Nota y selección de poemas que actualizan la poesía del gran Baldomero. En este artículo, Carlos Battilana realiza una nueva lectura, recupera poemas e interroga la idea (aún muy vigente) de la poesía que surge de la relación entre la mirada y las cosas vulgares, de la que Fernández Moreno fue un iniciador.
Artículo y compilación: Carlos Battilana
Baldomero Fernández Moreno es un punto de inflexión en el tratamiento poético de la ciudad moderna y del campo argentino, en ese período transicional entre el modernismo y la vanguardia. Ve la ciudad y los pueblos rurales, y condensa en ese acto perceptivo una nueva economía poética al introducir tópicos sorprendentes. Escribe, por ejemplo, en 1917 acerca de los desechos y el detritus de la ciudad, como leemos en “Versos a un montón de basuras”. O introduce vocablos y expresiones que para la época carecían de prestigio poético (“cachivaches”, “morondanga”, “callejear”, “vivitas y coleando”, “la sin hueso”). Poetizar la basura es un mensaje que Fernández Moreno recoge de la tradición poética moderna: los restos, la podredumbre y la materia putrefacta podían ser motivos del poema, como la carroña lo había sido para Baudelaire. El descubrimiento del discurso ordinario y coloquial como posibilidad estética para designar aquello que ve el poeta, incrementaba la crisis de un lenguaje de abolengo concebido como el lenguaje diferencial de la poesía. Lirismo y reflexión, ironía y modulación armónica, verso y prosa, visión urbana y visión introspectiva se articulan, se fusionan y se escinden, se distancian y se vuelven a fundir en los discursos poéticos de este periodo de transición y transformación. Si un rasgo básico del modernismo es la visión analógica heredada de los románticos y también, en parte, de los simbolistas, los poetas posmodernistas comienzan a resquebrajar esa analogía universal mediante la ironía y el lenguaje coloquial. De este modo, el poema ya se incluye plenamente en el ámbito de la contingencia. La poesía concebida como conciencia inscripta en el tiempo lineal de un sujeto poético que mira el campo, los pueblos rurales y la ciudad (al mismo tiempo que mira a sus semejantes), resulta una intervención precisa en la segunda década del siglo XX. Baldomero Fernández Moreno es una figura que sintetiza esta actitud.
¿Cuál es la novedad de Baldomero Fernández Moreno? Realiza un acto que si bien no tuvo el alcance de una ruptura extrema, no por eso dejó de ser novedoso. Al evocar los inicios del poeta, Borges escribe hacia 1940 para la revista El Hogar lo siguiente: «Había ejecutado un acto que siempre es asombroso y que en 1915 era insólito. Un acto que con todo rigor etimológico podemos calificar de revolucionario. Lo diré sin más dilaciones: Fernández Moreno había mirado a su alrededor».
Si revisamos la poesía de Fernández Moreno, los vocablos “ver”, “mirar”, “observar”, “divisar”, “contemplar”, conjugados en distintos tiempos verbales, abundan. Borges denominó al procedimiento del poeta una “operación ocular”. Fernández Moreno no propuso nuevos símbolos estéticos, como los consagrados durante el fin de siglo y las primeras décadas del XX con el cisne y su eventual reemplazo, el búho. Realizó una labor de naturaleza perceptiva: mirar los objetos del mundo, no en su condición de emblemas ni tampoco en términos alegóricos, sino en su mera condición material.
Dos filas de casas grises
y dos de árboles que tiemblan.
Y, cuatro índices flacos,
hacia el fondo, las barreras.
(“Calle”, Intermedio provinciano)
Ni cisnes a lo Darío, ni búhos a lo González Martínez, ni avestruces como propondrá más adelante César Vallejo como tercer y último término de la saga simbólica. Fernández Moreno miró las cosas en su condición de cosas, y propuso con esa sencilla maniobra un renovado acto de percepción sobre lo cotidiano mediante una regulada elisión del yo en favor del objeto.
Escribe John Berger que toda “imagen incorpora un modo de ver” (Modos de ver). Mirar implica una posición, un punto de vista y, la mayoría de las veces, una elección: ¿qué mirar?; ¿desde dónde hacerlo? Elegir un objeto para observar supone una rúbrica. Cuando se mira (una persona, un objeto, un paisaje), la percepción está atravesada por los vaivenes de la sensación y el sentimiento. Fernández Moreno nombró la materia de lo cotidiano desde una perspectiva en la que aparecen marcas deícticas reconocibles bajo el imperio visual de los objetos. Las formas de la subjetividad aparecen, pero sin la hipertrofia romántica. Escribió Ezequiel Martínez Estrada, en un artículo que le dedicó a Fernández Moreno, aparecido en Nosotros en 1941, que su obra tiene “esa serenidad de lejanía”. Y agrega: “Lo que se ha llamado su objetividad en la intimidad, su aparente impasibilidad, es amor desde la distancia. (…) Por eso es también un espectador de sí mismo, un cantor de sus emociones, sin dolor y sin alegría”. Poetizó el entorno a partir de la observación y, al incluir esa materia cotidiana alejada u opuesta a la de una esfera artística cifrada por lo intangible, produjo un efecto paradójico sobre lo más frecuente: un efecto de extrañamiento.
Tranquilamente la comida observo:
son cuatro hombres y una mujer vieja.
Ellos están caídos sobre el plato,
comen con rapidez y silenciosos.
Con cada cucharada me parece
que se tragan también un pensamiento.
Y en camisa los cuatro, recogidas
las mangas hasta el codo, y en la espalda
las equis negras de los tiradores.
Ella atiende a los cuatro como puede,
solícita, nerviosa, hasta con miedo.
Se ve que con el último bocado
se han de ir a dormir sin más palabras.
La única alegría de la mesa
es un sifón azul que está en el medio.
(“Cena”, Ciudad)
Fernández Moreno realizó una operación previa a la transfiguración estética del referente en símbolo poético, en una suerte de registro original donde confluyen sujeto y objeto. En el poema “Cena” hay un sifón que funciona como una metáfora a través de la comparación de los dos términos (“alegría” / “sifón”). Obra como contraste de una escena de sopor y pesadumbre. El objeto no opera como un símbolo que condensa una estética, como había ocurrido con la figura ideal del cisne durante el modernismo. El objeto sigue siendo un sifón y forma parte de una visión de lo contingente. La escena se torna poética a partir de la mirada que percibe una controversia o disonancia entre el objeto y el contexto. El extrañamiento, en verdad, no afecta tanto a la percepción del objeto cotidiano, que persiste en su condición material, sino a la puesta en escena de la percepción: “Tranquilamente la comida observo”. La representación de la percepción en los poemas de Fernández Moreno (“veo la calle”; “miro a lo lejos”; “observo cómo humea”; “las cosas las ves soñando”; “perdida la mirada en cualquier cosa”; “ojo avizor”) es una teatralización de la mirada, una suerte de performance perceptiva. También se puede considerar una forma renovada de abordar los objetos y de habitarlos por el discurso poético a través de la percatación del acto de mirar por parte del sujeto lírico. Si bien no es una enunciación enunciada en tanto no explicita ese acto (“yo digo que…”), sí es un discurso que se repliega sobre sí mismo: más que escindir voz y visión, se mimetiza con el acto de mirar y, antes que el objeto, observa y dice el acto de la propia percepción. El yo, entonces, explicita un punto de vista. La instancia de la enunciación acentúa la presencia articulada de la voz y de la mirada, cuyo efecto da como resultado una renovada relación con el objeto. Si hay transfiguración estética en los primeros libros de Fernández Moreno (Las iniciales del misal (1915), Intermedio provinciano (1916), Ciudad (1917), Campo argentino (1919)), en la etapa que la crítica denominó “sencillista”, se da mediante el paradójico retorno a la condición literal de las cosas: el mero objeto es designado para ser “visto” otra vez. Ver otra vez el objeto familiar es, en todo caso, prestar atención a aquello que de tan “visto” se dejó de “ver”. O para ser más precisos, se invisibilizó. Cito a Georges Didi-Huberman en su libro Lo que vemos, lo que nos mira: «La experiencia familiar de lo que vemos parece dar lugar las más de las veces a un tener: viendo algo tenemos en general la impresión de ganar algo. Pero la modalidad de lo visible deviene ineluctable –es decir, condenada a una cuestión de ser– cuando ver es sentir que algo se nos escapa ineluctablemente: dicho de otra manera: cuando ver es perder«.
Por eso, Fernández Moreno designa al objeto habitual nuevamente y lo alumbra: perder su vieja condición designativa consiste en volver a nombrarlo, a veces mediante una metáfora llana:
Ocre y abierto en huellas, el camino
separa opacamente los sembrados…
Lejos, la margarita de un molino.
(“Paisaje”, Campo argentino)
Es hermoso, de noche,
ver huir, calle abajo, los tranvías,
con un polvo de estrellas en las ruedas
y en la punta del trole una estrellita.
(“Barrio característico”, Las iniciales del misal)
Al referirse al arte como un conjunto de procedimientos, los formalistas rusos afirmaban que en la lengua poética, tanto en sus componentes fonéticos y lexicales como en la disposición de los vocablos y sus significados, el carácter estético proviene del efecto de extrañamiento o desautomatización. Escribe Viktor Shklovski en “El arte como artificio” que el arte promueve “una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos”. En esta perspectiva, más que reafirmar un saber del objeto cotidiano que está delante del espectador y de cuya percepción se tiene un contacto diario y un conocimiento inercial, Fernández Moreno “ve” la cosa (la vuelve a ver) y, en consecuencia, en ese acto perceptivo, la ilumina. En este sentido, el discurso poético libera al objeto cotidiano del automatismo perceptivo y lo sitúa en un nuevo lugar de comprensión por parte del yo (una conciencia de subjetivación) a partir de la re-visión de su singularidad. Para acentuar la relación perceptual sobre la materia, Baldomero Fernández Moreno en uno de los tomos de su autobiografía, conformada por Vida y desaparición de un médico (1935) y La patria desconocida (1943), compilados luego de manera conjunta en 1957, señala que las lecciones de objetividad, claridad y precisión las obtuvo de El Testut, el famoso Tratado de Anatomía Humana de Juan León Testut, libro ineludible que los aspirantes de medicina estudiaban durante la carrera. Fernández Moreno había seguido la carrera de medicina en su juventud, y ejerció su profesión desde 1912 hasta 1924 en la Capital y en pueblos de las provincias de Buenos Aires y La Pampa. Luego abandona definitivamente la medicina y ejercerá cátedras como profesor de Literatura e Historia en escuelas secundarias. Esa relación oblicua con una lectura imprevista, como es el manual de medicina aplicado al ámbito literario, es análoga, en un punto, al tratamiento que el poeta ejerce sobre la materia y los objetos habituales en sus poemas: “El estudiante suspira por Testut si no lo tiene, lo ama entrañablemente cuando lo consigue, es su libro de horas y el arca de sus emociones. […] ¡y cuán útil todavía, como lección de estilo, en horas de desaliento, cuando el párrafo no sale tan rotundo como se quisiera, leerse la descripción de un par de nervios craneanos, o darse una vuelta por el peritoneo, a cuyo lado el laberinto de la mitología es una clara avenida pespunteada de álamos y de farolas!”.
Selección de poemas
Molinos
Altos, férreos, sonoros, elegantes,
entre eucaliptos, álamos y pinos,
veo desde el balcón treinta molinos
de metálicas ruedas chispeantes.
Grises por la mañana unos instantes,
áureos en los momentos vespertinos,
son en la noche treinta capuchinos
envueltos en las sombras circunstantes.
Azul batiendo o nieblas ovillando,
siempre, hermosos molinos, trabajando,
imagen sois del pensamiento mío:
cercana está del cielo mi cabeza,
mas, cante mi alegría o mi tristeza,
como vosotros giro en el vacío.
Caminando
Si yo estuviera, amigos, a mi mesa inclinado,
escribiría un largo poema reposado,
pues aunque nadie cree ahora en la inspiración,
cuando debe escribirse lo anuncia el corazón:
un minuto especial de exquisita blandura,
los ojos entornados y la mano insegura…
La tarde está muriendo, la noche se avecina,
mojando está las calles una lluvia muy fina.
Estrepitosamente ciérranse algunas puertas,
en las pobres ventanas hay ya luces inciertas;
a lo lejos se encienden los focos amarillos,
prende el guardabarreras su par de farollillos,
verde el uno y el otro vivamente encarnado…
Ahora está tranquilo, veo que se ha sentado.
Como están las barreras apuntando a la altura
y la lluvia se espesa y la noche es oscura,
y retumban los truenos y brillan las centellas,
los faroles parecen dos perdidas estrellas.
Mas como estoy, amigos, al azar caminando,
mirando a todas partes, nada más que mirando,
y no hallo en mis bolsillos ni lápiz ni papel,
(la pipa, unos centavos, un tabaco de miel)
para fijar siquiera el momento que pasa
y aún me falta bastante para llegar a casa,
en vez del gran poema que me diera la gloria,
confío unas palabras vagas a la memoria.
Soneto de tus vísceras
Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.
Canto a tu masa intestinal rosada,
al bazo, al páncreas, a los epiplones,
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz profunda y renovada.
Canto al tuétano dulce de tus huesos,
a la linfa que embebe tus tejidos,
al acre olor orgánico que exhalas.
Quiero gastar tus vísceras a besos,
vivir dentro de ti con mis sentidos…
Yo soy un sapo negro con dos alas.
Cena
Tranquilamente la comida observo:
son cuatro hombres y una mujer vieja.
Ellos están caídos sobre el plato,
comen con rapidez y silenciosos.
Con cada cucharada me parece
que se tragan también un pensamiento.
Y en camisa los cuatro, recogidas
las mangas hasta el codo, y en la espalda
las equis negras de los tiradores.
Ella atiende a los cuatro como puede,
solícita, nerviosa, hasta con miedo.
Se ve que con el último bocado
se han de ir a dormir sin más palabras.
La única alegría de la mesa
es un sifón azul que está en el medio.
Noches
Si alguno me siguiera por las calles un poco,
diría con razón: este hombre está loco.
Cruza como un sonámbulo de vereda a vereda,
en algunas esquinas media hora se queda.
Luego, como pinchado de agudo pensamiento,
se traga veinte cuadras ligero como el viento.
Sin ton ni son da vueltas a una misma manzana,
lo mismo es una estrella, para él, que una ventana.
Camina jadeante, sudoroso, amarillo
y dejando una estela de humo de cigarrillo.
Medio doblado el brazo, cerca del corazón,
lleva un diario y un libro y el puño del bastón.
Se mete por los bares, pacífico burgués,
pone todo en la silla y se toma un exprés.
La cabeza introduce, curioso, en los quioscos,
los dueños lo interrogan, avinagrados y hoscos.
No va en busca de charla ni a caza de placeres,
ni topa con amigos, ni sigue a las mujeres.
Es así cómo este hombre muchas noches se pasa
y dando un gran rodeo se dirige a su casa.
Nocturno
La luna estaba blanca,
el cielo estaba gris.
Eran dos sombras negras
y era un beso sin fin.
La rueda del molino
dio media vuelta y empezó a gruñir.
El poeta y la calle
Madre, no me digas:
—Hijo, quédate…,
cena con nosotros
y duerme después…
Cuando eras pequeño
daba gusto ver
tu cara redonda,
tu rosada tez…
Yo a Dios le rogaba
una y otra vez:
que nunca se enferme
que viva años cien;
robusto, rosado,
gallardo doncel
le vean mis ojos
allá en la vejez.
Que no tenga ese aire
de los hombres que
se pasan la noche
de café en café…
Dios me ha castigado.
¡Él sabrá por qué!—
Madre, no me digas:
—Hijo, quédate…—
La calle me llama
y a la calle iré…
Yo tengo una pena
de tan mal jaez
que ni tu ni nadie
puede comprender,
y en medio de la calle
¡me siento tan bien!
¿Qué cuál es mi pena?
¡Ni yo sé cuál es!
Pero ella me obliga
a irme, a correr,
hasta de cansancio
rendido caer…
La calle me llama
y obedeceré…
Cuando pongo en ella
los ligeros pies,
me lleno de rimas
sin saber por qué…
La calle, la calle,
¡loco cascabel!
La noche, la noche,
¡qué dulce embriaguez!
El poeta, la calle y la noche,
se quieren los tres…
La calle me llama,
la noche también…
Hasta luego, madre,
¡voy a florecer!
La calle
La calle, amigo mío, es vestida sirena
que tiene luz, perfume, ondulación y canto.
Vagando por las calles uno olvida su pena,
yo te lo digo que he vagado tanto.
Te deslizas por ellas entre el mar de la gente,
casi ni la molestia tienes de caminar,
eres como una hoja marchita, indiferente,
que corre o que no corre como quiere ese mar.
Y al fin todas las cosas las ves como soñando:
el hombre, la mujer, el coche, la arboleda.
El mundo en torbellino pasa como rodando.
Tú mismo no eres más que otra cosa que rueda.
Versos a un montón de basuras
Canto a este montoncito de basuras
junto a esta vieja tapia de ladrillos,
avergonzado y triste, en la tiña tundente
que ralea la hierba del terreno baldío.
Es un breve montón…
No puede ser muy grande con tan pobres vecinos.
Un trozo de puntilla, unas pajas de escoba,
un bote se sardinas, un mendrugo roído
y una peladura larga de naranja
que se desenrolla como un áureo rizo…
Es un breve montón…
No puede ser muy grande con tan pobres vecinos.
Una lata de restos de una cena opulenta
es más que un mes aquí de desperdicios…
Para tener de todo, hasta tienen miseria,
en mayor cantidad que los pobres, los ricos.
A mi casa
Lo mismo da esta casita
con su patio y con sus flores,
en que guardo mis amores
y mi esperanza infinita,
como el palacio que habita
un domador de la suerte.
¿De qué vale muro fuerte,
reja de oro, de qué vale?
De toda casa se sale
derecho para la muerte.
Un aplazado
Habla Friedt
De pronto, como un breve latigazo,
mi nombre, Friedt, estalló en el aula.
Yo me puse de pie, y un poco trémulo
avancé hacia la mesa, entre las bancas.
Era el examen último del curso
y al que tenía más miedo: la gramática.
Hice girar resuelto el bolillero
Las dieciséis bolillas del programa
resonaron en él lúgubremente
y un eco levantaron en mi alma.
Extraje dos: adverbio y sustantivo.
Me dieron a elegir una de ambas
y elegí la segunda. —¿Y qué es el nombre?
díjome uno y me asestó las gafas.
Sentí luego un sudor por todo el cuerpo,
se me puso la boca seca, amarga,
y comprendí, con un terror creciente
que yo del nombre no sabía nada.
Revolvía allá adentro, pero en vano,
me quedé en absoluto sin palabras.
Y empecé a ver la quinta en qué vivíamos:
el camino de arena, cierta planta,
el hermano pequeño, mi perrito,
el té con leche, el dulce de naranja,
¡qué alegría jugar a aquellas horas!
Y sonreía mientras recordaba.
—¡Pero señor —rugió una voz terrible—,
el nombre sustantivo, una pavada!—
Tiré a la realidad: sobre la mesa
los dedos de un señor tamborileaban,
cabeceaba blandamente el otro,
el tercero bebía de una taza.
Hacía gran calor. Yo tengo una
cara redonda, simple, colorada,
los ojos grises y los labios gruesos,
el pelo rubio, la sonrisa clara.
Yo quería jugar, no dar examen
darlo otro día, sí, por la mañana…
Se me nubló la vista de repente,
los profesores se me borroneaban,
adquirió el bolillero proporciones
gigantescas, fantásticas,
oí como entre sueños: Señor mío,
puede sentarse… —Y me llené de lágrimas.
Setiembre
Yo también tengo, amigos, la cabeza inclinada,
por la abierta ventana se me va la mirada.
Lo mismo que a vosotros me llama la atención
el humo en la azotea, la flor en el balcón.
El martillar continuo de la vecina fragua
dice gestas de sol y romancillos de agua.
Setiembre en Buenos Aires viene lleno de aromas,
que la clase termine con unas cuantas bromas,
que estoy como vosotros, amigos, impaciente
de saltar a las calles estrepitosamente.
Entierro
A esta mujer la entierran con un hermoso tiempo,
tibia estará la santa tierra del cementerio.
en un carrito gris va el cajoncito negro,
casi no se ve bajo la carga de romero.
Alba
Como hoy madrugué un poco, yo mismo abrí mi puerta.
La aurora parecióme una gran rosa abierta.
Una brisa delgada movía los paraísos,
y a lo lejos peinaba los alfalfares lisos.
En la esquina un caballo golpeaba impaciente.
Un almacén abrióse, empezóse a ver gente.
Me imaginé las casas todas de los vecinos,
vi la leche ordeñada y el pan recién cortado.
Se despertaba el pueblo pequeño coronado
de una loca alegría de molinos.
Callejuela
(Rauch)
Callejuela apartada,
humilde callejuela
que ofreces a mi espíritu cansado
de tanta calle recta,
el sencillo misterio de tu curva…
Gracias, hermana callejuela.
Cena
Tranquilamente la comida observo:
son cuatro hombres y una mujer vieja.
Ellos están caídos sobre el plato,
comen con rapidez y silenciosos.
Con cada cucharada me parece
que se tragan también un pensamiento.
Y en camisa los cuatro, recogidas
las mangas hasta el codo, y en la espalda
las equis negras de los tiradores.
Ella atiende a los cuatro como puede,
solícita, nerviosa, hasta con miedo.
Se ve que con el último bocado
se han de ir a dormir sin más palabras.
La única alegría de la mesa
es un sifón azul que esta en el medio.
Nota. Los poemas fueron compilados de los siguientes libros: “Molinos” y “Caminando”, de Intermedio provinciano (1916); “Soneto de tus vísceras”, de Versos de Negrita (1920); “Noches”, “Nocturno”, “El poeta y la calle” y “La calle”, de Ciudad (1917); “A mi casa”, “Un aplazado”, “Setiembre”, “Entierro”, de El hogar en el campo y la ciudad (1941); “Alba”, de Campo argentino (1919); «Callejuela», de Ciudad; «Cena», de Continuación (1938).
Carlos Battilana. Poeta, ensayista, profesor universitario. Ha publicado artículos y reseñas en diversos medios culturales. Entre los volúmenes de poesía y ensayo publicados se encuentran: Ramitas (Buenos Aires-San Justo, Caleta Olivia, 2018), El empleo del tiempo (ensayos) (Buenos Aires, El Ojo de Mármol, 2017), Un western del frío (Buenos Aires, Viajero Insomne,2014). Es integrante de nuestro sitio, op.cit. Algunas de sus intervenciones pueden consultarse aquí: «La posteridad pequeña», «Pequeño tratado sobre el amor», «César Vallejo: una experiencia del mundo»
Links
Poesmas. En Poesía en Español (amplia selección de poemas de diferentes libros)
Sobre Baldomero Fernández Moreno. «Poeta caminante», por Jorge Monteleone