Liliana García Carril. El mérito

El mérito
Liliana García Carril
Buenos Aires, Bajo la Luna, 2020



ELLA EN SU FALDA y él con una mano
aferrada al caño de acero
¿qué sostiene? la silla dibujada
en el aire

el aire, la respiración contenida
el sudor
todo está destinado a caer
o distorsionarse
pero ¿cómo?
apretados en la aerosilla, el brazo que la rodea
o se aferra, sólo sus piernas libres
balancéandose
en el vacío
bailoteando, como en libertad.

se deslizan hacia lo alto
algo en lo que no creen
–ninguno de los dos–
se ve el miedo en los músculos
del brazo, en la fuerza
que no es de voluntad.



ERA DE LA CLASE de hombres que se conmovía
por las mujeres indefensas y siempre dispuesto
a salvarlas de algo como quien practica
el deporte de la pesca por el solo hecho
de quedarse quieto y a la espera
de que el hilo se tense
hasta que un aleteo de ahogado
mueve el aire y parece de felicidad.



QUISISTE MOSTRARME el hilo de la sutura
y me negué; tal vez hayas levantado
la sábana exhibiendo ese trofeo
herido
a mis espaldas;

“es como una castración”, escuché
que decías entre el ruido de pasos
y metales con el que la enfermera
interrumpió: podría haber sido
una corriente de conversación y vos

escucharme

(por la ventana pude ver ombúes
pinos y algún palo borracho;

–tenías una teoría sobre el verde–)

todavía me pregunto qué idea te animó;
no eras un anciano desvariando,
ella era tu sexo y yo
tu hija.



COCINO PARA CONSERVAR la costumbre
algo hay que conservar:
la idea de manteca
y huevos, el concepto
de bollo que se amasa
en una mesa de madera un mediodía
de domingo la pasión del abuelo
por la siembra saborear lo amargo
de la radicheta; el rojo
de los tomates, ese orgullo:
la tibieza del huevo colorado
de las batarazas; pero no tengo
animal atado a un palo, ni me da
por matar; así eran las cosas:
a ella le tocaba el degüello
y lloraba mientras desplumaba
esas aves criadas como yo en el fondo
picoteando las brevas, espiando
tus movimientos en la parrilla
para encender el fuego
como una manera de leer.



PRACTICO tu teoría
sobre el verde
a veces me basta
con mirar por la ventana
el follaje de los plátanos
deja entrever el cielo
como un encaje
dibuja figuras en la piel.

me explicás
la teoría señalando
el bosque de enfrente
detrás de esas rejas
entre pinos y abedules
hay un níspero
que desde la puerta
de casa no se ve
y no se ve la casa
del níspero
ni a mi amiga
la hija del casero
enterramos carozos
de secretos
no se ve:
hay ramas
secas,
tierra
removida, personas
que no se sabe
dónde están, asuntos
ocultos, cosas
que ocurrieron
después

y vos
no lo creías.



CUANDO SE SOPLA la flor del panadero
y se dispersa en partículas de polvo
y nadie se acuerda de pedir ese deseo;

da miedo extrañarte

diletante, dijiste y loca para nada;
podría traducir en palabras de una lengua
privada, de vos sobre todo, esas palabras
parecidas a un cariño que engaña
por el tono y me deja

creer, si no qué queda,
y se dispersa.



EL MÉRITO*

cuando nos separamos
éramos todos jóvenes
incluso los más viejos;

ahora tengo más o menos la edad
que tenía él cuando nos reencontramos
mesa de por medio
con la intención de que la comida fuera
un lugar neutral; a medio camino
entre el marxismo leninista
y el psicoanálisis freudiano;

pero qué podía comer un padre enfermo;

comí en su contra una milanesa a caballo
–yo, que me había vuelto vegetariana
y cultivaba el gusto por lo crudo
como variante de una fe perdida–;

lo vi empalidecer frente a su plato favorito;

cuando llegó el momento del café
el muro derribado se irguió entre los dos
como un grueso vidrio:

le hablé del malestar en la cultura
no de mi malestar hacia él
por haberme abandonado por esa rusa;
me comporté como una chica dura
me entusiasmaba discutir las razones
de la caída de un mundo: el de él.

(al fin y al cabo los dos teníamos
toda una vida por delante: eso creí
perdida en las teorías)

Con qué ojos me miró quebrar
con una papafrita la delicada tela
de la yema del huevo y hurgar allí,
hasta que logré tragármela
atragantada con mis palabras más torpes.


* Bodegón de Villa Crespo.


Selección: Ana Lafferranderie.


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Reseña. «Palabras como balas o sables», por C. Esses