Jorge Aulicino: «La memoria es un lugar extraño». Entrevista acerca de su libro El capital. La lírica

Jorge Aulicino habla de los temas de su publicación El capital. La lírica (Buenos Aires, Barnacle, 2024). Sumamos una selección de poemas del libro.

Nota y entrevista: Diego Colomba

Basta con leer las primeras páginas de El capital/La lírica para entender que ese título, en apariencia pretencioso ─tanto como el sartreano “¿Qué es la literatura?”, se burla un poco de nuestra atávica inocencia de lectores. Más allá de las razones esgrimidas por el autor, el hallazgo que supone esta reedición corre con la suerte de algunos accidentes: hace más evidentes ciertas relaciones enunciativas y retóricas, un tono a la vez universal y argentino, la innegable singularidad de una voz. Con su pudor acostumbrado, Aulicino nos persuade de que la poesía puede volverse una apuesta amorosa contra el narcisismo y el totalitarismo publicitario de nuestro tiempo.  

—El capital (2010) y La lírica (2020) fueron incluidos como textos inéditos en tus poesías reunidas por Bajo La Luna y En Danza. En la presente edición de Barnacle, no solo funcionan como un todo coherente por sus recurrencias prosódicas, temáticas, técnicas, etc., sino que además parecen responderse y esbozar una suerte de juego dialéctico, siempre pervertido por tu incansable ironía. Para dar un ejemplo, uno de los poemas centrales de La lírica (“Li Po”) alude al poeta chino y amigo del que aparece como personaje en el poema “El capital”, Tu Fu, donde paradójicamente definís poéticamente la poesía (“repliegue táctico”). A su vez, en “Estación Finlandia” el gesto revolucionario de Lenin resulta poético, habita el instante, se produce fuera de la historia. ¿Cómo nació la idea de reeditarlos juntos?

—Primero fue una razón práctica, eran dos libros que no habían salido impresos por separado, eran inéditos dentro de las poesías reunidas. Luego pensé que quizá a diez años de distancia uno respondía de alguna forma al otro. El capital puede verse como lo exterior de nuestras vidas, que presiona sobre ellas, de ahí que Tu Fu sienta su peso y no pueda pensar la poesía sin ese peso, y todo lo que implica. Tu Fu parece que abandonó la corte y se dedicó a vagar. Se cuenta que se encontró con Li Po en la montaña. Pero de Li Po se tienen datos imprecisos, acerca de su intento de alejarse del palacio. Lo que encontró fuera de él es pura imaginación mía. Volvió a encontrar el artificio. Como su colega Tu Fu, no se pudo desprender del peso del capital entendido como el exterior, la civilización, la corte, los modales, la sociedad, los protocolos. Respecto de lo que decís de Lenin, creo que sí, que la ruptura revolucionaria se puede ver como a-histórica, porque rompe la historia tal como se venía dando y pone todo a funcionar fuera de esa historia. Creo realmente que para Lenin la revolución era la incertidumbre absoluta. Era poner a prueba la teoría hegeliana de Marx por primera vez. Se apuró incluso en aclarar que Rusia podía ser revolucionaria, aunque no fuera el país en que se había cerrado el ciclo capitalista. Vos sabés que para Marx ese país solo podía ser Inglaterra, seguida de Alemania, porque en esos países el capitalismo alcanzaría o estaba a punto de alcanzar su más alto desarrollo. Es decir que Lenin sabía que a la nueva clase había que educarla, crearla, sobre la marcha. O sea que hizo una apuesta. Bueno, en cuanto a la lírica, creo no puede prescindir de la realidad pero tampoco de la incertidumbre acerca de los campos que corresponden a lo que llamamos íntimo, personal, subjetivo, y lo que es externo: la fuerza del mercado, que es como la ley de la gravedad de la sociedad.

—Pienso en las numerosísimas alusiones al Oriente a lo largo del libro. La primera empieza con una especie de chiste, cuando una voz “delirante” adjudica la muerte de Tu Fu al capitalismo. Pero después aparecen los grillos comidos por los pájaros, las hojas secas que no caen, un estado “a punto de haiku” experimentado en un barrio porteño, incluso esa especie de haiku (“Pájaro en la lluvia”) que lleva una cita de Borges. ¿Te burlás un poco de esa armonía “natural” que no reconoce que “el universo está poblado / de rechinamientos, / crepitar en los confines”? ¿Ponés en evidencia la imposibilidad actual de cualquier sabiduría? ¿O tiene que ver, más bien, con las referencias a Shanghái en el último poema del libro, esto es, a la última revolución capitalista en el mundo, que hace de la tensión lírica-poder un problema milenario?

—Diría que sí a todos los aspectos de tu pregunta. Sí a la burla o la crítica zumbona a la suposición de armonía en la naturaleza. Es lo mismo que creer que los llamados “pueblos originarios” vivían en armonía con el medio ambiente… Desde el punto de vista humanístico, la caza de los carnívoros es de una gran crueldad. Basta ver las cacerías de los grandes felinos filmadas para los canales de documentales, como el de la National Geographic. Pero los animales ni lo piensan, porque afortunadamente no tienen nuestra cultura. La crueldad humana es equivalente. Yo creo que los romanos ni se molestaron en insinuar que sus obras de conquista eran para llevar la civilización a los bárbaros. No necesitaron ese argumento. Su civilización ─que efectivamente impusieron─ incluía la esclavitud y la muerte como espectáculo en el Coliseo. De manera “natural”. Shanghái está puesta como símbolo de la acumulación, del comercio. Sí creo que la tensión entre lírica y poder es milenaria. No hace falta escribir contra el César como hizo Catulo ─después se disculpó y el César lo invitó a cenar─: los poetas pueden ser marginados y despreciados un día, y al otro día invitados de un banquete. Esto es intrínseco a la poesía.

Son permanentes las alusiones al fulgor que irradia la proximidad del holocausto. En una de ellas, hablás de “la muerte de las cosas y el canto de las cosas”. ¿Te reconocés como un poeta melancólico?

—Toda la vida luché contra la melancolía. Pero es inútil. Sí, la proximidad de un final del planeta produce brotes de melancolía, tristeza como la que se siente por lo que uno sabe perdido para siempre. Por ejemplo, la infancia.

Hablás de mundos y ciudades que se hunden y ensayás una irónica apología de lo barrial. Incluso lo hacés parte de un pronunciamiento estético en “La obra y su doble” y también en “El profeta de las explosiones” y “Del sendero del sabio” (“Interroga, infeliz, los techos, ah.”). ¿Qué representa el barrio para tu mirada poética?

—Hay dos ideas de barrio, que corresponden a dos épocas. El barrio en el que nací era casi un pueblo bonaerense de casas bajas, terrenos baldíos, árboles, todos los viejos del barrio ─y digo todos sin exagerar─ eran inmigrantes. Luego estaba la generación de mis viejos, que eran sus hijos. De noche se escuchaban las pisadas de los que pasaban por la calle. Se caminaba por el centro de la calle. Casi no pasaban autos. Todas las construcciones, muchas ya reformadas, eran o habían sido casas chorizo, o lo que hoy llaman peaches, es decir departamentos con sus respectivos patios que daban a un mismo corredor. O sea, casas chorizo compartimentadas. Para mí, aquello era el paraíso. Es mi paraíso perdido. Hoy el barrio del que hablo está atravesado por miles de autos, tiene avenidas sucias, estruendo de martillos y máquinas todos los días. Pero aun así sobre los techos andan los pájaros y los gatos. Los grillos y las torcazas. La apología es irónica, porque habla de dos mundos que conviven.

¿Tuviste una relación personal con el poeta peruano [Javier] Sologuren, personaje de un par de poemas, al menos explícitamente, o se suma a las ficciones del libro (insinuás que tuviste un sueño con él)?

—No, no tuve ninguna relación personal, pero cuando traducía la Divina comedia en efecto soñé que este hombre desconocido trataba de decirme algo sobre el libro de Dante. Cosas que pasan. Su poesía la aprecio.

Tus poemas se nutren de la historieta, el cine, la música, la pintura… En un poema, Li Po va a la montaña y se encuentra con un paisaje ya contaminado por su cultura cortesana. En otro, hablás de “lo increíble natural”. En otro, “caminamos por el interior / de un mundo no natural”. ¿Tenés varias visiones sobre “la naturaleza”, un tema que insiste en tu escritura?

—Me amargaba mucho descubrir basura en lo que llamamos naturaleza. Me quedaba horas tratando de entender cómo podía estar tan sucio el Riachuelo. Sin embargo el olor del Riachuelo ─que no era exactamente olor a cloaca─ terminó siendo para mí la señal de que estaba de vuelta en casa cuando volvía de la costa en verano. Terminé por aceptar la mala convivencia de lo natural con lo industrial, especialmente con el sobrante, y me produce un éxtasis ver fierros viejos cubiertos por las plantas, oxidados.

En varios poemas, el recuerdo está tematizado. Podría decirse que el escritor se vale de recuerdos e imaginaciones para hacer su tarea. Aunque hablés de las “Trampas de la química del cerebro. / Nomeolvides olvidados”, ¿te resulta fascinante el misterio de la memoria? 

—Una película de Resnais empezaba con una cita que no me puedo olvidar: «la memoria es un lugar extraño, donde todo puede suceder». No me acuerdo de quién es la cita. Pero encuentro cierta relación, ahora que me lo decís, entre la naturaleza que invade las cosas abandonadas y la memoria que de alguna manera hace el mismo trabajo. Tarkovsky tenía cierta idea del cerebro como un lugar de vegetación, o un animal. Por eso filmó Solaris, que es un relato del polaco Lem, donde él pone un misticismo que Lem no tiene o no hace tan evidente: un planeta solo de agua que es un gran cerebro mimético. Y está esa corriente de agua sobre residuos, jeringas, cosas tiradas a un torrente, en Stalker. Es imposible no pensar la memoria como un ser vivo, cambiante, aunque se conforme de mitos, que son estructuras permanentes: los mitos asumen otras formas. Por darte un ejemplo: el poema Los mares del Sur, de Pavese, contiene mitos antiguos, uno sobre todo, que es el del viaje de Ulises, las peripecias de la vuelta a casa, pero este ocurre en la era industrial. Pavese nos dice que de chico se imaginaba a su primo como pescador de perlas o ballenero, pero el poema nos revela que era maquinista de un barco, trabajaban cuando era aun de noche sobre la cubierta y sólo vio una vez la caza de la ballena. Ese libro está lleno de recuerdos, pero estoy seguro de que Pavese no vivió las cosas exactamente como las cuenta en esos poemas. Se trabaja con la memoria y la memoria trabaja con nosotros.

En una entrevista con José Villa, para este sitio, dijiste que “Li Po” era uno de los poemas que te representaba, al menos en la época en que fue escrito. Podríamos decir que ese poema aparecido en La lírica explicita tu relación singular con la lírica, al menos en sus centros nodales: el canto y la expresividad. Tu lírica apela a una música prosaica (“los sonidos como de muebles corridos”) y evitás deliberadamente el emocionalismo. Es singular, en ese sentido, el modo en que en varios pasajes, sobre todo reflexivos, utilizás la palabra “amor” (“No hay amor completo”, “Lo contrario es amor”, “era lo que iba a quedar de la palabra / amor”). ¿Qué opinás al respecto?

—La “música” es la de la prosa, totalmente de acuerdo. Li Po ─el de mi poema─ sabe sin embargo que no puede decir todo lo que ve, por eso escapa del barroquismo infinito de la corte. Y va a encontrarse con que la naturaleza en estado puro ya no existe. Finge cierta adaptabilidad ─aprende artes marciales, caligrafía─ pero mezcla elixires, se hace alquimista, yo creo que porque descubre que él es tan innumerable ─perdón por el término borgeano─ como aquello de lo que escapa. Me pareció que exponía una dificultad del realismo en ese poema. Sí, evito, literalmente, el emocionalismo, que es una falsa afirmación de la “naturaleza” del hombre, la afirmación de un rasgo humano por encima del instinto, de las clases y, ahora, también de la inteligencia digital. El emocionalismo nos sume en una especie de razón de la sinrazón. No es que no crea en el amor, negarlo sería igualmente tonto. Hay un amor que se desprendió de lo hormonal en la historia de la raza humana; lo construimos a lo largo de los siglos, pero a la larga quizá no sea tan diferente al instinto de los gatos, incluso el amor de los gatos me parece más profundo, porque realmente no pueden escapar de él. En su libro sobre sus mascotas, Doris Lessing cuenta que una de sus gatas, cuando le venía el celo, salía como cohete a buscar gato por el barrio, pero había sido madre hacía poco, y volvía, también rápidamente, a verificar que su cría estuviera bien. No hay amor tan completo para nosotros: la idea, en esa frase, tiene que ver con el amor religioso, que se debe construir, lo comparo allí con construcciones a medio hacer.


El capital

La muerte intempestiva de Tu Fu era debida
─en ejercicio de su dialéctica─
a la presión del capitalismo que desplaza
dos atmósferas por encima del volumen de su cuerpo.

Lo dijo menospreciando mi tendencia al hematoma,
la raíz de los sonidos como de muebles corridos
durante la madrugada en el piso de arriba
en la orilla del sueño ─pero que, sabía, eran señales
de otros cuartos en ciudades hundidas─
…el volumen total de su cuerpo que abarca Ficino,
los arcos de medio punto, el semicírculo,
la proliferación de marinas, de ideogramas…

“Lo que quiera usted”, dijo.
“Pero le insisto: no debe dedicarse a la poesía
si no está dispuesto a recibir en su centro mental
el peso de la inflación de mercado
y del repliegue táctico que imbrica
guerras, la soledad de un hombre, las conjuras”.


La obra y su doble

Ser breve, en lo posible
refractaria, de modo de asegurar la permanencia:
requisitos de la imagen publicitaria.

Lo contrario es amor; no va con ello
el tránsito especular a través
del éter, la omnipresencia de la imagen,
venta, reproducción y a la par gratuidad
del objeto en su etapa de propagación como onda.

Pues lo contrario es el amor,
lo que cala el hueso, absorbe; detrito de la obra
en el alféizar.
Cierto. La cagada de la golondrina, el hollín.
Todo lo que ves en el borde gastado de esta ventana.
Caído del cielo. Caído realmente del cielo.
Aquel azul, allá, aquel cuadrado azul.
Jirón de la capa de Apolo, en el que flotan
pasto, plumas y aves, papeles de sentencias.

El dios no espera, arrastra el cielo, cae lo grave,
deja marca lo efímero, el humo, el pájaro, grande
como un tordo, que camina entre los trastos
en ese techo, allá abajo; leve, atento al crujido,
al aire enemigo, al pelo o la garra.

Recodar lo que se dice recordar, sólo
el capricho art noveau, la talladura, el dintel,
el mirar al sesgo en un bar,
la bicicleta atada al poste,
su portaequipaje blanco, cada día
en el mismo lugar, percudiéndose.
Hasta que el aire está percudido
hasta que el aire está gastado;
como están rajadas las veredas
cascados los cordones, patinadas o pulidas
las cortinas metálicas, carteles, vidrieras.
Usado el ámbito, transitado, manchado.
Ruinoso, vital, recorrido por soldadores, ganapanes,
pintores, el barrio.


El profeta de las explosiones

No pienses, dijo el sabio, en las grandes ciudades
arrasadas por la dinamita, pues la tentación
de volarlas implican desde que fueron construidas.

Piensa en que la guerra destruye los barrios,
los barrios de casas pequeñas y salvajes jardines,
de casas grandes y apartadas, también;
casas con arañas, donde la intemperie juntaba
lenta, conmovedoramente, sarro en los vidrios altos,
hongos muertos en la madera, en un trabajo
que creía de siglos.


Del sendero del sabio

De la ventana al baño presumimos
al sabio.
El camino entre la pregunta irreducible
al techo cercano
y el alivio
del retrete.

Pero, ¿y si se ha alzado el espíritu
desde las tejas rotas, mohosas,
para decirle la respuesta?

Alcanzada la facultad de junco que piensa,
obtenida la revelación,
aún el retrete, la gárgola inversa,
esperaría su escatológica recompensa,
y desde el fondo de las aguas turbulentas,
El abismo repetiría: inútil,
tus milagros no llenan la bullente cloaca
que demanda más
de ti, de tu molienda de entrañas
diaria,
insuficiente;
resuena en las tuberías,
y corre entre ratas, se disuelve,
cae en el turbión, se vuelve
innombrable como el océano.
Pues esto es, no su reverso.
Interroga, infeliz, los techos, ah.


Estación Finlandia

Libertad es la necesidad conocida, Engels

Y sobre la precisión, y sobre el armado de aquella relojería
que implicaba vidas en las leyes de la historia, el viento de octubre
rugía. Sabés, no era el nido de la cigüeña ni el jardín de los cerezos
sino su luz, la que, derrumbándose, provocaba el desapego,
otra alienación. Ni de fraguas rojas como el cielo
era el porvenir en los ojos de ciervo de los nuevos obreros.

No era lo que se perdía, no. No lo que se ganaba.
Era todo torvo, metafísico, de uno y de otro lado.

Y sobre aquella vastedad del clima al que se abandonaba todo,
tu dedo desde el camión blindado.

No era el jardín, era su luz;
no era el futuro, sino su hueco.

«¡Todo el poder a los sóviets!», tu dedo.
No ha lugar a semiclimas. Este es el momento,
mañana será tarde, ayer era temprano.
¿Alguno vio que ese momento sagrado de la historia
─lo que va del ayer al mañana─ era cimbreante vértigo?
O algo distinto al vértigo. Un momento de nada. Hablando en rigor,
un momento ahistórico (ni los de arriba ni los de abajo pueden vivir como hasta ahora).

Ciego, entraste en el hueco, sin voces. Y tras de vos, el sóviet.
¿Qué sería ahora de la nueva asamblea? Una torsión en los siglos,
una extrema prescindencia, un cántico vacío, un oratorio, un canon.

A partir de vos, la historia fue irreal. En cierto modo ─en un modo, en el único modo─,
dejó de ser historia. Fue de nuevo el páramo duro de la religión, no humano.

En tus secretas charlas con Hobbes, resolviste la partida de esta forma:
Si los dejamos librados a sus intereses, estos potros desnudos, hambre y fusil,
van a la organización, al gremio, a la palabra hecha objeto: salario, salario.
Nuestra luz, amasada en alguna comarca de la lógica, en un sitio atestado,
revelará el destino que calzaremos como un guante de acero.
No pudo con tu cerebro tu cuerpo tártaro. Paralizado, mudo, dictabas todavía cartas
al Comité Central.

Pero todo había cambiado ya: se organizaba lo rampante según el dictado
de una máquina de acero que era imposible parar.

En los parlamentos europeos se veían las caras, cara a cara,
pero en el sóviet había caras tan despejadas de engaño que apenas conservaban
el color del surco, la rojiza luz de los talleres.

Los hombres no fueron tratados ni como cosas: fueron tratados como ideas.
Y todo el partido, toda la historia, se convirtió en ideológico erial.
Todo fue irreal, y tragó sangre, madres, olores, el silencio sagrado del trabajo.

Coraje, Lenin. Borbotea de nuevo el alcantarillado de la historia.
Estos son hombres, estos son hombres, en las vacías ciudades nuevas.
Habemos hombres y chatarra. Hombres que saben de un modo confuso
de aquel intento de entender, en lucha cuerpo a cuerpo, de qué son objeto.
Millones quedaron allí, en el descampado sin historia, por entender la historia,
por cambiar la historia sin entenderla, por trascender lo vano y lo nuevo.
Millones, por ser en la luz infecunda del cielo.
Millones por vos, por tu dedo señalando lo más privado de historia,
lo nuevo privado de historia: el poder de los sóviets. La libertad.


Comedia. Infierno, 30

No es el Paraíso Perdido, que es solemne de aquí a la China
y no hay un diablo que se le mueva un pelo,
dijo Sologuren mientras ocupaba la banqueta de confesión
en un bar achaparrado sobre alguna colina:

esto lo soñé y me autoriza a hacer público y notorio
mi charla con Sologuren mientras caían mandriles blancos
o cosas parecidas sobre un ángulo tibetano de la ventana.

Sologuren chasqueó los dedos y farfulló y yo le indicaba
que siguiera hablando y él parecía alisar polvo entre el índice y el pulgar
y lo sacudí varias veces y Sologuren calló como una radio.


Rojos

  1. Caballería roja

Como alguien que no puede evocar el color del mediodía
tras el vidrio de un restaurante
en el que comió hace unas horas,
pero recuerda los colores de Caballería roja, de Malévich,
emprendimos la salida de muchos lugares, sin quejas.
Ni hendidura en la piedra romana
o cualquier otro detalle
─olor ácido de las estaciones─,
ni paredes del metro
o la mirada de una anciana en Florencia
pudimos guardar.
Arde con fervor sin embargo un recuerdo en la escalera
de un consorcio de la calle Viel.
Trampas de la química del cerebro.
Nomeolvides olvidados.
Cosas secas, ¿para qué?

El hervor
del tiempo licua todo y lo que sobrevive
y emerge ─carga de lejanos jinetes─
es lo que cuenta,
cuando el invierno gotea.


Li Po

Li Po no quiso hacer poesía de la corte
cuya proliferación de dorados y rojos lo habrá embriagado.
El innombrable despliegue de artesonados y trajes,
la imposibilidad de memorizar los detalles
de solo un atavío, conducían a la locura.

Fue a la montaña y se encontró con un paisaje
de barcas sobre cristal,
copas que destellaban como los rubíes,
el vuelo de las garzas y el de los sombreros,
la carne que no podía ser dicha,
el espectro de Tu Fu entre los altos pinos que cantaban
una canción irreal.

Bosques y laderas le recordaban
el musgo sobre las piedras
de los jardines imperiales, esa naturaleza en miniatura.

Li Po vio
que no podía escaparse de inverosímiles escenarios,
ni de las artes marciales y el arte caligráfico.

Fingió una perenne borrachera y mezcló elixires,
jamás supo si estaba dentro o fuera de sí,
en qué consistía la lírica.


Un poeta de la Era Shōwa

Takahama* vio que todo en el viento era un haiku
pues ─seguramente─
el otoño desprendía cosas de las cosas
como el haiku desprende
musgo de los versos
hasta que vuela la mariposa.

En las Mil Casitas de Liniers viste
una mujer en una ventana y creíste
que se asomaba en un altillo. En la distancia
dirías que era la ventana de un altillo,
pero en todo caso era una ventana alta, anochecía,
las hojas secas no volaban del árbol,
─tal vez no había viento─,
todo estaba inmóvil a punto de haiku.
La ventana se recortó con la silueta de la mujer
madura quizá, íntima y por eso misteriosa
en el ambiente neblinoso de aquel barrio,
desprendida de la continuidad,
como la mariposa de Takahama.

* Kyoshi Takahama (1874-1959).


Pájaro en la lluvia

Posado sobre un cable,
ahora es invulnerable como los dioses,*
su cuerpo se hizo intrascendente.

* J. L. Borges.


Plegaria

En ese hueco entre las estrellas donde nada se ve
y habitan sin sustancia muchas Ellas,
guardado por dríades que no entran en él,
resonaría mejor la voz que se dirige al dios, exista o no.
Ese hueco como un cascarón invisible está habitado para vos
por invisibles eucaliptos, árboles fantasma
que ceñían una avenida de circunvalación que hoy es autopista:
más allá de ese límite pusieron unos abuelos sus palos godos,
habitaron cuervos de otro mundo sobre gavillas, sobre sus hombros;
se forjó una clase obrera descendiente del campesinado europeo.

Que nieve siempre sobre la nostalgia de la Lucania
y que caiga almidón y azufre sobre León.
Ahora que todo es Shanghái o transacciones rápidas sobre mostradores que no tienen fin
─en este universo de voces que dicen sin parar Yo pero no
encuentran ecos en sí mismos ni en nada ni en nadie─.
Dios: una silla sola en la vereda.



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