Nuevas narrativas/ 3. Alberto Manguello

Alberto Manguello nació en Bahía Blanca, Buenos Aires, en 1973. Participó en la EAPP (Escuela Argentina de Producción Poética). Participó en la Antología de la Biblioteca Fija y Ambulante, de la Antología del Octavo Festival Latinoamericano de Poesía y del Primer Festival de Narrativa de Bahía Blanca. Publicó Amuyen y otros relatos por Editorial Villa Mora. Leyó en ciclos como Nube, El Coso Lúdico, Ciclotímico. Vive en Bahía Blanca.


Selección: Nicolás Guglielmetti
Ilustraciones: Sebastián Bianchi

Glup

Fui dos veces al Consejo Escolar para anotarme como aspirante a auxiliar. La primera vez me mandaron a buscar algunos papeles que me faltaban y cuando volví no daban más turnos. La segunda vez, en el pasillo me encontré con Violeta. Nos saludamos con un beso y dijo: qué loco encontrarnos acá. Yo no dije nada, pero pensé qué bueno es verte Violeta. Seguí camino. La mesa para inscribirse estaba en el primer piso. Subí los escalones pensando que algunas chicas usaban el “qué loco” como un latiguillo, pero después lo pensé un poco más y llegué a la conclusión de que lo usaran como lo usaran no dejaba de sonar con cierta celebración y por lo menos a mí, en este caso, me hizo sentir bien. En fin Violeta daba arte o actividades plásticas y yo me iba a anotar para portero.

El primer piso desbordaba de gente. Una cola que se enroscaba, se volvía a enroscar y se perdía de vista. Me sentí apabullado, decidí ir pagar unas cuentas y volver más tarde. A la hora volví: Era lo mismo. Empecé a mirar las caras. Me pareció una multitud atrás de un puesto. Pensé que para mucha de esa gente se trataba de la única salida laboral y que, yo, mal o bien, tenía mis brazos para seguir hombreando bolsas. Así que me bastó escuchar a tres chicas sentadas en un banco para pensar en el próximo año. Di media vuelta, bajé la escalera y salí a la calle.

Caminé hasta la estación de trenes y me metí en el bar que está enfrente. Eran las once y medía. Me acordé del portugués, compañero de trabajo, mitómano y buena gente. Una mañana me dijo: probá el matambre casero del Miravalles.

Y así lo hice. Pedí una cerveza y un sándwich de matambre casero. El portugués es un capo. Se adjudica el robo de un banco en bicicleta, en Villa Rosas. Y la propiedad de una chacra donde dedica el tiempo a la crianza de chanchos. Además cuenta que estuvo jodido con la falopa y que drogado iba a la farmacia con un cuchillo y pedía pastillas. Dormía en el ancla de la terminal vieja y que terminó como tenía que terminar: encerrado. Los pibes le preguntan ¿y de coger? El portugués responde que tenía una enfermera a la que le chupaba la concha, pero un rato después cuando le vuelven a preguntar, dice que salía con una chica que trabajaba de enfermera y se llamaba Paola. Pero conocemos la historia: Paola es la enfermera que le facilita la inyección de penicilina cuando la podredumbre de las muelas lo tienen a maltraer. No hay mucho secreto, uno lo ve al portugués y sospecha un pasado confinado en un pabellón oscuro.

Un rato después llegan los viejos. A las doce. Un chorro, una caravana de veinte personas, entrando una tras otra, saludando y pidiendo lo de siempre. Comentan los números de las quinielas y algunos títulos de los noticieros sobre Cristina.

Vuelvo a mis asuntos. Devoro el sándwich y le meto a la birra.

En la estación de trenes el viento levanta los cardos desde que el gobierno de Macri decidió cortar los servicios ferroviarios.

Miro la carpeta verde y veo a mi hermana, insistiéndome para que me venga a anotar. Ella cree que tengo algo que ver con la educación y que de no haber abandonado la carrera podría haber sido un buen profesor de literatura. Hace veinte años es portera y a mí no pasan por alto algunas cosas que comenta en el mate con mi vieja:

La nena paraguaya que no falta aunque haya paro. El profesor al que los alumnos del secundario lo reciben con: puto, te la comes y otros seudónimos del mismo estilo. Del que pensaban ella y las otras porteras, que los pibes se lo iban a comer vivo. Pero el tipo se las arregló para que sus alumnos estudien, algo que pueden apreciar cada vez que pasan por el pasillo y observan desde la puerta, a todos trabajando. Es profesor de Fisicoquímica. El mérito es doble.

Al final me consuelo con el hecho de haberlo intentado y con la promesa de retomar la carrera el año próximo. Después manoteo la carpeta verde, llamo al cantinero, pago, saludo y salgo a la calle.

Unas horas más tarde le escribo a Violeta. Me saluda como si no me reconociera. Entonces le advierto que a la mañana nos cruzamos en el Consejo Escolar. Ella, me responde con un: Ah.

Ese “ah” tiene algo de fantasmal, algo helado que me descoloca. Decido dejar de escribir. Sin embargo me quedo mirando la pantalla como si Violeta fuera a escribirme. No lo hace. Ni esa vez, ni en ninguna otra ocasión.


El diablo

Mis tíos veían al diablo. Un invierno en un edificio oscuro y viejo, mi tío Antonio, que en paz descanse, pasó tres días atado con cuerdas y cintos a un camastro de hierro en el manicomio local.  Era una pieza helada y sucia, donde un coro de hermanos evangélicos luchaba a destajo para liberar a mí tío. Tenía el espanto, las venas rojas enloquecidas como un montón de bichos que le comían los ojos. La boca le chorreaba en espuma. Los gritos aterradores reptaban por las paredes hacia el techo y las patas de hierro golpeaban contra el suelo a causa de los tirones que hacía por zafarse de las ataduras, hasta que los evangélicos pudieron contra ese demonio de siete cabezas que se le había metido adentro.

El Otro cuenta que la semana pasada vio en el árbol del vecino a un tipo colgado. Tres días seguidos. A la madrugada.

Yo comento que soñé con el abuelo: Venía a visitarnos. Estaba igual que antes pero cuando apoyé la mejilla para besarlo, me di cuenta que era como si hubiera salido de un frízer.

Mamá dice que hoy nadie toma cerveza en su casa. Me mira a mí y lo mira al Otro. Dice:

Anoche estaban los tres en pedo ¿A quién salieron ustedes? Tú papá nunca fue de la bebida.

El Otro dice que estaba bien pero salió a comprar y el aire lo arruinó.

Yo no sé qué decir. Me quedo callado.

Unos minutos después me levanto de la silla y doy vueltas alrededor hasta que se da cuenta que tengo ganas de abrazarla o mejor dicho: de que me abrace.

Estoy bajo sus brazos y pienso en la arena que compró hace como un año para que se la lleve el viento. Pienso en los tres hijos alcohólicos que tiene. En los nietos que no le llegan.

Lavando la mugre de otra gente se le torció la cintura y las manos le quedaron como un muñón de tanta agua helada que le cayó encima. Y fue esa misma gente  la que la dejó en la calle cuando la vieron así, toda estropeada. Entonces fue a pedir una jubilación pero no tenía aportes. Hasta que unos meses después una chica amable le gestionó una pensión y, ella, en agradecimiento le obsequia buñuelos cada vez que va a cobrar.

Mis tíos no pudieron dejar la bebida y la cirrosis los reventó cuando todavía eran jóvenes.

Yo, a los cuarenta años me acurruco bajo el abrazo de mamá. No hay canción de cuna, hay esto: fantasmas y un montón de imágenes amargas.


Segunda o Tercera Mano

La flaquita, Laine, vivía arrimada a un lavarropas de segunda o tercera mano que conoció una noche en un bailongo de la Unión Vasca. En una piecita húmeda pasaba la mayor parte del día, metiendo y sacando ropa, amontonando pilas y pilas de prendas que nunca lograba pasar a limpio, despiojando las cabezas sucias de los mocosos que le daban vuelta la casa en dos minutos, envidiando a la vecina que mateaba abajo de la parra y, sobre todo, lamentando las decisiones que había tomado en esa vida de la cual era participe y protagonista.

Hacía mucho tiempo que nadie la tocaba. Se le notaba en la piel. Así que esperaba que la noche llegara lo antes posible, le hinchaba la panza con un caldo a los “cabecita negra” y después los veía desfilar como burbujas de jabón para el hueco oscuro donde se perdían hasta el día siguiente. Entonces, al fin largaba el aire viciado que había acumulado en el día, iba al espejo, se arreglaba el pelo, disimulaba con un poco de maquillaje la angustia de esos ojos que alguna vez habían brillado, se ponía un vestido, perfume y bajaba al galpón donde la estaba esperando, reluciente, el lavarropas de segunda o tercera mano que había conocido una noche en el bailongo de la Unión Vasca. No levantaba la perilla de la luz, le parecía más hermosa y romántica la luz plateada que entraba por la ventana. Se acercaba despacio, apretaba el botón de encendido, se subía el vestido, abría las piernas y abrazaba al aparato, que un poco lento, empujaba y se movía como un amante de tiempos remotos.

Al rato se acomodaba la ropa, salía afuera a fumar un cigarrillo, admiraba las estrellas y pensaba que la vida era menos porquería.


Un pase y una birrita

La Pili salió a la vereda, le dio la bienvenida con un beso y se colgó amorosamente de los hombros del Brama. Después vino y me saludó con el revés de la cara, onda “qué askito”. Yo pensé, con resentimiento, al verla volver a tomar distancia, que ya iba a llegar alguien a bajarle los humos. Un negro, una mole gruesa y retorcida, como el Choiu, al que le brillaba el cuero, los dientes blancos, parejos y que no sabía articular una palabra. O un blanquito de ojos dulces y falsos, un cheto, que la iba envolver con mentiras y promesas de un futuro. La Pili, una guachita que no sabe nada o ignora todavía lo que es el mundo, debería cerrar el orto. Eso pensé, al verla mostrarle los dientes al Brama, oscurecido, abajo del árbol, un álamo orgulloso que crecía en el frente de la casa, casi afuera de la vereda, casi en la calle.

La Pili era amiga del Brama. Una morocha linda que estaba parando, por unos días, escuché, en la piecita que la Ponja Len tenía atrás, en el fondo, de la casa de la suegra. Según el Brama, era estudiante de historia, militante peronista, y del palo. Es decir rockera. Los fines de semana se dedicaba a vender fruta y verdura con el viejo, en un colectivo desmantelado donde amontonaban los cajones de mercadería. Yo la veía, en la vereda, sobre el recuadro de luz que dejaba la copa del árbol y la pared ensombrecida del frente de la casa, darle al chamuyo con el Brama. De vez en cuando me largaba una mirada, con todo el “askito” encima y el desprecio de sus ojitos tiznados, manchados por la miseria y pensaba si de verdad, la piba esta, podía habilitar lo que habíamos venido a conseguir y que por supuesto, era lo único que me importaba: un pase y una birrita. Esa fue la promesa que me había hecho el Brama, después de una tarde de calor agobiante, pesado, con amenazas de tormenta, para subir la loma de mierda que te dejaba las piernas tembleque como si te hubieras echado un polvo de parado. Así que no aguanté más el coqueteo de la Pili y le largué al Brama: ¡activamos! El Brama sacudió la cabeza como si lo hubiera zamarreado el canita Gómez y se dio vuelta, asustado, con la cara blanca y los ojitos nerviosos. Vamo, vamo dijo. Y empezamos a caminar. La Pili unos pasos adelante, desfilaba en la luz dorada que caía de los faroles de la calle. Tiene algo, pensé. La seguí con mis ojos de tarado, medio bobo, queriendo descubrir qué era eso que no alcanzaba a saber pero que de alguna manera me tenía medio atrapado. La vi acercar la boca y después el flequillo y el pelo lacio, largo, negro, a la altura del Brama que le prestaba la oreja, quizás fascinado, también, con esa cosa a la que no lograba dar nombre o tal vez existía sin nombre, sin ninguna posibilidad de registro por parte de la lengua. Ay, dije. Los dos se dieron vuelta y yo tuve que inventar una excusa, una torcedura o un pinchazo en alguna de mis piernas. El Brama corrió en mi ayuda. La Pili se quedó en el lugar, odiándome con sus ojos ladeados, así, de costado. Unos minutos después reanudamos la caminata. En el cielo unas estrellas borrosas, desteñidas se alejaban o desaparecían. El aire pesado te hacía un bicho pegajoso pateando la calle. La Pili, a un metro, le contaba al Brama la historia de un amorcito. Yo me apresuré a arrimar el oído para saber o tener más información pero me quedé con las ganas al ver que la piba aceleraba el paso y se metía en un pasillo oscuro. El Brama la vio perderse en la oscuridad. Después se llevó las manos a los bolsillos, hizo un gesto como que teníamos que esperar y se sentó en el cordón. Yo retuve la última imagen de la Pili: la de los ojos ladeados y me quedé apoyado en el poste de luz como si todavía me estuviera mirando.

Las primeras gotas cayeron y una alegría inmediata, una sensación de alivio me corrió por el cuerpo. Después un chaparrón furioso, que duró pocos minutos, nos obligó a meternos abajo de un árbol. A los lejos, allá en el puerto, los rayos tajeaban el cielo y la tormenta de verano era eso: algo pasajero. Al rato volvió la Pili hecha una campeona. Traía puesta una campera azul, deportiva, que le habían prestado para protegerse de la lluvia y que le quedaba joya. Yo la miré venir, salir de la oscuridad y pensé lo mismo: algo tiene. Después se acercó al Brama, hicieron el teje y maneje y antes de tomarse el raje, me ofreció el revés de su cara, con todo “el askito” y me dijo: chau.

El Brama se dio cuenta o vio mis ojos llenos de brillitos y dijo: te gusta la pendeja, no. Y largó una carcajada, una risa maligna que rebotó en las paredes de los vecinos y se perdió en la noche.


Complilación: Nicolás Guglielmetti (Bahía Blanca, 1981). Estudió Letras en la Universidad Nacional del Sur y formó parte de Vox Ruta 33 y la Escuela Argentina de Producción Poética (EAPP), ambos programas destinados a la formación de escritores emergentes. Dirige actualmente el proyecto Nexo Artes y Culturas. Publicó las plaquetas Cesar Palace (Bahía Blanca, Colectivo Semilla, 2009), Tres dedo (España, Niña Bonita, 2011), La adolescencia del bostezo (Chile, Letras de Cartón, 2012) y Bella Vista (Bahía Blanca, Vox, 2015). Más textos e información sobre el autor, en la siguiente publicación de op.cit.