Katherine Mansfield: Pájaro de invierno / Versiones: Laura Wittner

Posiblemente debido a su dispersión, la poesía de Katherine Mansfield (Wellington, Nueva Zelandia, 1888-Fontainebleau, Francia, 1923) ha permanecido en una situación marginal (de hecho, su obra poética se publica en un libro poco después de su muerte). Pájaro de invierno (Villa Ventana, Editorial Maravilla, 2021) presenta una doble articulación: un interesante trabajo de información literaria, en el que podemos incluir, por ejemplo, la publicación bilingüe, las referencias bibliográficas de los textos originales, un resumen biográfico de la autora y una serie de comentarios sobre el proceso de lectura y confección de la antología a partir de las cuestiones derivadas de los poemas; a esto se le agrega que la selección y la edición (realizadas por David Wapner y Roberta Iannamico) requirieron un segundo ajuste, al tratarse de un libro orientado hacia las infancias (ilustrado por Ana Camusso). Por si esto fuera poco, aparece la voz de la traductora (la poeta argentina Laura Wittner) efectuando un comentario sobre la traducción que resulta accesible al público juvenil sin abandonar la exposición de los complejos criterios que integran la relación entre sonido y sentido. Además, su argumentación se ve estupendamente reflejada en las versiones. Por estos motivos, el libro es el resultado de un proceso intensivo, que implica un objeto de lectura juvenil (opaco e inquieto), de interés literario y bibliográfico para adultos (tal vez transparente e inquieto).

J.V.


Poemas de Pájaro de invierno

Dormíamos juntos

Dormíamos juntos… qué cansado estabas…
qué tibio era el cuarto… ¡la luz del fogón
llegaba a la cama y a cada rincón!
Y uno se dormía, el otro despertaba,
decía, decías, “No duermo, cariño”
así entre susurros, como hacen los niños.

¿Cuánto hace de esto? ¿Mil años, cien, diez?
Dormías, yo estaba despierta en tus brazos,
y hubo en la ventana un sonido de pasos.
Muy suave, en silencio, apoyé los pies,
corrí la cortina y, con tu sueño leve,
miré las ovejas pasar por la nieve.

¡Ay, ese rebaño de ideas heladas
solas, temblorosas, con su pastor Miedo
que en mi corazón entraron y ahora hospedo!
¿Mil años, cien, diez? ¿O fue ayer bien temprano
que vos y que yo, esos niños lejanos
en la oscuridad, tomados de la mano
dormíamos juntos? Qué cansado estabas…


La tormenta

Corrí a refugiarme en el bosque,
jadeante, casi llorando:
me abracé a un árbol,
apoyé la cabeza contra el tronco rugoso.
“Protegeme”, dije. “estoy perdida”.
Pero el árbol me roció la cara con gotas plateadas.
Se alzó un viento en los confines de la tierra;
azotó el bosque entero.
Una inmensa ola verde rugió y me estalló en la cabeza.
Recé, imploré, “por favor, protégeme”,
pero el viento tironeó de mi capa y la lluvia cayó sobre mí.
Pequeños ríos rasgaban el suelo, inundaban las matas.
Un frenesí tomó la tierra: sentí que la tierra se ahogaba
en una espumosa caverna de espacio. Sólo yo
—más chiquita que la mosca más chiquita— sobrevivía, aterrada.
Entonces, por qué razón lo ignoro, me sentí poderosa.
“¡Bueno; mátenme!”, grité mientras salía corriendo del refugio.
Y la tormenta paró: el sol desplegó sus alas
y flotó sereno en el charco plateado del cielo.
Me toqué la cara: me estaba sonrojando.
Los árboles se mecieron al unísono con una risa delicada.


Hubo una vez un chico

Hubo una vez un chico.
Venía a jugar en mi jardín;
era callado y pálido.
Sólo si sonreía yo lograba entenderlo,
sabía qué tenía en los bolsillos,
sabía cómo eran sus manos en mis manos
y los más íntimos tonos de su voz.
Lo llevé por los senderos más secretos,
le mostré dónde escondía cada tesoro.
Lo dejé jugar con todos, uno a uno,
metí en una jaula de plata mis pensamientos cantores
y se los di para que los guardara…
Estaba muy oscuro en el jardín
pero esa oscuridad nunca era suficiente. En puntas de pie
cruzábamos las más hondas penumbras;
nos bañábamos en charcos de sombra entre los árboles
fingiendo que estábamos bajo el mar.
Una vez —cerca de la frontera del jardín—
oímos unos pasos en el camino del mundo:
¡cómo nos asustamos!
Susurré: “¿Alguna vez anduviste por ahí?”.
Él asintió, y nos secamos las lágrimas…
Hubo una vez un chico.
Venía —muy solo— a jugar en mi jardín;
era callado y pálido.
Cuando llegaba nos besábamos,
pero cuando se fue no me dijo ni adiós.


A vos

En tu cuaderno encontré dos retratos:
en el primero, un aire de tigresa
¡qué fascinante! Y el otro, mirá:
es un perfil, una flor en el pelo.

Mirando estos retratos puedo ver
tu alma moderna, tu gran importancia
sí, sí, en efecto me muestran que vos
tenés alma de artista, sos artista.

Nunca te vi tocar pero ya sé
que tocás con una gracia, ¡un aire!
Así es como me tienta describirte:
una tigresa con flor en el pelo.


A L.H.B. (1894-1915)

Fue la primera vez desde tu muerte
que te encontré en un sueño, hermano mío.
Entre los pinos de frutitos rojos
estábamos en casa, junto al río.
“¡Son venenosos! ¡No te les acerques!
¡Y no los toques!” te dije a los gritos.
Pero tu mano titubeó; oí risas
y vi que relucían los frutitos.
“¿No te acordás de cómo los llamábamos?
¡El pan del muerto!”. Entonces desperté
y oí el gemir del viento y el traspié
del agua oscura sobre la ribera.
¿Dónde quedó el sendero de mis sueños?
Junto a aquel río mi hermano me espera,
las manos llenas de frutos pequeños:
“Son mi cuerpo, servite cuantos quieras”.



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