El libro de los helechos
Marcelo Rizzi
Barnacle
Buenos Aires
2018
Por Daniel Freidemberg
“Consistencia” es una de las cualidades que sobre todo le encuentro a la poesía de Marcelo Rizzi: nada está, ni en “lo que se dice” ni en la disposición sonora de las palabras, sin que parezca haber una profunda razón para que esté; nada hay —ni una palabra, ni una idea, ni la medida y la acentuación de un verso ni la relación entre un verso y otro ni el momento de poner un tácito punto final— que no esté en el lugar en el que debe exactamente estar; nada está por estar nomás: “algo” por detrás o por adentro lo sostiene, “algo” reclama aparecer ahí escrito, necesariamente. Y la otra es “singularidad”, porque, aunque pueda recordarme un poco a actitudes o modos de Giannuzzi o Girri, a eso que la escritura de Rizzi me ofrece solamente me lo ofrece esa escritura, ninguna otra, pero es una singularidad que no se exhibe como tal, que está presupuesta: se trata de hacer lo que hay que hacer, lo único que de verdad se puede hacer, no de ganar puntos para algún ránking.
Austera, serena, distanciada, en un lenguaje discretamente culto, la de El libro de los helechos es una poesía reflexiva: lo que existe o lo que ocurre es registrado para ser sometido a consideración, no para llegar a alguna certeza sino porque vale la pena pensarlo. Siempre extrañado (nada aquí es natural, aunque tampoco extraordinario), es el trabajo o juego de discurrir lo que importa, y, en lo que tiene de revelación, de contacto y de movimiento, es el de llevar a cabo ese trabajo o juego uno de los placeres que uno le agradece a esta poesía.
Textos de El libro de los helechos
la adversidad convierte a uno
en testimonio férreo de lo táctil:
se va hasta los robles más purificados
como si fuese la primera vez,
y se regresa con los dedos manchados
de azul para conjeturar la próxima;
otros son los procedimientos
y las consecuencias si uno se demora
un poco más, al verse en tales
circunstancias tratándose de un álamo;
con el mismo cuchillo de los dones
habrá de sanarse lo sano,
o cavar con huesos o maderos
una nueva trinchera;
con palabras sucias de tierra
ladear los panales de la luna,
los primeros de cien soles
esparcidos por la arena
*
quizá haga falta que el mundo
envejezca un poco más,
o que fuese finalmente reducido
a su propia humareda;
en otro tiempo la boca era la puerta,
el puente el arco triunfal;
hoy no hay futuro de astilla
para el árbol caído ni para el alcanfor
de las húmedas literas;
las aves de ultramar regresan otra vez
con vendas en los ojos: tantean el misterio
de la carne abscóndita,
huelen al polvo de la separación,
al vapor de mercurio;
traen novedades en la dicha de la sal,
en lo póstumo del sueño
*
explicar las cosas por lo que no son
y aceptar las consecuencias:
toda ablución llega a su fin
y mi ala se apresura para retomar
el vuelo; liberada de todas las vías
para la ascensión, soplo habrá
o aliento glauco, marea que exhiba
en cada borrasca minúsculas ofrendas
sobre una mesa sin mantel;
cierto es que, aunque en otra parte,
seguirá siendo ella misma ala
—como no habrá jamás futuro cielo
que no haya sido ya imposible y griego
Links
- Más poemas del libro. En El Poeta Ocasional / Paper Blog
- Reseñas. «Aceptar las consecuencias», por C. Schilling, en La Voz
- Entrevista. «El poema como paradoja», por A. Munaro, en Colofón