Elsie Vivanco, Alberto Manguello, César Aira: tres narradores publicados por Lux

El proyecto Ediciones Vox/Lux de la ciudad de Bahía Blanca, dirigido por Gustavo López y Carlos Mux, viene desde mediados de los años noventa desarrollando un trabajo editorial de difusión de la poesía argentina y latinoamericana, a partir de la edición de libros y de diversas y múltiples acciones relacionadas con otras artes y con la facilitación de recursos para los nuevos escritores. En esta ocasión, el proyecto inicia su sección narrativa, con la publicación de tres estupendos volúmenes: En la confitería del gas, de César Aira; La carretilla, de Alberto Manguello; y Papel de diario, de Elsie Vivanco. Presentamos textos de los libros y su correspondiente información.


Elsie Vivanco

Papel de diario, Bahía Blanca, Ediciones Lux, 2021

Conversaciones con animales

Uno
No vayan a creer que después de más de cien días de cuarentena en solitario hablo sola, eso jamás. Además, nadie habla solo, siempre se habla con alguien, de afuera, de adentro… Pero quiero contarles que mi nieto Pedro me regaló una ovejita de peluche que tiene dentro una bolsa de semillas para calentar en el microondas, y como no tengo microondas, la guardé en el ropero, sobre los suéteres, para que esté calentita, al menos ella. Y cuando abro el ropero me está mirando, lo sé porque tiene los ojos de vidrio brillantes, y no me queda otra que decirle hola y acomodarla un poquito. Recuerdan el film El Náufrago con Tom Hanks. Bueno, él habla con una pelota, hasta que la pierde cuando está regresando y llora. No es para menos, era su único interlocutor. No es que me sienta exactamente un náufrago en esta cuarentena, sobre todo porque no estoy en una isla tropical. (Siempre llegan a una isla tropical. ¡Miren si llegaran a las islas del Canal de Bering!)

Dos
Hoy de mañana veo volar apuradas a las palomas que siempre se asientan en la torre de enfrente de mi departamento. Qué les pasa, les dije, y cuando miré a su lugar habitual, estaba el carancho. Lo conozco, otras veces ha descendido allí y se queda un rato largo, girando la cabeza. Me puse los binoculares y vi en detalle su cuello blanco con rayitas grises, tan finas, cuerpo compacto, oscuro, erguido, su cabeza con esa boina negra tan de campo echada sobre los ojos. Él estaba mirando para atrás con su boina, y en eso, voló por los aires otra ave grande y la primera se fue lejos, a una antena, aún podía verla diminuta. El segundo, de acuerdo a los estándares, era una hembra y se paró en la punta de la torre. ¿Se estarían buscando? ¿Estaban juntos y se perdieron? De repente me distraje y habían desaparecido. Ni hola pude decirles.

Tres
Me enseñaron a montar en mula ambladora y no aprendí.
Cuando se me dio por criar caballos en la sierra, me ofrecieron una mula para poder andar por esos riscos con la seguridad y el aplomo que poseen estos animales. Era así: cuando la montaba y apuntaba para algún sitio, ella iba solita eligiendo el camino, el zigzagueo en las bajadas o el empuje sostenido en las subidas. Ponía sus cascos pequeños en el lugar justo, sin esquivar, sin tropezar y sin hacer mucho caso a mis riendas. Un andar amblador, rapidito, envidiable para cualquier caballo de paso peruano. La mayoría de las veces, para montar, la hacía sujetar por alguien del otro lado, para que no costaleara y de esa manera no hubiera problemas. Una vez arriba era mansita, aunque de mirada algo aviesa. Yo igual le conversaba.
Así íbamos muy contentas las dos por los senderos de herradura y por otros que me enseñaba ella. No recuerdo cómo se llamaba. Ella era Zaina, yo Zaida. Pero un día, el último que salimos juntas, para entrar en mi sitio tenía que abrir una tranquera medio destartalada. Así que me bajé, abrí, cerré y me acomodé para montar. Tenía ya bien sujetas las riendas y la bota en el estribo, y cuando empujé para arriba y estaba con la pierna derecha casi por encajar en la montura, la tipa salta al costado y me deja en el aire y luego, claro, en el suelo de espaldas. La cosa no termina ahí, sino que se viene donde yo estoy y abalanza las manos como para caer encima mío. Rodé para un costado y ella, después de caer, se quedó quieta. Agarré las riendas y, sin escribir ahora las cosas que le dije, caminé por lo alto de la sierra llevando de tiro a la mula zaina ambladora. Luego la vendí a un hombre que hacía huerta en La Cumbre y la usaba, más que nada porque era buena y fuerte para tirar del arado. La vi una mañana arando al borde del camino. Me detuve y, cuando estuvo cerca y me miró, le dije bajito, para no ofender al hombre, viste boluda, yo te tenía gorda y lustrosa igual a una reina de la Polinesia, meta pasear y comer, ¿y ahora? ¡¿eh?! ¡¿ahora?!

Cuatro
Iridiscente el alguacil enjoyado
No sabe que va a morir mañana.

Cinco
La calandria canta encaramada
en la casa del gato.

Seis
Pienso en el océano
y las gaviotas vuelan advertidas.

Siete
Las chicharras cuando cantan en plena canícula
es, son un animal único.

Ocho
Rayado por la sombra de los bambúes
el gato se sueña tigre.

Nueve
Cuando la gata vuelve después de tres días de coitos ininterrumpidos, me pide salir de nuevo y no la dejo. Duda un instante, se acuesta en algún sofá y exclama (creo): ¡qué alivio! Luego duerme 48 horas ininterrumpidas.

Diez
Pasaron cuatro garzas,
ni me saludaron.

Ahora podría hablar sobre cómo me quisieron educar y no lo lograron.
De chica dicen era un encanto, leía los libros que me daba mi padre, Cunningham Graham, Hudson, y a la par tenía que aprender poesías de temas históricos, como el negro Falucho, y mi señor padre me pagaba por estrofa aprendida. También nos pagaba a mi hermano y a mí por moscas matadas, langostas y otros bichos. Mi madre empezó a leerme temprano. Julio Verne, algunos textos curiosos franceses, Bertoldo Bertoldino y Papeceno, una especie de Bouvard y Pécuchet. Más tarde, en su intento de introducirme al inglés, un montón de libros pavotes de niñitas inglesas pupilas, que sufrían no sé qué cosas, una porque tenía brown eyes y la otra porque era de Gales. Bonitos libros, con encuadernaciones de tapa dura y figuras de las chicas en colores. Era como comer uvas, hay que terminar el racimo.
Cuando llegué de Córdoba a Buenos Aires, a los once años, estaba más confundida y temerosa que perro en cancha de bochas. En el colegio de monjas “paquetas” era un desastre. Tallaba los bancos de madera con un cortaplumas. Las monjas llamaban a mi madre y ella se arrepentía por mí y decía: ¡lo que pasa es que es del campo! Sí, era del interior.
Otros colegios, de monjas gallegas a monjas francesas, estas más brutas que las gallegas. Que me perdonen, pero ya es poco decir. Me hacían escribir en el pizarrón doscientas veces je ne sais pas échaper de la classe, y al otro día doscientas veces je suis un diable rouge frente a toda el aula muerta de risa…
Me ponían de patitas en la calle Esmeralda o me escapaba. Generalmente me tomaba un colectivo hasta La Boca y un café con leche, y pagaba el pasaje del bote que te llevaba a Dock Sud. No recuerdo más. Sé que iba sentada con el ridículo uniforme de colegio de monjas.
Me hubiera gustado estudiar medicina, pero mi señor padre, mostrándome los tres tomos de la anatomía humana, me dijo no, porque una chica de tu clase no entra en medicina. Estudiá filosofía y letras. Desde chiquita te lo digo: vas a ser una gran escritora.
Estoy escribiendo chatarra, he ido cayendo en la descripción cruda y seguro aburrida para el común de los lectores. ¿A quién le interesa lo que una señorita de los cincuenta hacía, estudiaba, holgazaneaba? ¿Se me fue el fragor de decir cosas?
Escuchá, pelotudo, le dije al vecino que parece que toca el violoncello. Le puse la suite para cello solo nº 1 de Bach por Casal.
Pangolín. No puedo escribir sobre él. Resulta que iba a hacerlo, escribir sobre ese bichito inofensivo del tamaño de un zorro, un animalito encantador, extraño, medieval, solitario, recubierto de escamas de la cabeza a los pies y la cola, guerrero del medioevo con armadura completa como un rinoceronte por lo fiero, como un viejito con carrito por lo lento. Cuando se acurruca se hace una sola bola impenetrable, una armadura. Pero en el año 1941, la poeta Marianne Moore, antes que yo, escribe sobre él. Nada que decir después de ella, solo puedo añadir algo que ella no sabía porque tal vez no pasaba. En los últimos años estaba en peligro de extinción, porque lo atrapaban para el consumo de los paladares exquisitos o perversos… qué decir… Son mansos, los agarran cuando se hacen unas bolas del tamaño de una pelota de fútbol, los meten en unas bolsas y los llevan a vender. Es decir, me resta hablar del exterminio de las especies.
Los poetas son poetas, ni grandes ni chicos, ni buenos ni malos, son poetas, y no me vengan con jerarquías. Pero que los hay mejores, los hay, como las sirenas que no existen pero justo se acaba de hundir una.

Elsie Vivanco (Buenos Aires, 1936-2021). Publicó Baile. Muelle. Barco. Iglesia. Calle. Mañana. Mar. Bosque. Casa. Muerte. Orden. Antemuerte (Buenos Aires, Último Reino, 1988), Otro Animal (Buenos Aires, Último Reino, 1991), Cuentos de Provincia (Bajo la Luna Nueva, 1997), S/T (Córdoba, Alción Editora, 2009), Cuaderno de notas (Córdoba, Alción Editora), Dos Libros (Buenos Aires, Mansalva, 2016) y Glaucoma (Edición particular, 2020).

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Alberto Manguello

La carretilla, Bahía Blanca, Ediciones Lux, 2021

Una chica pregunta por Fede

Una noche la encuentro en un recital. La saludo y me acerco. Le digo que soy Fede. Se llama Eli. Pienso: es un nombre fantástico. Por suerte le gusta el rock y ni siquiera tengo que mostrar mi precariedad para abordar temas como la poesía. Al rato estamos en la vereda apoyados contra la pared, con una cerveza entre las patas. Es una noche de verano. Hablamos de bandas de rock y de películas o escenas de películas. Eli tiene un flequillo dorado que le va muy bien con la remera y con el gesto insolente de la boca que dice: “Me gusta andar a la noche y meterme en líos”. En un momento decidimos empezar a caminar. La noche se vuelve una gran noche. Eli trabaja en un polirubro en la calle X, cuida a los hermanos y completa el secundario de adultos: En fin, no tiene tiempo durante el día, pero le quedan las noches libres. Pasamos a un kiosco y el viejo dice que afuera del local no se puede tomar y nos pide que vayamos a la esquina. Eli no es dulce y me gusta. Tampoco ríe demasiado y es un alivio: desconfío de la gente que ríe todo el tiempo. Ella se da cuenta de que algo pasa y por eso tal vez me besa. Después me pide que la lleve a mi casa. Es una buena idea si no tuviera que compartir la pieza con mi hermano. Mejor lo dejamos para otro día. Saca el teléfono y pide un taxi. Entonces vuelvo a mi casa pensando en las oportunidades. En la heladera encuentro un poco de vino y me voy a la pieza. Mi hermano habla dormido, dice algo que no entiendo. Dejo la luz prendida y me tiro sobre la cama. Pienso en Eli y vuelvo a pensar en las oportunidades: a veces estamos finos, otras veces nada que ver.
Unos días después voy a verla al trabajo. Le pido disculpas y le digo de vernos a la noche. Eli, que no es dulce, responde tajante: “La magia era esa noche, ahora no queda nada”.

Más textos y datos de Alberto Manguello, en el siguiente enlace de op.cit.: Nuevas narrativas

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César Aira

En la confitería del gas, Bahía Blanca, Ediciones Lux, 2021

[Fragmento inicial]

Una tarde de domingo, en la Confitería del Gas, la orquesta de señoritas desgranaba desde el palco melodías tristes sobre un público en general de mediana edad, de sostenida conversación. Señoras de sombrero, caballeros de levita, copetines, visillos. El bronce dorado de las arañas producía chispazos en los espejos que se sucedían entre columnas. Algunos curiosos miraban por las ventanas, tratando vanamente de identificar al dueño del primer De Dion Bouton que circulaba en Buenos Aires, estacionado entre los landós y custodiado por un chofer con aires de importancia. No lo habrían ubicado porque al entrar se había quitado el capote, la gorra y las antiparras, que descansaban sobre una silla mientras él lucía un impecable traje claro y un fino bigote de conquistador. Desenvueltos saludos al transitar entre las mesas, damas con sobrepeso a las que el interés social volvía livianas como globos de helio, y el té con masas. Una bella jovencita con su
mamá contaba los días y atraía las miradas. Un solo de violín hacía pensar en Corelli. El acento criollo de una economía agroganadera iba bien con el bombín depositado en el suelo. Sacerdotes de este ritual, los mozos con delantales hasta los tobillos acudían con las bandejas, veloces, expeditivos, todos parecían contar con una experiencia de varias vidas al servicio de la distinguida clientela. Las falsas columnas de la pared se repetían de verdad en el salón, gruesas y escaladas por guirnaldas de estuco. La melaza rígida de la pastelería vienesa, muy solicitada, salía presurosa de la cocina, y el rumor de las conversaciones las condimentaba.

En un rincón, dando la espalda a los mármoles veteados y frente a una mesita redonda y a un joven atildado, reinaba el famoso escritor consagrado. Su amplio volumen enfundado en levita de alpaca, plastrón blanco nieve y Legión de Honor a la solapa se coronaba con una importante cabeza sobre la que se alzaba una pavorosa peluca negra de la que escapaban las puntas de las orejas, rubicundas. Negro era el bigote, negras las cejas frondosas bajo las que ardían las pupilas. La piel del rostro, a la que la edad aflojaba, era pálida, lechosa, con diminutos granitos rojos. Las manos, gruesas y rojas como si toda la sangre del cuerpo fuera hacia ellas; y quien supiera (¿quién podía no saberlo?) que esas manos habían empuñado la pluma que escribió tantos libros memorables, no podía asombrarse de que lucieran como lo más vivo de una estructura que ya empezaba a verse algo cansada. La que transportaba a los labios de su dueño el lento cigarro mostraba en el anular el gran rubí oscuro engarzado en plomo negro; en la que se demoraba, sobre la mesa, alrededor de la copa de anisado, un diminuto diamante en el meñique.

Atendía al diálogo con su interlocutor del momento, pero su atención se extendía como una mancha de aceite, igual de lenta y pegajosa. Era como si estuviera metido en todos los espejos, y la calma con que los habitaba sugería un conocimiento profundo de todos los pasadizos del cristal y el azogue en las grandes lunas. Su figura rotunda era fácilmente reconocible. Además de los que habían tenido trato directo con él en los muchos tramos de una larga vida ocupada, lo habían visto en los dibujos de Cao, en la Caras y Caretas, en las fotografías siempre confiables de La Prensa, y se hacían un mundo de estar compartiendo la sosa tarde del domingo porteño con un gigante de las letras. A él, la vanidad no lo cegaba; al contrario, le aguzaba la vista. Sus pupilas ensombrecidas por la experiencia eran el eje central de su sistema nervioso, contaminado por la imaginación. En su caso, la alfombra mágica sobre la que volaba el genio era de agua, una fina capa texturada de agua cristalina, y en sus figuras islámicas se reflejaba él, tal como se encarnizaban en su figura los caricaturistas.

Más datos y textos de César Aira, aquí.