La trama de la felicidad/ Conversaciones con Washington Cucurto, por Facundo R. Soto

t_conversaciones_f_sotoFacundo R. Soto
Conversaciones con Washington Cucurto
Buenos Aires
Blatt y Ríos
2017
330 páginas

 

 


Por
Diego Bentivegna

Colocados en una línea temporal –como se hace en estos diálogos–, los libros que fue publicando Washington Cucurto a lo largo de dos décadas arman una lista que impresiona por su cantidad, su capacidad de mutación genérica y su plasticidad para la absorción de discursos sociales y de registros lingüísticos de un sector de Buenos Aires, en un arco que va desde Constitución al Abasto, la ciudad en la que esa literatura surge y de la que su autor no puede y sobre todo no quiere separarse. Es un tópico –el de la pasión por la ciudad que no tiene nada que ver afortunadamente con la nostalgia de la clase media porteña por un espacio que “ya no es lo que era antes”– que regresa a lo largo de esta serie de diálogos que Cucurto, un nombre que más que una referencia a un autor debería pensarse a esta altura como la designación de uno de los proyectos más alegres de la literatura argentina en los últimos años, mantuvo con Facundo Soto, un escritor más o menos de su misma edad, pero que se posiciona en el intercambio más bien como un hermano menor en el campo literario.
A lo largo de esos intercambios, que se organizan a partir de cada uno de los libros que Cucurto fue publicando desde Zelarayán (Deldiego, 1998) hasta hoy, se van recorriendo marcos y contextos en los que los libros surgieron, lecturas, vínculos, amistades. Esos diálogos van enfocando nudos de experiencias y relaciones, que son las que ponen en funcionamiento la máquina de escritura de Cucurto y que él mismo cifra todo el tiempo, de manera obsesiva, en dos potencias: la vida y la felicidad. En los diálogos habla lo subalterno, habla el “negro”, habla una zona –peruana, paraguaya y dominicana, sobre todo– de lo latinoamericano (y no, en rigor, lo “latino”, ese lugar identitario norteamericano del que Cucurto es irreductible); habla, en fin, lo queer.
Hay que ubicar el mundo que Cucurto reconstruye en estos diálogos en el marco de la canonización del neobarroso perlongheriano en tensión con lo que con el tiempo se fue decantando como el espacio de la poesía objetivista. No sólo eso: también hay que hacerlo en el contexto de las potencias estéticas y teóricas liberadas por la crisis de los años 90 y que estallan en el 2001, que para los que tenemos los mismos años que Cucurto constituyó sin duda un acontecimiento político y estético cardinal. Son años en los que, en una ciudad en transformación y al calor de la crisis y en parte para intentar darle un sentido, se leía a Deleuze y a Negri, y a los teóricos de la comunidad y de lo poscolonial, de Blanchot a Bhabha y Agamben. No resulta extraño así que en sus diálogos Cucurto insista en las diferentes formas de identidad y de comunidad y en las políticas de la amistad que se ensayan en el laboratorio que era Buenos Aires en los años 90 y sin las que su escritura, como muchas otras, no puede pensarse.
En un momento, Cucurto recuerda que Fer (Eloísa Cartonera, 2003), una de sus “cumbielas”, relatos que se piensan a partir de las letras y el mundo de la cumbia, termina con la expresión “hermanita Fer”.  “Fer” es, claro, Fernanda Laguna, es decir, Belleza y Felicidad, es decir los noventa, es decir el cruce entre literatura, artes visuales y liviandad como programa estético, es decir el puchero en el que la escritura de Cucurto comienza a cocinarse. Tal vez ese cierre condense toda una zona de la literatura de las últimas dos décadas: para Cucurto hablar de literatura es nombrar relaciones de amistad y de amor que aumentan, como leíamos en la Ethica de Spinoza, el ser, pero lo hacen también en la medida en que instauran un conflicto. Sobre todo, un conflicto por el nombre con el que un grupo de poetas que son a su vez hermanos mayores de Cucurto (Daniel Durand, Fabián Casas, José Villa, Juan Desiderio y, en definitiva, el grupo nucleado en torno a 18 Whiskys),  vuelven a nombrar a Santiago Vega, el nombre con el que se habían publicado sus primeros textos. Renombrar es un gesto fuerte que ubica al que es nombrado en un tartamudeo y en una mixtura de lenguas y al mismo tiempo lo coloca en una zona relativamente exótica de subalternidad latinoamericana. Bautizándolo, los mayores le marcan a Cucurto una poética, le dictan modos de escritura, le distribuyen temas y modos para que su literatura escritura ocupe un lugar más o menos cómodo en el campo literario.
Con todo, algo que va emergiendo de los diálogos entre Cucurto y Soto es una imagen autoral que sale del lugar en que a menudo, por comodidad o por prejuicio, se lo instala. Es una imagen de autor que los años noventa sin duda hacen posible: la del autor que dice, casi sin mediaciones, en una relación de primeridad, con un ser aquello que en apariencia es, o lo que desde el punto de vista del canon blanqueado y cosmopolita de la literatura argentina ese sujeto debería ser: el morocho (Cucurto se incluye a sí mismo en uno de los diálogos en el grupo de los mestizos) nacido en los suburbios o vecino de barrios con fuerte presencia migratoria como Once o Abasto, que trabaja de repositor en un supermercado y vive su vida de expansión sexual y de alegría corporal con chicas dominicanas y peruanas recién llegadas, en oleadas que cambian para siempre el paisaje cultural, laboral y lingüístico, una zona que Cucurto releva con especial atención, de la ciudad. Sin embargo, lo que se entrevé en el diálogo de Cucurto con Soto, y sin duda lo más intrínsecamente político del libro, son las formas casi gramscianas en que se exploran los modos de apropiación de lo letrado y en las que, a partir de su caso personal, desarma los prejuicios en torno a las relaciones entre lectura y sectores subalternos (“…si leés libros resulta que sos un intelectual. Vaya prejuicios propios de la clase media, prejuiciosa, egoísta y sobre todo pretenciosa”, p. 94). Allí radica un componente crucial de la política de la literatura de Cucurto. Una política que se piensa en la relación inescindible entre escritura y felicidad que se materializan, por ejemplo, en la pasión que pone Cucurto cuando habla del modo en que produce sus textos, en un proceso que incluye versiones manuscritas y mecanografiadas, a las que aparentemente no quiere renunciar por nada del mundo.
En ese trazado con ciertos toques anacrónicos (el tecleo de la máquina de escribir, la infancia suburbana de fines de los 70, comienzos de los 80 sin mails ni wi fi, pero también los versos modernistas del mexicano Ramón López Velarde y las coplas de Lorca), Cucurto delimita un espacio que se distingue del cuerpo de textos anglosajones que los hermanos mayores de 18 Whiskys, incluso en el mismo nombre de su revista (“ni siquiera me gustaba Dylan Thomas”, p. 27), privilegiaban. A diferencia de lo que sucede con sus hermanos mayores, cultores de la precisión de William Carlos Williams o Walace Stevens, el interés de Cucurto por la literatura en lengua inglesa es muy reducido, casi nulo (por ejemplo, ubica en un lugar justo a los autores beats y rescata las novelas policiales, en una vieja tradición rioplatense).
El diálogo con Soto confirma lo que sospechábamos: a Cucurto tampoco le interesa demasiado la música de fondo en la que se gestó gran parte de la poesía de los 90, con una atención privilegiada al rock –en castellano, pero sobre todo en inglés– y en algunos casos –pienso, por ejemplo, en Villa o en Edwards– cierta escucha del jazz. La música de Cucurto, lo sabemos, es sobre todo la cumbia y otros ritmos populares como el cuarteto, que estallan precisamente en los 90. Del mismo modo, pareciera que la literatura europea para Cucurto es del todo irrelevante. No cita franceses, no nombra alemanes, ni hay ingleses, ni hay italianos en sus respuestas. En cambio, sus lecturas de la literatura escrita en castellano –basta leer las palabras empáticas que le dedica a la poesía chilena y el relato de sus viajes en omníbus a Santiago y Valparaíso en micro para comprar las ediciones de Enrique Lihn, de Raúl Zurita, de Elvira Hernández o, para mí algo inesperado, su interés por la poesía española, del siglo de oro a Lorca– nos abren mundos bellos y cercanos, en el que aparecen cubanos como Luis Rogelio Nogueras, venezolanos como Juan Calzadilla o uruguayos como Elder Silva.
“La trama está en el lenguaje, nunca en las situaciones o en los desencadenantes” (p. 88), afirma Cucurto, en polémica con cierta crítica de cuño académico (puntualmente, nombra a Beatriz Sarlo). La frase encierra todo un programa estético y político, en el que el relato confluye en un mismo gesto con la poesía y con la crónica. No se trata de una literatura obsesionada con el fetiche del relato “bien hecho”, en el buen narrador encaramado en sus talleres y su técnica, narratológicamente cerrado y en ese sentido fácilmente consumible y exportable, sino de enfatizar, en la tradición perlongheriana que Cucurto reivindica, la escritura como operación barrosa de hibridación y mezcla de discursos y léxicos. Es desde ahí desde donde Cucurto se filia en escrituras latinoamericanas. A veces, dice que su escritor preferido es el chileno Enrique Lihn, a veces el cubano Reynaldo Arenas, a veces Perlongher, a veces incluso el peruano Antonio Cisneros. Poco importan los nombres. Importa más bien las continuidades que esos nombres que con claves para la poesía en lengua española que hoy se escribe en todo el continente arman con autores menos conocidos que Cucurto ha leído y que las palabras que les dedica nos impulsan a leer. Sin embargo, los nombres que tira Cucurto no forman sistema, no arman un todo orgánico. No hay en un sentido riguroso un canon que sostenga la escritura de Cucurto. Y es eso lo que hace de sus textos objetos que estimulan, que escuchan las tensiones lingüísticas y discursivas que cruzan Buenos Aires y que han abierto el campo a escrituras futuras.

 


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