El tiempo habitado/ Charlas con Cuchúa, de Alejandra Méndez Bujonok

t_charlas_a_mendez_bujonokCharlas con Cuchúa
Alejandra Méndez Bujonok
Villa Mercedes, San Luis
Editorial Deacá
2018
52 pp.

 

 

 

Por Leandro Llull

El primer cuestionamiento que se despierta en nosotros cuando nos adentramos en este nuevo libro de Alejandra Méndez Bujonok consiste en preguntarnos cuál es la función del poema sino hacernos ver aquello evidente que nuestra propia condición nos ciega. A lo largo de treinta y siete poemas más un glosario (Cuchuario), el texto nos introduce en una tierra contigua pero desconocida, ese mundo marginal incluso para lo que el imaginario colectivo entiende por marginal. No asistimos entonces a una evocación de íconos de la pobreza señera o presente: somos parte de una sensibilidad cultural obliterada.
Los personajes que nos hablan no provienen de ningún lugar distinguible a simple vista. Sus tonos, sus maneras, sus sentidos irrumpen en un registro lírico de forma inesperada. Lo remoto se patentiza en el verso conocido y lo enturbia al punto de lograr un nuevo brillo: «¿Quién no ha muerto una mañana / de puro hastío? / Yo veo el pájaro de mal agüero / más seguido de lo que quisiera. / Yo tengo un pájaro en el corazón, / no puedo dejar de mirar, / tengo un corazón en el pájaro, / y no comprenden de raíz / aquellos que se burlan / de nuestras historias, / aquellos que se florean, / en pos del arte, en pos del metal. / Pacharacos que llenos de nada / van con sus plumones inútiles, / ríen a carcajadas abriendo / la boca y tirándose hacia atrás. / No ha de haber tristes más largos / que los ruidosos, ¿viste vos? / No iluminan, Cuchúa, encandilan / para enceguecer».
Por otro lado, la naturaleza de la charla se distancia de la del diálogo. Quien conversa no busca un avance en el plano de la verdad, su pretensión es mucho más discreta y certera: incorporarse al tiempo que lo atraviesa, cursarlo, habitarlo. Sin estrategias discursivas el poema busca aquello que lo define y deja que la lengua sea ocupada por una voz: «Los otros días el cielo se ponía negro / y ella escribía sus cartas. / Miraba cada tanto a las rosas, / morirán pronto, decía, / y seguía escribiendo en su interior profundo / donde hay una luz como una fuente / que a veces veo // y creo beber».
De este modo, la intuición de la autora reconoce que la fuerza centrípeta de la lengua impuesta sobre esta tierra impide la torsión de la mirada y, en consecuencia, todo un costado del mundo cierto es percibido con enrarecimiento autóctono cuando lo lógico sería lo contrario: «Y desde el aire pude ver / el lucerío de las favelas, / era tan cierto que parecía cuento. / Tal como lo dijiste: / el mundo es una redondez / con puntitos lumínicos, / algo así como el Isondú / pero en gigante».
La mayor valentía de este libro, por lo tanto, reside en esa posibilidad de dar la espalda al centro y dejar que la exterioridad ingrese a nuestro círculo con la naturalidad de quien se sabe parte de algo desde siempre y para siempre: «Los nietos corretean poráhi / con un elástico tumulto infantil. / Los tempranos en el mundo son alegres como los picaflores, / hiperbólicos con su zunzún, / sobre todo en el celo, y esa especie de U universal». Así, arribados al final de la lectura, liberándonos de la conciencia cotidiana y sesgada que nos preside, podemos cantar y decir que»el que estuvo preso sabe que la cárcel / existe primero en nosotros» porque «las paredes pueden ser fronteras / o mares o costas».

 


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