La visión comunicable
Rosamel del Valle
Santiago de Chile
Ediciones de la Universidad Diego Portales
2017
98 pp.
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Por Diego Bentivegna
Debo al poeta Germán Carrasco el envío de este libro –que forma parte de los contundentes (por su tamaño y por su factura) volúmenes que la Universidad Diego Portales dedica a la poesía chilena contemporánea– de un nombre que, hasta ahora, perdón por mi ignorancia, era para mí casi del todo desconocido: Rosamel del Valle. Tenía una vaga (más bien, vaguísima) idea de las letras de ese nombre, de resonancias modernistas: lo percibía como un nombre que parecía elegido par ser deliberadamente ambiguo, expresamente andrógino. Que parecía elegido para quebrar ostensiblemente el binarismo de género: Rosamel del Valle, un nombre por eso, “más moderno que todos los modernos”, con tonos queer, genéricamente ambiguo; un término que podría aplicarse tal vez a un hombre, tal vez a una mujer, tal vez a la flor de una planta de la precordillera del país transandino.
Ahora, gracias al libro que me hace llegar Carrasco, conozco que ese nombre viene en realidad después de otro nombre, de un nombre bíblico, un universo discursivo en el que también se juegan los nombres de sus otros dos grandes contemporáneos (Neftalí y Pablo). Moisés Filadelfio Gutiérrez Gutiérrez nace en 1901 en Curacaví. Pertenece a una familia de campesinos sin demasiado patrimonio y su primera infancia; anota uno de sus críticos, Leonardo Sanhueza: “transcurrió en plena ruralidad, rodeado de bosques, pájaros, campanas de misa, lámparas a combustible, en fin, rodeado del imaginario que años más tarde marcaría tan intensamente su poesia”.
En 1918 muere su padre y Moisés empieza a trabajar en una imprenta de Santiago como linotipista para mantener a su madre y sus hermamos. En esos días de trabajo en la imprenta, el joven Moisés comienza a escribir seriamente poesía bajo el influjo de época, influencia del simbolismo y del modernismo tardío (de Verlaine a Villaespesa, de Rimbaud a Juan Ramón Jiménez y al Lunario de Lugones). Escribe también por la gravitación de un amor, todavía adolescente, con una chica que trabaja a la Carriego como costurera en los suburbios santiaguinos.
Con las letras del nombre de esa amada adolescente, Rosa Amelia del Valle, Moisés se construye un nuevo nombre: se transfigura, se vuelve poeta y publica su primer libro –todavía de entonación modernista– después repudiado por su propio autor, que titula, tal vez con un vago recuerdo lugoniano, Los poemas lunados.
Rosamel del Valle no es en realidad un pseudónimo, como podría pensarse en una lectura rápida. El nombre Rosamel es el producto de una reducción del nombre de la mujer amada: es el efecto de un corrimiento, de un desplazamiento de género y de universo discursivo (¿de la novela sentimental a la poesía?), y de una apropiación, un poco como ocurría en los poemas saturnales que, en ese mismo filo del siglo XX en el que nace el poeta, eran el objeto del afán de trabajo de Ferdinand Saussure en Suiza.
Más adelante vendría su conferencia sobre Gabriela Mistral, donde conocería a Humberto Díaz Casanueva, el poeta amigo que lo acompañará durante toda su vida, que se apaga en 1965. Vendrán también las lecturas del surrealismo francés y de las Elegías del Duino de Rilke, acaso en la versión de su amigo Casanueva. Son los años en los que Rosamel del Valle redacta los poemas que confluirán en Poesía (1939) y en Orfeo (1944), y las prosas de su novela Eva y la fuga, que se publica póstumamente en 1970, inspirada en la Nadja de Breton.
Una parte de la crítica sostiene hoy que la persistencia de la escritura poética de Rosamel del Valle en los poetas chilenos más jóvenes –sobre todo a partir de la mediación de Enrique Lihn y de Jorge Teillier– es una de las más potentes, tal vez junto con la de Vicente Huidobro y la de Nicanor Parra.
Así y todo, hasta hace unos veinte años, es decir, hasta comienzos del siglo XXI, el estado de la edición de sus obras era más bien penoso. En un texto sobre Rosamel, Alejandro Zambra asocia el nombre del poeta con la vieja práctica del fotocopiado. La situación comienzó a cambiar hacia 2001, con el nuevo siglo, con la publicación de dos antologías, una en Chile y otras en España, y con la edición más reciente de la obra poética completa del autor, en la que participó Hernán Castellano Girón, el crítico que más empáticamente (y, hay que decirlo, también más monumentalizadormente), se ha ocupado de su obra.
La visión comunicable, publicado originalmente en 1956, es parte de lo que se considera el tríptico de madurez de Rosamel del Valle, junto con Fuegos y ceremonias, de 1952, y El corazón escrito, de 1960. Es una serie en la que la poesía del chileno aparece como depurada cuando se la confronta con la pulsión vanguardista de su etapa inicial, entre el surrealismo y el creacionismo de Huidobro.
La lección madura de Rosamel del Valle –que muere pocos años después de regresar a su país– es más cercana al aliento largo de Rilke y al de Claudel que al de la pulsión rupturista. Es una voz en la que la experiencia de la lejanía con respecto al país y con respecto a la lengua es, creo, fundacional: no hay que olvidar que Rosamel escribe estos poemas durante su larga residencia en la ciudad de Nueva York, donde el poeta llega en 1946 gracias a las gestiones de Humberto Diaz-Casanueva.
Según cuenta la leyenda, Rosamel del Valle llega a la metrópoli de Norteamérica con un cartel que dice: “Soy poeta y no hablo inglés”. Llega, además, con una cámara Leica, un aparato portátil que no puede disociarse de la expansión de la sociedad occidental de consumo en los años de posguerra, expansión que tendrá como primer escenario precisamente a los Estados Unidos y que hará de Nueva York uno de sus faros de difusión mundial.
Toda la poesía del período neoyorkino podría entenderse como el desarrollo de la imagen del poeta que llega a la gran ciudad americana, entre la memoria de los poetas de lengua castellana que habían pasado por ella (Martí, Darío, Lorca) y la presencia de las nuevas migraciones masivas: como un extenso ejercicio de reapropiación de una lengua para la poesía y de observación en un momento en que las vanguardias históricas que Rosamel había conocido en los años veinte aparecen ya definitivamente exhaustas.
En Nueva York, Rosamel del Valle trabaja en el consulado chileno, aprende como puede –lo había hecho en juventud como linotipista con el francés– el inglés, deambula por las calles de la metrópolis y observa las formas de vida y los hábitos de la población que plasmará en las crónicas que enviará a medios gráficos de Chile. En sus merodeos urbanos por la isla de Manhattan, Rosamel del Valle registra con su cámara de fotos diferentes aspectos de la vida de la ciudad.
Y, además, filma aspectos de la vida urbana y de su vida cotidiana. Lo hace incluso con algunos jóvenes poetas de la costa Este con los que empieza a relacionarse, a los que lee, traduce y subsume también en su propia escritura poética, como Allen Ginsberg y los primeros beats. Con esos poetas y con otros más jóvenes (Carrasco recuerda cierta afinidad de la escritura de Rosamel con la poesía John Ashbery), el chileno comparte cierto tono elegíaco y cierta búsqueda de una matriz de escritura que piensa la respiración amplia del verso, que viene por cierto de Whitman, que Rosamel conocía seguramente por sus lecturas de autores en lengua francesa del simbolismo como Émile Verhaeren y, ya en más cerca en el tiempo, como dijimos, en Rilke y en Paul Claudel.
En algún momento, Rosamel escribió que el poeta “es un ser atento, en vigilia, alerta, responsable, y todo cuanto pase por él hacia la poesía deberá constituir la expresión de ese estremecimiento creador y captador». En el clima neoyorkino y en años cruciales en la vida creativa de la ciudad, el poeta chileno continúa escribiendo poesía y, al hacerlo, redefine los tonos y los alcances de su poética como exploración de ese “estremecimiento creador y captador”.
El poema que abre La visión comunicable insiste en una de las figuras constitutivas de toda la poesía de Rosamel, que busca captar ese estremecimiento: el tornasol (de hecho, la palabra aparece en el título del último volumen que publica en vida el poeta, ya de regreso a Santiago de Chile, donde muere en 1965: Adiós enigma tornasol).
Porque el tiempo es la memoria de los ojos en mi almohada
Y ha muerto el viajero alucinado por las llamas
Y muerto el amigo del doble laúd y muerto la joven
Dormida sobre un león en la memoria. Pero viven y cantan
Los gestos y las palabras olvidadas en una colina
En el día que en vano trato de recordar y que es
Mi propia resurrección postergada….
El tornasol es en la poesía de Rosamel punto nodal de un léxico que se expande, que abre campos de sentido y serie connotativas, que más que reflejar, genera una situación espectral del sentido. Estar en la puerta, estar a la espera, estar expectante: esa es la situación liminar, que acerca la poesía de Rosamel a experiencias radicales de la modernidad (cómo no pensar en Kafka -el más grande teólogo del siglo XX, según Giorgio Agamben–, y en su mesianismo, en su escritura como un estado de suspensión permanente, como figura teológica y política). Es una espera que a lo largo de los poemas se va articulando en figuras que se mueven entre la vida y la muerte (como la imagen fiel y a la vez evanescente de Jesús en el velo de Magdalena que Rosamel trabajan en uno de sus mayores poemas, incluido en El joven olvido, de 1949): apariciones, figuras fantasmagóricas, entre lo humano y aquello que está por fuera de la humanidad, lo que se percibe y se esfuma; lo que se manifiesta de algún modo presente pero de manera huidiza y fugaz,
No es absolutamente necesario abandonar a los fantasmas
Acostumbrados a permanecer con nosotros ni sería
Justo desdeñar sus conversaciones. Aun sus amenazas
No nos perturban demasiado puesto que de todos modos
No son sino criaturas en busca del sol por las alfombras.
¿Y qué diferencia hay entre personas y fantasmas?
Los poemas reunidos en La visión comunicable muestran que la poesía mayor de Rosamel se construye en un trabajo sobre las voces y también con una especie de colado de esas voces en el poema.
Debo estar cubierto de escamas. Vengo de ese ruido
Que hacen las personas apenas nombradas en las conversaciones
O esas que salen a las calles más solas que el olor a farmacia.
Pocas cosas más alejadas de una superficie textual heterogénea que la poesía madura de Rosamel del Valle, mucho más afín en este sentido al alemán literario y por momentos denso, a la lengua poética musical de Rilke, que al montaje de voces con el que operan Eliot en La tierra baldía (un poema que, por cierto, Rosamel admiraba) o Pound en la enorme serie de los cantos. En Rosamel del Valle hay, en este punto, una reapropiación lírica de las voces, un trabajo de refracción que no conduce a una heterogeneidad discursiva exhibida, sino que lo hace de un modo más íntimo y, tal vez, más feliz: como un entramado de voces, de un murmullo que persiste en la memoria.
El camino de Rosamel es un camino distinto, en la poesía chilena, de poéticas como las de Neruda o Parra. Su poesía, sobre todo la poesía madura que se plasma en la etapa en la que se inscribe La visión comunicable, es un pequeño memorial y un amuleto: una formación fantasmagórica que aparece entre el regreso y la escucha de un recuerdo.
Cántico de la visitación
Un día podrás ver que el invierno es un ojo frío.
Se sabe por los granos que forma el viento
Sobre la hierba distraída. La idea de un viaje
Es ese tambor sorda de las hojas. «El agua
Es más filuda este año. Naturalmente, los huesos
Necesitarán otro médico». Y otro sol me hablaba
Cuando empecé a andar por ese jardín inolvidable.
No debo dudar, sino creer. ¿Basta decirlo?
Un día podré contar los eslabones del tiempo y uno
A uno formarán esta imagen del ojo frío.
No, no quiero contar con el tatuaje del cuerpo.
El verano formó el fuego y el invierno la ceniza
En un día sin fin. Ahora pienso en la tranquilidad
De mi muerte ya que yo también formé mi muerte.
Una nube inflada de pronto y el grito de una lámpara
En mí, en ti y en una sala especial para viajeros.
¿Recuerdas el color de un mar invisible?
Con esa idea estarás a mi lado en la hora
De la gloriosa disolución. Sentada ahí
Como al borde de un precipicio, con los ojos
Fijos en mí a través de la tierra. Ninguna duda
Te impedirá verme en mi sombría desnudez.
Y yo sabré hacer el ruido justo, el signo
Revelador de que estás exactamente junto a mí.
Ya ves, mi breve resurrección. Un minuto de un siglo
Abierto de par en par entre tus ojos y mi cuerpo.
Un río lejano deslizándose en puntillas,
Un golpe de llave en la puerta profunda.
Y tu sol risueño paso a paso por las hojas secas
En conversación con el aroma irresistible.
Quizás busques el signo del hueco misterioso
Dejado por la desintegración. Quizás te turbe
Saber que todo sigue donde mismo. No te baste
Creer ni dudar. Si puedes, recuérdalo,
Tu mirada será ahí el día de la creación
Con los pájaros en profunda invención de la música.
Y como tuya será mi muerte, tuya será la mano
Creadora de la nueva noche para que no haga ruido
El tren que te cruce la boca al descubrirme.
Si quieres saber, escucha lo que te diga la tierra.
Ahí seré el profeta de palabras arrugadas. El misterio
Que nos unió seguirá con nosotros en esa sala de espera.
«Todo tiene un sonido de arpa. Con algunas notas
Se teje la putrefacción. Con algunas miradas
Sobreviven los huesos. No hay nada que temer. Se viaja
Como una nube al atardecer».
Oh pero yo pienso
En el sonido de arpa de tus ojos fijos. En la leve
Inclinación del mundo inanimado hacia lo inanimado.
En el resplandor del camino a través de absortos terrones,
En el cielo en descenso a semejanza del nacimiento de las lilas
Y sobre todo en tu ser en la muerte y sin la muerte todavía.
Unos ojos fijos, fijos. Un taladro radiante
Perforando el abismo que entonces me aparte de la vida.
La última visión en visita antes de la definitiva sequedad,
Antes que la casa del cuerpo pierda los pilares. Antes
Que se deshaga en ti tu mar y en mí la resurrección.
Sé que hay un viento de ojos grises alrededor de los muertos.
Tú podrás oírlo pasar por el jardín en viaje
Y quizás confundas ese ruido con una visión entre tú y yo.
Así sea. Pero no habrá necesidad de que preguntes.
Nadie intervendrá en el hilo de sol con que me mires.
En esa sala de espera. Y seguido de cebras y leones
Vendrá un dios a interrumpirte. «¿Por qué
Interrogar al hueco si el viajero está en el Paraíso?
Se asciende por la misma cuerda del descenso. No sólo
carne envuelve a esa visión que llaman cuerpo. Así
Por mí conversarás con quien te está escuchando».
Hay mundos creados para no ser vistos y palabras
Para no ser oídas. Ni el trueno sabrá ese día
Que habrá un silencio ardiente entre tu sol y mi noche.
No voces seguidas de cebras y leones
Ni abejas cargadas de sueño, ni un tercer viento
Cambiando el mar delante de nosotros. Sólo tus ojos
Fijos en mi sed y en mi júbilo como grillo entre cañas.
¿Habrá otro tiempo más vasto para recordar?
¿Para recordar qué, entre tantos sonidos? ¿Y si esa fuera
La mejor hora y si ése fuera el único modo de sentirse
Danzar entre visiones todavía? Lo sabremos. Tu mirada
Decidirá. No olvides mi colección de signos.
Quiero
Sellada tu boca. Soy el rey con fastidiosa corona
En tu sala de espera y en mi sala de figuras de cera.
Recuerda si quieres saber. Me verás colgado en el árbol
Con los pies sobre el mar. Y tu idea era
Ser una ola solitaria bajo mi garganta. Lo eres.
Mi lengua es una banca solitaria entre los dientes.
Y cuando tu padre baje a buscarte al fondo del mar
Se convertirá en estatua. Los trágicos recuerdos.
Los espejos trágicos pegados a los muros. ¿Recuerdas?
Quien recuerda está podrido. Tú eres el sol
Y yo me alejo por el hilo solitario de tus ojos.
Antiguamente se hablaba del ruiseñor. Tal vez oigas
Al ruiseñor del Paraíso con su noche a mis espaldas.
El viejo encantador de serpientes no pondrá más celo
En hacerme comprender su fábula. Pero habrá un órgano.
Una Sonata en muerte menor, Nº 1, opus 1, dedicada tal vez
«A la putrefacción de un hombre», sin que el nombre
Sea cambiado en circunstancias fortuitas. Podrás oírla
En ese instante en que el mundo se haya detenido
Al golpe de la vara fabulosa de Josué. Somos
La fábula sin fin. «Y verás crecer la hierba junto a ti».
Sentada ahí, a la manera del verdugo junto a la horca.
Con un sol rojizo en persecución de pájaros sin alas.
Ya no hay tranvías en la ciudad, hay corceles mecánicos
Que tampoco sirven para nada. Las enfermedades continúan
Y los sabios sonríen en su jardín de hongos atómicos.
El joven banquero va al hipódromo el día en que no hay bolsa,
Precisamente cuando las acciones bajan y se cotizan
Al precio de un creyente cualquiera. Las insatisfacciones
Corrosivas. Hoy se cambia de sexo con tanta facilidad.
Tal vez como se sigue el llamado de la estrella del demiurgo
No más mentiroso que un conejo. «El sol sale para todos»,
Dice el gusano, mientras se prepara para el banquete.
Un sol rojizo en cada corazón humano en vez del sol
Musical de las fieras de África.
Con el libro de las visiones sobre las rodillas.
El mundo sigue, pero tu mirada es un mundo nuevo.
En tal trance todo será posible y me dejarás hablar.
Los muertos dicen la verdad porque tienen clavos en la lengua.
¿Recuerdas esa flor con tres clavos y una corona? Habré
Olvidado su nombre. Lo habré olvidado, estoy seguro.
Mi madre acostumbraba regarla con lágrimas. Veía
Lo que ven las madres del segundo Fausto. Y yo vi
A Mefistófeles en el vino del tonel ardiente. Y amé
El amor faústico. Puedes suponerlo, los pecados
Surgen demasiado tarde y tardía es la absolución
Porque tarda dios en hacerse presente. «Pero
No tardarás en deshacerte».
Mi amigo era un fabricante de alas.
Lo sabes, todo se fabrica. Menos la muerte, aunque
El demiurgo sea un especialista en tatuajes. Aunque
Crea en la obscura sinfonía de la resurrección.
¿Y si tu mirada se corta de pronto y me deja caer?
Es difícil fabricarse la fe y la tranquilidad. Espero
Que esa estrella fija dure siquiera un minuto. ¿Será
Mucha eternidad para mi cuerpo rescatado?
Mi orgullo ¿qué mejor hora para el orgullo?
Se esforzará por retener el contacto con tu cuerpo
Cómo envejecí a la medianoche por reunir mis visiones.
Y qué altos estarán los pinos para servir de testigos
Del drama indescriptible. Cómo sé que las hormigas
Se deslizarán más pegadas que nunca a la tierra.
La estatua serás, la Gorgona serás y la rosa
Abierta hacia mi noche enmarañada. ¿Qué dios pudo
Imaginar alguna vez este diálogo entre el carbón y el rocío?
No, ni cuando se dispuso a echar a andar la fogata
Todavía inanimada de sus gigantes siete días.
Mas esa celeste tranquilidad tendrá su látigo:
Ciertamente, sabré que me estás mirando desde lo alto
De la tierra y más preocupada de mí que de tu próxima muerte.
¿Sabrás que el mensaje habrá llegado a su destino?
¿Sabrás que el trabajo de la disolución se habrá detenido?
¿Podré tocar el hilo que me estará uniendo a tus ojos
Y bastará ese temblor de cuerda de arpa para que todo sea
Como mi carne ciega lo ordene desde su reino?
En todo caso, adiós dirá mi ruido y adiós repetirás,
Visión sentada junto a mí y con el fin del mundo sobre las rodillas.
Links
- Datos del autor, documentos e imágenes. En Memoria Chilena
- Reseñas. «Versos tornasolados…», en Merece una Reseña, por Augusto Munaro / «Rosamel del Valle…», por E. Moga, en Taller de Letras
- Más poemas y datos de Rosamel del Valle. En La Cabina Invisible / Letras.mysite
- Libro Eva y la fuga
- Video. Documental sobre Rosamel del Valle, serie Los Videntes (Fondo de Cultura de Chile), 2011