, el nombre de un poema con comillas: “El que llama no es él”; digo, no hacía falta consignar al pie de página que la “autora” es María Moreno, puesto que ese verso o frase es de uso cotidiano. Hay una excepción, en el anafórico “Ay, me” (que es como se lamenta Romeo con Julieta en el balcón); ahí no se consigna el autor de la cita, sólo aparece en cursiva (quizá porque es muy conocida); pero la expresión inglesa en el contexto del poema, suena mucho más efectiva que el lamento castellano: “Ay de mí”, que se ha desemantizado.
…Ay, me…
Gatitas (…)
Las he visto contonearse sinuosas hacia mi objeto incólume,
Han conseguido lo que apenas logré encaramar, robar, gozar
Como Dios manda. Ah. Dios, si estuvieras aquí, mándame
Un rayo, algún fulgor,
Esa luz que oculta la vejez…
(Autorretrato)
Además de la anáfora y de otros recursos estilísticos, Gruss tiene un notable manejo de la ironía, que puede llegar al sarcasmo; y el humor también, pero se trata de un humor que, como dice el lugar común ríe por no llorar, como la risa de los payasos, que termina siendo melancólica. «Habría que nacer riendo a carcajadas»; es otra inversión, pero esta vez existencial; no escribe la contrapartida: “y morir llorando desgarrada”, pero no hace falta, queda sobreentendida. Si algo tiene de típico la poesía de Irene Gruss, es que no se le va a escapar ni un solo verso, ni usa una sola palabra que sea un cliché; el lenguaje está pulido a fondo, y se dice estrictamente lo necesario e incluso, a veces, menos. Pienso ahora que Irene se fue, en todos los alumnos, poetas, que han pasado por su taller y pienso que sus críticas demoledoras y sus correcciones inflexibles estaban a tono con la autoexigencia a la que ella misma sometía su propia poesía: «Leés a una chica moderna, escribe con violencia, como si la molieran/ a palos o tuviera un dolor de encías insoportable. ¿Para qué esto?» («Torcés la anécdota»). La crítica es mordaz y de una ironía virulenta. Dos versos que les caben a unas cuantas poetas de las últimas generaciones.
Las citas y reescritura de citas es otra de las claves de lectura de este volumen: autores que son como de la familia, con los que la poeta dialoga: Faulkner, Santa Teresa, Woolf, Goethe, Vallejo, Madariaga, Dick, Handke, Keats, Bignozzi, Somers, Safo, Shakespeare, Salinger, Conrad, Moreno; o con las películas que informan algunos textos, como La sal de la vida, Casablanca, Blade Runner y Gravedad en 3D.
Uno de los personajes de la novela Las palmeras Salvajes, de Faulkner; dice: «Entre la pena y la nada, elijo la pena», que es uno de los epígrafes de la portada de este libro y que al mismo tiempo le da el título. Supongo, porque suele ser así, que esta cita pone al autor como uno de sus maestros. Sin embargo, se da el lujo de corregirlo, en un toque magistral; en el último poema del libro, el del título, reescribe: «Hay dicha entre la pena y la nada». Porque Faulkner los presenta como antagónicos y como si no se pudiera hacer otra cosa más que elegir entre la pena y la nada, aunque sean casi lo mismo. Ella pone algo que está ENTRE las dos, es decir la dicha (que es el nombre de otro de sus libros); sin embargo, eso no invalida el hecho de que a un costado esté lo melancólico, por así decirlo así, y, del otro, el nihilismo, por decirlo así. Ahora bien, esa reescritura es, en sí misma, un hallazgo, porque la felicidad es un estado fugaz, como es sabido. Y además “la cosa” está en el entre. La misma operación hace con el título de una de las novelas más célebres de Faulkner, en el mismo poema, y reescribe: «entre el sonido y la furia, la duda, el estertor». Son correcciones semánticas. Otro ejemplo del “entre”, se da entre dos sustantivos abstractos que se resuelven en objetos concretos, en imágenes: «Entre la esperanza y la fe hay una duna plagada de cardos,/ juncos secos, avispas a la tarde»; que es casi lo opuesto al aserto: “Hay dicha entre la pena y la nada”. Y, sin embargo, la poesía de Irene Gruss, y quizá su vida misma, se movió siempre “entre” dos polos, que son existenciales, entre el ser y la nada, para decirlo con Sartre. En uno de los poemas de La calma (1991) cita a Juan L. Ortiz; en la primera estrofa se lee:
No se puede o no es posible, ya no me acuerdo cómo
lo dijo Ortiz, vivir en permanente estado de
grieta. Pasar de la euforia a la grieta
es adolescente, no maduro,
algo así decía.
Entonces qué es ser adulta. ¿Pasar
a la tranquilidad, casi obsesiva,
y no caer, subir
como un exabrupto?
(Y en eso de no “recordar” la cita del poeta entrerriano no es tan imprecisa, lo que también es un recurso). Pero aquí también está el “entre”: entre la euforia y la grieta. Ella no encuentra una respuesta definitiva. Y quizá lo único que pudo descubrir es que entre la euforia y la grieta no está la tranquilidad de la madurez, que es nada; sino la pérdida de la infancia, el desgaste inexorable del paso del tiempo, las relaciones fallidas; que después de la euforia de una fiesta, sólo quedan los restos de platos para lavar, burbujas de jabón; o la escritura de esos restos, porque nunca se tiene lo que se desea, porque después de la fiesta queda lo que no puedes atrapar, el aire, el humo, ese instante fulgurante en que pudimos ser felices, porque lo que hay es que hay poco, como anotó Macedonio. Casi nada, salvo la belleza de estos poemas, entre la pena y la nada, entre la alegría y el dolor. Estos poemas implacables, tan implacables como la misma Irene Gruss.
Tres poemas
El retrato
Amor mío, el viento acaba
de voltear tu retrato, yace
en el suelo, tus ojos no me miran.
Amor mío, la luz
se ha apagado, tu retrato
está en su lugar, ya.
Amor mío, la lluvia
entró por las ventanas. La pared
donde cuelga tu retrato
parece salpicada por cristales
de agua, y tus ojos parece
que lagrimean, ni siquiera
miran.
Amor mío, no existe el viento,
la luz existe, la lluvia
dejó de existir, un retrato se ha
roto en la zona donde estaba
la mirada. Esa ceguera
es mía. Ya no veo tu retrato y
el tiempo ha pasado.
¿Qué sucederá ahora?
Después de la fiesta…
Después de la fiesta, queda en la cocina sal,
canela, clavo de olor; si soplaras
verías constelaciones,
el aire subyugado: cuenta
lo que no puedes atrapar y flota ahí en el aire
Entre la pena y la nada
Habría que nacer riendo a carcajadas
como hilo de fe, como costumbre.
Pero amor y dolor es lo que expulsa.
Curioso, la gana del llanto primero,
«que grite, que llore, que respire de una vez»,
y el alivio, así. Curioso, la palmada en la nalga.
Y luego chupar, prenderse, y el hambre: la necesidad.
Saciados o no, a dormir
se ha dicho.
La mañana y la noche,
asombro por lo que hace la luz con uno.
Y el despertar y el moverse;
crecer, dormir.
El cielo es otro mundo. La calle
es otro mundo. El otro
es otro.
La risa llega después. Como
alegría o canto.
La burla llega después, y
es puro rictus, pura alegoría.
Hay dicha entre la pena y la nada,
entre el sonido y la furia, la duda, el estertor.
Gracia y piedad. Sí,
como reír a carcajadas.
*
Poemas de después de la fiesta
El mundo incompleto,
Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1987
Por Mario Nosotti
El mundo incompleto se publicó en 1987 y está dedicado a Lea Fletcher y a José Luis Mangieri, el editor de la hoy mítica Libros de Tierra Firme. Por este libro conocí la poesía de Irene y de algún modo a Irene misma. Algunos fragmentos habían salido como anticipo un año antes, en el primer número del Diario de poesía, que casualmente iniciaba su derrotero con un dossier dedicado a Juan L. Ortiz, hecho de relevancia ya que fue un poco el comienzo del rescate y revisión del poeta de Gualeguay. Entre la selección de poetas que en ese primer número del Diario acompañaban a Irene estaban Oscar Taborda, Víctor Redondo y Néstor Perlongher. Había ya un desliz y una emergencia en esos nombres con respecto a lo que se venía escribiendo.
El mundo incompleto es un libro potente, la entrada fulgurante a la poesía argentina de alguien que por entonces tenía 37 años, una segunda entrada si se quiere, ya que cinco años antes había publicado La luz en la ventana en la editorial El Escarabajo de Oro.
Desde el arranque del primer poema, titulado “Tercera persona”, se plantea una actitud ante lo comunicable y el acto de escribir: “Tiene problemas con el lenguaje:/ habla y no se le entiende, /escribe y no se le entiende./ Ironiza, da todo/ por sentado, cree que lo que ve/ es simple,/ claro/ nada fácil para traducir”. Esa dificultad para hablar y traducir lo claro, lo tangible y real, que el narrador atribuye a una tercera persona, es la puerta de acceso al trabajo y la destreza de Irene para estratificar mensajes, enrarecer cuestiones en apariencia simples o banales, renovar sensaciones y formas de decir. Mediante la torsión que producen sus síncopas, su rarísima forma de escandir y encabalgar los versos, o recursos como las preguntas y las frases hechas, tanto la oralidad como la reflexión o el movimiento de una escena, todo se transforma en música. Una música insólita, descreída, empedernidamente individual, capaz de asumir tanto las taras propias como de iluminar lo colectivo mirando puertas adentro, como el mentado poema de aquélla que no olvida a los muchos que sufrieron, que desaparecieron, mientras lavaba ropa, acunaba o cantaba con la persiana a oscuras.
En los poemas de El mundo incompleto –por lo general breves– la anécdota le cede su lugar a la reacción ante lo visto, algo que siempre es efecto de un movimiento oculto, y en muchas ocasiones la duda, la sorpresa o el descreimiento desatan una inflexión liberadora.
Frecuentemente está la sensación de que quien habla quiere desembarazarse de algo, sacarse un peso de encima, huir –¿de las apariencias?, ¿del teatro social?, ¿de algo más hondo?–. Aún tras la ironía ante lo propio o un estado de cosas, algo pulsa entre la pena y la nada. Como si solo a partir de la lenta aceptación de esa fisura, de ese estado incompleto y defectuoso, se pudiese aspirar a alguna epifanía, a alguna necesaria plenitud momentánea.
En El mundo incompleto la guerra –o la fiesta– terminó; el amor es apenas conclusiones, se mira por la ventana sucia y se calla hondamente ante el mar. La guerra, alguna guerra, diferentes guerras, permitieron por un tiempo vivir en la pasión, el miedo y la inminencia,( “…Picasso y/ sus mujeres: Gertrude Stein/ manejando una camioneta de la/ Cruz Roja Internacional, en el paisaje/ del frente”), ahora quedan los restos que dejó la pasión; hay otra fuerza ahí, una fuerza secreta, hecha con el reverso de la vida: un amor que se exalta en su falta de hechos, en lo que no se hizo; la experiencia de luz en el nombre del hijo y la maternidad como una zona lejos de lo idílico, (“No la escuches./ Tu hija llora/ pero no la escuches”); juegos improvisados que descubren una felicidad clandestina; y las manos, dedos manchados de pelar papas, de nicotina y limón, de tinta.
Varias veces aparece el después de la fiesta en los poemas de Gruss, lo que queda después de algo intenso, de todo lo que mueve la sociabilidad. El lavar y ordenar, el agua que se lleva los detritus y que borra las marcas, la vuelta a un orden áspero, sin placebo. Pero en ese llevarse hay también un volver a vivir, un vivir por segunda vez, con más calma y distancia, sin la urgencia de dar una respuesta. Del poema “Fue una fiesta” (El mundo incompleto), al “Después de la fiesta” (Entre la pena y la nada, su último libro), el jabón y el agua tibia se llevan todo rastro de alegría, pero a la vez preparan lo que viene, “lo que brilla es pasado y preparación para lo que urge, lo/ que se aproxima”, “cuenta/ lo que no puedes atrapar”.
En la segunda y la tercera parte del libro aparecen las distintas fases, el devenir cambiante de una mujer que juega a adjetivarse, que sabe que no hay algo que se pueda fijar: indómita, irresuelta, agraciada u horrible, por momentos multitudinaria, agradecida, la que ambiciona aquello que solo espíritus atentos y sutiles pueden apreciar –el color de un pullover, el olor a pintura de un cuadro, la raíz del pasto “apenas raspado por la más suave zapatilla”–, mujer que más allá de los estereotipos, las reivindicaciones, quisiera liberarse, que la dejen en paz, “quisiera, como Gauguin, largar/ todo e irme,/ dejar mi familia, la no tan sólida/ posición/ e irme a escribir a alguna isla…” («Mujer irresuelta»).
Hay frases, expresiones que asocio inevitablemente a la imagen de Irene, a su poesía: “anotar un goteo”, o “dijo que decía”, y esa especie de súplica: “Por favor no sufran más/ me cansa,/ dejen de respirar así/ como si no hubiera aire” («Mutatis Mutandi»). Eso, y la pregunta que va y viene a través de sus libros, la pregunta sobre lo real: “Quién necesita esas flores/ quién se queda en describirlas/ tal como están, allá lejos,/ quién sabe cómo son esas flores/ Y si no son margaritas?/ Si no se llega/ si no se completa el mundo?”(El mundo incompleto).
Después de haber leído los poemas del Diario de poesía y de ver un aviso en el que se anunciaban sus talleres de escritura, le pedí una entrevista y fui a verla a su departamento. Me acuerdo de su risa un poco rea, de su mirada atenta y su amabilidad, de que tenía un póster de Serrat pegado en la pared y de que justo cuando entré sonaba “Nací en el mediterráneo”. Aunque nos vimos pocas veces, Irene siempre tuvo para mí esa impronta: en su presencia y sus palabras había algo que te bajaba a tierra (“no escribo con el cuerpo, sino con la mano y un lápiz”, dice en una entrevista), algo que se ofrecía sin dobleces, sin la necesidad de explicarse o agradar; y a la vez algo guardaba, algo que solo se puede atisbar en su poesía, mezcla de extrañeza y risa, dolor e insumisión.
*
Versos en la pared
La pared,
Córdoba, Nudista, 2012
Por José Villa
Habiendo escrito ya sobre La pared, voy a intentarlo de nuevo, porque por razones de espacio y necesidad de transparencia, en aquella oportunidad lo escrito no resultó lo que quería escribir. Lo borro. Además, con este intento nuevo emulo en cierta manera la propuesta tentativa del libro mismo.
La pared surge de hablarle a la pared; de un recurso que Irene Gruss utilizaba con frecuencia, que era la frase común, el giro convencional, la idea conocida o la metáfora lexicalizada. En este caso, la cuestión es la expresión «hablarle a la pared». Y esta costumbre de expresar la idea común a la que algunos recurren para decir que alguien no responde, que no hace caso o que no entiende, resulta que es como hablarle a una pared (silencio sin relieves, color sin mensaje, uniformidad en el espacio, impasibilidad).
Hay otra expresión similar: «más sordo que una tapia». Irene toma esta imagen, del silencio irreductible, por decirlo así, para ir sacándole capas, e ir obteniendo algunos significados, contradicciones y paradojas, al objeto de apariencia inerte (o fosilizado). Por eso, y a partir de allí, le habla a la pared, y lo hace escribiéndole. Todo el tiempo ocasiona esta confusión entre hablar y escribir, el sonido sordo de la escritura, el sonido que en algún lugar se produce o se produjo; en esa habladuría escrita decide hablar mucho pero en silencio, y escribir poco, quebrándolo. De ahí el resultado de este libro lacónico, antieconómico, si se quiere, por una razón de inutilidad, la de hablarle y escribirle a una pared, a un objeto de lo indiferente: una pared.
Por eso, posiblemente, se vuelca por la mínima expresión: secuencias que son como impactos secos. Palabras que orbitan un objeto macizo y resistente y que vuelven a la boca de la hablante para ser nuevamente arrojadas. Así se establece un circuito por mecanización, obsesivo. No obstante, esa mecánica siempre está en juicio, de modo que el avance, si bien es lento, tiene un resultado, una imagen de salida, o de idea que se obtiene, aunque tal vez no haya valido la pena. Esto impulsa nuevamente la idea de hablarle a una pared y la de su escritura. Con el tiempo breve de los poemas se va gestando una duración que contradice la brevedad con que se ve la escritura: aparece la idea de un tiempo meditativo, denso, casi igual en sus diferentes etapas y momentos, ajustado en sus modificaciones y, principalmente, ampliaciones, y que se vuelve la hablante o el hablante mismo.
Otras ideas de uso común se adhieren a la de hablarle a la pared: por ejemplo, la de chocar contra una pared, dureza de la pared contra la cual choca la testarudez; los intentos de alguien enceguecido, desesperado, poco instruido tal vez, de carácter aguerrido, que quiere derribar el problema como manera de solucionarlo; que confía o que no dispone de otra herramienta que la confianza en su fuerza. Por lo general, se cree que alguien que se comporta con este estilo no va a superar el problema sino que se va a dañar contra la pared. En el poema de La pared, si consideramos sus excursiones en torno a La pared como partes de un solo e insistente texto, hay algo semejante a ese intento, experimental en su repetición, circunscripto a su imán, con el repliegue de quien al tomar conciencia de la pared vuelve a compartir con ella el aire, el sonido, el discernimiento, las preguntas. Este personaje que encarna el intento de meditar o proponer cosas acerca de una pared nunca deja de ser él, no se separa de sí mismo para verse en otro lado que no sea esta imagen del hablante y la pared, solo dos elementos entre los que aparecen algunas imágenes, unos pocos recuerdos y explicaciones.
De a toques mínimos aunque relevantes, aparece algo así como la significación de un drama casi hablado entre un hablante y su pared, o el devenir trágico de un parco coro, que dice: “Reparar, acusa el coro, lo ido o lo desecho…”. Solo las imágenes pertinentes tienen derecho a aparecer para ser dichas en esta especie de diálogo con la pared. Pertinentes quiere decir que tengan sentido en el sitio preciso donde esta escena sucede. No puede ser de otra manera, las palabras escritas representan el resultado de lo que se ha decidido poner en movimiento. Y ese movimiento depende de la veracidad o severa correspondencia entre lo pensado, lo dicho y lo escrito, algo que actúa casi como un producto sobrante de un lugar que viene a ocupar otro lugar. Ahora bien, esa correspondencia está hecha de múltiples decisiones que fueron construyéndose, sedimentándose, derribándose, para que se erigieran algunas momentáneas, que tienen la solidez suficiente para articularse como letra, pero que la escritora difícilmente considere definitivas.
La pared, en ese diálogo, dice cosas, que están escritas en la pared. En su azar y ciclo también manifiesta límites y vida vegetal, vaporiza símbolos, crea a su manera un registro de existencia. Lo dicho dicho está, aunque llegamos a poco; lo más importante es lo que queda por realizar, póngalo el lector en movimiento (musical), atendiendo a la trama de cortes de versos y puntuación y a los impulsos propios de su respiración y entender.
XIV
Rígida como es,
no acepta tanto punto
de vista. Pareciera
que se marea: chorrea la tinta
o el pincel: la pared
limita: estoy
hasta acá,
dice, y muestra el borde.
*
Como una luz tardía
Notas para una tanza,
Buenos Aires, Gog y Magog, 2012
Por Marcelo D. Díaz
O es el simple fulgor de una luz,
que no sabe ni dice, y anuncia
I.G
Uno. De un modo u otro escribir sobre la ausencia física de Irene Gruss supone recuperar simultáneamente lecturas sobre lo que ella ha escrito a lo largo de una vida, en otras palabras podríamos decir que hablar sobre Gruss supone recordar la resonancia de su voz en algunos de nosotros. La suya es una obra que puede ser leída como una reflexión, un ensayo sobre la poesía, y una demostración o un camino que orienta la escritura. Esa es mi elección. No es casual que escritoras, y escritores, como Daniela Pasik, Silvina Lopez Medin, Nurit Kasztelan, Raquel Cané, Julián López, Patricio Torne, entre otros –y entre otras– hayan participado de sus talleres como parte de un aprendizaje que tiene continuidad hasta el presente. La lista que propongo ahora es breve y seguro que varios lectores podrán ampliarla con otros nombres pero es sólo para pensar en un trabajo que de manera silenciosa nos ha ayudado a reconocer (y a veces conocer) escritores argentinos contemporáneos. Pienso, como en voz alta, en un trabajo parecido hecho por María Teresa Andruetto en Córdoba con sus talleres literarios años atrás o actualmente en Sonia Scarabelli en Rosario. Hace poco Valeria Tentoni me preguntó con qué escritor que ya no está me hubiese gustado tomar un taller literario. Y respondí que me hubiese gustado ir a un taller con Hebe Uhart. El tema es que Irene Gruss, por esos desfasajes de información, al momento de las preguntas aún estaba viva. Y le respondería de otra manera.
Y lamentablemente yo nunca fui a los talleres de Gruss, leía sus devoluciones y seguía sus textos más reflexivos, y desde ahí pienso en «Notas para echar una tanza» (Dificultades de la poesía, Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2010) un ensayo breve sobre el diálogo entre la ficción, lo que puede ser la verdad y la poesía. El poema desde esta perspectiva es un artefacto ficcional que refiere de manera muy indirecta a la experiencia de vida de cada uno. Se puede escribir sobre el asma o sobre problemas de visión sin padecer ninguna enfermedad y aun así conmover. Ese es el método, hacer como que lo que se escribe es real, distorsionar la anécdota, cuidar y cultivar el núcleo duro de toda vivencia.
Hilos. No se aprende a escribir repitiendo un conjunto de formas, ni por consignas sino más bien en correlatos entre las lecturas que hacemos de los libros que leemos, y la memoria de las canciones que escuchamos, las películas que vemos sumado a lo que ocurre en nuestra vida. Hay un trabajo desde y en la demora, y una ars poética que no busca ser taxativa pero que intenta, como horizonte, recuperar el valor estético de un poema.
El trabajo del poeta con el lenguaje puede ser parecido al del pescador. Pensemos en cómo elegir una tanza que por un lado resulte invisible a la percepción de los peces y por otro tenga en cuenta la profundidad de las superficies en las que nos encontramos, lo que parece prácticamente un asunto de sentido común para alguien que va a pescar quizá podría ser un aspecto de consideración con respecto al modo en que el poeta usa el lenguaje al momento de escribir un texto literario. Cómo serían los hilos invisibles del lenguaje que construyen una ilusión de verdad allí donde no hay otra cosa más palabras. Hace falta una suerte de distanciamiento sobre el yo literal, sus tristezas, sus sufrimientos y sus faltas para que el texto poético adquiera su esplendor. Y el poeta no necesariamente ha sufrido más que otros sino que trabaja con un estado de la imaginación además del universo sentimental.
Técnica óptica. Podríamos trazar otra analogía con la arquería, el gesto zen del arquero a punto de lanzar una flecha es comparable a dar en el blanco con un verso. El poeta sensible, genuino, se olvida de sí mismo, olvida las referencias concretas y todo el universo autorrefencial del mundo, la emoción es sinónimo de concentración, quizá en la capacidad para narrarse a sí desde otro lugar está su precisión.
Hay una zona borrosa en la atención en el poema, un banco de bruma diría Gruss, una idea que recuerda la locución latina Arcus tensus sáepius rúmpitur –el arco estirado es el que más a menudo se rompe– lo que implicaría que allí donde el trabajo sobre la forma es demasiado o el trabajo pulido sobre el yo se aborda en exceso, sea un yo más o menos sentimental, o más o menos lírico, el poema decae, se desmantela y entonces queda a medio camino más allá de las buenas intenciones del autor.
Teoría y Ensayo. Un poema suelto de Irene Gruss con el mismo título:
Notas para una tanza
Al fin de cuentas, todo encaja:
la que muestra la hilacha, la que sangra
por la herida, como un tonel que rebasa
pero vacía,
resentida de mí: «no era sangre
sino pura psijé», dijo
que decía,
un tajo al costado ¡el alma!
estremecida por doquier, vacía,
llena de nada, muestra la piola y
un fino cordel, tanza notable sería,
atravesada.
Allegro. El libro casi homónimo Notas para una tanza, lo podríamos pensar como la continuación de un mismo texto, reversible, una teoría y una práctica sobre los modos de escribir poesía. No lo mencioné antes pero además de pensar en la arquería o la pesca un poema podría ser comparado con una canción. Poemas de otros libros, como «Solo de contraalto», «Blues», el «Jazz para mi hija», «He cantado», «Ruido», podrían ser ejemplos. ¿No son acaso algunos poemas como canciones? ¿O al revés no nos resuenan a veces ciertas frases musicales como versos? ¿Y no sería la voz del poeta un instrumento musical? ¿Acaso no se puede escribir poesía y música a la vez?
En «Coda» puede que haya un acompañamiento musical improvisado, en narrar (cantar) el paisaje exterior, no porque se trate de una composición músical en un sentido estricto, sino porque el ritmo y el poema mismo se sostienen con una música propia, singular, que integra en un mismo plano de la voz de la poeta, el sentimiento, la emoción, con el recorrido a través de un sendero en el medio del vacío.
De pronto, lo que toco se vuelve pena y la pena se va
a la nada. Un pasaje arbolado
y un claro en medio del camino:
la risa, la breve, y el reírse
de costado. A lo ancho el corazón expande el tracatrá
y el tracatrá avanza de la pena a la nada.
Vanidad, te has ido lejos, te veo desde acá: entre lo que fue
pena
y ahora no es sino puro camino finito
hacia la nada. ¿Qué será?, será,
lo que deba ser será canta
mientras avanza.
Resplandor. Por más que la trama de una anécdota muchas veces sea lineal, de una sola dimensión, que agota las posibilidades de pensar sobre la propia escritura yo igual me acuerdo de una conversación con Irene Gruss en la que me dijo: “vos sos como el Padre Sergio de Tolstoi” y yo le dije que sí, aunque el final de esa narración nunca me convenció esa analogía. Muchas veces con cierta resignación encontramos aquello que buscamos toda la vida en donde menos lo esperamos. Por eso le conté que hay otro relato también de Tolstoi que se llama Qué hace vivir al hombre. La resolución en este caso tiene un resplandor diferente porque reviste de sentido una trama hecha de faltas y miserias. Me gusta pensar que hay un lento aprendizaje en la escritura, como la voz extraña de la que habla Fabián Casas, y creo que a veces hay algo del cuidado de sí, y de los demás, en la poesía. O para decirlo en términos de Gruss en «El dulce asunto» quizá el objeto de la poesía consista en “reparar/ lo ido o lo desecho/ ¿como una burbuja yéndose, el trance/ del cuerpo fino a una nada/ de jabón”.
En esa dirección pocos meses antes de la partida de Irene también falleció Hebe Uhart y me encontré otro poema que reconstruye un diálogo entre ambas donde el humor y la risa son el tema: “Sabe reír:/ «Nunca hubo ninguna cosa buena (el/ sol, la gente) que/ no estuviese compensada/ con el dolor, / y al revés, / por qué no al revés», dice”. Quién sabe, y lo digo con toda esperanza, si las formas del daño, de la ausencia, de la separación no se pueden restituir, más allá de la imaginación, y que ahí está el sentido de la escritura, con o sin un destino prefigurado, podríamos preguntarnos pero de otro modo nuevamente: quién dice que no somos como algún personaje de Tolstoi que un día descubre de manera involuntaria que los fragmentos quebrados del mundo tenían un sentido y que sólo había que atar, y sujetar, los nudos entre los espacios vacíos para eliminar toda huella de lo roto y toda memoria sobre lo que no fue como una luz que tarda en aparecer pero que cuando lo hace clarifica y nos enceguece.
***
Historial
Prólogo a La pared
Nudista, Córdoba, 2012
Por Jorge Aulicino
«Mi velador no caza mariposas.» Al estilo de Irene Gruss, léase «la frase en cursiva» como de Mario Jorge De Lellis. En ese punto de la geografía argentina, que sus fundadores designaron así casi por capricho, nació la poeta. En el setentista taller De Lellis. Desde entonces no caza mariposas, en el doble sentido del que no puede o no quiere cazarlas, o no puede ni quiere, etc., su poesía está cada vez más viva. Doble negación, no anduvo por los techos sino mirando y desliando la materia para dejarla de nuevo liada. Ejemplar recorrido en todo el sentido del término: si se debiera acudir al epítome de la poesía nacida en los setenta en Buenos Aires y de su despliegue, habría que leer, entre unas pocas opciones, la poesía de Irene Gruss. Antes de la guerra, fue poesía de posguerra. Allí se habló y se habla de las cosas en su espíritu, más que del espíritu de las cosas. Todo es aquí azar convertido en convencimiento. La revelación que en su segundo movimiento devuelve el mundo a su lugar, según la consabida percepción del zen, y a nosotros a sus fragmentos imantados. Y aún dirán, pero y ¿la angustia? Contra la pared a la que se habla.
*
Reseña de Entre la pena y la nada
Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2015
(Publicada en Revista Ñ, 22.12.2015)
Por Jorge Aulicino
No es fácil, o es muy fácil, hacer un poema sobre una vieja que retuerce un repasador para tenderlo en una ventana. En esto consiste el arte de Irene Gruss: en decir de esa vieja y en proceder como ella. Retorcer el exceso, colgar al sol.
Brusca, esta poesía se detiene con una pregunta o una enunciación cerrada cuando llega al desborde. Es la poesía de una sobreviviente y de los motivos de una sobreviviente. Su medio ambiente es la casa. Su mito es la ventana. Su procedimiento: retorcer hasta extenuar el asunto, sin que se note qué cosa enjuga; mostrar el asunto como una circunstancia cotidiana. La vieja retuerce un repasador así como antes retorcía ropas de alguien que ya no vive. La vieja saluda, ofrece una flor de malvón.
Lo que hace Gruss es parecido. El mito de la ventana –el lugar del comercio entre el afuera y el adentro– contiene un árbol, el árbol de la vida, el árbol de Goethe, entre grises. Ese es el objeto de la mirada hacia afuera. Y para ello, la autora deja el grandioso mar, el grandioso sol del ocaso a quien se quiera ocupar de ellos.
Una vez más retuerce el énfasis, y si es posible introduce la duda. ¿Corresponde decir? ¿Vale la pena decir? (Lo que sea que se crea que hay que decir o que se puede decir). Por eso “entre la pena y la nada”, sin elección ni de una ni de la otra.
Siempre un libro de Irene Gruss es un acontecimiento. Siempre que publica uno, siento que me va a hablar, con cierto pudor brusco, una de esas personas que viven detrás de las ventanas que veo desde las calles de Almagro. Creo que develará, pero sé que no. Con la expectativa de que al menos me lleve al enredo violento de una vida cualquiera es que abro sus libros. Me dirá algo, con todo, en esa lengua de no decir que es la suya y que consiste en proceder de este modo: “No tires el original, ve el nudo, el garabato enmarañado; / porque era esto”.
En un año de gran producción de poesía, de mujeres sobre todo (Saigón, de Mercedes Álvarez, Vida en la tierra, de Judith Filc, Segunda fundación, de Marina Serrano, 62 brazadas, de Silvina López Medin, Poemas concretos, de Cecilia Romana, Día primero, de Ana Laferranderie, La casa de la niebla, de Elena Anníbali), y de algunos libros notables de hombres (Robé un auto para trasladarme a las soledades vivientes, de Alberto Cisnero, ¡Párense derecho!, de Eduardo Ainbinder, Desiderio de Germán Arens, La pura luz, de Diego Bentivenga), saludar se debe el libro de Irene Gruss, Entre la pena y la nada, parte del devastado humus de toda poesía que aquí se escriba.
*
Presentación en el XII Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires,
Feria del Libro 2017
Por Jorge Monteleone
La poesía de Irene Gruss habla como si fuera el testimonio de cierta inadecuación, no porque la palabra no corresponde al mundo sino porque el mundo, como se llama uno de sus libros, es incompleto. Y lo es porque no puede colmar un anhelo, así sea esto el motivo de la ansiedad o de la visión. Para decirlo la poeta recurrió al asma: una metáfora de la respiración, fundamento del habla, que no puede tampoco completarse, que claudica, que tantea la propia finitud. También recurrió a la óptica donde la visión es el doble de la ceguera. Cuando habla de la dicha algo falta: “Lo que no esperé hoy no vino./ El anhelo es dificultad para respirar./ Y el deseo, muerte de la esperanza”. La poesía es una voluntad, un empecinamiento, por eso nunca llega al silencio: esta poeta es como aquella que le habla a la pared, no la que escribe poemas en el muro. Incluso en lo callado hay algo para decirse, también en lo no dicho. Y de pronto algo susurra allí, súbitamente. Un esplendor en la forma, aún cuando no está o acaso, sobre todo, porque no está. No sé de mejor haiku nunca escrito que su “Antiars poética”: “Esa playa en el río./ El río estaba muerto./ La playa vivía gracias a los juncos que estaban a un costado./ Los juncos eran la alegoría del paisaje./ Un poeta chino lo supo y no lo escribió”.
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Textos publicados en redes sociales
La poesía es un canto, pero con la boca cerrada, decías, y cerrada estrechamente es la respiración de tu casa: parece la trastienda de un teatro poblado de espectadores fantasmales –todos tus libros, que miran atentos en los espacios blancos entre una cita y otra, en la distribución espaciosa del silencio sobre tus labios, madre que pariste hojas y tiene sobre las piernas una gata ladrona, es una máscara de actriz consumada tu rostro, que canta en tinta como un verso que se repite, el dique perfecto de esta carrera a lo largo de la arteria de Buenos Aires, Avenida Rivadavia, hasta el barrio de Almagro, que recuerda por asonancia el sabor amargo del mate ofrecido como bautismo. Pero cómo era aquella mujer siete vidas antes, pregunté al espejo colgado de la pared, y un momento después sin esperar respuesta, te imaginé con la pollera hasta las rodillas, de un rojo exhausto, y un cuaderno grueso en el bolso, en el regreso a tus veinte años, y luego en corredores de fresca ropa lavada, con el pelo anudado, persiguiendo voces infantiles, y aquella habitación, toda para ti, sustraída a las miradas, donde vinieron al mundo tus libros, una gestación riesgosa, esta, alimentar al tiempo con la música secreta de tus latidos. Muda boca que escribe el afán de decir –he quebrado la respiración y vuelto incierta la vista* para atravesar a lo largo y ancho el mapa minucioso de tus poemas, como un País lejano que has de visitar lenta, con la vacilación de la extranjera–, siempre en los márgenes del tuyo me pongo en pausa entre las sombras de las notas a pie de página, no me llevé siquiera una palabra, pero me sé por entero adherida a la atmósfera enrarecida de las cosas cuando suenan golpeadas por un ritornello de luz, como aquel día, un concierto para voces solamente y un sorbo de yerba en el estómago, la poesía sin pose, lejana toda una vida de la que cuenta sobre la otra tú o cualquier persona que tú (no) fueras en ese momento, una puesta en escena más verdadera que la verdad, sin guión, reescribiendo tu voz infinitas veces para volverla una vez más la otra mitad del silencio y casa y cielo.
* Referencia a las obras Sobre el asma y En el brillo de uno, en el vidrio de uno.
Versión en español: Jorge Aulicino
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Alicia Genovese
Adiós hermana.
Ya era una poeta con voz propia y con un enorme acopio de lecturas cuando nos conocimos en el Taller De Lellis. Me prestaba libros, me compraba libros, todavía tengo algunos en mi biblioteca con sus dedicatorias 1974, 1975 y en la cabeza nuestras lecturas fundamentales de entonces: Marguerite Duras, Pizarnik. Nos encontrábamos en los cafés de Corrientes: el Foro, la Giralda, los Pinos. Con su avidez habitual hacia los detalles de la escritura abría sus cuadernos o su carpeta oficio con hojas pasadas a máquina, pero con tachaduras y agregados a mano y hablaba de lo que estaba haciendo. No era fácil con nadie, tampoco con ella. Pienso que su ironía lapidaria era producto de su autoexigencia que llegaba a ser autodestructiva entonces. Tardó mucho en publicar su primer libro. Ganó primero el Premio Municipal para obra inédita en 1975 y mucho después en 1982 publicó ese libro incuestionable La luz en la ventana que rehízo tantas veces. Tengo la sensación de que los adjetivos los paría, los buscaba, los esperaba varias lunas hasta dar con el exacto. Su sintaxis podía ser confusa cuando hablaba, pero un adjetivo jamás. Cuando ella vivía en Versalles y había nacido su hijo Jorge, nuestros encuentros se hicieron más difíciles. Entonces empezamos a escribirnos cartas, yo vivía en una pensión en Constitución y ahí llegaban los sobres con sus eternos papeles cuadriculados escritos en tinta azul.
La admiraba, escuchaba mucho lo que decía sobre mis poemas y sospecho que, a pesar de sus orgullosas disidencias, también me escuchaba. Siempre tuvimos discusiones, con Irene el malentendido era parte de la gracia de la conversación. Era como si buscase con lupa la orilla deshilachada para tirar de ella y mostrar la falla o el peligro a la falla, que en su vocabulario era la falta de verdad, lo gomoso por repetido, lo inauténtico, lo superficial. Nos ayudamos mucho en esa época, incluidos los años de dictadura. A pesar del poco diálogo que había entre pares, nosotras seguimos conversando. Verla tomar aire y encender un cigarrillo para darte su opinión sobre un poema era el ritual que la ponía en fase de escritura y era también ver llegar una topadora. Exigente y despiadada, esa fue nuestra escuela.
Su merecido reconocimiento llegó en los años 80, la dejé de ver algunos años cuando viví afuera y cuando regresé me sorprendió. Era una poeta plena, a fines de esa década se había desprendido de esa nube dolorosamente melancólica con la que la conocí. Su sonrisa se había hecho más abierta y franca, su buen humor se había ubicado a manera de saludo, su poesía crecía en oleadas increíbles. Cada libro, una pieza coleccionable. El mundo incompleto, Solo de contralto, Sobre el asma, La dicha, todo lo que publicó y la transformó en una de las voces imprescindibles de la poesía argentina hoy. Su dicción de raíz coloquial y sus pinceladas constantes de ironía la acercan a la poesía de Juana Bignozzi, así como ese modo de ir al hueso, que puede verse en la poesía de Idea Vilariño o de Blanca Varela, la acercan a estas poetas. Su mirada aguda y descarnada al enfocarse siempre parece estar sacudiéndose alguna molestia que le provoca el mundo, o estar queriendo acercarse con palabras a algo que en cuanto lo nombre va a estallar, a dejar de estar en su pasividad y en su olvido. “Decidida,/ tomó cada burbuja de jabón/ y le puso un nombre; era/ lo mejor que sabía hacer hasta ahora,/ nombrar, y que las cosas/ le estallaran en la mano”. Ella, que fue mi hermana en aquellos primeros años, sabía nombrar y hacer estallar las palabras.
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Alejandro Schmidt
Envío a Irene Gruss
esa mujer que me ayudó en el Correo
a guardar en un pack
los poemas de Irene Gruss
hizo más por mí
que mi madre, los reyes
y algunos poetas de la patria
con eficiencia y pudor
la caja fue cerrada
los poemas de Irene
confío
llegarán a su casa
esos versos describen
la soga
preguntan
acerca de lo que uno tuvo y amó
al igual que esta peregrina del Correo
Irene
es una desconocida
para mí
mujer
casi no miré tu rostro
sólo estuve atento
a esas manos
gastadas
y felices.
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Hugo Luna
Los hay con enorme capacidad crítica y don para el decir académico. Seguramente aparecerán nuevos y se sumarán a quienes han leído a Irene Gruss. A mí me llena de alegría que no hace tantos años la invitaran en España para presentar su obra y luego lo hicieran en Nueva York y así. No por las luces de las Europas y sus símiles de primer mundo, sino porque Irene se lo merecía. Lo mereció en vida y lo vivió. Y claro, al menos para mí, que la quise tanto y la quiero, merecía más. Mucho más.
Era impiadosa con ella. Exigente en un punto crítico. Compartíamos aquello de que ante el poema hay que presentarse desnudo. Era una asombrada. La primera asombrada. Y dejaba ver sus dudas ante cualquier nombre. Jamás compraba un pack cerrado. Sus filiaciones eran con la belleza –por decirlo de algún modo–. Amaba la música. No olvidemos que estudió canto. Amaba el cine. Los clásicos del cine y las aventuras de este arte cuando marchaban sin perder algo de su esencia. Amaba el café y fumar mientras tanto. Amaba a los gatos, claro. (Lo recuerdo al toto. Lo recuerdo al toto).
Amaba las cosas pequeñas: un palo flotando a la deriva en un río blanco. Sentarse en el pasto. Decir “don”. Preparar pollo con papas al horno. Servir vino.
Mucho más acá, cuando nació su nieta, sus ojos cambiaron y cuando hablaba de ella se le encendían de dicha. Ella, que escribió La dicha.
Yo la escucho decir: “Dichosos los que lloran / porque son tristes / y los que ríen cuando/ la lluvia empapa lo puesto/ a secar, dichosos/ el rojo, el azul y el amarillo”.
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Silvina López Medin
Estas palabras iban a ser otras palabras. Las de un largo almuerzo compartido en una esquina de Almagro. Estas palabras son el aire que aspiraba dándome coraje antes de tocar el timbre cada dos semanas, cuánto tiempo, tu voz en el aparato dorado, “ahí bajo”. Somos las dos caminando desde la puerta del edificio hasta tu puerta. Sos vos trayendo las dos tazas de café, los posavasos. La ventana entreabierta. La conversación hasta el “Bueno, qué trajo hoy?”. Y ahí perdernos en un hilo interminable en torno a los poemas. Un entrenamiento casi físico. Por qué este corte, por qué este verso, por qué hace falta. Qué más falta, cuál es el carozo. Las patas de los gatos en los papeles. Es la luz yéndose porque eran horas y horas. Es el café que me señalabas ahí frío en la taza porque era tal el foco era tal la charla que sólo probaba el primer trago. Sos vos diciendo no estás sola. Tampoco en la escritura, mirá los libros alrededor. Sos vos diciendo Sudeste y que Sudeste sea lo que necesitaba. Vos diciendo seguí cavando, insistí. Vos en la presentación de un libro y que lo más lindo del texto sea el abrazo. Vos abriendo una puerta para conocer a mi hijo. Vos antes de bajarte del taxi diciéndome voy a tener una nieta, nuestras manos apretadas. Vos durmiendo en el cuarto más alto en casa, el que llamabas “Amherst”. “Me voy a Amherst”. Somos nosotras hablando de la maternidad y de la vida y de la muerte y de un programa de chimentos y del mar y de cuantas veces esa película de Agnès Varda. Tu risa cuando te cuento que un profesor en la facultad escribió en mi texto a mano “Escribe y no se sabe para qué”. Nuestra risa. Nuestras lágrimas. Somos los amigos poetas en tu despedida, hablando de nuestros diálogos silenciosos con vos, en nuestros procesos de escritura. Tu poesía, vos en tu poesía. Tu sonrisa en la loma más alta de Prospect Park, con mate, un día de sol. Y en Coney Island, frente al mar, con el parque de diversiones detrás, la rueda luminosa en el fondo, girando para siempre.
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Miguel Gaya
Un poema tonto y sentimental para Irene Gruss
Un poema tonto, hecho con sentimientos de bondad.
Un poema narrativo de la peor especie,
lleno de un mundo definitivamente incompleto
y con asma y mujeres lavando la ropa y viejas en el balcón. Todos los lugares comunes
que te sacaban de quicio.
Todos ellos dichos en voz alta y resonante en la puerta de tu casa,
a voz en cuello. Para que sepan tus vecinos,
para que oigan y aprendan
los de la otra cuadra, para que eso que eras vos sea púbico
de una vez por todas. Eso que eras y ahora ya no.
Un poema como el ramo de rosas rojas que alguien blandió enojado frente a tu ataúd,
como el crucifijo que atornillaron a la tapa de tu ataúd
o la reproducción de la Última Cena que lo velaba.
Un poema que sea como un perro rondándote con insolencia y ruidoso.
Un perro devoto y artero.
Un artefacto que deje constancia del profundo descontento, de lo inadmisible de la escena que hiciste,
de lo rabiosos que estamos.
Así en la tierra como en el cielo. Así en tu casa como en la mía.
Así te digo.
Así es imposible seguir.
Como tu gato paseando detrás de mi cabeza, en el sillón hundido, tus ceniceros repletos, tu desaprensión de bibliotecas abarratodas,
todas las cosas de vos que no se pueden tolerar, y seguís haciendo sin detenerte un segundo.
Todas las cosas que has escrito en esos papeles, que has releído y tachado, que has cantado.
“¿Puede un pájaro gordo ser hermoso?” ¿Se puede ser tan certera?
¿Alguien puede creer que antes eso estaba? ¿Y que ahora no se va a volver a producir jamás?
Pero, sabelo, insisto, digo, no aceptamos menos que tu mundo. No aceptamos menos
que eso que venís diciendo y ahora ya no vas a decir más
con tu voz asmática de mujer que cría los hijos mientras otros, ah!
mientras los otros nos ponemos aquí
y no nos vamos
para ver cómo hacés con la hermosura.
Para ver cómo vas a hacer ahora
con la hermosura.
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Fragmentos de entrevistas a Irene Gruss
«Claro, más que meter ficción en un poema, el poema es ficción. Vos podés contar la muerte de tu madre, pero no es un poema. Ficcionar no es inventar, es hacer un objeto estético con lo que te pasa o con lo que pasa en general. No es algo que te sale todos los días. La literatura es ficción, salvo los ensayos, claro, pero vos leés a Ricardo Piglia y el ficciona, es un tramposo (risas).»
«La ironía yo la usé a la manera de Juana Bignozzi, pero a mí personalmente me sale escribir de esa manera. Ella lo hacía para alejarse y, encima, para ponerse por encima. Yo me di cuenta de eso muchos años después. El trabajo de la ironía no es solo ir en contra de la autocompasión, sino que hay que preguntarse: “¿Vos quién sos para ponerte por encima de las cosas y usar gags?“. Eso te aleja. Yo me río y lloro dentro de mis poemas, pero trato de evitar lo último, porque sino me pondría demasiado dramática. Por ejemplo, hace poco me convocaron para un estudio sobre mujeres en la dictadura. Yo contesté que tanto yo como Daniel Freidemberg, por entonces mi marido, la pasamos muy mal, no empecemos a separar a los nenes con con los nenes y las nenas con las nenas.»
“La mala poesía pasa en todas la generaciones», por Gustavo Yuste. En La Primera Piedra, 21 de abril de 2018
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«… yo siempre, hable de lo que hable, estoy hablando de otra cosa, de dos cosas por lo menos. Lo doméstico lo usé durante la crianza de mis hijos, el tema de lavar la ropa es algo tan cotidiano, pero eso no implica que me interese hablar sobre eso; surge cada tanto, pero siempre y cada vez más apuntado hacia otra mirada. Últimamente estoy escribiendo muchísimo sobre la escritura, cómo se pone uno frente a la escritura. Empecé a escribir series de poemas, hay uno que se llama La pared, que salió en Nudista, donde converso conmigo acerca de hablarle a la pared: lo que para mucha gente la página en blanco es el miedo para mí no; a mí me llama, me atrae ese silencio donde uno rebota. Ahí más o menos digo que lo que hace la pared es rebotarte y bocharte lo que escribís. En el libro nuevo tengo otra serie que se llama “Decir un poco”, donde me la agarro con los que escriben bien, hermosamente; ahí digo que no muestran la hilacha y esconden bajo la alfombra lo feo, lo verdadero, algo así. Ojo, me incluyo. ¿Viste esas estéticas encantadoras entre comillas, o no, que están para seducir al lector, que provocan ese encantamiento y mucha gente queda totalmente fascinada? Eso seduce, entonces hay que tener mucho cuidado que no se transforme en un “yeite”, eso para mí es elemental, estoy permanentemente alerta para que el estilo sea una cosa creativa, no una etiqueta.»
«… robo muchísimo. En La mitad de la verdad, la obra reunida de Bajo la Luna con mis siete primeros libros, puse una hoja de notas con esas referencias. Tuerzo la cita, a veces la saco de contexto y a veces al contrario, la enfatizo. Pero la coloco como si fuese un verso mío, pero como yo sé que no es mío y les tengo mucho respeto y admiración a los autores los menciono. Me di cuenta de que estoy citando mucho a Vallejo últimamente, en contextos muy raros, hay un poema que se llama “Efectos especiales”, es un poema que yo quiero mucho, y ahí incluí mientras hablo del efecto especial cinematográfico unos versos de él.»
«… yo escribo para mí, no escribo ni para el pueblo ni para la familia ni para mi novia ni para nadie, yo escribo para mí, a solas, pero qué pasa, cuando veo que eso ya tiene forma y es un libro, pienso en cómo lo va a leer el otro, porque sino… Te lo explico mejor: veo los poemas y les pregunto “¿y a mí qué me importa?” Imaginate cuando está el libro hecho, si yo me lo pregunto y el libro no me lo contesta, ¿para qué lo voy a publicar? ¿Se entiende? Eso no pasa ahora con la mayoría de los libros. Soy muy autoexigente, en los talleres soy exigente pero no tengo la fama que me dan de bruja. Hay que advertir cuál es tu música en la escritura. O tu ritmo. Uno no es lo que dice sino lo que hace en el poema, como decía Valéry.»
«Entrevista a Irene Gruss», por Daniel Gigena. En Blog de NotasEntrevistas, 16 de noviembre de 2016
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«Yo trabajo permanentemente con guiños que si se notan bien, y si no, mala leche. Si lo lee alguien que leyó mucho, lo pesca. En el poema “Finísima cuerda”, es evidente que los versos en cursivas, “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, es de Pavese. Pero el carnicero de la esquina no leyó Pavese, y yo me siento en esa obligación de aclararlo en una nota al final. Lo que hago en muchas ocasiones es parafrasear, posiblemente saco esos versos de contexto y los meto en el mío. (Allen) Ginsberg habla de su madre cuando dice que “siempre quise volver al sitio donde nací”. Yo lo doy vuelta y hablo de volver a mi padre, porque mi nacimiento está en el semen de mi padre, algo que es absolutamente irónico por un lado, pero también marca un cambio. Por eso le puse “Parafraseando a Ginsberg”. Me apropio de esos versos para usarlos en otro contexto y decir otra cosa más.»
«[«El tono»] Para mí es un poema clave, casi una sesión de terapia, de autoanálisis (risas). Yo siempre tuve problemas con el tono con el que me dirijo al otro. Y saltó sobremanera cuando fui madre, porque al decirles a mis hijos, “cuídense”, cuando se iban, el tono era violento o autoritario, y yo quería que tuviera una inflexión de cariño, pero no me salía.»
“Cada vez que publico siento un miedo bárbaro”, por Silvina Friera. En Página/12, 3 de enero de 2009
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Texto de Irene Grus sobre José Luis Mangieri (inédito)
José Luis Mangieri (Buenos Aires, 14 de diciembre de 1924-1 de noviembre de 2008)
El catálogo superó los trescientos cincuenta títulos. Cuarenta años de editor y tres editoriales –La Rosa Blindada, Ediciones Caldén, Libros de Tierra Firme–; llegó a publicar a más de mil autores.
Querido José Luis, te escribo porque no voy a ir a tu homenaje este 22 de noviembre sencillamente porque no me gustan los homenajes. Hubo uno solo que sí me gustó, y fue el que se le hizo en vida a don Coco Madariaga. El tipo iba fijándose a quién le faltaba vino en el vaso y les avisaba a los mozos.
Fui al Concejo Deliberante cuando te nombraron Ciudadano Ilustre. Después de los discursos yo veía que nadie de los editados por vos abría la boca. Así que me levanté y dije, como siempre, mis exabruptos. Creo que si voy ahora, me va a pasar lo mismo: una bronca tremenda por los que te chuparon la media y por los que te criticaron porque te demorabas en editar; nadie, salvo los amigos de siempre, se daba cuenta de cómo difundías y distribuías los libros. A pulmón, Lerner, a pulmón. En las esquinas del Centro, en las librerías clave o en tu casa; si te encontrabas con algún poeta o crítico de donde fuera. Tus paquetes, José Luis, esos paquetes con los que te aparecías y dabas, regalabas, esos libros, recién sacados o no. «¿Este ya lo tenés? No importa, pasáselo a alguno.»
Yo entré en la vigorosa camada de la «poesía de mujeres». Éramos buenas, sí, pero también éramos flor de mercado; las veces que lo hablamos. Me agarraba con la Fletcher, a quien le debo cómo me ayudó a ordenar «El mundo incompleto», mientras te ibas para el fondo de tu patio y te reías por lo bajo. ¡Qué pícaro, don!
Cuando publicaste La calma, era 1991, hiciste la presentación de seis libros de poetas mujeres al hilo en la Feria del Libro. “¡No cabe un alfiler, ¿viste?!”
Después vinieron “los chicos”, tus pollitos, los 18 whiskies… Los malcriabas, no parabas de hablarle a cada uno de lo que cada uno precisaba.
Ahora leo lo que escribió Eduardo Mileo: “¿Es el silencio de lo amado lo que nos hace hablar? Ha muerto José Luis Mangieri”. Fue la noche que compartimos un taxi, yo me bajaba primero y vos me miraste, asombrado para variar, pero esta vez porque me decías que no mientras yo te ponía plata en el bolsillo de la camisa, que cómo me ibas a aceptar un mango a mí, ¿estás loca? Y lloraste. Cuando te di la mano y te abracé, flaco estabas, triste. Y no nos vimos más.
De cuando en cuando pongo en youtube alguno de tus asados grabados, alguna entrevista, porque todavía necesito reírme con vos presente como estás, con esa facha amorosa, agradecida.
Irene Gruss [nov, 2018]
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Enlaces a la obra de la autora
Lecturas en vivo
- Ciclo Carne Argentina (2018). Lee Una letra familiar
Parte 1 / Parte 2 / Parte 3
- Poesía en la casa (2014)
- Centro Cultural de la Cooperación (2011)
- Alianza Francesa (2011). Lectura del poema “Movimiento”
- Cultural Abasto (2009). Ciclo La Manzana en el Gusano
Otros documentos videográficos
- Entrevista, por Silvia Rosa. Italia Argentina Ida y Vuelta. Incontri poetici. Buenos Aires 2014
Parte 1 / Parte 2 / Parte 3 / Parte 4 / Parte 5 / Parte 6 /
Parte 7 / Parte 8 / Parte 9 - Lectura del poema 340 de Emily Dickinson. En Poetas por Poetas, 2017
- Presentación de Humo. Casa de América, 2015
- Entrevista. En Contemporáneos. Programa radial. Ciclo 2015, Mendoza. Emisión dedicada a Irene Gruss
Más textos, datos y enlaces acerca de la obra de Irene Gruss en op.cit.
Créditos
Compilación de material y coordinación: Valeria Cervero
Compilación de videos: Silvana Franzetti
Aportes diversos e ideas: Jorge Aulicino y Diego Colomba
Retoques de algunas fotos: Paula Albirzu
Edición: José Villa