El ojo de Thundera/ La piel de Judas, de Martín Moureu

La piel de Judas
Martín Moureu
Buenos Aires
Kintsugi Editora
2018
64 pp.


Por Andrés Pedro Alvarado

León-O, toma la espada
y sé uno con ella
Claudus, Rey de Thundera y Señor de los Thundercats

1. Si me dispensa el lector

Me interesa contar primeramente la manera por la cual conocí a Martín Moureu. Bueno, conocer, lo que se dice conocer, tampoco es tan así, puesto que nuestra relación data de unos diez e-mails (ida y vuelta incluidos), un puñado de mensajes privados por Facebook, unos cuantos “me gusta” y tres o cuatro mensajes por WhatsApp. Así que más bien debería decir que comentaré primeramente la manera por la cual me enteré de su existencia.
Hace algunos años, sin saber quién era él, contesté una publicación en la que solicitaba que le recomendasen novelas escritas por autores argentinos actuales. Recomendé una que al poco tiempo fue vapuleada por Martín con un análisis certero e implacable. Me sentí ofendido. Pensé en contestarle, pero primero quise saber quién era el que criticaba mi recomendación con tanto argumento. Opté por googlearlo.
Si mal no recuerdo, lo primero que encontré fue su participación en el blog Un poeta y diez preguntas. Una a una, sus respuestas demostraban conocer el paño del que hablaba mucho más que yo. Ingeniosas, certeras y con un amplio sentido del humor, sus palabras iban desarmando esa suerte de animosidad que me había surgido. Empecé a buscar poemas y me topé con “Un pretexto para el mate”, “Fosa común”, “Nacimiento del agua” y “La llorona” –entre otros– en el blog El Placard. Hallé una voz sólida, una poesía trabajada e intelectual, pero a la vez lúdica e intuitiva. Armoniosa, musical, serena. Y de pronto, extraña y disruptiva: como un río tranquilo que de golpe se precipita en una feroz pendiente: “Mi vieja era medio rara, / le rezaba a la estampita, / esa de Perón y Evita / antes de acostarse para / que a mí nunca me llevara / la llorona me decía. / Por eso que me ocultaba / abajo la cama mía / cada vez que se escuchaba / la sirena policía” (“La llorona”).
Continué la lectura. La serenidad del ritmo empezó a verse cada vez  más comprometida y contra-dicha por la ferocidad del sentido. Porque, si se me permite la analogía millenial: en tiempos de poliamor, la poesía de Martín estalla hacia una suerte de polisentido. Veamos otros versos que recopilé de aquella época: “Si te además y más en putas ganas, / si en cama desatendida / masturbás tu insomnio, si a la insípida / rutina como al fideo recalentado / o de caída en un melancoholismo / que nos hubiera proletariado. Ay / allá paraguay: cada cinco / cuatro mueren sin vista al mar” (“hamacaparaway@hotmail”).
Poema de evidentes resonancias trilcianas éste, en que el sentido estalla pero el ritmo es un cauce que parece ordenar. Entonces, la poesía de Moureu parece ser, más que un río, un campo de batalla, una arena en la que batallan múltiples voces y sentidos, pero siempre regidos por el ritmo y la forma. Neologismos, modismos (rurales, urbanos, tumberos), estilos (clásicos, modernos, objetivistas), tradiciones de la más diversa índole. Sin embargo, lo más rico es que de esa extraña batalla siempre sale victorioso el poema. Capa sobre capa, el sentido va mutando hacia un polisentido y la poesía hacia una metapoesía; sostenidos por un ritmo que propone una lectura cadenciosa a la vez que atractiva.
Veamos estos otros versos, en los que con mayor claridad aparece una suerte de anticipo de lo que verá quien penetre en las páginas de La piel de Judas y que podemos leer en clave con aquel: “por tu choripán épico Ayacucho / voto a Dionisos, Zeus y su aguilucho / de mecánicos toros domadores. / Con el lunar influjo de la barra / subirá de cerveza una marea, / bailar cumbia con vos puede que sea / como hacerle el amor a una guitarra, / morocha” (“Ayacucho de heroicos asadores”).
El “choripán épico” ayacuchense –como una suerte de “automóvil sentimental” huidobriano–, el toro mecánico, la mención a la mitología griega, a la cerveza y a la cumbia; en síntesis, el procedimiento de mezclar y combinar tradiciones literarias con variados elementos de la “alta cultura” y la “cultura popular”, parecen cifrar el trabajo que realizará Martín en el libro que ahora nos toca.

2. Pasa un tiempo

Me llega una cadena de mails con alguna consigna poética, una suerte de juego o desafío para ir armando una cadena con recomendaciones, influencias, cosas por el estilo. Veo su nombre entre los remitentes que están dentro del juego. Sin saber si la cadena morirá por no hacerlo, no la continúo, no sé por qué. Sin embargo, desde las sombras, vuelvo a buscar a Martín en Facebook: en su perfil, tiene una foto junto a una obra de Francisco Salamone. Me intriga. Vuelvo a leer de manera salteada lo que dice en Un poeta y diez preguntas. Vuelvo a leer de manera salteada sus poemas. Vuelvo a dejarlo pasar.

3. ¿Causalidad, casualidad o “cuasalidad”?

Leo en Facebook a poetas que admiro hablar muy bien de la poesía de Martín Moureu. Hace algún tiempo he comenzado a dirigir una editorial (ya no lo hago) y estoy buscando poetas para publicar. Vuelvo a googlearlo. Releo sus respuestas a las preguntas de aquel blog ya mencionado. Admiro y me río leyendo. Leo otra vez sus poemas. Me parecen tremendos. Busco su mail, no está agendado. Rastreo aquella vieja cadena que nunca respondí, en una cuenta que ya no uso. La encuentro. Copio la dirección y la pego en “destinatarios” de mi nueva cuenta de correo electrónico. Escribo un mail largo: le cuento quién soy (no cómo lo conocí), le pregunto si tiene material para pasarme: me gustaría editar algo de él. Uno, o dos días más tarde me responde. Me cuenta que tiene material en proceso. “Un poema épico medio en joda medio en serio” (sic). Me propone hablar más adelante.

4. Pasa un tiempo (bis)

Recibo un nuevo mail de Martín. Si aún estoy interesado, me propone, me envía el material. Lo recibo y lo leo. Le comento el libro. Decidimos empezar a trabajar.
Pero pego un volantazo en mi vida y decido dejar la editorial. Hablo con Martín y traslado la responsabilidad de seguir adelante con su obra a mi amigo y (ex) socio, Leandro Surce.
A continuación, lo que sigue.

5. La piel de Judas. Un paseo por el más allá (de lo evidente)

Quien tenga la audacia de lanzarse a la lectura de este poemario encontrará que aquella apuesta de Martín se sostuvo en el tiempo. Existe una suerte de búsqueda, diría obsesiva, hacia una metapoesía. Tal como dice Miguel Gaya en el prólogo a La piel de Judas, Martín se mueve entre la intertextualidad y el saqueo, “provechosa costumbre” que Moureu maneja sin vacilar y con la destreza de gaucho en doma. No voy a abrevar mucho en ello, porque ya lo hicieron de manera ejemplar tanto Omar Genovese (aquí) como el ya citado Gaya.
En La piel de Judas, aquella batalla entre voces y tradiciones de la que hablaba antes, también se produce en el cuadrilátero del ritmo. El ritmo ordena esa multiplicidad de lecturas que trae Martín y permite que esa pugna de sentidos se transforme en esta suerte de polisentido que da lugar a una épica rural y suburbana que transcurre cósmicamente, en un espacio atemporal, “más allá de lo evidente”.
Así lo dice nuestro héroe-engendro y mestizo, “hijo natural de tierra Pampa / con una oveja negra descarriada” (poema I) y que bien podría haber sido parido a las puertas de El Matadero de Esteban Echeverría en plena faena, pues a su “Madre todavía parturienta / la arrearon con destino matadero // para ser degollada ritualmente”, y su “Padre cayó en cruel enfrentamiento / a manos de su hermano malasangre / disputando después de la carneada // la panceta inferior de mi mamífera” (poema III). 
Nuestro héroe-engendro, entonces, como León-O —aquel héroe mestizo y fantástico de los Thundercats— pretende “ver más allá de lo evidente”, axioma que se repite como leitmotiv de su viaje iniciático. Como si se tratara de una despedida del mundo, antes de emprender su extraño viaje por ese inframundo cósmico, rural y suburbano, se permite observar y desgranar, “a paso de turista”, diversas acciones cotidianas de la gente común. ¿Con qué fin?
Nuestro héroe-engendro no puede dormir. Tiene “ideas que lo inquietan como migas en la cama”. La noche parece su residencia, su lugar de pensamiento. “Con su oscuro lenguaje de lechuza”, que viene a funcionar como la Espada del augurio de León-O, se propone observar una serie de situaciones arraigadas en lo ordinario, que solamente alguien que mira a su alrededor con ojos desenfocados, puede llegar a ver críticamente: “Como los pescadores que cotejan / de manera periódica las tablas / de las mareas y fases de la luna // quiero ver más allá de lo evidente (…) Me paro en una casa de familia / en una cabecera el padre frente / suyo el televisor al lado el hijo // gestos de discusión girando en torno / el salero de la mesa derramado: / mi mirada traspasa las cortinas” (poema VII). Y: “Un hombre que estaciona con pericia / su auto frente a la casa de repuestos / e ingresa al comercio. La mujer // no baja del asiento permanece / fiel a su posición de acompañante / con todo lo que implica tal postura // Juguetea con varios accesorios” (poema VIII).
Esta descripción de ínfimas acciones cotidianas no parece inocente ni banal. Pienso en la microsociología de Erving Goffman, donde el análisis de la interacción en vínculos ordinarios pondría al descubierto formas enquistadas de lo social, y no puedo parar de dar vueltas a los pasajes citados. Quizás, el fin de esa descripción —el padre y el hijo en una típica escena post-sobremesa familiar, en la que la tele predomina sobre la ausencia del diálogo, el padre situado en la cabecera, la sal derramada, la mujer presente en su ausencia y en esos restos de discusión; la chica que permanece en el automóvil fiel al hombre, toqueteando aburrida distintos accesorios del vehículo, esperando que él realice su típica acción de la cultura heteronormativa: ir a averiguar cosas a la casa de repuestos— sea poner de relieve que nuestro héroe-engendro ya puede “ver más allá de lo evidente”, y que su misión es otra, es ir más allá de lo evidente.
Nuestro héroe-engendro espía estas situaciones previo a su viaje, antes de zarpar a su derrotero con un movimiento típicamente tumbero: “Revoleando las zapas a los cables / renuncié a la esperanza de volver” (poema X). Nuestro héroe-engendro y tumbero espía con ojos críticos esa manifestación del orden burgués por excelencia que es la propiedad privada. Espía desde afuera en su interior, recalcando acciones ínfimas aunque socialmente relevantes en su supuesta inocencia.
Pero voy a reservarme para otro momento un análisis más profundo o exhaustivo de ello, porque esto no es más que una invitación a la lectura del poemario de Martín Moureu. Porque La piel de Judas no se agota. Como puede verse, Moureu trabaja en una sumatoria de planos e influencias: la gauchesca, la tradición Argentina, la lengua culta española, Dante Alighieri, el objetivismo, la cultura popular, la industria cultural del entretenimiento. Traspasar el sentido de las cosas, ir hacia un polisentido, hacia una metapoesía, alzar una voz única, original y particularísima, parece ser la propuesta estética que guía a Moureu en su apuesta poética.
De este modo, me animo a aventurar que esta nueva obra, así como el resto de la poesía de Moureu, tiene un hermoso y arriesgado camino a delinear, en el que la profundización de su búsqueda puede llegar a integrar cierta constelación de autores particularísimos y des-céntricos de voz muy propia y original, tales como Jorge Leónidas Escudero y Juan Carlos Bustriazo Ortiz.


Poemas de La piel de Judas

IV

Malparido un hijo de los muertos
áspero puro nervio patilludo
por decisión conjunta declarado
no apto para la pala y menos para
el asador llegada la primera
luz del amanecer me abandonaron
en la cuneta junto al basural.
Di mil vueltas carnero asoleándome
entre los desperdicios estancados
hasta ser recogido por un noble
pastor de hombres que al fin de nuestros días
predicara al calor del meridiano.
Con tal de apaciguar mi hambre meciéndome
en su regazo supo amamantarme
con la leche cuajada La Martona.
Sin embargo pasado lo peor
toda vez despejado de lagañas
frente al espejo vengo a descubrir
un estigma que nunca iba poder
borrar: sobre mis labios un goloso
bigote de lactosa dibujado.


XXVII

Me humedecí las yemas con saliva
y entre los dedos índice y pulgar
verde leña abrasé sin inmutarme.
Advertidos que no me hacía mella
los hijos del delirio y de la noche
tuvieron de inmediato una mudanza
de semblante en cambio de epidermis.
Sin solicitar nueva contraseña
rancho a parte avivaron otra mecha
y los niños envueltos mano en mano
volaron sobre el fuego encendiendo
alternativamente nuestros rostros.
Y pasando revista de tumberos
detrás de la muralla confinados
a sus plantas rendido fui cayendo.



Links

Poemas. En De lo que no aparece en las encuestas
Audio. En Biblioteca Parlante Haroldo Conti