Buenos Aires, N Direcciones, 2023
Lucrecio, o sobre la tendencia venusina a la combinación (Fragmento inicial)
Qué inquietante es reconocer cómo la precisión de las imágenes con las que Lucrecio argumenta, en la sección final del libro IV de De rerum natura, una crítica al amor pasional (o, si no fuera anacronismo, romántico) proviene no solo de un dominio del arte de la poesía cuyo nivel de riesgo y experimentación fue fundamental para que apenas décadas después fueran posibles obras como las de Virgilio, Horacio, Ovidio o Propercio, sino además de un evidente conocimiento por experiencia del mismo fenómeno que critica. Parece poco verosímil pensar que, por ejemplo, las referencias a la tendencia a unir salivas y morder los labios de la compañera o el compañero en el acto sexual (iunguntque salivas / oris et inspirant pressantes dentibus ora, vv. 1108-1109), o la perturbación que puede generar creer distinguir en el rostro de nuestra pareja los signos de una sonrisa cuya causa desconocemos (quod putat in vultuque videt vestigia risus, v. 1140), procedan simplemente de sus lecturas estudiosas de la poesía griega arcaica o de la epigramática helenística; es decir, del proceso de documentación bibliográfica que se espera de un poeta docto.
Este reconocimiento aparece en la casi única mención a la vida de Lucrecio de que disponemos, debida nada más y nada menos que a San Jerónimo, responsable de la traducción de la Biblia hebrea y griega al latín en el siglo IV que, conocida con el nombre de “Vulgata”, fue consagrada en el Concilio de Trento como la única auténtica para la Iglesia católica. En esa mención se lee que el poeta habría nacido en el 94 a.C., que habría escrito algunos libros en los intervalos de una locura causada por un filtro amatorio, que esos libros habrían sido enmendados por Cicerón y que se habría quitado la vida un año después de haber cumplido 40. Los libros nominados en plural, en forma indeterminada y tal vez hasta despectiva (aliquot, “unos cuantos”), son de hecho los seis que componen De rerum natura, único ejemplo de un poema filosófico o científico de la antigüedad que nos ha llegado en términos exhaustivos; en este caso, una exposición materialista de una física del universo con el fin de que el lector se deshaga de supersticiones (el término habitual es religio), abandone temores inútiles ante tormentos luego de la muerte dado que tanto el alma como el cuerpo son perecederos y están confeccionados del mismo material que compone todo lo demás, y advierta en un placer sin dolor el verdadero objetivo de la vida: cuerpos recostados al sol, junto a un arroyo, entre hierbas suaves.
Esto será y no será una digresión. Al trasladarse de Roma a Belén con la idea de trabajar en la “Vulgata”, Jerónimo trasladó también la biblioteca clásica que lo había formado. De ahí que una noche haya tenido la pesadilla que cuenta en 383 d.C. en una cuarta a un seguidor y según la cual era llevado ante un tribunal de Dios, se presentaba como “cristiano” y el juez Supremo lo contradecía diciéndole: “Mentís. Sos ciceroniano, no cristiano” (Mentiris. Ciceronianus ex, non christianus, XXII, “Ad Eustochium”). Aun hecho con el material delicado de los sueños, el episodio extraordinario en su capacidad para indicar la enorme transformación cultural que ocurría en esa época no solo en el cuarto donde dormía Jerónimo. La tensión entre el placer que brindaban todavía los períodos de una frase de Cicerón y la necesidad de aceptar su pertenencia a un orbe pagano del que había que abjurar de una vez es testimonio de esa transformación en curso. A la mañana siguiente, su espalda estaba cruzada por marcas de flagelación. Era evidente que esas marcas eran una advertencia sobre su pasión por la sintaxis latina; también que, de modo muy diferente al propuesto en De rerum natura, hay ahí un vínculo con lo divino tramado por la culpa, el temor y el castigo. Por eso convendría imaginar a Jerónimo escribiendo la mención a la locura amorosa y el suicidio de Lucrecio con las heridas en su espalda sanadas, confirmando ya sin conflicto una conversión que pronto sería la de un hemisferio.
Más allá de que la idea de lo concluido o acabado muta a través del tiempo, al punto de que lo que hoy concebimos como incompleto o incongruente puede no haber sido evaluado así en otra época, ya en la mención de Jerónimo De rerum natura aparece como un texto distante de lo definitivo. Sin contar la referencia obva al acto de la emendatio ciceroniana o la acusación de locura, la afirmación de que su autor habría interrumpido su vida favorece las sospechas de una interrupción correlativa en la escritura. La repetición de ciertos versos o hasta de pasajes completos que se verifica en la obra, además de anuncios de temas por venir que nunca vienen, han brindado desde entonces motivos para estimar que al texto le habría faltado, al menos, una última revisión, si bien algunos extremaron la percepción de las inconsistencias hasta llegar a considerar que la parte final del sexto y último libro, en la que se relata de modo específicamente cruento el episodio de la peste de Atenas (adecuado para rememorar el reciente de la pandemia). constituiría un error, ya que sería incongruente que un poema escrito con el objetivo de promover el valor epicúreo de la ataraxia (es decir, un estado constante de tranquilidad) concluya con un panorama pletórico en desesperación y pilas de cadáveres.
Pero la arquitectura del poema es sorprendente. Porque esas imágenes finales de desolación, desorientación y destrucción se balancean con la pieza hímnica que abre el conjunto, dedicada a una Venus que inscribe el poema en la tradición romana en tanto progenitora de Eneas y que, ya en el verso inicial, es asociada a la palabra voluptas (placer) como esa fuerza que, con el arribo de la primavera, inunda todo y favorece con su aguijón que manadas y bandadas, por llanuras, ríos y cielos, vayan a la busca de la propaación de las especies. En un gesto que es a la vez continuidad y diferencia con respecto a la tradición épica grecolatina, Lucrecio convoca a Venus para que sea su socia en la escritura de los versos sobre la naturaleza de las cosas; también para aplacar el clima de guerra civil de sus días, inconveniente para encarar un proyecto de semejante dificultad y para leerlo luego con “oídos vacíos y mente sagaz” (I 50). Este pedido de paz se presenta mediante una escena de picnic en la que un Marte armipotente, reclinado sobre el regazo de la diosa, tira, “vencido por herida eterna de amor” (aeterno devictus vulnere amoris, I 34), su cuello tornado hacia atrás elevando hacia ella una mirada ávida. Por supuesto, abrir con un himno a Venus un libro que insiste en que los dioses no tienen ningún tipo de vínculo con este mundo, dado que ellos viven justamente en ataraxia pura (o, como imagina Bergson, disfrutando del placer de la conversación en lengua griega), brindó más motivos para continuar inspeccionando incongruencias aparentes. Porque en este caso lo relevante está en advertir cómo, si en el final del libro VI la potencia de destrucción es radical, también es radical en el inicio del libro I la potencia de generación: embobado, Marte parece haberse olvidado al menos por un rato de su función sempiterna (Marx quedaría embobado a su vez ante el oxímoron espectacular que lo dice en el verso 869 del libro III, y que utiliza para anunciar el movimiento de crecimiento continuo de las fuerzas productivas: mors immortalis, “muerte inmortal”).
Como si el modelo para el poema hubiera sido el de la física democrítea y epicúrea que el poema expone, según el cual no existen eternamente sino vacío y elementos primordiales (es decir, indivisibles), finitos y de formas diversas, los cuales debido a colisiones contingentes y conexiones subsecuentes forman innúmeros mundos ocasionales como este sometidos, desde su constitución, a la ley de degradación, es evidente que Lucrecio compuso los versos desde la puesta en valor de la combinación. La correlación entre la apertura y el cierre constituye la combinación mayor, pero el criterio se verifica además en la disposición por pares de los seis libros: los dos primeros dedicados a dar cuenta de los elementos fundamentales de la física, con una referencia a la infinitud y la multiplicidad de los mundos; los dos siguientes para referir las características mortales del alma (anima) y una teoría del conocimiento basada en los sentidos; los dos últimos para mostrar el carácter perecedero de estos cielos y esta tierra, esbozar una narrativa de la humanidad y abordar racionalmente los fenómenos meteorológicos tomados por siglos como signos de divinidad. También aparecen organizados de a pares los proemios de cada libro, destinados tanto a exaltar la figura del maestro Epicuro como a exponer los desafíos específicos del proyecto. Su conciencia de la combinación está testimoniada además para el uso de una analogía, de genealogía atomista, entre los primordia o elementos primarios del universo y las letras que componen cada palabra. Por eso no es extraño que incluso el metro elegido, el hexámetro dactílico, sea concebido también como ámbito de combinaciones; así, al hablar de las semillas del hombre y la mujer en la reproducción, mezclando los términos como si mezclara las semillas, escribe en IB, 1259: crassaque conveniant liquidis et liquida crassis (“densas covienen a líquidas y líquidas a densas”).
Sobre la traducción [3 Pasajes]
Cuando en el pasaje sobre los rasgos hereditarios Lucrecio menciona los elementos primordiales del universo (primordia, IV 1220) que, ocultos en los cuerpos de los padres, proyectan características de generación en generación, no solo conecta el acto sexual con los postulados mayores de su física; ubica también composición del semen una advertencia sobre la lectura del poema y, por tanto, sobre cualquier intento de traducción, al llamar la atención sobre cómo su física y su poética a la par se extienden en articulación a través de las distintas partes y niveles de los seis libros. ¿Qué implica eso? Que será inadecuado tomar una decisión acerca de si traducir o no traducir un pleonasmo sin sopesar a la vez cómo aquellos corpúsculos primeros, moviéndose eternamente en trayectorias paralelas en el vacío, de pronto hacen una torsión mínima, chocan, se combinan de modo contingente y generan la existencia de este mundo, este poema e inclusive esta versión.
Tal vez por el eso el problema en el que más me demoré fue el del valor del verso, desde la convicción de que esa elección afecta el pensamiento del poema. En principio, en la torsión de los versos ya está la de los corpúsculos o materia primera. Por eso busqué en la mayoría de los casos, sin contrariar demasiado la sintaxis española, mantener su diseño o, dicho de otro modo, su sistema de distribución.
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En su predilección por las aliteraciones (in somnis sudare tamen spiraque Semper, IV 988), Lucrecio exhibe su percepción material de la lengua; incluso de la lengua como ese órgano que la intenta pronunciar en fricciones disímiles contra los dientes. Lo mismo sucede con la constante repetición de términos, que en ocasiones se vuelve figura como en quae complexa viri corpus cum corpore iungit (“que envuelta acopla su cuerpo al cuerpo del varón”, IV 1193), donde el sintagma corpus cum corpore, además de transmitir una trabazón pareja, enseña que el trato con las palabras no es tan diferente al trato con un cuerpo.
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El lector antiguo arquetípico y por tanto inexistente iba desenrollando un papiro en el que veía un bloque compacto de palabras que incluía ocasionalmente abreviaturas; o sea, solo iba desenvolviendo el poema en el sopesar de las sílabas largas y breves de los seis pies: menos en los ojos que en la oreja. Asombra pensar cómo la enorme distancia cultural que separa los tiempos homéricos de estos próximos a la aparición de Cristo está relativizada en la predisposición auditiva hacia el esquema del hexámetro. Es evidente que la historia se escandiría de otro modo si el criterio para estimar interrupciones y continuidades pasara por el oído. Pero esa lección no es unidireccional; también ha de ser proyectada hacia nuestro tiempo, para entender así que la intervención denominada, con mayor o menor for untuna, “verso libre”, excede una decisión personal y vuelve los miles de intentos por retomar una métrica clásica un testimonio ejemplar de pensamiento ahistórico.
De los sueños / De las cosas venéreas
LUCRECIO
De la naturaleza de las cosas
IV 962-127
Y así como cada uno está adherido a una pasión
o a esas cosas en que mucho nos hemos demorado
y en que la mente ha disfrutado más de cavilar,
eso mismo aparece con frecuencia en los sueños:
los abogados pleitean causas y componen leyes,
los generales combaten viéndose en batallas,
los marinos continúan sus disputas con el viento,
yo hago esto: busco la naturaleza de las cosas
siempre y hallada la expongo en páginas patrias.
También al parecer otras pasiones y oficios
engañan en sueños el ánimo de los hombres.
Y en quienes por días sucesivos se entregaron
a los juegos del circo, vemos con frecuencia
cómo al dejar de ser usurpados sus sentidos
pasos abiertos quedan sin embargo en su mente
por donde logran sobrevenirles simulacros
de modo tal que aún días después se le aparecen
ante los ojos, incluso en vigilia, y creen ver
a quienes bailan y mueven sus caderas flexibles,
el canto líquido de la cítara y cuerdas parlantes
alcanzan sus oídos y hasta perciben la multitud
mientras variada esplende la decoración escénica.
A tal punto son importantes pasión y placer
y esas cosas de las que acostumbran ocuparse
no solo los hombres sino los animales todos.
En efecto verás caballos briosos recostados
en sus sueños sudar resoplando siempre
como si con fuerzas máximas se dispararan
abiertas ya las cuadras a conseguir las palmas.
Y los perros de caza durante su reposo calmo
de repente agitan sus patas, ladridos súbitos
emiten y hasta olfatean el aire con sus hocicos
como si hubieran hallado el rastro de la presa
persiguiendo a veces ya despiertos simulacros
ilusos de ciervos que ven lanzados a la fuga
hasta que, disipado el error, vuelve en sí.
La progenie tierna de los cachorros domésticos
insiste en saltar alzando su cuerpo del suelo
como si distinguiera figuras y caras ignoradas.
Y cuanto más ásperas sean algunas especies,
tanto más necesario se ensañen en sueños.
Así aves multicolores huyen y con sus plumas
alborotan bosques sagrados durante la noche
si en un sueño ligero ven gavilanes en vuelo
que las persiguen para presentarles batalla.
Incluso las mentes de quienes con gran afán realizan
grandes acciones, eso mismo replican al dormir:
los reyes expugnan, son capturados, combaten
y, como si ahí mismo los degollaran, chillan.
Muchos luchan hasta el fin gimiendo de dolor;
como si devorados a mordiscos por una pantera
o un león cruel, de clamores colman la casa.
Muchos en sueños hablan de temas importantes
(alguno hasta comenzó su crimen alguna vez).
Muchos mueren. Muchos como desde monte alto
precipitados con todo su cuerpo hacia la tierra
se aterrorizan y, casi captada su mente en el sueño,
apenas si vuelven en sí con cuerpo transpirado.
El sediento junto al río o a una fuente amena
se detiene y mete en el torrente todo en su garganta.
Con frecuencia los niños, vencidos por el sueño,
creyéndose ante un pozo o tinaja se desvisten
y el líquido filtrado por todo el cuerpo derraman
arruinando espléndidos tapices babilónicos.
Y a quienes la efervescencia de la edad insinúa
el semen creado al madurar en sus miembros,
simulacros de algún cuerpo también los asaltan,
emisarios de un rostro luminoso o de bello color
que irritan los sitios túrgidos por el mucho semen
hasta que, como si todo hubiera sucedido, vierten
chorro de líquido ingente manchando el vestido.
Links
Reseña. «Lucrecio», por Silvio Mattoni, en Otra Parte