Gustavo Toba

Narraciones / Inéditos

36 desintegraciones

1

Estoy mirando la luna por la ventana de mi habitación. Hace mucho le saqué fotos caminando por las calles de Valencia. Puse una en un portarretrato de madera sobre la mesa que hacía también de escritorio. Debajo, agregué la leyenda “La luna de Valencia”. Por las mañanas iba a caminar por la reserva ecológica. Me detenía a mirar los barcos, la piel brillante de los corredores, las siluetas de los edificios, los cruceros de turistas. Pensaba en el valor de cambio de las cosas. Vivía en un departamento con paredes y techos altos, pisos de madera y una puerta ventana que daba a un patio bastante grande. A diario caían montones de desechos de los pisos superiores: cigarrillos, restos de comida, preservativos, bolsas plásticas, papeles. Una cortina bordó daba la impresión de telón de un escenario. En aquella época trabajaba enseñando español a extranjeros. Durante una clase, señalé hacia lo que estaba visible de la luna y dije “luna”. Un alumno sonrió, dando a entender que entendía. A la mañana siguiente escuché completo el disco El hombre en la Luna, la historia y la voz de los astronautas Armstrong, Collins y Aldrin en el alunizaje del Apolo XI, tirado en el suelo, sintiéndome yo también un tripulante. Por las noches, iba a la Biblioteca del Congreso. Pasadas las doce, ofrecían un refrigerio: una taza de mate cocido y una rodaja de budín casero generaban al instante una cola circular. Quien recibía su ración, volvía a colocarse en la fila, que parecía de nunca acabar, y que se disolvía cuando los termos quedaban vacíos. El budín difícilmente llegaba a más de una vuelta. Entonces el ambiente retornaba a la supuesta tranquilidad de biblioteca. Los convidados volvían a las mesas; se posicionaban para dormir y pasar las horas. La sala de lectura estaba en el primer piso, al que se accedía por una escalera escondida sobre un costado y con libro en mano. A veces, me imaginaba filmando un brevísimo corto cinematográfico que llamaría Los durmientes: un simple paneo de aquel lugar a las tres de la mañana. Nunca saqué la cuenta de cuántos éramos ocupando aquel espacio, si bien la asistencia no variaba mucho entre noche y noche. No había una definida línea divisoria entre lectores e indigentes. Quienes íbamos a leer, también dormíamos. Ya tarde, cuando levantaba los ojos para descansarlos de un largo párrafo, caía en la cuenta de que era el único lector despierto, un ilusorio vigía custodiando la buena reputación de aquel lugar de ensueño que cobijaba la inteligencia y la ruina, hogar de tránsito y sala de lectura. Cuando el cansancio me ganaba, volvía a casa. Cruzaba la plaza, ahora llamativamente silenciosa; me seguía el verde gastado de la cúpula del edificio del Congreso. Atravesaba un largo pasillo en ele y al entrar me sumergía directo en la cama. Si el sueño se me hacía difícil, observaba a través de la oscuridad la foto en mi escritorio y recordaba lo aprendido alguna vez en el Planetario: la luna es un desprendimiento de la Tierra. Se originó en un estupendo choque terrestre con un asteroide, hace millones y millones de años.


8

Afuera se escucharon unas sirenas, primero de ambulancia, después de patrullero. Justo enfrente, desde la ventana del quinto piso, se veía el fondo de una casa en proceso de demolición. El portón de un patio de escuela permanecía cerrado. Una voz se amplificó a través de un megáfono. Alguien corrió la cortina para ver lo que pasaba, pero el barral de la ventana le cayó encima y dio de lleno en su cabeza. La tensión se disipó con unas risas. Me levanté para servirme un vaso de agua en el dispenser; el baño estaba ocupado. Viajé un instante al invierno anterior. Las carpas vacías y las sogas anudando las sombrillas se proyectaban sobre el vaivén del océano. Los caminantes se movían como si sus pasos fueran una ofrenda que dejaban en la arena con la forma de sus huellas; el agua salada rozaba sus pies y al instante se retiraba, imantada por la luna. En la ruta, las luces de los autos que avanzaban en sentido contrario me encandilaban, y en una curva di un volantazo cuando no correspondía. Mientras cortábamos la calle, una mujer sugirió que nos habíamos visto en otro lado. Tenía el pelo muy corto, desparejo, y me dio la impresión de que se lo había arrancado a los tirones. Su belleza me había pasado inadvertida; los ojos eran de un marrón muy claro y estaban delineados con mucha sutileza. Volvimos a entrar al edificio y me ubiqué junto a una escalera. En la terraza, dos sogas cruzaban la mayor parte del espacio y dejaban suspendidas unas tiras de colores; unos globos se movían por el piso, pateados con desgano por quienes al bajar la vista se los chocaban. Tomé un trago y no sentí pasar el líquido por la garganta. Detrás de mí colgaba un dibujo dentro de un marco sin vidrio. ¿No la había visto en otro lado? Su cuerpo se balanceó en el descanso de la escalera para convidarme un plato que llevaba entre las manos. Me pidió que sostuviera una bandeja y se limpió los dedos, que estaban sucios. Al mirarla, me imaginé el despliegue de su erotismo; quedé preso de un deseo que ella liberó más tarde por completo. Cuando me desperté a su lado, por la mañana, sentí que el blanco de las paredes despedía un fino aroma a pintura fresca.


17

Unos neurólogos exponen sus experimentos para delimitar qué es y cómo funciona la conciencia. Sobre una camilla, una mujer observa la parte inferior de su cuerpo a través de un casco de realidad virtual. Sus piernas son en realidad las de una muñeca puesta a su lado. La acarician primero con una pluma; los estímulos que recibe se replican en la imagen. Unos sensores registran las alteraciones de sus niveles de ansiedad. De repente una mano sujeta una cuchilla y se apoya sobre las piernas de la muñeca. Al comenzar a cortar, la mujer se sobresalta y vive la ilusión. Más que un experimento, la secuencia parece una película de terror científico. Apago el televisor. Un poco antes había sentido un miedo parecido. A unos metros de la estación, vi a un hombre con un cuchillo de carnicero. Pasó por detrás de mí y se paró muy cerca de una mujer que esperaba el colectivo. Susurró algo en su oído mientras movía el arma por lo bajo. Le tocó el rostro y después le hizo una caricia, como quitándole una pelusa del cachete; luego cruzó en diagonal hacia el otro lado. Entonces vi que hacía de asador en una parrilla callejera. Más tarde se me vino a la mente el día en que, en un recreo de la escuela, le pegaron a uno de los mellizos de mi grado y no lloró el golpeado, sino el otro.



Gustavo Toba (Buenos Aires, 1973)

Gustavo Toba es Licenciado en Letras. Trabaja como profesor de español para extranjeros, y como corrector en editoriales y medios gráficos. También es músico. En 2015 publicó el disco Despedida, editado por el sello Metamúsica. Vive en Buenos Aires.