Mercedes Roffé. Glosa continua

Glosa continua, Mercedes Roffé, Buenos Aires, Excursiones, 2018

Prólogo por Mercedes Roffé

(Fragmentos seleccionados por la autora)

“Extraña emoción… cuando recobramos el mundo por otra ventana”, consigna Henri Michaux a poco de iniciar sus Escritos sobre pintura. Se refiere, claro está, a esa libertad esencial que le hizo alternar la poesía con la acuarela y la tinta, la palabra con el grafo, el discurso con el gesto.  […]
De una expectativa similar nacieron estas prosas, especie de diario intelectual en el que cada entrada es una suerte de escolio a un texto –no necesariamente escrito– que por alguna razón me compromete a participar en cierta forma de diálogo.
El término «glosa» conserva aquí el sentido que originalmente le dio la tradición exegética, es decir, el de una anotación o apostilla inserta en el margen de un texto considerado “maestro”. El adjetivo «continua» forma con él un oxímoron deliberado, ya que si alguna condición se le podría reconocer a la glosa es la de ser puntual, en el sentido de centrarse en algún pasaje específico de la «autoridad» que comenta. El término no alude aquí a la extensión de cada pasaje ni a la ilación entre un pasaje y los otros, sino a esa permanente inconstancia tan propia de la mente humana que nos lleva a proponer una voz alternativa –ya sea de disidencia, de aceptación o de encomio– frente a todo aquello que invita a una reflexión.
Este libro surge en principio como un diálogo casi personal con algunos ensayos literarios o filosóficos que me atrajeron particularmente, como Idea de la prosa, de Agamben, Letra herida, de Nuria Amat, El autor y la escritura, de Jünger, o el fundante Livre de lectures de Marthe Robert. De ellos, quizás, algunos de los temas iniciales que dieron materia a mi escritura. […]
Pronto esas notas se fueron independizando y buscando otras fuentes de diálogo, sus propios «textos maestros» a los que afiliarse como un comentario o una nota al pie –no por pudor o modestia, sino por la potencialidad que asocio a este tipo de márgenes, y la atracción que despiertan en mí, en la medida en que abren otros espacios de meditación posibles, otras poéticas de la reflexión.
Así, la inagotable sensatez de Canetti, algún pasaje de Cioran o de María Zambrano, de Cixous o de Gottfried Benn, Formas breves de Ricardo Piglia o Poesía etcétera de Jacques Roubaud, fueron sirviendo, cada cual a su modo, de nuevas guías o interlocutores. Los temas y motivos de interés se fueron así expandiendo para dejar entrar también materias no exclusivamente literarias: una muestra de pintura china de los dos últimos siglos; consideraciones alrededor del tema de la traducción; la lectura de los románticos; la concepción del desnudo en Oriente y Occidente; el arte de los simbolistas y las diversas posibilidades de entrar en contacto con su mundo y sus obras. […]
Pero mal se haría en limitar esas fuentes a aquellos textos de reflexión escritos exclusivamente por escritores. Ensayos de poética, reflexiones sobre el propio hacer y sobre lo que lo circunda, son también los escritos de Chillida, los de Tapiés, los de Antonio Saura, los de Cage, los de Louise Bourgeois, los de Satie, las innúmeras respuestas de Cixous sobre su vida y su obra; las parcas pistas que adelanta Pärt sobre sus composiciones; las múltiples entradas a su universo que David Lynch facilita en todos los soportes posibles; las magníficamente heterogéneas notas de Giacometti, ya que ninguna de estas obras sería pensable fuera del marco de la construcción y develamiento de la poética propia de cada creador. […]
Estas son las líneas que desembocan en Glosa continua. De allí quizás su inmediatez y sus desvíos. Esa es su genealogía y su marco de referencia; esa la caja de resonancia que hizo posible este diálogo sostenido, múltiple y abierto, paradójicamente tan cercano a un monólogo interior.

 

Glosa continua

Selección de Valeria Cervero

Se cree que la poesía –acompañada de música o no; música ella misma– se habría originado en el deseo de comunicarse con lo divino. Se quería estar en contacto con otra realidad. Es verdad que la experiencia de lo divino, la necesidad de unión con lo sagrado, en su sentido originario, parecería no estar tan presente hoy día en la vida de los individuos ni de la comunidad como tal. Sin embargo, es posible que la poesía y otras formas del arte sean uno de los pocos reductos que todavía desempeñan esa función primordial: unir al ser humano con una instancia trascendente de la vida, del universo, de su propio estar en el mundo. En las cuevas de Altamira, los primitivos dibujaban aquello que luego iban a hacer, como un modo de convocar el futuro para que este se cumpliera favorablemente. Muchos poetas continúan reconociéndole al poema esa función convocatoria: un canto o parlamento –en su acepción teatral– capaz de conjurar otros mundos posibles, otras realidades y otras instancias del ser.
Aun así, mucho se insiste en que la poesía –aun la más abiertamente política o social– no logra, por sí misma, alterar las durezas de la realidad que (d)enuncia. Pero tal vez, si pensáramos en que su ámbito no sería alterar el devenir histórico como lo haría una ley o un tratado diplomático, sino convocar la materialización de un deseo, como prefiguración de un mundo esperable e imaginariamente realizado, quizás podríamos decir que la poesía sigue cumpliendo esa misma función performática que cumplía –y sigue cumpliendo– en entornos llamados «primitivos». Una función política en tanto acto de habla.

 

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Oh sí, el cuerpo se inscribe en el poema tanto como el poema en el cuerpo. Cuídate de las palabras que usas. Cuídate de lo que dices. La palabra es como un espejo. No quieres saber lo que serían los siete años siguientes a una necia, prepotente imprudencia.
Igual influye el cuerpo en el crear. Cioran habla de sí mismo como de un “epiléptico frustrado”. Sé a qué se refiere. A The Midnight Disease.1
Al lóbulo parietal izquierdo. Redon. Seguramente Blake. Dibujar, o a toda costa, seguir el trazo. La poesía como actividad de la mano.

 

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Era el año 2001 y el Met acababa de montar una muestra sencillamente soberbia bajo el lema “Nineteenth- and Twentieth-Century Chinese Paintings from the Robert H. Ellsworth Collection”. ¿Cuántos artistas integraban la muestra? ¿Noventa, cien? Difícil precisarlo, pero los había tradicionalistas y modernos; con mayor o menor contacto con el arte occidental; los había aristócratas y de pocos recursos; los había viajeros y sedentarios, del continente y de las islas, figurativos y abstractos, académicos y autodidactas, comprometidos, metafísicos, ornamentales… Ni una mujer, en dos siglos.
No hubo circunstancia lo bastante enorme que el talento del hombre no hubiera sido capaz de superar. No hubo talento lo bastante enorme capaz de superar la circunstancia de haber nacido mujer.

 

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Muchas veces se habla de la poesía como una búsqueda. Hay culturas o lenguas –como la griega–, o momentos o autores –como Huidobro–, que perciben la poesía como creación pura, original, como la que crean los dioses, esos “pequeños dioses” que eran los poetas para el autor de Altazor, por ejemplo. Hay otras épocas, otras lenguas, otros poetas –como los trovadores– en las que la poesía se asocia más al acto de encontrar, de hallar, que al de crear o buscar. Me siento más cerca de esta experiencia: la de la poesía como posibilidad de encontrar. Como un don, tal vez.
Uno no busca nada; a veces halla; a veces es hallado, atravesado. Como dice la Esposa en el Cántico de San Juan: “me hice perdidiza y fui hallada”. Es ese estado (¿de pérdida? ¿de perdición?) el que posibilita el encuentro, más allá del control, de la indagación dirigida hacia algo que se presupone o se espera.

 

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Pero tal vez haya otra manera de entender la idea de la poesía como búsqueda. Una entrada distinta, que relacionaría con la inquietud que me produce cierta forma de hiper-producción actual, de esa desproporción abismal entre lo mucho que se escribe y lo poco que se ilumina –en un poema, en la obra de tantos poetas, y aun en el conjunto del fenómeno editorial de las últimas décadas.
Es esa búsqueda para la que reivindico el uso de una palabra demasiado usada, desgastada incluso, pero que me permite acercarme a una cierta intuición: la palabra “voz”, la “voz poética”. Una voz que no significa una voz uniforme, anquilosada, siempre igual a sí misma, que más que una voz propia suele ser una voz muy compartida. Tampoco me refiero a esa voz monótona, reiterativa, de aquellos poetas que, una vez encontrada una veta, un registro, una temática, siguen produciendo por décadas más o menos lo mismo. Y aquí la palabra “producción” recupera su sentido más lineal, si se quiere, de producción en serie. En estos casos, la voz queda fijada como una especie de matriz, de molde, como un destino decidido “de una vez por todas”, en el desdichado momento en que, por alguna razón, el poeta queda satisfecho con algún aspecto de su obra.
A diferencia de esto, lo que entiendo por “voz” es un discurso que dé fe de una particular lectura de la tradición poética y que a la vez articule un paso hacia lo próximo, lo distinto. Algo que recupere y supere la tradición, que se inscriba en ella y a la vez opere sobre ella, la trascienda.
Aun cuando no considero que esa articulación pueda “buscarse” conscientemente, tal vez sea el aspecto de la experiencia poética que más legítimamente podría pensarse en términos de búsqueda, de investigación –en el sentido en que un artista investiga el efecto del cambio de un color, o de una determinada cualidad matérica; en el sentido en que se puede pensar en las Variaciones Goldberg o en todo Bach, si se quiere, en términos de investigación. De la variatio como una investigación de la memoria… del infinito; de esa memoria de la que se habla en el Fedro.

 

1 Alice W. Flaherty. The Midnight Disease. The Drive to Write, Writer’s Block, and the Creative Brain. Boston/New York: Houghton Mifflin Company, 2004; A Mariner Book, 2005.

 


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